El edificio lleva el número uno de la Plaza del Rey, a pocos metros de la Gran Vía y a un kilómetro de la Puerta del Sol. Ahí está el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Ahí once personas tienen voto para elegir al premio que lleva el nombre del padre del ingenioso hidalgo Don Quijote y de Sancho Panza. Los asisten dos secretarias que tienen voz, mas no votan.

Al final, después de siete votaciones hay humo blanco. En los perdedores no hay ni una pizca de desconsuelo, es que nadie duda de la calidad literaria del ganador, el catalán Juan Goytisolo, un escritor que, excepto el teatro, ha cultivado todo el resto de los géneros de la literatura. Y nadie —no en este jurado por lo menos— duda del compromiso de este hombre cuya escritura fue prohibida por el franquismo y que tuvo que exiliarse en Francia.
Goytisolo de familia vasca y cubana perdió a su madre en la guerra civil durante un bombardeo fascista en tierra catalana.

Rebelde de toda la vida ha recibido el Cervantes con una declaración contundente: “No se olviden que apoyo a Podemos” ha dicho en alusión al grupo antisistémico español favorito en las encuestas y cuyos integrantes han manifestado su admiración por el proceso de cambio que se implementa en Bolivia.

El ganador del Cervantes 2014 es un escritor de la multiculturalidad, un hombre que ha tendido puentes permanentes entre España y América Latina, entre la península Ibérica y la cultura árabe (la noticia del premio lo sorprendió en su casa de Marruecos, donde vive rodeado de una treintena de niños, hijos de gente que trabaja en la cercanía y que siente como nietos y a los que reparte caramelos como cualquier abuelo que se respete).

A una España dominada por los aires europeizantes, que a menudo le ha dado la espalda a África (de donde sin duda viene parte de su cultura) y a América de donde tomó riqueza y saberes, Goytisolo le recordó, siempre, la multiplicidad y la necesidad de la duda.

Y lo hizo también desde la opción sexual en sus desgarradoras memorias donde confiesa su elección homosexual.

Tantas veces los periodistas habían anunciado a Juan Goytisolo como finalista, que había escepticismo, lo cual es lógico ya que el propio escritor descree de este tipo de reconocimientos. “Solo los que no aspiramos a premios tenemos libertad de expresión” había dicho. Y aspirante o no, ahora le llegó el turno.
En el mundo de las anécdotas queda la presentadora de televisión, guapísima, que dijo que Juan Luis Goytisolo era finalista uniendo en uno solo a dos escritores, al ganador del Cervantes 2014 y a su hermano menor, Luis.

Y finalmente a Juan le avisaron del fallo y agradeció al jurado que luego de las fotos fue a un almuerzo donde se habló de todo menos de literatura, quizá porque tras dos horas de votación y de deliberación había que evadirse un poco de lo importante para refugiarse en la realidad que siempre es más fantástica que la más fantástica narración.

Sin duda el premio es un gran reconocimiento, servirá también para relanzar en las librerías sus libros y que generaciones que no lo leyeron lo conozcan y le dejará al ganador la nada despreciable suma de 125 mil euros. Claro que seguramente impuestos se llevará una parte. Una gruesa parte.
Pero lo que queda no será nada despreciable para alguien que decía descreer de los premios y que criticó ácremente a otro premiado años ha, el también español Francisco Umbral.

Y para los miembros del jurado sirvió para conocer otras formas de ver la escritura y un actualizarse en ese universo de universos que es la literatura.
Al año muy posiblemente se cumpla la regla no escrita de que le toca a un latinoamericano el premio. Hubo excepciones y a veces se repitió el galardón dos años seguidos para la península Ibérica y a veces para el continente al sur del río Bravo. Pero …  bueno sin peros, al año le toca a otro jurado y ellos sabrán lo que hacen.

Expatriación y mestizaje intelectual

Jordi Gracia – ensayista

Muchas parecen siete votaciones para candidato tan evidente al premio Cervantes. Juan Goytisolo lo es, no por razones venerables de edad ni solo por solidaridad con un escritor que ha vivido de forma casi exclusiva de la escritura. Ni siquiera porque haya alguna oportuna sintonía entre su heterodoxia militante y los fantasmas que recorren España. Las mejores razones son de carácter definitivamente cultural: su obra narrativa y ensayística ha sido un auténtico torpedo contra lo peor de la herencia católica y lo más enquistado de la España veterotestamentaria.

Quizá a muchos les pese negativamente el articulista que ha visto con desengaño la evolución de la democracia en los últimos 20 años. A mí me pesa lo central: la plenitud creadora de un escritor con la fuerza de las ideas y del estilo para desquiciar los prejuicios de unas clases medias acobardadas. Aunque Goytisolo creyese de buena fe que íbamos a peor, hace ya unos cuantos años, su obra literaria hizo netamente mejor a la sociedad española mientras el novelista desmontaba autoengaños personales y mentiras de una tradición intelectual de sumisión y miedo. Señas de identidad fue en 1966 una novela deslumbrante: menos el autorretrato de un alter ego del escritor que el retrato de las carencias y debilidades patógenas de un país. El empuje de esa novela, obviamente impublicable en la España de entonces, contó como una de las alarmas más sonoras contra la conformidad de ser español al modo más rancio y perezoso. Sacudió a su lector como lo hicieron algunas más del tiempo, entre ellas Volverás a Región, de Juan Benet, Última tarde con Teresa o, incluso, Recuento, un poco después, de su hermano Luis.

El propio Goytisolo sabía bien el legado del que ahora se sentía continuador. Por supuesto, ahí estaba Luis Cernuda pero se remontaba más lejos, a obras tantas veces leídas desde el ombligo castellano y no desde la pluralidad de ombligos que hacen de un país un país de algún interés. De ahí que redescubriese libremente a un jovial e irónico Arcipreste de Hita y su Libro de Buen Amor o se engolfase en las entretelas nihilistas de una obra maestra absoluta como La Celestina. Eran ensayos justamente agrupados bajo el título El furgón de cola, y casi todos publicados en el exilio en los años 70. Goytisolo aún no contaba los 40 años.

Eran seguramente las condiciones morales para prolongar una exploración cada vez más desesperada tanto en la lengua como en la insumisión. Nació desde entonces la continuidad de una narrativa poderosa y agobiante, como sucede en Don Julián o en Paisajes después de la batalla y que en buena medida subsistió en El sitio de los sitios o Carajicomedia, ya al límite de 2000. Había dado ya, años atrás, el paso decisivo de abordar su autobiografía como no lo había hecho nadie en las letras españolas, sin eludir la viscosidad de una sexualidad analizada de frente. Pero sobre todo con el coraje de contar púdica y a la vez crudamente las razones de una biografía rectificada y dignificada gracias a la cultura y la razón crítica, gracias a la expatriación y al mestizaje intelectual y geográfico. Por eso ha vivido tantos años a caballo de París, Barcelona y Marrakech, mientras todos leíamos asombrados desde los años 80 esos dos tomos de sus memorias, Coto vedado y En los reinos de Taifa. Ambos fueron cotas de un género que ya es nuestro también. Ya no confidencia y memorialismo sino literatura, sin más.