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La guerrilla imposible

Un libro de Eduardo Machicado, publicado en Alemania, recorre la historia del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que quiso consumar la misión del Che 

/ 16 de noviembre de 2014 / 04:00

Su grito de guerra “¡Patria o muerte, venceremos!” se tornó patético cuando fueron derrotados, porque la patria los olvidó y la muerte los cobijó bajo su tétrico manto. Eran muchachos ilusos “que dieron su vida, a cambio de nada” como afirma Eduardo Machicado Saravia en su libro Seien wir realistish, versuchen wir das Unmögliche – Che und die Folgen, publicado por la editorial Patchworld, en Berlín, en 2012.

La traducción del alemán al español, que aún no ha visto la luz, adoptará el título Exijamos lo imposible –un pensamiento del Che. Es un relato de prima mano recogido de las entrañas de ese heterogéneo colectivo que autodenominado Ejército de Liberación Nacional (ELN) pretendió en 1968 enarbolar las banderas de la aplastada guerrilla de Ñancahuazú y proseguir el combate iniciado por el famoso aventurero argentino. De las centenas de obras escritas sobre la personalidad del Che Guevara, su pensamiento y su acción secundada meses después de su ejecución por jóvenes bolivianos, este libro tiene el mérito de ser un testimonio primicial, porque su autor fue también curioso espectador desde la génesis hasta la defunción de ese ELN, mítico para la generación del 68.

La  interrogante inicial será —naturalmente— la razón por la cual una editorial alemana se interesó en difundir la obra. La respuesta es simple: porque la gestación ideológica del ELN se origina en un grupo de estudiantes latinoamericanos residentes en Múnich y, más particularmente, en el pueblo de Tubinga. Buena parte de ellos,  bolivianos de origen y/o de padres alemanes se graduaron como bachilleres en el Colegio Mariscal Braun de La Paz alrededor de 1955.

Machicado, a manera de introito, inserta una carta abierta a Fidel Castro que lo interpela por el deceso en una prisión cubana del compatriota Raúl Quiroga, atribuido a un supuesto suicidio por razones de índole amorosa. Ese personaje, más que otros, emerge de las reflexiones del autor como el mentor principal y uno de los héroes anónimos del grupo en armas. Le siguen en el obituario, los hermanos Jorge y Humberto Vázquez Viaña. El primero, conocido como el “Loro”, fue capturado en las inmediaciones de Ñancahuazú y arrojado vivo desde un helicóptero a la selva. En tanto que Humberto escribió varios libros críticos sobre el Che y sus andanzas bélicas (Dogmas y herejías de la guerrilla del Che, entre otros).

El discurso que el entonces ministro Ernesto Guevara de la Serna pronunció en la Conferencia Interamericana reunida en 1961, en Punta del Este, fue, según Machicado, diligentemente masticado por el grupo de Múnich y sus antenas en La Plata y Buenos Aires, argumento que les sirvió de sustento teórico para intentar asumir la responsabilidad del cambio revolucionario en el continente.

No pasa desapercibida la presencia en el grupo de Múnich de la venezolana Elisabeth Burgos, quien enamoraba con un boliviano antes de casarse con Regis Debray, el autor de Revolución en la revolución. Es curiosa la involución de esa dama que, a la larga, sirvió de consueta, en París, para un venenoso alegato contra Fidel, firmado por Benigno, uno de los sobrevivientes de Ñancahuazú.

Singular crédito corresponde a Machicado, por el cuento acerca de los entretelones de la llamada Operación salvataje, sucedida entre octubre de 1967 y febrero de 1968, mediante la cual los ex compañeros del Che, Pombo, Benigno y Urbano, fueron extraídos de las fauces del lobo boliviano hasta suelo chileno, donde los esperaba, cual Caperucita socialista, Salvador Allende. Temeraria empresa, galardón de los “elenos” que utilizaron a un ingeniero de YPFB para procurarse los mapas adecuados de la frontera. El artífice mayúsculo de esa hazaña, ahora se sabe, fue Jorge Pol Álvarez Plata.

El capítulo “La preparación de una Segunda Campaña” es accesorio a la obra del historiador Gustavo Rodríguez Ostria (Teoponte: sin tiempo para las palabras) para entender con mayor propiedad el desastre que significó ese desafortunado holocausto. Aquellas piruetas se desarrollaron durante el gobierno del general Alfredo Ovando quien, emocionalmente desestabilizado por la trágica muerte de su hijo Marcelo, delegó el contraataque a la nueva guerrilla a sus mandos intermedios, para quienes era mejor no capturar prisioneros y fusilar a los heridos. Entonces, para esos improvisados guerreros  la única consigna era salir de la maraña, por cuanto, como dice Machicado, estaban “embriagados de una gran ilusión y engañados por el inmediatismo ideológico”. Fueron  60 días trágicos, en los que su único combate fue la lucha contra el hambre.

Muchas líneas confirman la sabrosa intriga de que el general René Barrientos, favorito del Pentágono, cogobernaba secretamente con el Partido Comunista de Bolivia (PCB), a través de dos operadores agazapados: los generales León Koelle Cueto, Comandante de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB), hermano de Jorge, Secretario General del PCB, y el general Fernando Sattori Román, jefe de Estado Mayor de la FAB y hermano de otro Jorge, miembro del Comité Central del PCB.  Ese elenco se completa con Antonio Arguedas Mendieta, ministro de Gobierno, quien más tarde haría llegar a La Habana el diario del Che y, en paquete separado, las manos cercenadas del revolucionario.

Ese dato parece verosímil para explicar la tortuosa senda que recorre  el jefe comunista Mario Monje para consumar su traición al Che y sembrar las filtraciones que ayudaron a Barrientos a resistir eficazmente la guerrilla guevarista.

