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‘La última escala del Tramp Steamer’, bitácora de lectura

Un texto memorioso del poeta boliviano sobre esa pasión llamada lectura. Forma parte de la antología ‘Gaviero. Ensayos sobre Álvaro Mutis’  que acaba de publicarse en Madrid

/ 7 de diciembre de 2014 / 04:00

Si en algo solemos coincidir los lectores, es decir, quienes hacemos de ese acto solitario y a la vez promiscuo, una forma de andar por el mundo, es en aceptar que existen libros que, con razón o sin ella, nos acompañan mucho más allá del último eco de sus páginas o el postrer vistazo dado a la contratapa antes de posarlo en un anaquel.

Suele pasar que esos libros, inolvidables a fuerza de instalarse en un presente perpetuo y sortear con fortuna los múltiples acechos de la fugacidad continua, reaparecen bajo múltiples formas e irradian su luz sobre las sombras (o viceversa) en los claroscuros enmarañados del árbol del conocimiento que cada uno cultiva.

Algunos son nuestras relecturas obligadas, acaso autoimpuestas en un ritual de ribetes gregarios ante sus palabras. Pero otros, quizás fueron leídos una sola vez, única y definitiva, que bastó para cambiarnos el rumbo y también la rumba llegado el caso, pues, cual fantasmas repentinos, merodean nuestros escenarios y tramoyas existenciales.

Esos libros generalmente son tan pocos como importantes y, en algún momento de especial significado, confieren un matiz, a veces rotundo, al sentido de nuestros días. Uno de ellos fue para mí, durante casi una década, La última escala del Tramp Steamer.

Lo leí de un tirón en una fría noche y, si bien no lo releí, hasta hace algunas semanas, sus palabras, o el recuerdo de ellas, así como su atmósfera densa y elocuente, aparecieron sin que las llamara en los momentos más insospechados, en circunstancias aparentemente inconexas, para recordarme que las coincidencias —tan caras a la trama de esta novela— están desperdigadas por el mundo y nos salen al paso para dejarnos entrever algún signo huidizo de nuestra vida.

El libro llegó a mis manos gracias a esa feliz iniciativa del Banco Interamericano de De-sarrollo, la Unesco, el Fondo de Cultura Económica, varias otras fundaciones y empresas quienes, junto a 25 periódicos de Iberoamérica, materializaron el proyecto que se llamó Periolibros.

En Bolivia, los libros en formato de periódico se publicaron en las ediciones del desaparecido matutino católico Presencia, uno de los más importantes de la historia del periodismo boliviano. La última escala del Tramp Steamer de Álvaro Mutis apareció el domingo 2 de julio de 1995. Eran 21 páginas de letra ceñida en tamaño poco menor que el de un tabloide, con ilustraciones de la artista portuguesa Graça Morais y, la noche que lo leí, casi tres años después de esa fecha, “tembló la tierra bajo mis pies”.

Lamentablemente, hago esta afirmación de modo literal pues, hacia las 10 de la noche de un jueves de otoño, encendí la lámpara de cabecera de mi dormitorio, me metí a la cama, abrí el libro y comencé a leerlo. Ya llevaba poco más de dos horas de lectura cuando, de pronto, en medio del silencio y la quietud de la noche, la ventana de la habitación se agitó por unos segundos y un ligero temblor arrancó crujidos y otras voces ocultas a algunos objetos del cuarto. Al día siguiente, luego de un sueño plagado de puertos y amores intensos en los que inevitablemente se había embarcado mi inconsciente tras la lectura de toda la novela, me enteré de la trágica noticia. El viernes 22 de mayo de 1998, a las 00.49 horas, un terremoto de 6.8 grados en la escala de Richter destruyó una gran parte del pueblo de Aiquile, capital de la provincia Campero del departamento de Cochabamba.

