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Magia a la luz de la luna

A los 79 años —edad en la que los realizadores optan generalmente por los cuarteles de invierno—, Woody Allen persevera en su afán de poner en pantalla anualmente un largometraje. Y con cada uno reinstala la discusión acerca de la conveniencia de semejante esfuerzo por mantenerse vigente cuando parecieran haber quedado muy lejos los títulos que hicieron del director neoyorkino una figura icónica de culto, indispensable, de la comedia —romántica— contemporánea.

El contencioso quedó momentáneamente cortocircuitado a la vista de la solidez de Blue Jasmine (2013), su emprendimiento precedente, cuando Allen volvió a desenfundar los rasgos más contundentes de su estilo y de su visión del mundo, descolocando inclusive a sus detractores menos resueltos a revisar las severas conclusiones que hace rato ya los llevaron a decretar el final de una trayectoria.

Magia a la luz de la luna reinstala la controversia con un trabajo, da la impresión, en el cual la elegancia de la puesta en imagen no resulta, ni mucho menos, suficiente para disimular la poca garra del argumento, ni los costurones de un guión plagado de recursos poco airosos para mantener en pie el relato. Sobre todo, después de la primera hora que se salva a fuerza de algunos relativamente ingeniosos apuntes que recobran varias de las preocupaciones recurrentes del universo de Allen: la existencia de Dios, la ambigua relación entre la materia y el espíritu —o la dicotomía racionalidad/fe—, los laberínticos senderos del amor, la ilusión como válvula de escape a una realidad chata.

Y reflota, desde luego, la fascinación, tantas veces explicitada en su filmografía por los personajes femeninos, alocados a menudo, que actúan a la manera de un revulsivo radical de los convencionalismos sociales y de época.

Ambientada en 1928, en la onda de la memorable La rosa púrpura de El Cairo, la trama arranca con un truco del mago más connotado de la época, quien obra el “milagro” de la desaparición de un elefante. Actúa bajo el nombre artístico de Wei Ling Soo, pero en realidad se trata de Stanley Strawford, estirado personaje inglés de indisimulable talante misántropo.

Incitado por su amigo y colega Howard Burkan, ambos emprenden una excursión destinada a desenmascarar la presunta impostura de Sophie Baker, espiritista de origen norteamericano autodeclarada médium, cuyos poderes tienen embobada a la alta burguesía británica y a otros congéneres de veraneo en la Costa Azul. La estrategia de desenmascaramiento pasa por develar el que creen que es el verdadero objetivo de Sophie, adoctrinada por mamá: timar a su prometido y a su madre, ciudadanos de mucho tener con los cuales deberán convivir.

El ilusionismo y sus enigmáticos vericuetos es, otra vez, “el tema”. Solo que en la oportunidad, el guión acaba —¿simula?— contradiciendo la que pareciera ser la intención inicial del argumento: refutarlo como vía válida para sobreponerse a la insipidez de la realidad cotidiana. En sus últimos 30 minutos, la trama da la impresión de no encontrar la manera de conciliar las convenciones de género con el postulado de partida sin forzar uno de los requisitos básicos de cualquier género que se respete, vale decir que la lógica interna soporte las vueltas de su puesta en imagen.

El género en cuestión es la comedia romántica y hacia ese punto nos remiten de entrada la música de Cole Porter y los títulos en letras blancas sobre fondo negro —dos tópicos estilísticos inconfundibles de Woody desde los 70—, lo mismo que, en el ámbito temático, el romance entre un caballero más bien maduro y una casi adolescente. Algunos críticos tildan sin reparos a este asunto de riesgoso, conocidos como fueron en su momento los escabrosos episodios sentimentales protagonizados por el  propio director.

Por una de esas casualidades que el guión fuerza, en la vecindad de los anfitriones de Crawford y Burkan mora Vanessa, tía de Stanley, cuyo carácter absolutamente instrumental consiste en asumir el rol de confidente del sobrino, facilitando así que las réplicas permitan ir develando el fondo del asunto. Este recurso teatral es observado con fruición por quienes encuentran en Magia a la luz de la luna la certificación de su óbito a las facultades creativas de Allen. Lo mismo que el edulcorado tratamiento visual del director de fotografía iraní Darius Khondji, su colaborador habitual.

El blanco predilecto de los denuestos dedicados a esta película es la sencillez un tanto pedestre de la historia, con un desenlace cantado desde el vamos: la racionalidad científica de Stanley terminará puesta en entredicho por la supuesta ingenuidad de Sophie, muy a tono con la simpleza propia de vastas porciones de la población norteamericana, siempre permeable a tragarse cualquier inverosimilitud. Todo ello Cupido mediante, presto a flechar en el momento oportuno para dejar constancia de la validez de la afirmación pronunciada por uno de los personajes: “es imposible vivir sin mentir”.

Ahora bien, no obstante a todos los reparos, un dato a considerar es que, pese a las aparentes dificultades para ensamblar el rompecabezas narrativo, éste fluya con la sabida pericia de Woody para armar atrayentes divertimentos en los que, así sea de manera intermitente, destellan los ecos de la maestría que alguna vez supo encandilar de manera unánime a cronistas y espectadores.

Están también en esta película los consabidos guiños al quehacer de algunos de sus maestros, Ingmar Bergman en particular, y la socarronería, desprovista es verdad de la causticidad de otrora, para mofarse de modo esquinado de los retratos de época y otros lugares comunes de cierto cine de qualité.
Sin embargo, queda sobre el tapete un interrogante de no poca monta. La cuestionada, sencillez de la anécdota narrada, ¿es de veras el signo del decaimiento de la inspiración de Allen o es, por el contrario, una hábil jugarreta para despistar a quienes emiten sus juicios basados en las apariencias en lugar de tomarse el trabajo de darle dos vueltas a la cuestión para advertir la genuina complejidad de esta suerte de charada a propósito de los grandes y eternos enigmas del devenir humano?

No es posible proporcionar una respuesta irrebatible. Dependerá de cada quien elegir la suya de acuerdo a sus propios criterios frente a lo contado y a la manera de contarlo. Este dilema eleva a Magia a la luz de la luna por encima del grueso de la producción de los tiempos que corren, jugada sin disimulo a conseguir que la obviedad garantice una acogida lo más masiva posible, dispensando al respetable de cualquier esfuerzo para trasponer lo visible y mirar bajo la superficie.

Ficha técnica

Título original: Magic in the Moonlight. Dirección:  Woody Allen. Guión: Woody Allen. Fotografía: Darius Khondji.Montaje: Alisa Lepselter. Diseño: Anne Seibel. Arte: Jille Azis. Maquillaje: Véronique Boumaza,  Avril Carpentier. Música: Cole Porter, Igor Stravinsky, Maurice Ravel, Ludwig Van Beethoven, Mischa Spoliansky, Kurt Weill, Richard Rodgers, Milton Ager. Efectos: Didier Veuvas, Laurens Ehrmann. Producción: Letty Aronson, Raphaël Benoliel. Ron Chez, Helen Robin, Jack Rollins, Stephen Tenenbaum, Edward Walson. Intérpretes: Colin Firth, Antonia Clarke, Natasha Andrews, Valérie Beaulieu, Peter Wollasch, Jürgen Zwingel, Wolfgang Pissors, Sébastien Siroux, Simon McBurney, Ute Lemper, Catherine McCormack, Eileen Atkins, Erica Leerhsen, Jeremy Shamos, Hamish Linklater, Didier Muller, Emma Stone, Marcia Gay Harden, Jacki Weaver, Ronald Alphonse, Ronald Baker, Kelly Keto, Olivier Marchevet. EEUU/2014.