Sin embargo, entre los retratos de los combatientes criollos, resalta con holgura Mónica Ertl, la boliviana-alemana, hija del fotógrafo Hans Ertl, asilado nazi en La Paz. Ella se graduó de bachiller en el colegio Mariscal Braun en 1955, para luego ocuparse de ayudar a las obras caritativas del Cardenal Maurer. Esa hermosa tudesca, rubia y sonriente, alias La Imilla, no obstante estar casada (con Hans Harjes) fue el prototipo de la revolucionaria profesional, a la imagen de Rosa Luxemburgo (marxista bávara a quien Machicado cita y recita ad nauseaum). Cuadro principal del ELN, La Imilla participó en dos audaces asaltos para recaudar fondos: el secuestro del dueño de La Papelera y el ataque a la firma Volcán, que les proporcionó un botín de 50.000 dólares de la época.

Más adelante, cuando el ELN decidió ajusticiar a Roberto “Toto” Quintanilla, uno de los torturadores  barrientistas, refugiado como cónsul boliviano en Hamburgo, Mónica se ofreció para perpetrar esa acción. En escena casi cinematográfica, entró a la oficina del funcionario quien la recibió reclinado sobre su escritorio, momento propicio para que la guerrillera extraiga su pistola y agujeree con precisión la cabeza del esbirro. Al estruendo, la esposa de éste salió de la trastienda y alcanzó a agarrar a Mónica por los cabellos. Galana, la asesina, dejó en las manos de su captora su arrancada peluca y escapó raudamente por las escaleras. A los pocos meses de su retorno a Bolivia, su presencia fue delatada y murió acribillada en la Ceja de El Alto (12 de mayo de 1973). Ese episodio lo recoge Regis Debray en su novela La neige brule (La nieve quema), aunque, según Machicado, el filósofo galo distorsiona la figura de Mónica que, como Tania, la guerrillera, ha pasado de la revolución a la leyenda.

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La hija del Papa

Dario Fo revierte la mala fama de Lucrezia Borgia y la presenta como una dama inteligente y sensible

/ 21 de marzo de 2016 / 04:00

Fueron años marcados por espectaculares acontecimientos épicos protagonizados por hombres y mujeres cuyas vidas, con luces y sombras, constituían la historia misma de su universo circundante. Rodrigo Borgia, catalán de Valencia, debe su fulgurante carrera eclesiástica a su tío el papa Calixto III. Gracias a él trepó al poder supremo de la Iglesia, adoptó el nombre de Alejandro VI como comandante de los Estados Pontificios y amplió la influencia de éstos por toda la península italiana. Su reinado es recordado por memorables actos tales como las bulas alejandrinas, entre ellas el famoso Tratado de Tordesillas (1494) y la expulsión de los judíos en 1492. Su vida privada fue tanto o más borrascosa que su gestión pública, pues en tanto que joven cardenal obtuvo los favores de alcoba de la pulposa Vennozza Cattanei con quien sigilosamente procreó tres hijos varones y una sola hija. Pero ¡qué hija!

Por largo tiempo los inocentes vástagos creían que el religioso de nariz abultada y manos inquietas era su tío, un tío generoso, puesto que Rodrigo, escrupuloso con las apariencias, había tenido la precaución de patrocinar el matrimonio de Vennozza con un marido postizo, previamente aleccionado y remunerado por la faltriquera cardenalicia. Ante la súbita muerte de aquel impostor, la vacancia fue prontamente llenada por otro hombre de paja. Sin embargo, poco antes de ser elevado a la silla de San Pedro, optó por revelar a sus hijos su verdadera paternidad. Y entonces, espantada, Lucrezia, descubrió “que no es con el hermano de su madre que ella había entretenido una relación incestuosa sino con su propio padre”.

En medio de esa atmósfera de lujuria clandestina, de intrigas, puñaladas traperas y envenenamientos misteriosos había nacido en 1480 Lucrezia, una bella niña quien al llegar a la adolescencia ya irradiaba una hermosura que se haría legendaria. Ojos verdes azulados, cabellos rubios con una exótica tonalidad de oro que le llegaban hasta las rodillas, dientes de blanco brillo, boca grande y generosa, silueta fina y aguda inteligencia. Tres veces casada, como peón en las manipulaciones de su padre el papa Alejandro VI y de su temible hermano César Borgia.

El libro de reciente aparición Lucrecia Borgia, la hija del Papa que (a sus 80 años) nos ofrece el italiano Dario Fo, premio Nobel de Literatura 1997, reconocido dramaturgo, ensayista, satirista, actor y, en ese texto, meticuloso escudriñador de la pequeña historia del papado borgiano. Lo reconstituye con habilidad y suspenso contando algunos legendarios rumores o aserciones históricas en forma de diálogos y monólogos que forman el cuerpo de esta novela, la primera de su pluma. La edición francesa (2015) fue impresa imitando al original en italiano, adornada con ilustraciones propias de Dario Fo, en 275 páginas cuidadosamente engarzadas por la editorial Grasset.

En realidad la obra es una convincente tentativa de revisión del imaginario creado para manchar la figura de Lucrezia, a quien casaron a los 13 años con el señor de Pesaro Giovanni Sforza (24) en 1493 —la fecha en que Colón completaba su primer viaje a tierras americanas—. Esa boda concertada pretendía calculados réditos políticos pero cuando éstos probaron no ser rentables, pasados tres años, los Borgia obligaron al novel marido a inculparse a sí mismo como impotente, para anular el matrimonio supuestamente no consumado. Así se urdió la segunda boda de Lucrezia en 1498 con Alfonso de Aragón, hijo del rey de Nápoles —a su vez asesinado por Michelotto— quien es un operador de su hermano César, despiadado militar y astuto político, a quien Niccole Maquiavelo le dedica su clásica obra El Príncipe.

Finalmente su tercera y última alianza nupcial fue con Alfonso del Este, duque de Ferrara, con quien tuvo ocho hijos legítimos, más uno que no lo era. La secuencia de sus matrimonios —todos por razón de Estado— está intercalada con amantes, entre los que sobresalen el poeta Pietro Bembo y su cuñado Françoise Gonzague, duque de Mantua, quien, agobiado por la sífilis, debió renunciar a sus esfuerzos.