Yo había sentido la onda expansiva del temblor en Oruro, a unos 400 kilómetros de distancia en el preciso momento en el que en el puerto italiano de Pola, a bordo del Alción, el capitán Jon Iturri estudiaba los amarillentos planos del barco junto a Abdul Bashur y el Gaviero, “cuando sintió que la luz que entraba por la puerta daba paso a una semitiniebla repentina. Alguien en el umbral lo estaba mirando. Levantó la cabeza y no pudo decir nada. Lo que vio es prácticamente imposible de poner en palabras”.

Así, la indeleble experiencia de lectura de aquel libro estaba destinada a pervivir en el doméstico ámbito de mi propia experiencia literaria, con su signo trágico que la convertía en una rara avis de cuanta experiencia lectora pudiese yo llegar a tener.

Desde entonces, Álvaro Mutis se convirtió en uno de los autores que más buscaba. Al tiempo, en una biblioteca, conseguí un libro de relatos breves que leí una tarde de calores sofocantes en Santa Cruz, de la que ahora entreveo una espesa mezcla de calor tropical y los lejanos aires de Samarcanda.

Lentamente, sucesivas lecturas fueron configurando las cuentas del collar mutisiano que me colgué discretamente bajo la camisa, como una forma privada de una suerte de bisutería literaria conformada por relatos y novelas, salpicada de vez en cuando con noticias de su vida que me llegaban como una carta traída en algún carguero de remotos sitios.

Las cartas a Elena Poniatowska, el Diario de Lecumberri, entrevistas dadas aquí y allá, las noticias de sus viajes a La Paz a mediados del siglo pasado como agente de películas, forjaron mi privada e íntima amistad con quien no llegué a conocer personalmente.

Mención especial merece su obra poética que llegó a mis manos como el tesoro encontrado en una isla. Un amigo argentino, escritor en ciernes, cayó por mi casa un buen día y, entre sus escasas pertenencias, traía un ejemplar de la edición de la Universidad de Salamanca, preparada en ocasión de la otorgación del Premio Reina Sofía de Poesía a Álvaro Mutis.

Mi amigo leía el libro en la alta noche, tan en secreto que yo nunca lo había visto, hasta el día en que se fue de casa para continuar su periplo por el continente. Entré a mi pequeña biblioteca donde había estado hospedado y descubrí el libro sobre una silla. No fue un olvido, fue un regalo, o un trueque acordado unilateralmente, ya que pronto también descubrí que se había llevado dos libros que me pertenecían. Las obras de dos poetas, uno latinoamericano y otro europeo. No obstante, nunca me sentí tan feliz por un canje, al menos cuantitativamente desigual.

Se suele decir que la mejor obra de arte es aquella que despierta la creatividad y propicia la realización de otra. Durante varios meses fue mi libro de cabecera y, un buen día, me sorprendí escribiendo un extenso poema cuyo aliento inicial era un reflujo emanado de aquel volumen encuadernado en negro.

Una tarde de domingo me encontraba en Potosí, allá por el año 2000 y, hasta entrada la noche, ordené y pulí varias cuartillas de versos traídos de lejos, que terminaron configurando un poema de 31 páginas bautizado como Y allá en lo alto un pedazo de cielo. Las primeras dos o tres páginas fueron escritas como un modesto homenaje a los versos luminosos de la Summa de Maqroll el Gaviero.

Muchos libros y años después, cuando ya casi había olvidado la pequeña novela de Mutis, aterricé en el aeropuerto de Tallin y, esa misma tarde, me encontré contemplando el gris paisaje otoñal del Báltico.

Durante el almuerzo, con mi amigo, el catedrático y poeta Jüri Talvet, habíamos conversado sobre algunos viajes recientes, la ex Unión Soviética, el inminente ingreso de Estonia a la zona euro, la famosa novela de Julio Verne sobre Livonia y varios otros temas. Ni por asomo recordé al Tramp Steamer.

Pero, a la sobremesa, durante el paseo por la parte vieja de la ciudad, ascendimos a una loma desde cuya cima pude ver el puerto y adivinar las costas de Finlandia en el horizonte.

Como una racha de viento frío caí en cuenta de que estaba en la orilla de enfrente cuando se produjo el primer avistamiento del Tramp Steamer y entonces, “Cada grúa de los muelles, cada junco de la orilla, cada embarcación que cruzaba en un silencio irreal por las aguas inmóviles de la bahía, tenía una presencia tan neta que tuve la impresión de que el mundo acababa de ser inaugurado”.

