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Mark Strand, el poeta de la ausencia

La vida es un vals, un delirante vals —decía Mark Strand en uno de sus grandes poemas de uno de sus grandes libros, Blizzard of One (1998)—. Y la vida termina cuando termina la música, esa delirante música. Pues bien —no hay más remedio que decirlo— esa música ya terminó para Mark Strand.

Terminó el sábado 29 de noviembre, en Brooklyn, Nueva York. Nada de qué sorprenderse, el invierno acababa de comenzar, tenía 80 años y le habían diagnosticado cáncer. El poeta —nacido en la isla Prince Edward, Canadá, en 1934—, vivía desde 2001 en Madrid. Pero regresó a Nueva York a morir. “Yo no estoy pensando en la muerte, pero la muerte está pensando en mí”, escribió en un poema titulado 2002 que la revista New Yorker reedita ahora a manera de obituario del escritor.   

Y en ese poema —con el silencioso humor de Strand—, la muerte, recostándose en su silla, frotándose las manos y acariciando su barba dice: “Sí, estoy pensando en Strand, estoy pensando que uno de estos días estaré de vuelta meciendo mi guadaña / o sujetando mi reloj de arena contra la luna / y Strand aparecerá. Aparecerá de saco y corbata / y juntos, vagabundeando bajo los árboles en los boulevares, nos adentraremos en la ciudad de las almas”.

Strand fue un poeta tardío, publicó su primer libro, Sleeping with One Eye Open, cuando tenía 30 años, en 1964. Pero apenas diez años después —gracias a libros como Reasons for Moving (1968), Darker (1970) y The Story of Our Lives (1973)— ya estaba en el centro de la escena de la poesía norteamericana. Su escritura directa, reflexiva, irónica se abrió un espacio propio entre los últimos aleteos de los beatniks y el confesionalismo de un Robert Lowell, para nombrar solo dos direcciones en las que se movía de la poesía del momento.     

Y ya no abandonó el centro. En sus últimos libros —Blizzard of One (1998), traducido al español como Tormenta de uno y Almost Invisible (2012), traducido como Casi invisible— Strand proyectó su poesía a dimensiones que no hicieron sino confirmar la importancia de su trabajo.

La poesía no fue su primera opción. De joven quiso ser pintor y se formó para ello. De alguna manera nunca dejó de serlo, por lo menos en su manera tan plástica de mirar y describir las cosas. Pero también en la práctica, este año, a sabiendas de que el tiempo se le acababa, expuso sus collages en Nueva York. Y en la reflexión: su libro sobre Edward Hopper echa más de una luz sobre el pintor de la América extraña y solitaria por el que Strand sentía afinidad.

“Recuerdo —dijo en una entrevista a propósito de su libro sobre Hopper— tomar el tren de el cañón de Winchester a Nueva York. Antes de entrar en el túnel de Grand Central podías ver todas esas ventanas de las casas. Los cuadros de Hopper son los de un viajero que pasa por ahí y mira a quienes están dentro. Sus cuadros te enfrentan con fragmentos aislados de una narrativa”. Esos fragmentos aislados de una narrativa también podrían aplicarse con toda propiedad a su propia poesía.

Ese poeta tan típicamente gringo en su aspecto — una mezcla de Paul Newman y Clint Eastwood, pero dulce, educado y de 1,90 de estatura— en su adolescencia estuvo en Colombia, México y Perú —en 1971 publicó 18 Poems from The Quechua— y aprendió suficiente castellano para traducir a Rafael Alberti y Octavio Paz.

En reciprocidad, éste último virtió sus poemas al castellano, quizás por primera vez, en la revista Plural, en 1976. Tres años después, en 1979, el poeta cubano Octavio Armad  publicó 20 poemas de Strand. Y casi una década después, en 1988, en  México, Elisa Ramírez dio a conocer la antología Emblemas. Hasta ahí, la lectura de Strand gozaba de la grata elegancia de ser minoritaria.    

Su poesía es una poesía de la extrañeza. Strand sabía cómo convertir las situaciones, las historias o las anécdotas en momentos de radical extrañamiento. Frecuentemente, sus poemas se dirigen a un tú: una máscara debajo de la cual no hay sino un vacío, una ausencia, una oscuridad que las imágenes no sustituyen ni llenan; por el contrario, el juego del lenguaje intensifica o duplica la pérdida como en un espejo, y de esos restos nace una sombra inquietante, una interrogación, un movimiento en la inmovilidad, una oscuridad más oscura: Darker como titula uno de sus primeros libros.  

Los ámbitos privilegiados de los poemas de Strand suelen ser los espacios cerrados: habitaciones desnudas en las que algo sucede: una mirada, un movimiento imperceptible, un gesto, una palabra apenas susurrada y todo, de pronto, ya es otra cosa, otro lugar y otro suceso. ¿Quién habla en los poemas de Strand? Habla otro, siempre otro, el que no está, el ausente, la imagen duplicada, la mancha en el espejo, el espacio vacío donde acaba de estar el poeta. Todas estas formas de la extrañeza son obras del lenguaje. Strand supo hacer de su lenguaje despojado, llano y directo, que en apariencia carece de complicaciones, una cifra de insospechada densidad, un más allá que arroja al lector en las orillas menos esperadas de la experiencia.