Ardua la labor de Dario Fo para revertir la mala fama de Lucrezia de incestuosa, adúltera, hábil envenenadora, perversa, carente de escrúpulos, en una dama inteligente, llena de sensibilidad, mecenas de las artes y las letras, singularmente ungida Papisa interina, durante una ausencia de Alejandro VI. Lucrezia Borgia, un mito, es sujeto central en páginas de Víctor Hugo, Mérimée, Mario Puzo, Alejandro Dumas y otros. También en la ópera de Gaetano Donizetti, en piezas de teatro y en una copiosa bibliografía.

Fue una bella mujer que murió a los 39 años de septicemia, hospedada en un convento de Ferrara, cultivando la vida y la obra de San Bernardino de Siena, su inspirador, de quien registra esta significativa cita: “Todo gozo que viene de Dios, no será jamás pecado, es la exaltación de la misma Naturaleza”.

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Modiano y el París ocupado

El último Nobel de Literatura retrata la tragedia de la comunidad judía a través de calles y edificios que aún existen

/ 28 de junio de 2015 / 04:00

Solamente cuando se anunció que Patrick Modiano había obtenido el premio Nobel de Literatura comencé a releerlo con mayor atención y a descubrir en sus escritos cualidades que antes me pasaron desapercibidas. Por ejemplo, mis dedos trajinaron velozmente las páginas de una edición pirata de sus primeras narraciones insertas en la Trilogía de la Ocupación, en una pésima traducción de María Teresa Gallego Urrutia que, sin embargo, me permitió apuntar pacientemente la ubicación de las casas de tortura que los nazis requisicionaron en París. En ellas, junto a los colaboracionistas de la Gestapo francesa, instalaron sus centros de detención clandestina y sus templos de diversión y esparcimiento en aquel París donde los sicofantas no faltaban y donde los usureros, traficantes, proxenetas, contrabandistas y chantajistas sobraban.

En mis ratos de ocio parisino —que son los más del año— me dediqué a identificar los palacetes que, con calle y número, registra Modiano en su obra. Y contemplando las celosías cerradas, sus atrios de entrada con puertas de hierro macizo, sus ventanales amplios ora clausurados, ora ventilados, recordé los retratos que el joven narrador judío hace de los momentos más tétricos de la dominación nazi. Los personajes descritos —copiados de la realidad o de la chismografía entre la comunidad judía de la posguerra— están pintados en cuerpo y alma y corresponden a la recolección de los pensamientos y conjeturas que los hebreos perseguidos solían confiar a gentiles hospitalarios.

CALLE. Releyendo Dora Bruder, aquel relato de la adolescente que descubre tardíamente su condición de judía, me conmoví vivamente. Ese personaje de novela cuenta ahora con una calle en homenaje a su memoria, inaugurada en el romántico barrio de Montmartre por Ana Hidalgo, emigrante española y socialista que ganó holgadamente la Alcaldía de París. Con ese motivo, los literati volvieron a escarbar los orígenes de esa obra, y ahora se confirma lo que Modiano confiesa: que aquel escrito nació motivado por un aviso que leyó inadvertidamente en el vespertino Paris soir del 31 de Diciembre de 1941. Decía así: “Paris: se busca: a la muchacha Dora Bruder, 15 años, 1m. 55, rostro oval, ojos grises-marrones, abrigo sport gris, pull-over carmesí, falda y sombrero azul marino, zapatos deportivos marrones. Referencias de cualquier novedad al Sr. y la Sra. Bruder, 41, boulevar Ornano, Paris”.

Esos datos fueron suficientes para que el novelista comenzara a imaginar la muchacha judía quizá asesinada por los SS, como una prima suya de igual nombre. Más aún, la desaparecida vivía en el boulevard Ornano, una arteria concurrida que el escritor frecuentaba de niño. Entonces se apresuró a consultar el Memorial de la deportación recopilado por Serge Klarsfeld (cuya esposa Beate estuvo en Bolivia persiguiendo a Klaus Barbie) y logró identificar plenamente a Dora Bruder, que fue confinada al campo de concentración de Auschwitz el 18 de septiembre de 1942. La febril creatividad del escritor teje tramas familiares acerca de Dora en cuatro novelas en las que sus padres aparecen y desaparecen. Modiano, gracias a Klarsfeld —incansable cazador de nazis—, se hace con un expediente completo con mementos y fotos de la verdadera Dora, y así se le facilita la tarea de reconstituir y novelar la trágica existencia de la adolescente perdida. No es sino en 1997 que publica Dora Bruder, quizá su obra mejor lograda, que lo conduciría más tarde hasta el premio Nobel.

REALIDAD. Esa es la mecánica que Modiano emplea para dar vida a sus relatos en casi todas sus obras, retratando la cruel realidad de la comunidad judía atropellada por la intolerancia hitleriana. Pero el mérito del escritor radica en no victimizar a sus congéneres hebreos hasta la cúspide del heroísmo o los extremos del martirio, como por ejemplo lo hace Eli Wiessel. Entre los personajes judíos de Modiano hay de todo, como en cualquier colectividad humana. Un infame proxeneta como Raphael Schlemilovitch, cuya astucia judía figura en El lugar de la estrella. O el inescrupuloso doble agente Lamballe, que en La ronda nocturna roba, miente, mata y disfruta por igual con agentes de la Gestapo o entre militantes de la Resistencia sin remordimiento alguno, porque a unos y otros —alemanes, franceses o judíos— solo les interesaba sacar tajada del mercado negro imperante durante la Ocupación.