Aquella visión del invisible Alción entre las brumas de la memoria, donde pertinaz subsistía una lectura hecha a mis veintitantos años, supuso, en ese momento, un fogonazo de recuerdos, pero también, un alejamiento ya irrecuperable de cierta etapa de mi vida, como quien ve el humo de la chimenea de un barco perderse en el horizonte del mar.

Para mí, La última escala del Tramp Steamer siempre fue un ejemplo de mesura. Una historia de amor tiende —y de hecho lo consigue, al menos para los protagonistas— a inundar todos los espacios vitales. Tiñe la realidad de un color luminoso y alcanza una plenitud que podríamos denominar panrestática, en tanto alcanza todas las cosas con un deseo de fijar el mundo tal cual está en ese momento, convirtiendo al sentimiento en la medida de todas las cosas ya que, cuanto abarcan nuestros sentidos, lleva su impronta.

No obstante, Mutis la relata en pocas páginas, con una economía verbal precisa que alcanza un equilibrio firme, cuya solidez transmite una cualidad que tienta considerarla natural. El lenguaje de la novela es, más que parco, elegante y delicado en el sentido de no querer abrumar. Tan solo nombrar, indicar, sugerir la intensa trama en la que se ven envueltos los directos implicados y dejar así, en manos de la naturaleza, la carga tórrida del barroquismo que toda historia de amor reclama por intensidad y profusión.

La inmensidad del sentimiento es un reflejo de la inmensidad del mundo. No hay lugar, clima, lengua o cultura que no quede vacío, como recipiente que contiene el desbordante amor entre Warda Bashur y Jon Iturri. Pero la estrategia narrativa, magistralmente desplegada por el autor, es un punto de equilibrio que nos muestra tacto, pudor y que atina en la distancia justa, ante un hecho existencial tan intenso, que es proclive a la impertinencia de cuantos a él se acercan.

La historia del capitán y la propietaria del barco es contada en su justa medida y desde los sitios más adecuados. Primero está el requisito de ganarse el derecho a conocer los detalles de algo tan íntimo como el amor de una pareja. De ahí toda esa construcción verbal en torno al Alción y sus varios avistamientos cada vez más cargados de sentido y de sentimientos, por ende más cercanos y legítimamente propios.

La confidencia es abordada como una dádiva de la noche, el cauce del río y la predisposición a compartir sentimientos profundos gracias al “vodka amb pera”, que lubrica una amistad concomitante, hasta alcanzar la complicidad entre los narradores. El vasco, que ha sufrido en carne propia los avatares del destino amoroso, y el autor, que media entre esa intensidad y el lector, con una caballerosidad incuestionable.

La estructura de esta novela se me antoja un injerto entre un tramp steamer de larga y discreta singladura en la inmensidad de los mares, y lo reposado de los planchones que se dejan arrastrar por la tortuosa corriente de los ríos tropicales. Un escenario de hierro cansado donde recala la noche y su carga de confidencias con intermitentes olores a la brea que maquilla el casco, y el diésel quemado de los motores que ya exhalan sus últimos suspiros. Se trata de una dignidad genuina y por ello inolvidable.

La última escala del Tramp Steamer es una versión del mundo a través del amor. Un retrato de pasiones desbordantes frenadas por el peso de ciertas tradiciones. Una confidencia de supervivencia náutica, una lección de narrativa, de estrategias literarias, de recursos de lenguaje; en suma, de estilo. Una estela de aguas agitadas tras la quilla de nuestra vida, donde refulgen las gemas de una lectura de espumeante gratitud.

Variopinta tripulación de mutisianos se echa al mar

Rubén Vargas – periodista

“Este libro recoge  de nuestras travesías con Álvaro Mutis. Es una bitácora de lecturas y vivencias por el mar mutisiano. Nuestro propósito es compartir con los lectores intrépidos estas cartas marinas para que otros se animen a enrolarse en nuestra tripulación”.  Son las palabras de Diego Valverde Villena —poeta y ensayista peruano-español-boliviano de grata memoria en estas altas tierras—  en el prólogo al libro Gaviero. Ensayos sobre Álvaro Mutis.

