Friday 29 Mar 2024 | Actualizado a 07:16 AM

El hombre que amaba a Amy Winehouse

Julio Barriga presentará un libro de prosas memoriosas  de la vida y sus amores musicales, el jueves 22 a las 18.00 en la Cinemateca; éste es un adelanto

/ 18 de enero de 2015 / 04:00

Viceversa

Cuando era niño, góndolas y camiones viajaban a Viceversa. Ese nombre al final de los itinerarios alumbraba mi imaginación más que las Chinas y Persias dormidas en mi ignorancia. Incluso una vez mentí (¿en qué medida?) que yo era de Viceversa. Luego venían la revelación y el desencanto.

Fiebre
Una tarde en Salta, tras un hondo silencio como único prólogo, mi tía Cristina me contó que siendo ella una niña, mi madre le había confiado tras recuperarse de una feroz gripe, cómo había sentido en la noche y mientras ardía en fiebre, que su cabeza crecía y crecía hasta abarcar todo lo existente y llegar a ser tan grande como el mundo. Esa misma era la sensación que me devastaba y aturdía en mis frecuentes infecciones de garganta. Eso me relacionaba con mi madre de una manera secreta y profunda porque la diversidad del delirio debe ser inagotable, y en esa infinidad nos habíamos encontrado sin saberlo. Y me había embargado una emoción idéntica a cuando la casualidad rescata un objeto perdido del pasado, por ejemplo, la nebulosa infancia…y en el silencio crecen las notas olvidadas de una música perfecta.
Mi tía también me contó que había encontrado una tarde hace ya tantos años a su mejor amiga llorando amargamente sin querer revelar la causa de su aflicción, hasta que a vehementes requerimientos confesó haberse oído llamar desde el fondo de la cercana huerta, y al acudir allá se había visto ella misma, pero distinta… tan bella como siempre había soñado y como sabía que nunca llegaría a ser. A los tres días, la muchacha murió sin siquiera enfermarse.
No sé qué pasó ni cómo, si es que pasó algo, ¿o mi tía lo habrá escuchado o leído?, pero cada vez que recordaba lo que le habían confesado, sentía el mismo estremecido deleite de percibir un hecho mágico repitiéndose en un espacio donde fantasía y realidad se reconcilian y anulan.
Mi abuela que me crió y me quiere como a un hijo, me ha confiado en un aparte: “A veces se me junta en el pecho todo el dolor de mi vida y casi no puedo soportarlo”. Al solo imaginarlo me he conmovido dolorosamente y deseé no vivir muchos años.

de paso
He sentido la desagradable prueba y la consiguiente impresión de no existir. Volví a Bermejo luego de veinticinco años y todo lo que conocí allí había cambiado hasta desaparecer. Ocasiones anteriores en que pasé hacia Argentina me escurrí como huyendo de algo. Aquello de lo que yo escapaba ya no puede atraparme.

Periféricos del centro
En una de las trifulcas de mi breve matrimonio fui des-arrimado y mi humilde indumentaria voló por una ventana. Recogí de la calle tres colgadores con mi terno único, dos chaquetas y un par de camisas y corbatas y como diría “el hombre que supo amar”: con el saco sobre el hombro fui buscando mi destino. Bajo caminando al centro de la ciudad donde mágica y rayuelísticamente encuentro a mis amigotes bebiendo lo que entonces era novedad y ahora impacto ambiental: vino en cartón. Estaban: Campero, Cárdenas, R. García, Vladivostok, quizás M. Benavente y/o D. Sánchez. Coral Pey, no, no habían féminas. No estaba Quino. Mentor y Ayatollah indiscutido de la thojpa, no siempre nos bendecía con su presencia. Seguro que no estaban Zeque Rosso ni Carvalho, no eran tan completamente llockallescos ni hualaychos. Adolfo empezaba a balbucear su hoy prodigiosa antología periférica. Jorge jugaba en segundas de ascenso y no soñaba con alcanzar el vicecampeonato en poesía y yo ni me sospechaba mis versos perversos o mis prosas leprosas y dentro de las dos próximas primaveras iba a brotar en Londres la rosa más roja de Inglaterra. (¡Pero todo iba a suceder con pavorosa precisión!). Deambulamos por el Prado y adyacencias alborotando a nuestro jubiloso modo (que ahora me parece sombrío) colgando mis pilchas como esotéricos estandartes en los arbolitos de las jardinerías. Pasado buen rato decidimos dirigirnos a la vaporosa casa del pusher (México casi Otario de la Vega) donde previsoramente alquilé un cubículo de cartón y madera, gracias a Jorge que habitaba de antes en el siniestro y ruinoso caserón. Cuando llegábamos caímos en cuenta que ninguno portaba mis cosas. Desandamos a la carrera el itinerario hasta encontrar los tres colgadores pendiendo de una rama fantasmalmente intocados por la furia de la ciudad.
No sé si los aquí nombrados recordarán este incidente entre otros mil. Yo mismo lo sepulté en la memoria hasta ahora que es cuando parezco ir de vuelta y lo único que me queda en el futuro es el pasado.