Gracias a Modiano, vagando por las calles de París, pude realizar mis propias investigaciones acerca de la vida cotidiana en la capital durante la guerra, para así almacenar en mi imaginación los datos recolectados de los recuerdos de los ancianos y de las viejas matronas que aún pueden abordarse. Los palacetes todavía están ahí, mudos y erectos. Algunos fueron confiscados por la Alcaldía; otros, vendidos a embajadas extranjeras o a ricos oligarcas surgidos en la era posbélica. Ciertamente, el nobel Modiano hizo un prolijo trabajo informativo al señalar tantas viviendas que quedaron abandonas por sus dueños, que huían en estampida de la barbarie nazi dejando atrás sus tesoros y sus esperanzas. Pocos volvieron y menos aún recuperaron sus bienes. Por ello, narrar las andanzas del espía bilateral Lamballe, que solía penetrar en aposentos desguarnecidos para hurgar escondrijos donde los apresurados fugitivos habrían escondido joyas, dinero o valores, es retratar situaciones que efectivamente sucedieron en esas aciagas jornadas.

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Escritores vagabundos

Philippe Ollé-Laprune dedica un libro a los escritores que dejaron sus patrias y se asentaron en otras tierras

/ 24 de agosto de 2014 / 04:00

La Academia de Ciencias de Ultramar de Francia, para su revista trimestral, me encarga la crítica periódica de los libros impresos en francés sobre temas latinoamericanos. Entre las últimas obras entregadas, ha llamado mi atención un aporte de Philippe Ollé-Laprune, actual director de la publicación Líneas de fuga, en México. En efecto, bajo el título original de Europe-Amerique latine. Les ecrivains vagabonds (Editions de la Difference, 2014, 187 páginas) el autor registra a los literatos que de uno a otro costado del Atlántico han migrado por diversos motivos, pero con un común denominador: escapar de sus propias realidades en busca del paraíso perdido.             Entre ellos figuran Rubén Darío, Octavio Paz, Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Alejandro Carpentier, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Julio Ramón Ribeyro, Severo Sarduy, Manuel Puig, Fernando Vallejo, Juan Gelman, Juan Carlos Onetti, Roberto Bolaño, César Moro, César Vallejo, Eduardo Galeano, Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Guillermo Cabrera Infante, D. H. Lawrence, Stefan Zweig, Georges Bernanos, Antonin Artaud, Malcom Lowry, Witold Gombrowicz, Roger Caillois, Henri Michaux… y sí, muchos puntos suspensivos porque han quedado en el tintero otros trabajadores de la pluma omitidos como Jorge Edwards, Augusto Céspedes, Edmundo Camargo, Mario Vargas Llosa, Jorge Azis, Romain Gary, Augusto Roa Bastos, Rubén Barreiro Saguier, quienes también se trasplantaron entre las dos riberas.

OBRAS. Olle-Laprune en su ensayo constata que a fines del siglo XIX y durante todo el siglo XX, los intercambios  constantes dieron origen a obras mayores, fruto de ese mutuo enriquecimiento. En verdad, la impaciencia por ver el mundo, principalmente Europa y particularmente París, impulsó a varios escritores latinos que alcanzaron fama a procurarse cargos diplomáticos, como Rubén Darío, Pablo Neruda, Augusto Céspedes, Julio Ramón Ribeyro, Rubén Barreiro Saguier, para citar a algunos. Los más, invocaron razones políticas para autoexilarse y muchos fueron desterrados por las dictaduras de turno.
Ninguna de esas razones los exime de creer que el vagar por tierras ignotas les promete “una dosis de libertad o una ilusión de libertad que exalta los valores que interpretan”. Para Ollé-Laprune, la comparación entre Europa y América Latina es emblemática, “en tanto los dos territorios se inscriben en una lógica histórica de semejanza-desemejanza. Una parece ser la caricatura de la otra”.

Estudiando a varios autores, el narrador estima que “la contemplación lleva al europeo a dimensiones inusitadas que le transportan a tiempos míticos. A la inversa, su análogo oriundo de esas tierras ve en los paisajes europeos la marca de la civilización a la que aspira sordamente… como Cortázar y Ribeyro en París, Cabrera Infante en Londres u Onetti en Madrid”. Desde la ribera de enfrente, Graham Greene descubre México y el polaco Witold Gombrowicz que huye de la gran guerra hasta Buenos Aires se queda allí donde produce y se mimetiza en el medio argentino.

Como estudios de caso, para consolidar sus conclusiones, Ollé-Laprune se detiene con mayor holgura en ciertos elegidos como Malcom Lowry en su periplo mexicano y, bajo el capítulo “Navegando en un vaso”, analiza la vida y la obra de escurridizo Julio Ramón Ribeyro, de quien fui interlocutor cuando se desempeñaba como delegado del Perú ante la Unesco. Era la época en que los gobiernos latinoamericanos designaban como sus representantes a ilustres hombres de letras. Entre ellos, cultivé la amistad de Jorge Edwards, del argentino Jorge Azis, del cineasta cubano Alfredo Guevara, del paraguayo Rubén Barreiro Saguier, y last but not least del portentoso Augusto Céspedes (el Chueco), cuyo humor amargo desestabilizaba a sus homólogos y encolerizaba a los peones de la burocracia unesquiana, enfundados en su mediocre solemnidad. Años antes pasaron por esas funciones los nóbeles Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias. También en modestas tareas de traducción ganaban sus moneditas vitales jóvenes expatriados como Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa.