Valverde es el editor de ese volumen —publicado por la editorial Verbum de Madrid y que el 5 de diciembre se presentó en la Feria  Internacional del Libro de Guadalajara, México— que recoge 20 textos de devotos lectores del poeta y novelista colombiano Álvaro Mutis (1923-2013). Lectores de rumbos tan distintos como Bolivia, Brasil, Colombia, España, Estados Unidos, Perú, Uruguay y Venezuela.

El texto que se reproduce en esta página, del poeta boliviano Benjamín Chávez, pertenece a esta selección. En él, Chávez deja testimonio de los avatares que le deparó la lectura de la novela La última escala del Tramp Steamer  (1990).

Entre otros, los mexicanos Adolfo Castañón y Jorge Ruiz Dueñas, el colombiano Santiago Mutis Durán, el español Pedro Sorela, la uruguaya Ida Vitale y el muñecano Rubén Vargas —cada uno a su modo— dejan también testimonio de su pasión por la obra del creador de Maqroll el Gaviero.

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La poética de la lectura

La editorial Plural publica los tres libros de poemas de Rubén Vargas, uno de ellos inédito, en un solo tomo.

/ 2 de abril de 2017 / 04:00

A casi dos años de la muerte de Rubén Vargas (poeta, crítico, periodista y docente universitario, La Paz, 1959-2015), Plural editores publica su Obra poética.

Vargas es autor de tres libros de poemas: Señal del cuerpo (Cabildo, 1986), La torre abolida (Plural, 2003), El viaje a Lisboa, (escrito en 2006, y que se publica ahora por primera vez) y una antología de poetas paceños: Tal vez enigma de fulgor (FCBCB, 2012). El emprendimiento impulsado por su hijo Julián Vargas Talavera y Plural editores pretende publicar todo el legado literario de Vargas y abarcará tres libros referidos a distintas facetas de su actividad cultural. Así, en 2016 se publicó el primero de ellos: Perdido viajero, que recupera las columnas periodísticas que Vargas publicó en el periódico La Razón.

El orden de los poemarios elegido para su inclusión en este libro es inverso al de su publicación, es decir, el volumen empieza con el inédito El viaje a Lisboa, continúa con La torre abolida y termina con Señal del cuerpo. La razón es muy sencilla. Además del beneficio de abrir el libro con poemas inéditos, se muestra, en primer término, la escritura más reciente de Rubén, aquella en la que las líneas maestras de su poética, esa poética de la lectura, de literatura sobre literatura y otras formas del arte, de “diálogo interior con otros lenguajes”, como dice su autor, ya fehacientemente presente en La torre, se consolida como su voz definitiva en El viaje, donde “la presencia de otros autores permanece, más bien, debajo del texto”, según afirma él mismo. Así, pretendemos —como otro gesto de amistad— simular en este libro una conversación con Rubén. Escucharlo decir las cosas más recientes que trae y quiere compartir y, poema a poema, ir conociéndolo más, retrocediendo en el tiempo hasta que, al final, oigamos sus primeros versos en un libro de juventud.

Eso, en cuanto a los tres poemarios que dejó terminados. Luego se incluyen los poemas dispersos publicados en revistas. Específicamente Tres postales que nunca envié, publicadas en el número 11 de la Revista Zorro Antonio de la carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés y los publicados póstumamente: La Vita Nuova (revista 88 Grados); [Alba, despierta. Quiero], Isla de sol, Piedra de sol y Frente al lago (Revista Zorro Antonio Nº 12), rescatados de la computadora de Rubén por su hijo Julián.

Como parte de ese corpus poético vigoroso, que sitúa a su autor en un sitio preferente de la poesía boliviana de las últimas décadas, decidimos incluir el poema El cielo de las serpientes, en cuya escritura participó Rubén en coautoría junto a los poetas Jorge Campero, Juan Carlos Ramiro Quiroga y Edmundo Mercado.