Vida/obra
No puedo trasladar la intensidad maníaca, casi suicida, de algunos momentos vividos a mi obra. O no he asumido seriamente un método, disciplina, entrenamiento, más destreza para expresarlo a cabalidad.
Por otra parte, con la dedicación y el arduo oficio nunca hubiera podido adquirir esa vivencia intensa y border.

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El hombre que amaba a Amy Winehouse

Julio Barriga presentará un libro de prosas memoriosas  de la vida y sus amores musicales, el jueves 22 a las 18.00 en la Cinemateca; éste es un adelanto

/ 18 de enero de 2015 / 04:00

Viceversa

Cuando era niño, góndolas y camiones viajaban a Viceversa. Ese nombre al final de los itinerarios alumbraba mi imaginación más que las Chinas y Persias dormidas en mi ignorancia. Incluso una vez mentí (¿en qué medida?) que yo era de Viceversa. Luego venían la revelación y el desencanto.

Fiebre
Una tarde en Salta, tras un hondo silencio como único prólogo, mi tía Cristina me contó que siendo ella una niña, mi madre le había confiado tras recuperarse de una feroz gripe, cómo había sentido en la noche y mientras ardía en fiebre, que su cabeza crecía y crecía hasta abarcar todo lo existente y llegar a ser tan grande como el mundo. Esa misma era la sensación que me devastaba y aturdía en mis frecuentes infecciones de garganta. Eso me relacionaba con mi madre de una manera secreta y profunda porque la diversidad del delirio debe ser inagotable, y en esa infinidad nos habíamos encontrado sin saberlo. Y me había embargado una emoción idéntica a cuando la casualidad rescata un objeto perdido del pasado, por ejemplo, la nebulosa infancia…y en el silencio crecen las notas olvidadas de una música perfecta.
Mi tía también me contó que había encontrado una tarde hace ya tantos años a su mejor amiga llorando amargamente sin querer revelar la causa de su aflicción, hasta que a vehementes requerimientos confesó haberse oído llamar desde el fondo de la cercana huerta, y al acudir allá se había visto ella misma, pero distinta… tan bella como siempre había soñado y como sabía que nunca llegaría a ser. A los tres días, la muchacha murió sin siquiera enfermarse.
No sé qué pasó ni cómo, si es que pasó algo, ¿o mi tía lo habrá escuchado o leído?, pero cada vez que recordaba lo que le habían confesado, sentía el mismo estremecido deleite de percibir un hecho mágico repitiéndose en un espacio donde fantasía y realidad se reconcilian y anulan.
Mi abuela que me crió y me quiere como a un hijo, me ha confiado en un aparte: “A veces se me junta en el pecho todo el dolor de mi vida y casi no puedo soportarlo”. Al solo imaginarlo me he conmovido dolorosamente y deseé no vivir muchos años.

de paso
He sentido la desagradable prueba y la consiguiente impresión de no existir. Volví a Bermejo luego de veinticinco años y todo lo que conocí allí había cambiado hasta desaparecer. Ocasiones anteriores en que pasé hacia Argentina me escurrí como huyendo de algo. Aquello de lo que yo escapaba ya no puede atraparme.