Entre todas las excursiones de esos notables trashumantes, sobresale la analogía  que se hace de los dos césares peruanos contemporáneos, cuya obra trascendió a la posteridad: César Moro y César Vallejo. Ambos emigran porque perciben en su país “un inmenso sentimiento de distancia con la realidad”. El primero, más joven (1903), se inventa a sí mismo, comenzando por cambiarse oficialmente su verdadero nombre de Alfredo Quispez (¿o Quispe?) Asín a César Moro, apodo que adopta legalmente. De familia relativamente acomodada, se dedica a la pintura y a la danza, estudiando al mismo tiempo la lengua francesa que lo cautiva. Pronto decide, a sus 22 años, navegar hasta Francia donde expone sus telas que no se venden y lo obligan a moverse de hotel en hotel  dejando cuentas impagas. Logra sentarse en la mesa de los cafés en que se asoman surrealistas conocidos como Paul Eluard o André Breton. Ajeno a la promoción de su obra poética, ésta no será reconocida sino después de su muerte, por su temática obsesiva del amor, acaso para esconder su homosexualidad. La gran hazaña de Moro es su perfecta inmersión en la lengua gala, que la confisca como propia y en la que escribe sus poemas, con elegancia y maestría: “L’ amour dedicase a l’amour / Les jourssans pluie…”.  Moro se inscribe en la angosta lista de escritores que, como Nabokov, Conrad o Brodsky, logran celebridad escribiendo excelsamente en un idioma extranjero. Víctima de una leucemia irreparable, Moro murió en Lima en 1956.

VALLEJO. El otro César, el gran César Vallejo (1892), como el mismo dice nació un día que Dios estuvo enfermo. Provinciano y pobre, experimentó muy joven 112 días de prisión por alterar el orden público, lo que marca su ruta de solidaridad con los de abajo. Militante comunista, visita tres veces la Unión Soviética y se enfrasca en una defensa frontal del lado de la República Española, cuyo trágico desenlace lo registra en su clásico España, aparta de mí este cáliz. Contrariamente a Moro, Vallejo alcanza notoriedad temprana cuando publica a sus 27 años, Los heraldos negros  y a sus 30, Trilce.

Los dos césares habitan París en el mismo periodo pero no se cruzan porque cada cual tiene un sendero de vida diferente y, en mi criterio, arrastran hasta la capital francesa las brechas sociales que existían en el Perú de antaño. Como Moro, Vallejo también canta a la lluvia: “Me moriré en París, con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo/ Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…”

Vallejo murió en la clínica del Boulevard de Arago, con la lluvia del Viernes Santo 24 de marzo de 1938. Sus restos reposan en el cementerio parisino de Montparnase, bajo una lápida que dice: He nevado tanto, para que duermas, recuerdo de su viuda Georgette quien, con ayuda de André Coyné, recogió póstumamente su obra poética que lo catapulta como la referencia más elevada de la poesía latinoamericana del siglo pasado.

Como se anota, el intercambio no planeado de exilios a ambos costados del Atlántico provoca “la fascinación mutua que se alimenta de ecos y de discordancias”, pero que arroja el saldo positivo que se refleja en las obras maestras fabricadas por estos y aquellos vagabundos por los paraísos imaginarios que los unos encuentran en Europa y los otros en la América Latina.

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Una isla y tres libros

El reseñista porta un cargamento libresco variopinto en su equipaje cuando parte a una isla, a todas luces, paradisiaca

/ 27 de julio de 2014 / 04:00

Antes de emprender viaje a la isla de Saint Barthelemy, más conocida por su hipocorístico de St. Barth, una posesión francesa en las pequeñas Antillas caribeñas, atrapé en el pasaje Núñez del Prado de La Paz dos libros por cortesía pirata: El héroe discreto de Mario Vargas Llosa e Inferno de Dan Brown. Un tercero, lo compré en el aeropuerto de Miami, por la bulla que siguió a su aparición, en versión al inglés. Se trata de Capital, in the Twenty-first Century, del profesor Thomas  Piketty. En verdad, el texto original en francés hacía meses que lo había repasado a gran velocidad y solo me concentré en sus seis páginas de conclusiones, pero atraído por la crítica positiva que compara esa tesis como el pensamiento de un moderno Marx, quise adentrarme más en sus premisas. De difícil digestión, relegué la relectura de ese manifiesto para alguna isla menos fértil.

Siguiendo su modalidad de ofrecernos dos historias superpuestas (El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta… y otras) esta vez Mario nos regala la dicotomía del provinciano progresista de Piura (Felícito Yanaqué) en paralelo con un acaudalado caballero limeño (Ismael Carrera). Mientras aquel se levantó con el esfuerzo y el tesón de un cholo emprendedor, hasta ser el único propietario de Transportes Narihuelá, éste se hizo rico regentando una compañía de seguros. Ambos cuentan con un itinerario matrimonial estable pero aburrido en el caso del piurano que encuentra sentido a sus esfuerzos refugiándose en los brazos de Mabel, modesta mujercita de cascos ligeros que lo cubre con sus sábanas llamándolo mi “viejito”, goza de la veneración del anciano para quien era un diosa que bien merecía la casita donde creía mantenerla en hibernación hasta que descubre que la pizpireta le ponía cuernos con su propio hijo, con quien trama aquel chantaje gansteril para esquilmarlo. Felicito se convierte para el narrador en el héroe discreto que no cede ante el embate delincuencial, aunque en su lucha se queda con su plata pero pierde a su “hembrita “como la denomina dulcemente Vargas Llosa.

La historia de Ismael Carrera es más dramática, porque sus hijos gemelos, a los que el autor repetidamente los adjetiva como “las hienas”, odian a su progenitor y esperan impacientemente que el veterano fallezca para recibir su fortuna. Percatado del complot, el viejo de Lima, socarronamente contraataca casándose, viudo como era, por civil y por religioso con Armida, su devota joven sirvienta, haciéndola su heredera universal, propinando de un solo golpe un sopapo a la remilgada sociedad limeña y cobrándose la revancha con sus vástagos. Para crear esa situación, pienso que Mario se inspiró en el pleito que realmente enfrentó, hace unos años, a don Felipe Tudela y Barreda con sus hijos Felipe y Francisco (éste último atildado canciller de Fujimori). Ocurre que el patricio a sus 92 años (viudo de la Baronesa Vera van Brugel) contrajo matrimonio con la octogenaria Graciela de Lozada que si bien no oficiaba de doméstica se convirtió en la albacea del vejete. La pareja huyó del asedio familiar (¿las hienas?) a Santa Cruz de la Sierra, donde intentaron pasar una plácida luna de miel, llevándose parte de la fortuna en sus maletas, después de desheredar a los hermanos Tudela que pretendieron anular el enlace aduciendo la demencia senil de su padre.