Asimismo, incluimos La hora tardía, un poema inédito (en dos versiones), que es una evocación de Sorata y una muestra privilegiada de los materiales que dejó inéditos. Finalmente se consignan dos versiones del poema Keeping Things Whole, de Mark Strand, que Rubén tradujo y publicó en Presencia literaria (1992) y el suplemento Tendencias (2014).

Cierran el libro dos lecturas sobre la obra de Rubén, escritas por sus entrañables amigos y profundos conocedores de su poesía Eduardo Mitre y Luis H. Antezana J. El texto de Mitre, titulado Cámara de ecos, trenza de palabras hace una lectura general de la obra de Vargas y dice:

“El poema concebido y compuesto como una urdimbre deliberada de otras escrituras y voces, de modo tal que la lectura es la fuente primordial de la propia escritura. En esa corriente creativa se desarrolla la obra de Rubén Vargas Portugal que abarca tres libros concisos. (…) El segundo y el tercero cumplen a cabalidad esa poética de la intertextualidad como principio que pauta y rige la escritura. Concomitante con ella, La torre abolida recrea el retrato interior, sin olvidar el dibujo del escenario de la época, de las oscuras fuerzas sociales que marcaron las vidas de los personajes que son objeto de las recreaciones del poeta. En la composición de esos retratos convergen dos niveles: los hechos esenciales de la vida de cada autor evocado y las citas, alusiones o variaciones hechas a partir de sus obras, sean literarias, pictóricas o cinematográficas. Como el propio poeta lo especifica en la nota que finaliza su segundo libro: ‘Por su propia naturaleza y propósito, La torre abolida es un diálogo con otros lenguajes, un espejo trizado que los refleja y fragmenta’”.

Por su parte, Luis H. Antezana, en su texto titulado Rubén y Celán, al referirse al libro La torre abolida afirma: “Se trata de ‘un diálogo interior con otros lenguajes’, como él dice, el título de su libro, La torre abolida, sugiere la posibilidad de así enfrentar el problema del mito de la Torre de Babel y, por ahí, quizá, también dialogaría con After Babel de George Steiner quien, en su caso, inclinando la balanza hacia los alcances de las traducciones, también persigue las diversas formas de la interacción verbal entre los lenguajes y la riqueza que implica contar con tantos idiomas que, a su vez, son otros tantos mundos. Ese complejo diálogo, la literatura sobre la literatura, exige o supone una complicidad algo peculiar, la de conocer o, mejor, la de atreverse a conocer el texto literario que aludido, nombrado, utilizado o reelaborado se integra en este tipo de literatura. La literatura sobre la literatura es una caja de resonancias connotativas que apuntan, de una u otra manera, al texto o textos que constituyen el horizonte de la (nueva) obra”.

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‘La última escala del Tramp Steamer’, bitácora de lectura

Un texto memorioso del poeta boliviano sobre esa pasión llamada lectura. Forma parte de la antología ‘Gaviero. Ensayos sobre Álvaro Mutis’  que acaba de publicarse en Madrid

/ 7 de diciembre de 2014 / 04:00

Si en algo solemos coincidir los lectores, es decir, quienes hacemos de ese acto solitario y a la vez promiscuo, una forma de andar por el mundo, es en aceptar que existen libros que, con razón o sin ella, nos acompañan mucho más allá del último eco de sus páginas o el postrer vistazo dado a la contratapa antes de posarlo en un anaquel.

Suele pasar que esos libros, inolvidables a fuerza de instalarse en un presente perpetuo y sortear con fortuna los múltiples acechos de la fugacidad continua, reaparecen bajo múltiples formas e irradian su luz sobre las sombras (o viceversa) en los claroscuros enmarañados del árbol del conocimiento que cada uno cultiva.

Algunos son nuestras relecturas obligadas, acaso autoimpuestas en un ritual de ribetes gregarios ante sus palabras. Pero otros, quizás fueron leídos una sola vez, única y definitiva, que bastó para cambiarnos el rumbo y también la rumba llegado el caso, pues, cual fantasmas repentinos, merodean nuestros escenarios y tramoyas existenciales.