Periféricos del centro
En una de las trifulcas de mi breve matrimonio fui des-arrimado y mi humilde indumentaria voló por una ventana. Recogí de la calle tres colgadores con mi terno único, dos chaquetas y un par de camisas y corbatas y como diría “el hombre que supo amar”: con el saco sobre el hombro fui buscando mi destino. Bajo caminando al centro de la ciudad donde mágica y rayuelísticamente encuentro a mis amigotes bebiendo lo que entonces era novedad y ahora impacto ambiental: vino en cartón. Estaban: Campero, Cárdenas, R. García, Vladivostok, quizás M. Benavente y/o D. Sánchez. Coral Pey, no, no habían féminas. No estaba Quino. Mentor y Ayatollah indiscutido de la thojpa, no siempre nos bendecía con su presencia. Seguro que no estaban Zeque Rosso ni Carvalho, no eran tan completamente llockallescos ni hualaychos. Adolfo empezaba a balbucear su hoy prodigiosa antología periférica. Jorge jugaba en segundas de ascenso y no soñaba con alcanzar el vicecampeonato en poesía y yo ni me sospechaba mis versos perversos o mis prosas leprosas y dentro de las dos próximas primaveras iba a brotar en Londres la rosa más roja de Inglaterra. (¡Pero todo iba a suceder con pavorosa precisión!). Deambulamos por el Prado y adyacencias alborotando a nuestro jubiloso modo (que ahora me parece sombrío) colgando mis pilchas como esotéricos estandartes en los arbolitos de las jardinerías. Pasado buen rato decidimos dirigirnos a la vaporosa casa del pusher (México casi Otario de la Vega) donde previsoramente alquilé un cubículo de cartón y madera, gracias a Jorge que habitaba de antes en el siniestro y ruinoso caserón. Cuando llegábamos caímos en cuenta que ninguno portaba mis cosas. Desandamos a la carrera el itinerario hasta encontrar los tres colgadores pendiendo de una rama fantasmalmente intocados por la furia de la ciudad.
No sé si los aquí nombrados recordarán este incidente entre otros mil. Yo mismo lo sepulté en la memoria hasta ahora que es cuando parezco ir de vuelta y lo único que me queda en el futuro es el pasado.

Vida/obra
No puedo trasladar la intensidad maníaca, casi suicida, de algunos momentos vividos a mi obra. O no he asumido seriamente un método, disciplina, entrenamiento, más destreza para expresarlo a cabalidad.
Por otra parte, con la dedicación y el arduo oficio nunca hubiera podido adquirir esa vivencia intensa y border.

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El hombre que amaba a Amy Winehouse

Julio Barriga presentará un libro de prosas memoriosas  de la vida y sus amores musicales, el jueves 22 a las 18.00 en la Cinemateca; éste es un adelanto

/ 18 de enero de 2015 / 04:00

Viceversa

Cuando era niño, góndolas y camiones viajaban a Viceversa. Ese nombre al final de los itinerarios alumbraba mi imaginación más que las Chinas y Persias dormidas en mi ignorancia. Incluso una vez mentí (¿en qué medida?) que yo era de Viceversa. Luego venían la revelación y el desencanto.

