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Todos los caminos conducen a Pelechuco

Un visionario del siglo XVII llamó la atención del Rey de España sobre una impensada vía para sacar todo el oro del Perú y del Paititi

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:00

Historia de confines, de afanes desmesurados, de gloria y riqueza abrasadora, de jugarse el cuero y la honra para lograrlo. Historia de límites, de límites que se superan, se desconocen o se vuelven invisibles: donde la realidad se mezcla con la fantasía, con el mito, con la leyenda, con el deseo, con la arena en los ojos, con el brillo en los labios. Historia de frontera y donde cada cual, con su osadía y su genio, es capaz de marcarla. Historia del fin del mundo que por esos azares de la misma historia, deviene su centro, su eje, su nervio vital; como la Roma imperial en su apogeo, debemos decir para enmarcar nuestra propia y pequeña y gran historia que buscamos narrar aquí: todos los caminos conducen a Pelechuco.

Date cuenta: alguien lo escribió, más o menos así, en 1625. Hace casi cuatro siglos, un hombre —cualquier hombre, aunque éste se llamaba Juan Recio— le envió un escrito al Rey de España donde le decía: “Oye, Majestad, abrí los ojos”.

Estaba en Madrid, desesperándose por volver al Nuevo Mundo, pero con un nombramiento bajo el hombro: gobernador del Paititi y el reino de las Amazonas; estaba solo y afiebrado en la ciudad de la corte. De seguro, en alguna taberna brumosa, empujó con generosidad un tinto espeso y siguió escribiendo: “Oye, Rey, desde Pelechuco, pasando por San Juan de Sahagún (un vaho de nostalgia lo envolvió) y la ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe en el valle de Apolobamba y de allí a las dos iglesias de Uchupiamo e Inarama, navegando los ríos, pasando por el reino del Gran Señor del Paititi y el Amazonas, el mar y España están ahí, están a la mano… por allí no sólo es más fácil sacar todo el oro del Perú si no todo el oro del Paititi, todo el oro de las Amazonas, el oro, el oro, Rey…”.

Los burócratas del monarca no le creyeron, a pesar que el hombre —cualquier hombre, pero éste se llama Juan Recio y era de León— afirmaba haber sido maestro de campo y lugarteniente del gobernador y capitán general de dichas tierras —el segundo en los anales de la conquista, después de don Álvarez de Maldonado que fue el primero, y cuyo final fue tan desdichado como el de todos en esta historia. Ni mierda: no consiguió los títulos ni menos —después, cuando se las vio negras— que le reconocieran los gastos. Su rastro se pierde algunos años después de este escrito del cual presentamos un extracto. Su rastro se pierde en el olvido: en una sucia pelea callejera al salir de una pascana, en un barco con rumbo incierto, en los prostíbulos de Túnez, quién sabe.

Es otra vida imaginaria que pudo haber contado Marcel Schowb, pero la de Juan Recio ya no solo tiene entidad histórica —su Breve Relación (…) de las Provincias de Tipuani, Chunchos y otras muchas que a ellas se siguen del Grande Reino del Paititi, fechada en el año 1623, es una de las fuentes primarias más citadas por los estudiosos de la etnohistoria amazónica— sino que, con solo leer sus escritos, es sencillo comprobar que lo que narra es real y es la pura verdad.

Pelechuco estaba ahí, en su escondrijo de nieblas como anotó D’Orbigny; Nuestra Señora de Guadalupe fue el segundo intento frustrado de asentar una población permanente en el actual valle donde se localiza Apolo y también estaba allí; de las dos iglesias nombradas sobrevivió la comunidad quechua-tacana de San José de Uchupiamonas y ambas estaban situadas a orillas del río Tuichi, y de allí, navegando que es preciso —Tadeo Haenke escribió lo mismo 150 años después; la Geografía de la República de Bolivia de Luis Crespo, Secretario General de la Sociedad Geográfica de La Paz, de 1910 estableció que solo 11.089 kilómetros separaban a Pelechuco de Lisboa, vía Rurrenabaque y el Pará—, de allí, es tan fácil navegar a Europa, mi Rey, a casa, mi señor, a la gloria, mi monarca.

Pero Su Majestad no entendió y menos sus sabios y sus cartógrafos arrogantes que a Recio no le dieron ni el saludo. Historia de confines: seguro que Juan, decepcionado y triste, murió delirando con la imagen del país de las Amazonas anegada en sus sueños; esa misma imagen que cualquiera puede observar hoy mismo si se trepa hasta la Chunchu Apacheta de Pelechuco y mira hacia donde sale el sol, de donde viene el verde, las nubes y el calor y donde, hasta hoy mi dios, no pueden quedar dudas que para el que se anime es posible llegar desde allí hasta el Atlántico y de allí a Europa o a la China, si es cuestión de llegar a algún sitio.

Todo era posible para Recio: su sino estaba marcado en las cinco letras de su apellido. No solo tenía razón —hoy diríamos que poseía conciencia territorial— sino que se animó a escribirlo.