En el desarrollo de estas tramoyas, Vargas Llosa desempolva a algunos de sus antiguos personajes como el sargento Lituma o don Rigoberto quien junto a su esposa Lucrecia son víctimas de las ficticias alucinaciones de su hijo adolescente, Fonchito, que pretende estar perseguido por Satanás, cuyo nombre y apellido pasará a la posteridad como Edilberto Torres (homónimo de un maestro mexicano).

Finalmente las dos historias paralelas convergen dentro la geometría literaria para entretener al lector con un final feliz, en el cual creemos  —como corolario— que la novela acerca del héroe discreto es la obra más discreta del indiscreto Premio Nobel 2012.

Alternar la ficción de la Piura contemporánea con la Florencia del siglo XVI no fue ejercicio fácil, pero entre la playa y el retrete cumplí con la tarea alternada de despachar con idéntico respeto a dos autores de actualidad.

El americano Dan Brown ya me había impresionado con su El código Da Vinci por la precisión de los lugares donde sitúa el escenario de su relato. Su texto me obligó a visitar, en París, con mayor detenimiento la soberbia iglesia de San Sulpice y algunas salas del Louvre que de otra manera hubieran pasado desapercibidas. Igualmente su Ángeles y demonios es una ilustrada guía para pasear Roma y el Vaticano, testimoniando los rincones donde ciertos cardenales son asesinados.

Como en muchas novelas negras, los libros de Dan Brown no son excepción para exaltar las virtudes intelectuales que posee su héroe, en este caso el profesor americano Robert Landon quien, además en todas sus aventuras, tiene la dicha de compartir andanzas con jóvenes, siempre bellas y talentosas que subliminalmente caen abrumadas por el poder de seducción del famoso experto en simbología.

Sin embargo, su última obra, Inferno, encontró en mí un lector fastidioso que, por ejemplo, en el mes que pasé en Florencia donde se desarrolla su enredo, recorrí metro a metro su patética fuga cuando desea escapar del Jardino di Boboli hacia el Palacio Vecchio, descubriendo que algunas etapas no concuerdan con los puntos cardinales que manifiesta.

No obstante, el equipo que le asistió en la precisión de los sitios, bajo la indudable erudición que Brown posee del periodo del renacimiento italiano, le aligeró el trabajo que —como él mismo menciona en los reconocimientos— de otra manera le hubiese sido imposible abrumar al lector con sus descripciones meticulosas del Batisterio  (donde recupera la máscara mortuoria de Dante Alighieri ) y otras joyas de la arquitectura renacentista.

Harto de Florencia, Brown nos ofrece una visita guiada a Venecia, donde la persecución al laureado Robert Langdon continúa, porque éste ha sido contratado para auxiliar a la directora general de la Organización Mundial de la Salud en su combate para evitar la propagación de un virus cultivado por el malvado de la película, un tal Bertrand Zobrist, talento del mal, que convencido de que la explosión demográfica causará el colapso del planeta decide servirse de un virus de su invención para reducir la población del mundo, provocando la esterilidad colectiva. Los canales de la Serenísima son recorridos por el profesor Langdon en compañía de Siena, una culta agente doble, calva por añadidura, que finge ayudarlo, aunque su legítima intención fuera todo lo contrario.

No sabemos por qué Brown ha escogido a la OMS como el organismo internacional marcado como blanco de los malos, cuando el UNFPA (agencia de Naciones Unidas para apoyo de la Población) hubiese sido más pertinente. En cualquier caso, una tercera ciudad enigmática como Estambul cierra el circuito geográfico de idas y venidas, vueltas y revueltas (quiero Fabio que me digas, ¿son de alguna utilidad ?). Allí precisamente, el diabólico Zobrist había ocultado su emporio del maligno virus en una enorme ampolla de plástico. Ésta flotaba en las aguas subterráneas de las cisternas bizantinas de Yarebatan Sarayi que bien descritas por Brown tuve la ocasión de admirar en la última primavera. En verdad, lo que ahora es una atracción turística fue la fuente de agua potable para Constantinopla. El encanto de Inferno es que abre el apetito para visitar con mayor atención, por ejemplo, el templo de Aya Sofia, que convertido en museo fue sucesivamente una mezquita, luego la catedral, alternando los humores de las victorias militares de unos y otros.

BÓSFORO. El desenlace final tiene lugar en las aguas del Bósforo, donde el héroe y la heroína se despiden con lágrimas y frotes prometedores. Toda la odisea de 600 páginas sucede en un par de días, en los que el autor narra los erráticos vaivenes de sus protagonistas sin darles tiempo para almorzar o defecar, lo que en verdad resta verosimilitud al enredo de los hechos relatados, salvo el despliegue desmesurado de modernas manipulaciones en la ingeniería genética, de donde surge la escuela del transhumanismo que, curiosamente coincide con el culto andino a la Madre Tierra. Una ecología distorsionada en la que la preservación de la Pachamama está por encima de los derechos humanos, con el principio  que el hommo sapiens es una especie más del reino animal sin prerrogativa alguna sobre los otros seres orgánicos del planeta. En resumen, la elaboración de bestsellers, como el que comentamos son laboriosas investigaciones de equipos especializados bajo la batuta del autor responsable encargado de hilvanar el acabado final de la obra.

Con los tres libros en mi mochila, me encaminé al bote que me llevaría de St. Barth a Saint Martin, la isla más grande, mitad holandesa y mitad francesa, desde donde despegan los vuelos internacionales. Hippies en alpargatas, aventureras de curvas convincentes, domésticas dominicanas y estibadores caribeños llenaban la embarcación. Por última vez vi perderse las costas de la pequeña Gustavia, capital de la isla de ensueño, cómplice de la riqueza oculta de magnates rusos, políticos franceses y banqueros americanos. St. Barth, la isla sin impuestos con lujosos hoteles, boutiques de marcas de moda, villas floreadas de buganvillas, playas de arena blanca con sirvientes negros, millonarios blancos con conciencia negra, bañistas de piel dorada, yates de todo tamaño, celebridades escondidas en anteojos oscuros, discotecas eructando salsa estridente y aroma de marihuana y olas de espuma blanca, todo aquello iba quedando atrás conforme mi  barquichuelo se alejaba.

