No sin cierto humor macabro —y humor macabro podría ser un oxímoron un grado más alto que humor negro— atentos y maliciosos observadores de nuestras tradiciones suelen husmear en algún homenaje una implícita, gravedosa, involuntaria advertencia.

Menciono esta circunstancia porque, además, esta noche, escritores con mayores méritos, con una exuberante y valiosa creación literaria y, sobre todo,  menos avecindados en los ocasos de la vejez, deberían estar aquí, en mi lugar. Sé que estoy incurriendo en un tópico que a veces esconde una falsa humildad, pero no puedo evitarlo.

No quiero manchar la generosidad con que se me distingue y lejos de mí el propósito de atribuir al Centro Simón I. Patiño piadosas intenciones. Por el contrario, mi gratitud pesa más en este instante que cualquier sereno estoicismo con que es preciso esperar el cumplimiento de plazos inexorables.
Agradezco a Vilma Tapia Anaya y Gabriel Chávez Casazola por el enjundioso estudio de mi obra literaria. Se confirma, una vez más, que un comentario culto en manos de críticos competentes es capaz de iluminar las intuiciones del propio autor. Se demuestra también que todavía quedan escritores que abordan una obra con ese “amor espiritualis” y la generosidad que reclamaba Renan.

Y no puedo sino admirar y agradecer el profesionalismo de Amapola Comunicaciones. Paola Rodríguez y Óscar Jordán han sabido armar un documental estético y sugerente con las declaraciones fragmentarias de un octogenario que ya desembarcó en las playas de la desmemoria.

Por todo lo dicho, recibo este homenaje en nombre de los literatos y poetas que escriben en condiciones adversas y enfrentan a los poderes fácticos que, no satisfechos con ignorarlos, quisieran también suprimirlos en aras de ideologías dogmáticas, de intereses imperiales, de mesocracias deshumanizadas o de particularismos culturales reductores y prepotentes.

A simple vista hay en Bolivia una sorprendente profusión de publicaciones técnicas sobre los más diversos aspectos de la realidad nacional. Y debemos alegrarnos por ello. Es un promisorio esfuerzo de investigación, aunque no frutezca todavía en una sólida concepción de nuestro destino como país. Diferente es la suerte de literatos y poetas, sobre todo de estos últimos entre los cuales tengo la pretensión de contarme.

Y sin embargo, “au desaus la melée”, por encima del conflicto y la maleza, todo indica que se escriben en Bolivia tanta o más poesía que nunca. Sería cuestión de atisbar donde es preciso, porque en nuestras sociedades inhóspitas los poetas se han convertido en “animales de trasmano”, cuando no de extramuros y aun de catacumbas.

Cuentan los abuelos que antiguamente se premiaba a los poetas con sacos de trigo y maíz, patatas, canastas de fruta e inclusive algún trozo de cordero recién sacrificado. Olvidada tan excelente costumbre y a falta de esos alimentos terrestres, sería muy útil premiarlos con la publicación y estudio de sus obras, en espera de que esa lectura deje de ser, como ahora, tarea de muy pocos.

Sé que no diré nada novedoso, pero quizá sea conveniente recordarlo. Nos ha tocado vivir en un mundo desencantado, un siglo XX con el estigma de haber sido el más sangriento de la historia. La experiencia intelectual de la posguerra mundial fue abundosa de pesimismo y de incertidumbre, malgrado las eclosiones revolucionarias y las búsquedas de un mundo mejor. Hoy, la amenaza de extinción de la vida planetaria y el recrudecimiento de las antiguas miserias. Y si hemos de creer en los gurús filosóficos contemporáneos, el ser humano como tal y la realidad real han desaparecido.

Para unos, como Foucault, “el hombre no existe, pero, al menos, esa inexistencia está allí, poblando la realidad con su versátil vacío”.
Para otros, como Barthes, “sólo tiene sustancia real el estilo, inflexión que cada vida animada es capaz de imprimir en el río de las palabras donde, como fuego fatuo, aparece y desaparece el ser”.

“La verdadera vida es la de los textos y discursos —según Derrida—, un universo de formas autosuficientes que se remiten y modifican unas a otras, sin tocar para nada esa remota y pálida sombra del verbo que es la prescindible experiencia humana”.

Y por si fuera poco, en términos todavía más radicales, para Jean Baudrillard “la realidad real ya no existe, ha sido reemplazada por la realidad virtual, la creada por las imágenes de la publicidad y los grandes medios audiovisuales”. (La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa.)