Será por eso que el personaje —esta vez no cualquier hombre, sino don Juan Recio de León— siempre me causó simpatía y son testigos algunos de mis amigos —Aliaga, Ibáñez— de mis afanes, primero para localizar el manuscrito de la Breve Descripción… en la Biblioteca Nacional de España y luego por leerlo, desencriptarlo, copiarlo, volverlo a leer, trazar sus huellas, arribar al río Beni, toparse con el Gran Reino de los Mojos, admirar la Fortaleza del Inca, navegar con él hasta el Atlántico, al Mar del Norte, la osadía.

Pobre Recio: tal vez se murió atragantado con una oliva, se cayó en el pozo de un aljibe o lo agarró una pulmonía una noche fría. Por eso —para rendir culto al coraje (Carajo: supongo que había que tener valor para enviarle un memorial al Rey para afirmarle que desde una ignota villa de sus desconocidas comarcas en América, una villa que había sido fundada en 1560 por unos frailes que la pusieron bajo la protección de Santiago, un poblacho perdido en medio de los Andes, se podía llegar al mar, a casa, a España, a la gloria…)— más abajo transcribo el documento que detonó esta especie de intrépido homenaje a cualquier hombre (aunque éste se llame Recio, Juan Recio), a cualquier hombre que siga sintiendo que la vida es eso: una frontera para pasar de largo, un límite al cual vencer, un más allá donde siempre habrá algo que encontrar como lo intuyó Recio desde Chunchu Apacheta, desde las alturas de Pelechuco, hace casi 400 años. Aunque sólo sea para volver a casa más rápido, como anhelaba el hombre.

Bueno, dejo la lata y aquí va el documento:

“OTRO MEMORIAL de Juan Recio de León

(…)

Copia de las leguas que hay desde todos los asientos de minas, villas y ciudades del Reino del Pirú hasta el pueblo de Pelechuco.
 
La provincia de la Larecaja, Señor, en el Reino del Pirú, hace frontera y raya con los naturales y tierras del dicho descubrimiento; y por el pueblo de Pelechuco último de ella, al Norte, y en 16 grados de la Equinoccial, al Sur, y doce leguas de las minas de Carabaya, se hizo la entrada. Está este pueblo de Pelechuco casi al medio de todos los asientos de minas, villas y ciudades y las mejores provincias del dicho Reino, que es como sigue: Desde Potosí al dicho Pelechuco hay ciento veinticinco leguas; desde los Lipes, 170; desde La Plata, 130; desde Oruro, 85; desde Pacajes, 30; desde La Paz, 45; desde Chuchito, 25; desde el Collao, 20, 30 y 40; desde Arica, 70; desde Arequipa, 80; desde Locumba, Zama y Moquegua, 40; desde Paucarcolla, 20; desde el Cuzco, 50; desde Vilcabamba, 60; desde Huamanga, 120; desde Huancavelica, 100, 130, y Castro Virreyna, 130; Pisco, Ica, Nazca, 130; Lima, 200; Trujillo, 280; Quito, 490; que es lo más apartado de dicho Pelechuco; que cuando se haga difícil o trabajoso de subir la cantidad de Quito se puede remitir con el oro de Popayán al Nuevo Reino de Granada, o a Panamá, por el puerto de Buenaventura, que son seis días de navegación; y todo lo demás está tan acomodo para juntarse en el dicho Pelechuco, como está dicho; siendo asimismo los caminos y pastos mejores de todo el Reino y muy baratos de mantenimientos y acomodados de servicios. De todo lo cual carece Arica como es notorio, que es la causa de la gran careza de los fletes que desde Potosí corren hasta Arica y gastos que en ella se hacen; que serán bien la mitad menos los desde Potosí a Pelechuco, por las causas referidas.

(…)

En Madrid y Diciembre ocho de mil seiscientos y veinticinco años

Juan Recio de León”

Gracias a la gentileza de Luis Oporto Ordóñez, director de la Biblioteca y Archivo Histórico del Congreso Nacional de la República de Bolivia y al personal a cargo de las bóvedas, esta joya historiográfica llegó a mis manos. Solo actualicé los topónimos para hacerla más comprensible. Por si quieren saberlo, el original está en el British Museum. En este caso, lo tomé de la colección de Maurtua. No pude evitarme todo este río de palabras, todo este aluvión de sentimientos, todo este alimentar el cauce que me regresa una y otra vez allí donde termina el mundo pero que, como ven, para el bueno de Recio, no era más que el lugar a donde te llevaban todos los caminos, todas las huellas, todos los deseos. Todo es posible.

La dama del ajedrez

Un documental constata cómo se fraguaron en la España del siglo XV las normas modernas del juego

Héctor Mariñosa – EFE

Una investigación sobre la vida del ajedrecista Francesch Vicent en la Valencia del siglo XV y la búsqueda de un incunable escrito por él son el hilo conductor del documental La Dama del Ajedrez, que constata cómo se fraguaron en España las modernas normas que revolucionaron al rey de los juegos. Con guión y dirección de Agustí Mezquida, el filme documenta que fue en Valencia donde se gestó la aparición en el juego de la poderosa dama, pieza que antes los árabes denominaban “visir”, con menos valor que la reina, una denominación que probablemente se debió al creciente poder de las soberanas en la época renacentista.