Esos libros generalmente son tan pocos como importantes y, en algún momento de especial significado, confieren un matiz, a veces rotundo, al sentido de nuestros días. Uno de ellos fue para mí, durante casi una década, La última escala del Tramp Steamer.

Lo leí de un tirón en una fría noche y, si bien no lo releí, hasta hace algunas semanas, sus palabras, o el recuerdo de ellas, así como su atmósfera densa y elocuente, aparecieron sin que las llamara en los momentos más insospechados, en circunstancias aparentemente inconexas, para recordarme que las coincidencias —tan caras a la trama de esta novela— están desperdigadas por el mundo y nos salen al paso para dejarnos entrever algún signo huidizo de nuestra vida.

El libro llegó a mis manos gracias a esa feliz iniciativa del Banco Interamericano de De-sarrollo, la Unesco, el Fondo de Cultura Económica, varias otras fundaciones y empresas quienes, junto a 25 periódicos de Iberoamérica, materializaron el proyecto que se llamó Periolibros.

En Bolivia, los libros en formato de periódico se publicaron en las ediciones del desaparecido matutino católico Presencia, uno de los más importantes de la historia del periodismo boliviano. La última escala del Tramp Steamer de Álvaro Mutis apareció el domingo 2 de julio de 1995. Eran 21 páginas de letra ceñida en tamaño poco menor que el de un tabloide, con ilustraciones de la artista portuguesa Graça Morais y, la noche que lo leí, casi tres años después de esa fecha, “tembló la tierra bajo mis pies”.

Lamentablemente, hago esta afirmación de modo literal pues, hacia las 10 de la noche de un jueves de otoño, encendí la lámpara de cabecera de mi dormitorio, me metí a la cama, abrí el libro y comencé a leerlo. Ya llevaba poco más de dos horas de lectura cuando, de pronto, en medio del silencio y la quietud de la noche, la ventana de la habitación se agitó por unos segundos y un ligero temblor arrancó crujidos y otras voces ocultas a algunos objetos del cuarto. Al día siguiente, luego de un sueño plagado de puertos y amores intensos en los que inevitablemente se había embarcado mi inconsciente tras la lectura de toda la novela, me enteré de la trágica noticia. El viernes 22 de mayo de 1998, a las 00.49 horas, un terremoto de 6.8 grados en la escala de Richter destruyó una gran parte del pueblo de Aiquile, capital de la provincia Campero del departamento de Cochabamba.

Yo había sentido la onda expansiva del temblor en Oruro, a unos 400 kilómetros de distancia en el preciso momento en el que en el puerto italiano de Pola, a bordo del Alción, el capitán Jon Iturri estudiaba los amarillentos planos del barco junto a Abdul Bashur y el Gaviero, “cuando sintió que la luz que entraba por la puerta daba paso a una semitiniebla repentina. Alguien en el umbral lo estaba mirando. Levantó la cabeza y no pudo decir nada. Lo que vio es prácticamente imposible de poner en palabras”.

Así, la indeleble experiencia de lectura de aquel libro estaba destinada a pervivir en el doméstico ámbito de mi propia experiencia literaria, con su signo trágico que la convertía en una rara avis de cuanta experiencia lectora pudiese yo llegar a tener.

Desde entonces, Álvaro Mutis se convirtió en uno de los autores que más buscaba. Al tiempo, en una biblioteca, conseguí un libro de relatos breves que leí una tarde de calores sofocantes en Santa Cruz, de la que ahora entreveo una espesa mezcla de calor tropical y los lejanos aires de Samarcanda.

Lentamente, sucesivas lecturas fueron configurando las cuentas del collar mutisiano que me colgué discretamente bajo la camisa, como una forma privada de una suerte de bisutería literaria conformada por relatos y novelas, salpicada de vez en cuando con noticias de su vida que me llegaban como una carta traída en algún carguero de remotos sitios.