En los últimos años, Strand ha dejado de ser minoritario en castellano. Es más, se ha puesto de moda. Sus libros menudean: Casi invisible ha sido traducido por Julio Trujillo (Visor, 2012) y Tormenta de uno por Dámaso López García (Visor, 2009). En México, Elisa Ramírez tradujo La vida continua / Puerto oscuro (Calamus, 1991).

Y hay varias antologías, con diversa suerte, como se verá. En 2004 salieron Aliento, preparada por Julián Jiménez y Solo una canción con versiones de Eduardo Chirinos.

Incluso en 2011, el porteño Ezequiel Zaindenwerg compiló y tradujo su propia antología: Me va a encantar el siglo XXI (Gog y Magog). Abriendo el libro casi al azar, se puede leer lo siguiente: “Mientras mirás cómo la nieve cubre el suelo / y se cubre a sí misma, y cubre todo / lo que no sos, vos ves que una ráfaga de luz…”.

¡Mirás, vos, sos! A esta altura el lector no sabe si quien habla es Mark Strand —Dios lo tenga en su santa gloria— o Carlitos Tévez o, pero aún, Cristina Fernández.

Las cosas intactas

Tres poemas de Mark Strand (1934-2014), el poeta de las habitaciones vacías, de las ausencias, de las revelaciones del sueño

Conservar las cosas intactas

En el campo
soy la ausencia
del campo.
Siempre
es así.
Dondequiera que esté
soy lo que falta.

Cuando camino
divido el aire
pero el aire
llena siempre el espacio
donde ha estado mi cuerpo.

Todos tenemos razones
para movernos.
Yo me muevo
para conservar las cosas intactas.

Siete poemas

1
En el borde
del cuerpo de la noche
diez lunas se levantan.

2
La cicatriz recuerda la herida.
La herida recuerda el dolor.
Otra vez estás llorando.

3
Cuando caminamos bajo el sol
nuestras sombras son balsas de
                        silencio.

4
Mi cuerpo reposa,
oigo mi propia voz
reposar junto a mí.

5
La roca es placer
y se abre
y en ella entramos
como en nosotros mismos
cada noche.

6
Cuando hablo a la ventana
digo que todo
es todo.

7
Tengo la llave
entonces abro la puerta y entro.
Está oscuro y entro.
Está más oscuro y entro.

(Traducciones de Rubén Vargas)

Cazando ballenas

Cuando las manchas de plancton
bullían hacia la bahía de Santa Margarita
y las playas se coloreaban de rosa,
desde la casa, en la loma,
vimos comer a las ballenas,
embrollando las redes
en su juego,
y las jorobas de las espaldas
elevarse en saltos limpios
sobre las vastas praderas del océano.

Día tras día
encerrados, esperamos la desaparición
del plancton putrefacto.
Su olor inundaba incluso al viento
y los bueyes parecían atontados
al traer la paja desde la falda
de nuestra colina.
Pero el plancton seguía entrando
y las ballenas no se iban.

Fue cuando comenzó la cacería.
Los pescadores se embarcaron
y persiguieron a las ballenas,
y mi padre y mi tío
y también los niños fuimos.
La espuma de nuestra estela se hundía
                      pronto
en el agua agitada por el viento.

Las ballenas salieron allí cerca.
Sus frentes eran inmensas,
las puertas de sus caras estaban cerradas.
Antes de hundirse alzaron
sus colas en el aire
y las abatieron golpeando.
Hacían espumear el mar,
tras ellas se abrían
caminos brillantes.

Aunque no vi sus ojos
los imaginaba
como los de los enlutados,
brillantes, llorosos,
mirándonos, alejándose
bajo sábanas de sal oscureciendo.

Paramos el motor y esperamos
que las ballenas salieran nuevamente;
el sol se ponía
pintaba de salmón fastuoso las playas
                      empedradas.
Un viento frío nos azotaba la piel
y cuando por fin oscureció
y parecía que las ballenas se habían retirado
mi tío, ya sin miedo,
disparó, sin apuntar, al cielo.

Tres millas mar adentro
en la fluida oscuridad,
bajo los sorprendidos ojos de la luna,
el motor no encendía
y regresamos en un pequeño bote.
Mi padre tuvo que traernos
encorvado sobre los remos. Lo veía
arrebatado por el esfuerzo, bogando
contra la marea, el pelo abrillantado por la sal.
Vi la luz de la luna derramarse levemente
y volar sobre sus hombros
y el mar y la brisa
súbitamente plateados.

No habló en todo el trayecto.
Al acostarme a medianoche
imaginé a las ballenas
debajo de mí
deslizándose sobre las lomas
enyerbadas de las profundidades;
sabía dónde estaba
y me atraían,
hacia abajo y hacia abajo
de las aguas susurrantes
del sueño.

(Traducción de Elisa Ramírez)