El documental hace un detallado recorrido por la historia y evolución del ajedrez, surgido del antiguo juego indio del chaturanga, adoptado después por los persas y llevado a Europa por los árabes. En una entrevista, Mezquida resalta que, a finales del siglo XV, la ciudad de Valencia vivía un momento de esplendor económico y cultural, y entre la élite intelectual, en gran parte de origen judío, se consolidará un ajedrez con unas nuevas normas que daban mayor agilidad a la lenta y reposada forma de jugar anterior, que se utilizaba incluso como ritual de cortejo entre la nobleza.

Es en el poema alegórico Scachs d’Amor, datado en 1475 y obra de tres autores valencianos, donde por primera vez se menciona la aparición de la dama en el juego, con lo que quedaría descartado que esta pieza se inspirara en la figura de la reina Isabel la Católica. Mezquida considera que la aparición de la dama “podría estar más relacionada con María de Castilla, consorte de Alfonso el Magnánimo, aunque la especialista Marilyn Yalom, de la Universidad de Stanford, estima que probablemente esta pieza no surge de una sola figura, sino del hecho de que, desde hacía un par de siglos, las reinas tenían un protagonismo en la gobernanza del que antes carecían. Veinte años más tarde, en 1495, el erudito judío valenciano Francesch Vicent recopila estas normas y publica el considerado primer tratado del ajedrez moderno bajo el título Llibre dels jochs partitis dels scachs en nombre de 100, considerado el “santo grial” de los libros dedicados al juego.

El edicto de expulsión de los judíos de los Reyes Católicos obligó probablemente a Vicent a dejar la Península y, así, existen evidencias de que se refugió en los Estados Pontificios bajo la protección de la Familia Borgia. Diversos testimonios escritos e investigaciones como las del especialista José Antonio Garzón sitúan a Francesch Vicent como maestro de ajedrez de Lucrecia Borgia, y localizan parte de su obra reproducida en manuscritos hallados en Perugia y Cesena (Italia), o en el libro atribuido a un portugués, Pedro Damiano, tal vez un seudónimo, publicado en Roma en 1512.

Agustí Mezquida apunta que “durante años se pensó que el ajedrez moderno había nacido en Italia por el libro de Damiano, del que se hacen muchas ediciones, y porque es desde Italia donde se expande por todo el mundo”, si bien ahora los expertos reconocen su origen valenciano.

La última parte del documental se centra en la búsqueda del rastro del incunable de Francesch Vicent, del que solo se conservaba un ejemplar en la biblioteca del monasterio de Montserrat, que desapareció en 1811 tras el asalto y saqueo de la abadía por las tropas napoleónicas, aunque probablemente fue salvado de las llamas por los monjes.

La pista del libro se recupera en Barcelona hacia 1913, fecha en la que “se acredita una venta a un misterioso coleccionista americano por parte del librero Salvador Babra, según relata el también librero Antoni Palau en un libro de memorias, además de conservarse cartas en las que se documenta la existencia del ejemplar”, relata Mezquida.

Ante la sospecha de que el reservado comprador fuera el coleccionista americano de libros de ajedrez John G. White, Mezquida se traslada hasta la Biblioteca Pública de Cleveland, donde se conserva el legado del bibliófilo, pero sus responsables aseguran que nunca han llegado a tener el libro de Vicent, por lo que su paradero sigue siendo una incógnita.

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Todos los caminos conducen a Pelechuco

Un visionario del siglo XVII llamó la atención del Rey de España sobre una impensada vía para sacar todo el oro del Perú y del Paititi

/ 23 de noviembre de 2014 / 04:00

Historia de confines, de afanes desmesurados, de gloria y riqueza abrasadora, de jugarse el cuero y la honra para lograrlo. Historia de límites, de límites que se superan, se desconocen o se vuelven invisibles: donde la realidad se mezcla con la fantasía, con el mito, con la leyenda, con el deseo, con la arena en los ojos, con el brillo en los labios. Historia de frontera y donde cada cual, con su osadía y su genio, es capaz de marcarla. Historia del fin del mundo que por esos azares de la misma historia, deviene su centro, su eje, su nervio vital; como la Roma imperial en su apogeo, debemos decir para enmarcar nuestra propia y pequeña y gran historia que buscamos narrar aquí: todos los caminos conducen a Pelechuco.

Date cuenta: alguien lo escribió, más o menos así, en 1625. Hace casi cuatro siglos, un hombre —cualquier hombre, aunque éste se llamaba Juan Recio— le envió un escrito al Rey de España donde le decía: “Oye, Majestad, abrí los ojos”.