El legado de Szymborska

Acaba de publicarse en España un libro con 13 poemas de la autora polaca

Winston Manrique Sebogal – Periodista

Alma era su palabra-acertijo. Soy, su mayor problema. Mientras, los mapas le gustaban por su don de mentir al desplegar “un mundo no de este mundo”. Así lo dejó escrito Wislawa Szymborska (Polonia, 1923-2012) con su puño y letra en las que serían parte de sus últimas revelaciones, plasmadas en 13 poemas póstumos. Confesiones, ideas y emociones convertidas en versos de los que habló con un grupo de amigos meses antes de morir, el 1 de febrero de 2012. Entre ellos está el poema titulado Alguien a quien observo desde hace un tiempo, cuyo final es ella misma: “Una vez encontró en los arbustos una jaula de palomas. / Se la llevó / y para eso la tiene, / para que siga vacía”. Revolotea el último verso del primero de los 13 poemas reunidos bajo el título de Hasta aquí. Ellos se enfrentaron a esa mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1996 “para la poesía que con precisión irónica permite que el contexto histórico y biológico salga a la luz en los pasajes de la realidad humana”. Lo hizo con obras como Por eso vivimos, Llamando al Yeti, Si acaso, El gran número y Gente en el puente.

Trece años después del Nobel, publicó su último libro: Aquí (2009). Y dos años después de su muerte en 2012, su voz retorna para continuar el diálogo sobre los temas que a ella le interesaban: el tiempo, la niñez, la memoria, la época que le tocó vivir… En el poema Confesiones de una máquina lectora, hay profundas ráfagas autobiográficas: “Lo reconozco, ciertas palabras / me crean problemas. / Por ejemplo los estados llamados ‘sentimientos’ / no consigo hasta ahora explicarlos de forma exacta. / Lo mismo con ‘el alma’, palabra-acertijo. / De momento concluyo que es un tipo de niebla, / en teoría más duradera que los organismos mortales. / Sin embargo, mi mayor problema es la palabra ‘soy’. / Tiene la apariencia de una acción común, / realizada de forma general, pero no colectiva, / en un antetiempo presente, / de aspecto imperfectivo, / si bien, como se sabe, ya hace mucho perfectivo”.

“Soy”, “antetiempo”, “perfectivo”, es Szymborska dueña de una curiosidad sin límite como saben los polacos porque escribió varias décadas en los periódicos. Una prosa recogida en tres libros desde 2008 con Lecturas no obligatorias; luego, en 2012, Más lecturas no obligatorias y hace poco Siempre lecturas no obligatorias. Piezas breves llenas de sabiduría y humor. Allí comentó a Jüng y a Montaigne; pero también libros de jardinería o pájaros. Habló de su querida Ella Fitzgerald o de que “a los niños les encanta asustarse con los cuentos”. O del amor inexplicable: “Al igual que un arbolillo en una ladera rocosa, uno nunca sabe cómo crecerá, qué es lo que lo sostiene, de dónde saca su sustento o qué milagro es el que hace que broten esas verdes hojas”. Y así hasta casi 300 postales de literatura-vida, puro talento. Y desparpajo. Como el que se encargó de mostrar aquel diciembre de 1996 cuando casi nadie sabía quién era esa escritora llamada Wislawa Szymborska y al recibir el Nobel empezó diciendo: “Parece ser que en un discurso lo más difícil es la primera frase. Así que ya la he dejado atrás… Pero presiento que también las que siguen serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la última…”. Y las últimas suyas fueron estos versos del poema Mapa: “Me gustan los mapas porque mienten. / Porque no dejan paso a la cruda verdad. / Porque magnánimos y con humor bonachón / me despliegan en la mesa un mundo / no de este mundo”.

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Un día en Normandía

Los 70 años del Día D se entremezclan, con algo de humor, con los malabarismos diplomáticos de hoy

/ 13 de julio de 2014 / 04:00

Cada 6 de junio, se conmemora en Francia el audaz desembarco aliado en la costa de Normandía que fue la cabeza de playa para iniciar la reconquista del continente europeo ocupado por el Tercer Reich. Pero este año, cuando se cumplían 70 años de la hazaña, el evento tuvo ribetes especiales que 19 jefes de Estado realzaron con su presencia. Oportunidad de oro para que el presidente francés, François Hollande, mitigue su impopularidad y aparezca la jornada entera en los noticieros televisivos rodeado de cabezas coronadas y de célebres mandatarios como Barack Obama o Angela Merkel.

No obstante, quien concentró mayormente la atención de la opinión pública fue en Su Graciosa Majestad Elizabeth II que, a sus 89 años, marchaba con paso firme por la alfombra roja tendida a sus pies, luciendo su levita color verde limón, uno de sus estrambóticos sombreros cuya forma se asemeja a alguna maceta invertida que cobija las inefables flores arrancadas de su jardín imaginario. Atada a su inseparable cartera, en la cual, según las malas lenguas, esconde las mejores joyas de la Corona, dominaba la situación con su mirada cargada de poder histórico y de terco apego a la vida.
    
SÉQUITO. La seguía, dos pasos atrás, el Duque de Edimburgo, aún erecto como una vela, cauto y  resignado a su rol decorativo. Completaba el séquito, Charles, el eterno heredero al trono británico que parecía más viejo que su padre, fatigado de la incierta espera del funeral que nunca llega de esa soberana que si sigue la longevidad de su madre podría llegar a los 102 años de vida. Entretanto, el aspirante Charles disimulaba al auxilio de su pañuelo un soberbio grano, mal curado, fertilizado en su imperial naso. A su lado, andaba titubeante su consorte Camila, detestada por el pueblo inglés, por su falta de carisma y por sus rasgos faciales hípicos, nada royales.