 Se comprenderá entonces por qué el arte contemporáneo y con él la poesía escritas, amén de persistir en los viejos temas aunque interrogándolos de manera diferente, se ha contaminado, maculado con la terrible sospecha de la invalidez de las palabras y, por tanto, de la difícil o imposible encarnación del lenguaje. Tal parece que un poema no es más que la inminencia de algo, de algo que está a punto de ocurrir y que, generalmente, se queda en eso. O, en el mejor de los casos, con palabras de Homero Ardijis:

El poema gira sobre la cabeza del hombre
en círculos ya próximos ya alejados
el hombre al descubrirlo trata de poseerlo
pero el poema desaparece.
Con lo que el hombre puede asir
hace el poema
lo que se le escapa
pertenece a los hombres futuros.

De todas maneras, en el corsi-recorsi de la historia, y, especialmente, en la historia de los pueblos sometidos al coloniaje y a las depredaciones de los poderes imperiales y las oligarquías internas, los procesos de liberación, y con ellos el enriquecimiento de la cultura —o de las culturas— han surgido, una y otra vez, de los templos calcinados y de los fracasos constantes. Tal en Bolivia, recientemente, cuando emerge otra posibilidad de resolver injusticias centenarias. Y ahora, con un acentuado matiz que incluye a los pueblos indígenas y los torna principales protagonistas de la refundación del país. Y sin embargo, pronto aparece la cizaña de ciertos fundamentalismos étnicos que se manifiestan en un racismo al revés y en la negación de una interculturalidad proclamada mendazmente a los cuatro vientos.

Es necesario repetirlo: Todo genuino creador se nutre de las realidades históricas, políticas y sociales de su medio; su ética personal repugna las injusticias y las exclusiones culturales; sus raíces profundas beben en las fuentes tradicionales de su tierra, pero su cosmovisión y su vida interior se entretejen con valores no meramente occidentales sino cosmopolitas. Será por eso que es de los primeros en defender la diversidad de las culturas a condición de que ninguna se erija en la verdad única y revelada y pretenda colonizar a las demás.  

Ésta es la deseable visión totalizadora de la cultura que, respetando la esfericidad de las expresiones particulares, tiende a un mestizaje cultural tan denostado por los intereses políticos del momento.

Aquellos que todavía se aferran a una lógica cartesiana y fundan su concepción epistemológica en positivismos estrechos, encontrarán en el mundo indígena “un tesoro de posibilidades que hemos olvidado, aplazado o expulsado de nuestra cosmovisión: la intensidad ritual de la magia, lo sagrado, cierta sabiduría atávica, la imaginación mítica, relaciones extraordinarias con la muerte, vivencias existenciales del tiempo” (Carlos Fuentes, En esto creo). La escritura poética no sólo habita el misterio de lo incognoscible, de lo feérico, hasta de lo indecible, sino que se nutre de las percepciones e intuiciones opuestas a todo realismo superficial. Un mundo de posibilidades que, por otra parte, no es exclusivo de los pueblos indígenas. Impregna desde tiempos inmemoriales el pensamiento oriental y ha sido confirmado, en muchos aspectos, por las postulaciones de la ciencia moderna.

RADICALISMOS. Constriñen, por lo tanto, amenazan, angustian a los creadores aquellos particularismos radicales, de uno y otro lado, que en vez de ennoblecer la vida la insultan y niegan, unos en nombre de una “civilización” a estas horas insostenible, invivible, los sepulcros blanqueados de nuestra historia, y otros ocultando sus valores esenciales para sacar a relucir aquellos rasgos incompatibles con la dignidad de la vida y, acaso, proclives a emular a sus antiguos verdugos. O quién sabe sea éste un sello inmarcesible de la condición humana.

No creo que sean superfluas estas aparentes jeremiadas. Quizá expliquen en parte por qué la escritura poética, no solo aquí sino en todas las latitudes y con escasas excepciones, persisten en un tono escéptico, un tono de incertidumbre, contestatario, convulso y hasta apocalíptico. “La belleza será convulsa o no será”, frase que viene rodando desde Rimbaud hasta André Breton y de éste a nuestros días. Un lenguaje convulso para una realidad convulsa.