Estaba en Madrid, desesperándose por volver al Nuevo Mundo, pero con un nombramiento bajo el hombro: gobernador del Paititi y el reino de las Amazonas; estaba solo y afiebrado en la ciudad de la corte. De seguro, en alguna taberna brumosa, empujó con generosidad un tinto espeso y siguió escribiendo: “Oye, Rey, desde Pelechuco, pasando por San Juan de Sahagún (un vaho de nostalgia lo envolvió) y la ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe en el valle de Apolobamba y de allí a las dos iglesias de Uchupiamo e Inarama, navegando los ríos, pasando por el reino del Gran Señor del Paititi y el Amazonas, el mar y España están ahí, están a la mano… por allí no sólo es más fácil sacar todo el oro del Perú si no todo el oro del Paititi, todo el oro de las Amazonas, el oro, el oro, Rey…”.

Los burócratas del monarca no le creyeron, a pesar que el hombre —cualquier hombre, pero éste se llama Juan Recio y era de León— afirmaba haber sido maestro de campo y lugarteniente del gobernador y capitán general de dichas tierras —el segundo en los anales de la conquista, después de don Álvarez de Maldonado que fue el primero, y cuyo final fue tan desdichado como el de todos en esta historia. Ni mierda: no consiguió los títulos ni menos —después, cuando se las vio negras— que le reconocieran los gastos. Su rastro se pierde algunos años después de este escrito del cual presentamos un extracto. Su rastro se pierde en el olvido: en una sucia pelea callejera al salir de una pascana, en un barco con rumbo incierto, en los prostíbulos de Túnez, quién sabe.

Es otra vida imaginaria que pudo haber contado Marcel Schowb, pero la de Juan Recio ya no solo tiene entidad histórica —su Breve Relación (…) de las Provincias de Tipuani, Chunchos y otras muchas que a ellas se siguen del Grande Reino del Paititi, fechada en el año 1623, es una de las fuentes primarias más citadas por los estudiosos de la etnohistoria amazónica— sino que, con solo leer sus escritos, es sencillo comprobar que lo que narra es real y es la pura verdad.

Pelechuco estaba ahí, en su escondrijo de nieblas como anotó D’Orbigny; Nuestra Señora de Guadalupe fue el segundo intento frustrado de asentar una población permanente en el actual valle donde se localiza Apolo y también estaba allí; de las dos iglesias nombradas sobrevivió la comunidad quechua-tacana de San José de Uchupiamonas y ambas estaban situadas a orillas del río Tuichi, y de allí, navegando que es preciso —Tadeo Haenke escribió lo mismo 150 años después; la Geografía de la República de Bolivia de Luis Crespo, Secretario General de la Sociedad Geográfica de La Paz, de 1910 estableció que solo 11.089 kilómetros separaban a Pelechuco de Lisboa, vía Rurrenabaque y el Pará—, de allí, es tan fácil navegar a Europa, mi Rey, a casa, mi señor, a la gloria, mi monarca.

Pero Su Majestad no entendió y menos sus sabios y sus cartógrafos arrogantes que a Recio no le dieron ni el saludo. Historia de confines: seguro que Juan, decepcionado y triste, murió delirando con la imagen del país de las Amazonas anegada en sus sueños; esa misma imagen que cualquiera puede observar hoy mismo si se trepa hasta la Chunchu Apacheta de Pelechuco y mira hacia donde sale el sol, de donde viene el verde, las nubes y el calor y donde, hasta hoy mi dios, no pueden quedar dudas que para el que se anime es posible llegar desde allí hasta el Atlántico y de allí a Europa o a la China, si es cuestión de llegar a algún sitio.

Todo era posible para Recio: su sino estaba marcado en las cinco letras de su apellido. No solo tenía razón —hoy diríamos que poseía conciencia territorial— sino que se animó a escribirlo.

Será por eso que el personaje —esta vez no cualquier hombre, sino don Juan Recio de León— siempre me causó simpatía y son testigos algunos de mis amigos —Aliaga, Ibáñez— de mis afanes, primero para localizar el manuscrito de la Breve Descripción… en la Biblioteca Nacional de España y luego por leerlo, desencriptarlo, copiarlo, volverlo a leer, trazar sus huellas, arribar al río Beni, toparse con el Gran Reino de los Mojos, admirar la Fortaleza del Inca, navegar con él hasta el Atlántico, al Mar del Norte, la osadía.

Pobre Recio: tal vez se murió atragantado con una oliva, se cayó en el pozo de un aljibe o lo agarró una pulmonía una noche fría. Por eso —para rendir culto al coraje (Carajo: supongo que había que tener valor para enviarle un memorial al Rey para afirmarle que desde una ignota villa de sus desconocidas comarcas en América, una villa que había sido fundada en 1560 por unos frailes que la pusieron bajo la protección de Santiago, un poblacho perdido en medio de los Andes, se podía llegar al mar, a casa, a España, a la gloria…)— más abajo transcribo el documento que detonó esta especie de intrépido homenaje a cualquier hombre (aunque éste se llame Recio, Juan Recio), a cualquier hombre que siga sintiendo que la vida es eso: una frontera para pasar de largo, un límite al cual vencer, un más allá donde siempre habrá algo que encontrar como lo intuyó Recio desde Chunchu Apacheta, desde las alturas de Pelechuco, hace casi 400 años. Aunque sólo sea para volver a casa más rápido, como anhelaba el hombre.