Elizabeth II cumplía paralelamente una visita de Estado y por lo tanto tuvo derecho a la cena de gala homenajeándola en el Palacio Eliseo. Para ese convite, la monarca, por cuarta vez en la jornada, se cambió de atuendo enfundándose en un traje largo plateado luciendo su corona saturada de diamantes. En esta ocasión no sucedió  aquel episodio que soportó en la Casa Blanca, cuando al ofrecer el banquete,  el viejo George Bush (1.90 metros) terminado su discurso de bienvenida, no bajó el atril a la altura de la reina (1.65 metros) de modo que de ésta, cuando usó la palabra, parecía oculta detrás del micrófono, de donde solo sobresalía su conspicuo sombrero. Eso motivó  a la prensa local a referirse al talking-hat (el sombrero que habla). Esta vez, en el Eliseo, su alocución la pronunció en inglés y en perfecto francés, halagando así al auditorio galo.

Simbólicamente, Elizabeth II llegó a París a bordo del Eurostar, aquel tren anfibio que atraviesa el Canal de la Mancha por el túnel subacuático  en menos de tres horas. Enorme diferencia con relación a las épocas en que se debía usar los botes para atravesar ese mismo canal, desde Dover hasta Ostende, en más de seis horas, venciendo encrespadas olas en alta mar y provocando en los usuarios vómitos y mareos a bordo.

Retomando la reseña del famoso desembarco, la de Normandía fue, evidentemente “la madre de todas las batallas” no solo por la cantidad de materiales empleados y el número de combatientes: 5.000 naves en el mar, 10.000 aviones en los cielos y 155.000 jóvenes reclutas ingleses, canadienses y mayormente americanos, preparados para desatar lo que se llamó la batalla de Normandía en la que no obstante la captura por parte de los aliados —en una sola jornada— de las playas apuntadas en su plan inicial, la liberación de la región duró por todo 80 días. Empero, aquel  heroísmo ostentado por los invasores alimentó una leyenda edulcorada que no tomó en cuenta las 20.000  bajas civiles que los bombardeos aliados causaron en sus sorties.

Fue por esa masacre que, François Hollande creyó conveniente rendir un homenaje especial a los normandos que participaron colateralmente en la batalla, ya sea como guerrilleros en la Resistencia o como víctimas inermes, entre las cuales cayeron ancianos, mujeres y niños. Otro factor que jugó un rol esencial en la fecha del desembarco fue la información meteorológica, que no poseía los adelantos tecnológicos actuales. Por causa del clima, la Operación Overload se postergó por 36 horas. Los principales jefes militares dudaban ir adelante cuando en ese Día D se avistaba en el horizonte tempestades de consecuencias imprevisibles. Fue el comandante Eisenhower quien asumió la responsabilidad, con su famosa frase: Let’s go.

INVASIÓN. Mientras tanto, en las barricadas alemanas para contener la invasión aliada, también cundió la duda sobre si la previsible operación ocurriría ese preciso día de mal tiempo y sobre todo, debido a que el comando hitlerista no tenía seguridad del sitio exacto del desembarco. Además, una oportuna tarea de desinformación  (Operación Fortitude) indujo al mando  alemán, a pensar que el acoso sería por Calais y, en consecuencia, desplegaron sus fuerzas hacia ese costado.

Confiado en esas conjeturas, Erwin Rommel, patrón mayor de la defensa nazi, se ausentó esa jornada  para festejar el cumpleaños de Lucie, su esposa. Sin embargo, unidades alemanas mantuvieron guardia en sus búnkers y pasada la sorpresa inicial, resistieron la invasión con nutrido fuego desde los nidos de sus ametralladoras que, en ese solo día causaron miles de muertos y heridos.

El cementerio americano de Colleville, que goza de extraterritorialidad, bajo más de 11 mil tristes cruces blancas, guarda los huesos de los jóvenes reclutas muertos en la aventura. Más lejos, en el campo santo de Bayeux reposan los restos de los infortunados combatientes británicos.

Cuando el presente es adverso, se puede aprovechar ocasiones conmemorativas como ésta, para entrar en la liga mayor de la diplomacia mundial. Eso y más hizo Hollande, tramando algunas acrobacias imaginativas. Por ejemplo, recibir casi al mismo tiempo a dos personalidades antagónicas  que por la crisis en Ucrania  no deseaban encontrarse. A Obama lo invitó a cenar en un conocido restaurante parisino y a Putin lo homenajeó dos horas después, con una cena oficial en el Palacio del Eliseo. Aunque  engullir dos comidas simultáneamente, no es sacrificio para los intestinos galos, digerir las negociaciones entre dos contrincantes quizá no fue faena fácil.  

Al día siguiente, un almuerzo ofrecido en el suntuoso castillo de Benouville en honor de los 19 jefes de Estado y de Gobierno, dio lugar a nuevos malabarismos. Hollande se dio modos para precipitar una reunión teta-a-tete entre Putin y Petró Poroshenko, el recientemente elegido presidente en Ucrania, quienes durante diez minutos rompieron un hielo polar. Luego, los mandatarios ruso y americano tuvieron que compartir una mesa redonda de 12 cubiertos, sentados a prudente distancia. Por civilizado protocolo, el diálogo entre Obama y Putin, aunque breve, se tornó inevitable. Se especula que Putin pidió a Obama dejarlo zanjar directamente sus diferencias con los ucranianos, sin presiones occidentales. Usando esas astucias, Hollande cumplió satisfecho su rol de facilitador.

Cuando menos por 24 horas, los enemigos de ayer, rememoraron los horrores de la guerra y Francia, tan adversa a las incursiones militares americanas en el planeta, ésta vez agradeció al Tío Sam por haberla liberado de ocupación nazi. C’est la vie…

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