Fiebre
Una tarde en Salta, tras un hondo silencio como único prólogo, mi tía Cristina me contó que siendo ella una niña, mi madre le había confiado tras recuperarse de una feroz gripe, cómo había sentido en la noche y mientras ardía en fiebre, que su cabeza crecía y crecía hasta abarcar todo lo existente y llegar a ser tan grande como el mundo. Esa misma era la sensación que me devastaba y aturdía en mis frecuentes infecciones de garganta. Eso me relacionaba con mi madre de una manera secreta y profunda porque la diversidad del delirio debe ser inagotable, y en esa infinidad nos habíamos encontrado sin saberlo. Y me había embargado una emoción idéntica a cuando la casualidad rescata un objeto perdido del pasado, por ejemplo, la nebulosa infancia…y en el silencio crecen las notas olvidadas de una música perfecta.
Mi tía también me contó que había encontrado una tarde hace ya tantos años a su mejor amiga llorando amargamente sin querer revelar la causa de su aflicción, hasta que a vehementes requerimientos confesó haberse oído llamar desde el fondo de la cercana huerta, y al acudir allá se había visto ella misma, pero distinta… tan bella como siempre había soñado y como sabía que nunca llegaría a ser. A los tres días, la muchacha murió sin siquiera enfermarse.
No sé qué pasó ni cómo, si es que pasó algo, ¿o mi tía lo habrá escuchado o leído?, pero cada vez que recordaba lo que le habían confesado, sentía el mismo estremecido deleite de percibir un hecho mágico repitiéndose en un espacio donde fantasía y realidad se reconcilian y anulan.
Mi abuela que me crió y me quiere como a un hijo, me ha confiado en un aparte: “A veces se me junta en el pecho todo el dolor de mi vida y casi no puedo soportarlo”. Al solo imaginarlo me he conmovido dolorosamente y deseé no vivir muchos años.

de paso
He sentido la desagradable prueba y la consiguiente impresión de no existir. Volví a Bermejo luego de veinticinco años y todo lo que conocí allí había cambiado hasta desaparecer. Ocasiones anteriores en que pasé hacia Argentina me escurrí como huyendo de algo. Aquello de lo que yo escapaba ya no puede atraparme.

Periféricos del centro
En una de las trifulcas de mi breve matrimonio fui des-arrimado y mi humilde indumentaria voló por una ventana. Recogí de la calle tres colgadores con mi terno único, dos chaquetas y un par de camisas y corbatas y como diría “el hombre que supo amar”: con el saco sobre el hombro fui buscando mi destino. Bajo caminando al centro de la ciudad donde mágica y rayuelísticamente encuentro a mis amigotes bebiendo lo que entonces era novedad y ahora impacto ambiental: vino en cartón. Estaban: Campero, Cárdenas, R. García, Vladivostok, quizás M. Benavente y/o D. Sánchez. Coral Pey, no, no habían féminas. No estaba Quino. Mentor y Ayatollah indiscutido de la thojpa, no siempre nos bendecía con su presencia. Seguro que no estaban Zeque Rosso ni Carvalho, no eran tan completamente llockallescos ni hualaychos. Adolfo empezaba a balbucear su hoy prodigiosa antología periférica. Jorge jugaba en segundas de ascenso y no soñaba con alcanzar el vicecampeonato en poesía y yo ni me sospechaba mis versos perversos o mis prosas leprosas y dentro de las dos próximas primaveras iba a brotar en Londres la rosa más roja de Inglaterra. (¡Pero todo iba a suceder con pavorosa precisión!). Deambulamos por el Prado y adyacencias alborotando a nuestro jubiloso modo (que ahora me parece sombrío) colgando mis pilchas como esotéricos estandartes en los arbolitos de las jardinerías. Pasado buen rato decidimos dirigirnos a la vaporosa casa del pusher (México casi Otario de la Vega) donde previsoramente alquilé un cubículo de cartón y madera, gracias a Jorge que habitaba de antes en el siniestro y ruinoso caserón. Cuando llegábamos caímos en cuenta que ninguno portaba mis cosas. Desandamos a la carrera el itinerario hasta encontrar los tres colgadores pendiendo de una rama fantasmalmente intocados por la furia de la ciudad.
No sé si los aquí nombrados recordarán este incidente entre otros mil. Yo mismo lo sepulté en la memoria hasta ahora que es cuando parezco ir de vuelta y lo único que me queda en el futuro es el pasado.

Vida/obra
No puedo trasladar la intensidad maníaca, casi suicida, de algunos momentos vividos a mi obra. O no he asumido seriamente un método, disciplina, entrenamiento, más destreza para expresarlo a cabalidad.
Por otra parte, con la dedicación y el arduo oficio nunca hubiera podido adquirir esa vivencia intensa y border.

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