Bueno, dejo la lata y aquí va el documento:

“OTRO MEMORIAL de Juan Recio de León

(…)

Copia de las leguas que hay desde todos los asientos de minas, villas y ciudades del Reino del Pirú hasta el pueblo de Pelechuco.
 
La provincia de la Larecaja, Señor, en el Reino del Pirú, hace frontera y raya con los naturales y tierras del dicho descubrimiento; y por el pueblo de Pelechuco último de ella, al Norte, y en 16 grados de la Equinoccial, al Sur, y doce leguas de las minas de Carabaya, se hizo la entrada. Está este pueblo de Pelechuco casi al medio de todos los asientos de minas, villas y ciudades y las mejores provincias del dicho Reino, que es como sigue: Desde Potosí al dicho Pelechuco hay ciento veinticinco leguas; desde los Lipes, 170; desde La Plata, 130; desde Oruro, 85; desde Pacajes, 30; desde La Paz, 45; desde Chuchito, 25; desde el Collao, 20, 30 y 40; desde Arica, 70; desde Arequipa, 80; desde Locumba, Zama y Moquegua, 40; desde Paucarcolla, 20; desde el Cuzco, 50; desde Vilcabamba, 60; desde Huamanga, 120; desde Huancavelica, 100, 130, y Castro Virreyna, 130; Pisco, Ica, Nazca, 130; Lima, 200; Trujillo, 280; Quito, 490; que es lo más apartado de dicho Pelechuco; que cuando se haga difícil o trabajoso de subir la cantidad de Quito se puede remitir con el oro de Popayán al Nuevo Reino de Granada, o a Panamá, por el puerto de Buenaventura, que son seis días de navegación; y todo lo demás está tan acomodo para juntarse en el dicho Pelechuco, como está dicho; siendo asimismo los caminos y pastos mejores de todo el Reino y muy baratos de mantenimientos y acomodados de servicios. De todo lo cual carece Arica como es notorio, que es la causa de la gran careza de los fletes que desde Potosí corren hasta Arica y gastos que en ella se hacen; que serán bien la mitad menos los desde Potosí a Pelechuco, por las causas referidas.

(…)

En Madrid y Diciembre ocho de mil seiscientos y veinticinco años

Juan Recio de León”

Gracias a la gentileza de Luis Oporto Ordóñez, director de la Biblioteca y Archivo Histórico del Congreso Nacional de la República de Bolivia y al personal a cargo de las bóvedas, esta joya historiográfica llegó a mis manos. Solo actualicé los topónimos para hacerla más comprensible. Por si quieren saberlo, el original está en el British Museum. En este caso, lo tomé de la colección de Maurtua. No pude evitarme todo este río de palabras, todo este aluvión de sentimientos, todo este alimentar el cauce que me regresa una y otra vez allí donde termina el mundo pero que, como ven, para el bueno de Recio, no era más que el lugar a donde te llevaban todos los caminos, todas las huellas, todos los deseos. Todo es posible.

La dama del ajedrez

Un documental constata cómo se fraguaron en la España del siglo XV las normas modernas del juego

Héctor Mariñosa – EFE

Una investigación sobre la vida del ajedrecista Francesch Vicent en la Valencia del siglo XV y la búsqueda de un incunable escrito por él son el hilo conductor del documental La Dama del Ajedrez, que constata cómo se fraguaron en España las modernas normas que revolucionaron al rey de los juegos. Con guión y dirección de Agustí Mezquida, el filme documenta que fue en Valencia donde se gestó la aparición en el juego de la poderosa dama, pieza que antes los árabes denominaban “visir”, con menos valor que la reina, una denominación que probablemente se debió al creciente poder de las soberanas en la época renacentista.

El documental hace un detallado recorrido por la historia y evolución del ajedrez, surgido del antiguo juego indio del chaturanga, adoptado después por los persas y llevado a Europa por los árabes. En una entrevista, Mezquida resalta que, a finales del siglo XV, la ciudad de Valencia vivía un momento de esplendor económico y cultural, y entre la élite intelectual, en gran parte de origen judío, se consolidará un ajedrez con unas nuevas normas que daban mayor agilidad a la lenta y reposada forma de jugar anterior, que se utilizaba incluso como ritual de cortejo entre la nobleza.

Es en el poema alegórico Scachs d’Amor, datado en 1475 y obra de tres autores valencianos, donde por primera vez se menciona la aparición de la dama en el juego, con lo que quedaría descartado que esta pieza se inspirara en la figura de la reina Isabel la Católica. Mezquida considera que la aparición de la dama “podría estar más relacionada con María de Castilla, consorte de Alfonso el Magnánimo, aunque la especialista Marilyn Yalom, de la Universidad de Stanford, estima que probablemente esta pieza no surge de una sola figura, sino del hecho de que, desde hacía un par de siglos, las reinas tenían un protagonismo en la gobernanza del que antes carecían. Veinte años más tarde, en 1495, el erudito judío valenciano Francesch Vicent recopila estas normas y publica el considerado primer tratado del ajedrez moderno bajo el título Llibre dels jochs partitis dels scachs en nombre de 100, considerado el “santo grial” de los libros dedicados al juego.