Por lo demás, quienes atesoran la memoria histórica y no la silencian por ignorancia o por malicia, saben que el pensamiento indianista no es reciente y que, desde antiguo, meritorios intelectuales progresistas expusieron vidas y haciendas en defensa de los grupos sociales subalternizados y, por consiguiente, de las culturas indígenas. Una mayoría de intelectuales bolivianos, provenientes de la clase media y comprometidos con la tortuosa y larga lucha por la soberanía nacional, alimentó con valiosas obras y conductas generosas el proceso anticolonial. Ellos constituyen ese mestizaje cultural que los etnocentristas radicales niegan. Y, por su defensa de las culturas nativas, se distinguen también, claramente, de cualquier otro mestizaje por su origen y naturaleza manchado con posiciones racistas y coludido con los intereses antinacionales.     

Se me ha sugerido que diga algo de las motivaciones y experiencias de mi trabajo literario. Confieso mi ineptitud para hacerlo en términos ortodoxos: Intenté pero no pude penetrar en los tecnicismos de las teorías literarias en boga. Nunca pude descifrar esas sutilezas, por ignorancia, por impaciencia o por incapacidad congénita.

Se ha dicho, se ha escrito que la poesía debe hablar sólo de la poesía, que la poesía trasciende la historia, inclusive que ella debe crear una realidad paralela. Tales afirmaciones no han logrado convencerme. Altazor mismo termina deshaciéndose en sílabas cenicientas sobre la tierra. Creo que pertenezco a esa tribu que no sabe desligarse de sus tentáculos terrestres y que escudriña —me temo que con escaso éxito— en esos mundos otros que sin embargo están en éste.

Confieso que uno de los conflictos en que suelo enredarme consiste en que juzgo irrebatible la idea borgesiana según la cual el arte no es un espejo del mundo “sino una cosa más agregada al mundo”, y sin embargo el “yo”, la persona, la máscara de mis poemas no ha sabido, repito, no sabe, despegarse de lo histórico-cotidiano y por eso habla, confusamente, de que el lenguaje —mi lenguaje— es incapaz de encarnar la existencia.

No soy el único que empezó a escribir con determinada y personal idea de la poesía y del lenguaje. Esa idea cambió en el curso de la vida, de las lecturas y de los acontecimientos familiares y sociales. Los cambios se multiplicaron aunque no por eso las ideas e intuiciones del comienzo abandonaron su impronta. O será que no soy capaz de llegar a una síntesis y eso me sume en la perplejidad a la hora de explicarme.

Me queda la impresión de haber estado preguntando siempre acerca de los problemas esenciales: la vida y la muerte, esos dos abismos; la paradoja del tiempo, acaso la más ardua de las interrogaciones; la memoria; la caducidad de los cuerpos; el amor; la escritura, y con ella la validez de las palabras; la trascendencia; temas así.

 En un poema de Eduardo Mitre hay un verso terriblemente lapidario: “Las palabras no resucitan, desentierran”. A mí me ocurre que ciertos estados de la memoria son tan intensos que el pasado vuelve a ser vivido en medio de lúcidos destellos. ¿La conclusión? Ciertamente, eso ya no está, pero, ciertamente, eso sigue estando. Casi una terca y obsesiva necesidad ciega y sorda a las voces que susurran insidiosamente lo contrario.  

Hay entonces una desesperada pulsión de  recuperar el pasado, “somos también lo que recordamos y lo que nos recuerda” (Paco Umbral). Y junto a la incertidumbre del presente, el descubrimiento de estar siendo inventado por cada día que pasa, por cada poema que uno escribe y que es leído y comentado por esos pocos, poquísimos amigos, prójimos, próximos, todo lo cual nos va dibujando un rostro para aquel instante en que se debe decir adiós ya sin tristeza.

Podría conjeturarse que uno necesita seguir escribiendo mientras más se inventa a sí mismo y mientras más es uno inventado por otros, cada día.
En nuestra época ya es un axioma que la poesía es una interrogación permanente al universo y al mundo, y que además, ella se interroga a sí misma. Cada poeta tiene su manera personal de asumir ese destino.

Y cuando las respuestas se hacen esperar, en mi caso al menos, me sirve de mucho este apotegma de Paul Valéry: “Qué sería de nosotros sin la ayuda de lo que no existe”.

Y en cuanto a las emociones de esta noche, exclusivas, extraordinarias, bien caben estos versos el nombre de cuyo autor ha extraviado la memoria:

Vengo de no sé dónde,

soy no sé quién,
muero no sé cuándo,
voy a no sé dónde,
me asombro de estar tan alegre.