Las cartas a Elena Poniatowska, el Diario de Lecumberri, entrevistas dadas aquí y allá, las noticias de sus viajes a La Paz a mediados del siglo pasado como agente de películas, forjaron mi privada e íntima amistad con quien no llegué a conocer personalmente.

Mención especial merece su obra poética que llegó a mis manos como el tesoro encontrado en una isla. Un amigo argentino, escritor en ciernes, cayó por mi casa un buen día y, entre sus escasas pertenencias, traía un ejemplar de la edición de la Universidad de Salamanca, preparada en ocasión de la otorgación del Premio Reina Sofía de Poesía a Álvaro Mutis.

Mi amigo leía el libro en la alta noche, tan en secreto que yo nunca lo había visto, hasta el día en que se fue de casa para continuar su periplo por el continente. Entré a mi pequeña biblioteca donde había estado hospedado y descubrí el libro sobre una silla. No fue un olvido, fue un regalo, o un trueque acordado unilateralmente, ya que pronto también descubrí que se había llevado dos libros que me pertenecían. Las obras de dos poetas, uno latinoamericano y otro europeo. No obstante, nunca me sentí tan feliz por un canje, al menos cuantitativamente desigual.

Se suele decir que la mejor obra de arte es aquella que despierta la creatividad y propicia la realización de otra. Durante varios meses fue mi libro de cabecera y, un buen día, me sorprendí escribiendo un extenso poema cuyo aliento inicial era un reflujo emanado de aquel volumen encuadernado en negro.

Una tarde de domingo me encontraba en Potosí, allá por el año 2000 y, hasta entrada la noche, ordené y pulí varias cuartillas de versos traídos de lejos, que terminaron configurando un poema de 31 páginas bautizado como Y allá en lo alto un pedazo de cielo. Las primeras dos o tres páginas fueron escritas como un modesto homenaje a los versos luminosos de la Summa de Maqroll el Gaviero.

Muchos libros y años después, cuando ya casi había olvidado la pequeña novela de Mutis, aterricé en el aeropuerto de Tallin y, esa misma tarde, me encontré contemplando el gris paisaje otoñal del Báltico.

Durante el almuerzo, con mi amigo, el catedrático y poeta Jüri Talvet, habíamos conversado sobre algunos viajes recientes, la ex Unión Soviética, el inminente ingreso de Estonia a la zona euro, la famosa novela de Julio Verne sobre Livonia y varios otros temas. Ni por asomo recordé al Tramp Steamer.

Pero, a la sobremesa, durante el paseo por la parte vieja de la ciudad, ascendimos a una loma desde cuya cima pude ver el puerto y adivinar las costas de Finlandia en el horizonte.

Como una racha de viento frío caí en cuenta de que estaba en la orilla de enfrente cuando se produjo el primer avistamiento del Tramp Steamer y entonces, “Cada grúa de los muelles, cada junco de la orilla, cada embarcación que cruzaba en un silencio irreal por las aguas inmóviles de la bahía, tenía una presencia tan neta que tuve la impresión de que el mundo acababa de ser inaugurado”.

Aquella visión del invisible Alción entre las brumas de la memoria, donde pertinaz subsistía una lectura hecha a mis veintitantos años, supuso, en ese momento, un fogonazo de recuerdos, pero también, un alejamiento ya irrecuperable de cierta etapa de mi vida, como quien ve el humo de la chimenea de un barco perderse en el horizonte del mar.

Para mí, La última escala del Tramp Steamer siempre fue un ejemplo de mesura. Una historia de amor tiende —y de hecho lo consigue, al menos para los protagonistas— a inundar todos los espacios vitales. Tiñe la realidad de un color luminoso y alcanza una plenitud que podríamos denominar panrestática, en tanto alcanza todas las cosas con un deseo de fijar el mundo tal cual está en ese momento, convirtiendo al sentimiento en la medida de todas las cosas ya que, cuanto abarcan nuestros sentidos, lleva su impronta.