El edicto de expulsión de los judíos de los Reyes Católicos obligó probablemente a Vicent a dejar la Península y, así, existen evidencias de que se refugió en los Estados Pontificios bajo la protección de la Familia Borgia. Diversos testimonios escritos e investigaciones como las del especialista José Antonio Garzón sitúan a Francesch Vicent como maestro de ajedrez de Lucrecia Borgia, y localizan parte de su obra reproducida en manuscritos hallados en Perugia y Cesena (Italia), o en el libro atribuido a un portugués, Pedro Damiano, tal vez un seudónimo, publicado en Roma en 1512.

Agustí Mezquida apunta que “durante años se pensó que el ajedrez moderno había nacido en Italia por el libro de Damiano, del que se hacen muchas ediciones, y porque es desde Italia donde se expande por todo el mundo”, si bien ahora los expertos reconocen su origen valenciano.

La última parte del documental se centra en la búsqueda del rastro del incunable de Francesch Vicent, del que solo se conservaba un ejemplar en la biblioteca del monasterio de Montserrat, que desapareció en 1811 tras el asalto y saqueo de la abadía por las tropas napoleónicas, aunque probablemente fue salvado de las llamas por los monjes.

La pista del libro se recupera en Barcelona hacia 1913, fecha en la que “se acredita una venta a un misterioso coleccionista americano por parte del librero Salvador Babra, según relata el también librero Antoni Palau en un libro de memorias, además de conservarse cartas en las que se documenta la existencia del ejemplar”, relata Mezquida.

Ante la sospecha de que el reservado comprador fuera el coleccionista americano de libros de ajedrez John G. White, Mezquida se traslada hasta la Biblioteca Pública de Cleveland, donde se conserva el legado del bibliófilo, pero sus responsables aseguran que nunca han llegado a tener el libro de Vicent, por lo que su paradero sigue siendo una incógnita.

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Belisario, un indio chimán

De inminente circulación, el libro ‘Nación Culebra’ de Pablo Cingolani reúne textos diversos sobre un tema único: la Amazonía boliviana, su paisaje, sus habitantes y su historia. Entre el retrato y el alegato, éste es un adelanto

/ 6 de mayo de 2012 / 04:00

Arena. Un desparramo de chozas. Matorrales. Huellas. Aves de plumaje negro. Solazo. El humo pegajoso, de chaqueo. Calor: son las ocho de la mañana. Arena, tus pies que la recorren. Arena, mucha arena: espesa, sentenciosa. Ceniza de chaco, cenizas. Matorrales. Aves negras que revolotean. Hormigas. Caravanas de hormigas, ejércitos. Voy buscando el río. Maniqui lo llaman. Estoy cerca. No lo huelo. Conozco: no es la primera vez que vengo por este sitio. Pero siempre arribé de noche. O en bote o en coche. Ahora camino por la arena y el sol que quema y me estrella contra la realidad del mundo a las ocho de la mañana. Arena, más arena. Hormigas, huellas. De pronto, detrás de unos cañaverales verde relucientes, aparece. Es una sombra o un tigre, no lo sé. Es una sombra y un tigre. Ahora lo sé: es Belisario.

Ya lo anoté en otra parte: eso que llevábamos en la sangre se llama destino. Podés negarlo o tatuarte, podés irte hasta Borneo o a la misma mierda: él te seguirá siempre. Ahora que escribo, me pregunto y digo: ¿por qué a mí, justo a mí, me persiguen estas historias que narro? A veces quisiera ser de níquel o volverme una lata de sardinas. A veces, también sucede, me sueño un soldado de San Martín o de Gengis Kan, cruzando una cordillera. No deliro con combates, sino con esas largas marchas entre el frío y tus pensamientos, entre el frío y tus sentimientos.

POÉTICA. Esa poética de los chinos que nosotros apenas arañamos: el soldado que camina y camina y, entre los glaciares que avista y los precipicios que quieren devorarlo, va acordándose de sus amigos, y camina y camina, y la nieve lo azota y la sed lo ciega, y cuando ya no puede más, ya resbala, ya se cae, ya la vida se le escapa de su pecho, siente que está con ellos, bebiendo el vino bueno de su compañía y el vino añejo de los lagares de su pueblo, y entonces resucita, se alza y se proclama a sí mismo: seguiré a mi señor y libraré mil batallas y mil más, pero luego atravesaré cada uno de los desiertos y todas las cordilleras que me hagan falta para volver a verlos. El que tiene un sueño, no muere. El que acaricia un anhelo, y lo cuida, nunca está solo.

Belisario es un indio chimán. Nació hace cien mil años, como todos los de su pueblo. En 1693, sacerdotes que llegaron cruzando el océano, fundaron la misión de San Francisco de Borja, en medio de una llanura brava, llena de pantanos donde moraban caimanes tan grandes como ballenas y serpientes con tanto veneno como para paralizar una ciudad entera. Los chimanes ya habían comprendido el lenguaje del agua, chiyeja’ mo’ ojñi’. Cuando ocurrió la invasión, pidieron amparo al río. Maniqui lo llaman. Pidieron amparo al dueño del río, a su jichi. Lo hicieron hablando el lenguaje del agua. Los invasores lo desconocían. Con el permiso del amo de las corrientes, se fueron —río arriba— lo suficientemente lejos de los curas, para que ellos se olvidaran. Y lo lograron por muchos siglos. Pero ellos, los chimanes, nunca olvidaron. Belisario, al menos, no.

No se olvidó. Les impusieron los nombres pero no terminaron de robarles el alma. Y así te cuenta, Belico, y así te habla el Beli, así te habla —tal vez por eso mismo: para que no te olvides, para que no lo olvides, para que no nos olvidemos, entre tantas otras cosas, que el agua habla.

DESTINO. El destino que apareció entre la arena y las cañas se llamaba Belisario. Menudo, el hombre. Ágil, como pantera, se nota, destaca. Alegre, sonríe como si hubiese ganado la lotería. Locuaz, carajo. Me habla y me habla: ¿por qué? ¿Por qué a mí, justo a mí? Vengo a verlo desde tan cerca —mi historia, la de mi tribu, mi ciudad, mi patria, mi mundo, mi galaxia, tienen apenas cinco milenios y lo único dichoso que carga fue abrirme los ojos— que, ahora que escribo, sigo preguntándome. ¿Es el destino? Mejor: ¿es el destino que compartimos? ¿Podemos compartir algo? ¿Podemos conjugar algo tan denso como eso, como el destino? A veces, siento que sí. Vuelvo a soñarme el soldado aquel, que camina y camina sin horizontes —un guerrero es una araña que avanza ciega en medio de la oscuridad, dijo un ser que nunca se rindió—, pero ahora, cuando me vuelva a soñar, me soñaré además con Belisario, caminando a mi lado, la sombra y el tigre, huellas y hormigas en el arenal:
—Ahora, voy a hacer flechas– me dice así simplemente, así como alguien te afirma que va a ir a amasar pan, así como pudo haber hablado Jeremías.

La tiene tan clara. Dos días atrás, nada, la policía del gobierno, a unos kilómetros de donde estamos caminando y hablando, había rodeado el campamento de unos indígenas que vienen marchando, caminando y caminando, en defensa de sus territorios y sus derechos. Vaya palabras. Belisario las entiendo a su modo. Hacen ya 21 años, el mismo marchó junto a una compañera invencible: la historia. Fue la primera marcha indígena de los pueblos originarios de la Amazonía de lo que hoy es Bolivia.

—Fui con mi padre y con mi hermano…– y baja su mano hasta casi tocar el suelo. Eran unos niños, como los cientos que itineran ahora junto con sus padres o madres. La historia para los indios no es como aseguraba Hegel: se repite, sí, pero ni como tragedia ni menos como farsa. Se repite, simplemente, como lucha. Ahora, en esta nueva marcha, son sus hijos los que están marchando.

—Pedro y Onofre– me dice sus nombres por el motivo más simple y más profundo de todos: para que los salude, para que les diga que él está bien, y que empezará a fabricar flechas.

MUNDO. El mundo, a veces, es un lazo de sutilezas, un lugar gentil donde uno puede sentirse feliz. Le cuento que ayer, justo ayer, alguien —un jefe, un responsable— me había pedido que consiguiera ropa y sábanas para un grupo de flecheros. Durante la redada policial, ellos habían intentado resistir y, en el desbande, habían perdido todo. Todo: esas dos pilchas que llevan siempre los que van y vienen. Eran cuatro. Pedro y Onofre eran parte del grupo. Conozco a tus hijos, le digo, son muy valientes, y el sol de adentro que le sale a Belisario rivaliza con el sol de arriba. Lo que no le conté es que ayer, justo ayer, mientras estábamos procurando la ropa para los flecheros, recibí una llamada inesperada, desde el otro lado del planeta: era Sydney Possuelo, desde Nueva Zelandia. El mundo, a veces, es pródigo cuando lo vives sin esperar de él otra recompensa que vivirlo nomás.

Como diría Perón, cual música maravillosa, llevo en mis oídos todas las palabras conversadas con Belisario. Las anoto lo mejor que puedo ya que sigo interrogándome acerca de si yo debía ser efectivamente el destinatario. Estamos acostumbrados al ruido insidioso de las ciudades, donde hablar no cuesta nada (Vean la televisión y los discursos de los políticos) y cuando lo que te cuentan, rompe la cera de mentiras que busca encapsularte, el efecto es epifánico pero, a la vez, devastador. ¿Dónde poner tanta verdad? ¿Cómo escribirla?