No obstante, Mutis la relata en pocas páginas, con una economía verbal precisa que alcanza un equilibrio firme, cuya solidez transmite una cualidad que tienta considerarla natural. El lenguaje de la novela es, más que parco, elegante y delicado en el sentido de no querer abrumar. Tan solo nombrar, indicar, sugerir la intensa trama en la que se ven envueltos los directos implicados y dejar así, en manos de la naturaleza, la carga tórrida del barroquismo que toda historia de amor reclama por intensidad y profusión.

La inmensidad del sentimiento es un reflejo de la inmensidad del mundo. No hay lugar, clima, lengua o cultura que no quede vacío, como recipiente que contiene el desbordante amor entre Warda Bashur y Jon Iturri. Pero la estrategia narrativa, magistralmente desplegada por el autor, es un punto de equilibrio que nos muestra tacto, pudor y que atina en la distancia justa, ante un hecho existencial tan intenso, que es proclive a la impertinencia de cuantos a él se acercan.

La historia del capitán y la propietaria del barco es contada en su justa medida y desde los sitios más adecuados. Primero está el requisito de ganarse el derecho a conocer los detalles de algo tan íntimo como el amor de una pareja. De ahí toda esa construcción verbal en torno al Alción y sus varios avistamientos cada vez más cargados de sentido y de sentimientos, por ende más cercanos y legítimamente propios.

La confidencia es abordada como una dádiva de la noche, el cauce del río y la predisposición a compartir sentimientos profundos gracias al “vodka amb pera”, que lubrica una amistad concomitante, hasta alcanzar la complicidad entre los narradores. El vasco, que ha sufrido en carne propia los avatares del destino amoroso, y el autor, que media entre esa intensidad y el lector, con una caballerosidad incuestionable.

La estructura de esta novela se me antoja un injerto entre un tramp steamer de larga y discreta singladura en la inmensidad de los mares, y lo reposado de los planchones que se dejan arrastrar por la tortuosa corriente de los ríos tropicales. Un escenario de hierro cansado donde recala la noche y su carga de confidencias con intermitentes olores a la brea que maquilla el casco, y el diésel quemado de los motores que ya exhalan sus últimos suspiros. Se trata de una dignidad genuina y por ello inolvidable.

La última escala del Tramp Steamer es una versión del mundo a través del amor. Un retrato de pasiones desbordantes frenadas por el peso de ciertas tradiciones. Una confidencia de supervivencia náutica, una lección de narrativa, de estrategias literarias, de recursos de lenguaje; en suma, de estilo. Una estela de aguas agitadas tras la quilla de nuestra vida, donde refulgen las gemas de una lectura de espumeante gratitud.

Variopinta tripulación de mutisianos se echa al mar

Rubén Vargas – periodista

“Este libro recoge  de nuestras travesías con Álvaro Mutis. Es una bitácora de lecturas y vivencias por el mar mutisiano. Nuestro propósito es compartir con los lectores intrépidos estas cartas marinas para que otros se animen a enrolarse en nuestra tripulación”.  Son las palabras de Diego Valverde Villena —poeta y ensayista peruano-español-boliviano de grata memoria en estas altas tierras—  en el prólogo al libro Gaviero. Ensayos sobre Álvaro Mutis.

Valverde es el editor de ese volumen —publicado por la editorial Verbum de Madrid y que el 5 de diciembre se presentó en la Feria  Internacional del Libro de Guadalajara, México— que recoge 20 textos de devotos lectores del poeta y novelista colombiano Álvaro Mutis (1923-2013). Lectores de rumbos tan distintos como Bolivia, Brasil, Colombia, España, Estados Unidos, Perú, Uruguay y Venezuela.

El texto que se reproduce en esta página, del poeta boliviano Benjamín Chávez, pertenece a esta selección. En él, Chávez deja testimonio de los avatares que le deparó la lectura de la novela La última escala del Tramp Steamer  (1990).

Entre otros, los mexicanos Adolfo Castañón y Jorge Ruiz Dueñas, el colombiano Santiago Mutis Durán, el español Pedro Sorela, la uruguaya Ida Vitale y el muñecano Rubén Vargas —cada uno a su modo— dejan también testimonio de su pasión por la obra del creador de Maqroll el Gaviero.

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