ANTIGUOS. Los antiguos druidas sabían que había palabras que jamás deberían ser pronunciadas; su extrema belleza o su potencia demoledora podían arrasar la tierra. Por eso, ellos se refugiaban en los bosques, en lo profundo de las montañas. Sólo allí esas palabras podían ser dichas, combinadas, oídas. Dicen que así sobrevivieron los arcanos y las palabras que los convocan. Los chimanes, al replegarse a las honduras de la selva, conservaron lo mismo, el mismo fuego que no debería apagarse jamás. Ya no hay bardos que deambulen por las florestas de Irlanda o de Gales, los guardianes de los robles han desaparecido junto con los árboles sagrados. Los chimanes, nuestra propia versión de lo druídico —¿acaso no son magos aquellos que saben los secretos vegetales de la selva? ¿Acaso no son poetas los que pueden hablar con las aguas?— desaparecerán también si su territorio y su río, si su bosque y sus plantas, son pavimentadas, destrozadas por la construcción de una carretera. Dime: ¿cómo hablas con el macadán? Dime: ¿de qué puedes hablar? Se perderá cualquier rastro, se perderá todo ritual.

Eso Belisario lo sabe. Como si yo fuera el gran cuenco que estaba esperando para sus palabras, él me sigue contando.
—Ya estuve en guerra– me afirma tan rotundo que ahora sí: es Jeremías transmutado. Sus labios vomitan verdades sin contraste. Apenas puedo soportar tanto aluvión. ¿Ustedes se imaginan el daño que le hicimos a esta gente, me refiero a los pueblos indígenas de la Amazonía? No, no se imaginan. Lo peor de todo es que les seguimos haciendo un daño sin mesuras como el que mostraron las imágenes de la represión al campamento de los marchistas. Y luego, en medio de una ira evidente, alguien —un jefe, un responsable— pide disculpas por lo sucedido. ¿Se puede pedir disculpas por tratar a la gente como animales? Habría que empezar por pedirle disculpas a los propios animales por tratarlos así: acorralarlos, asustarlos, patearlos, golpearlos ¿Se puede pedir disculpas por amordazar a las mujeres y arrastrarlas como si fueran de trapo? No, ya no hay lugar para las disculpas, el único acto sincero para con los indios amazónicos es reparar todo ese daño, es acabar con la injusticia histórica, es dejarlos vivir en paz en suma. No podemos forzar más el desenlace de su destino.

RESPETO. O respetamos sus derechos o resistirán. Son guerreros congelados por siglos de imposiciones…
—Ya estuve en guerra —y Belisario me cuenta de la masacre de Porvenir, el 2008—, había ido a castañear, estuve oculto dos semanas en la selva, comiendo fruta.

—¿Por qué no has ido a la marcha?– Lo que me contesta es sorprendente pero yo le creo, por muchos motivos le creo.

—Porque soy muy flechero…– no me queda aire para decir más nada. Hormigas, huellas, héroes: hombres y mujeres que marchan. Vuelvo a La Paz. Entre el polvo del camino, y cuando más me machaca el tracatraca de las circunstancias, vuelvo a ensoñarme, y ahora lo veo allí al Belisario, caminando juntos, la sombra y el tigre: Belisario, él que me acompaña, el que me cuida, el que me ampara.

La ‘nación culebra’ de pablo cingolani

Nación culebra de Pablo Cingolani reúne textos diversos —crónicas, narraciones, artículos, poemas— que tienen, sin embargo, un referente común que atraviesa el libro de lado a lado como un río: la Amazonía boliviana, su paisaje, sus habitantes, su historia remota y también su historia reciente.

“Pablo Cingolani —dice Alfonso Valcarce en el Prólogo al libro— habla de la Amazonía y su selva con una precisión cruel y, a la vez, amorosa. No gana distancia, ha decretado su pertenencia a ese minúsculo grupo humano de tribus, nómadas, perseguidos, diezmados y… poetas”. Esa pertenencia a la que se refiere Valcarce y que Cingolani reclama para sí de muy diversas maneras en las páginas de este libro es, precisamente, la pertenecia a la ‘Nación culebra’, la selva real habitada por hombres y mujeres reales con problemas reales —como la marcha en defensa del TIPNIS, por ejuemplo— pero al mismo tiempo la selva imaginada —soñada— por el autor: una comunidad distinta.

“El mensaje de Pablo Cingolani —dice al final de su Prólogo Valcarce— en su decepción que por un antojo de su espíritu, libre y hermanado con el hombre y el suelo, convirtió en literatura: una nueva humanidad es posible. No exige lectores en busca de placer, que lo hay, pero no. Quiere enamorarnos de un sueño que escalado al futuro, guarda las claves de la sobrevivencia no sólo de los aptos, sino —y sobre todo— de los que no pueden, de los diezmados, los que abrieron las arcas de su saber al forastero, sin siquiera suponer que anticipaban su muerte. De esta visión nos habla, nos susurra, la Nación Culebra,

Una humilde redención a la sabiduría de nuestros ancestros. Una fórmula para resistir. Es nuestro deber, por supuesto,
idear el plan para vencer.”
Pablo Cingolani es autor de Toromona (2008), Amazonía Blues (2010) y Aislados (2011).

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