Los metafísicos de Tlön —dice Borges— no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro”. Es un estilo verbal en el que el asombro es la verdad por medio de la de-sesperación de cualquiera de sus formas. La cosa llega por exaltación: para representar el objeto se necesita decir más de lo que es el objeto de manera que la letra adquiera tanta verdad como la verdad y tanto tiempo como el tiempo. La descripción, la enumeración, son sustituidas por su expresión asombrosa. Se supone extranjero, remoto al lector; se lo sorprende en lugar de informarle.

Óscar Cerruto, en los 14 cuentos de este Cerco de penumbras, resulta una suerte de representante inicial en Bolivia de este modo de expresión que quiere aumentar los sucesos por medio de una restricción general de las palabras y un enfriamiento de las figuras. Esta paradoja no hace sobrar ninguna de sus partes en cuentos y cuadros que no son de intención psicológica, no sociológica, sino centralmente, “asombrosos”, en un asombro que, por contradicción, no cree en ninguno de sus personajes sino en sus historias.

El estilo exterior —no el tiempo— lo formal y expletivo, es frugal y facticio. La innumerable sobriedad de Cerruto no es sino una matematicidad verbal, una ideología de la exactitud de las palabras. Es una fe, un convencimiento más bien definitivo de que el único modo de alcanzar la copiosidad de los sucesos, que son siempre inexplicables, es renunciar a su enumeración y lograrlos en su magia, es decir en su asombro. Este expresionismo hace trabajar a la palabra a toda intensidad, desechada la abundancia, y la cohesión en las figuras trabaja al servicio de la sorpresa, que es una expresión culminante de lo real. Cerruto es sobrio pero no pobre: la temperatura que domina en el volumen es el frío, un seco frío sordo de ciudad; no son tampoco cálidos los colores: negro, gris, azul (todos fríos y neutros), se evita el diálogo, el acento, el pintoresquismo, el localismo, la deducción sentenciosa. La trama aspira a suceder antes que a explicar en un apotegma. El contenido es distinto. Cerruto, si cabe, es boliviano por oposición, por falla. La literatura, empero, no necesita ser boliviana. Pero si se inquiere por una relación con este lugar se percibe un antagonismo. Los escritores que corresponden a un hombre abundante en sucesos, que vive en una anarquía de dogmas, lo natural es que encuentren buena expresión en escritores como Augusto Céspedes, en los que la tensión es un estilo y la vida enriquece al que la dice. En Cerruto es la composición de la penumbra, la aceptación revisada del personaje local y la selección de una sorpresa cualquiera que se resuelva en símbolo. Así los buitres o la cara que se raja en “El rostro sin lumbre” (utillaje de imaginación) o la mazamorra, que es algo real que, en el cuento “Como una rana muerta”, no significa solo eso sino la certidumbre de su hora. La reiteración simbólica, la inclinación al símbolo se repite siempre por medio del elemento imaginativo. Para Cerruto no sirve la imaginación: la abroga, la mixtifica con la realidad y la hace actuar como un deus ex máchina para la solución de la trama que, por lo general, sigue la economía común del cuento clásico. Salvo en “La araña” que es una construcción, acumulación plástica, como los cuadros sin sucesos de Franz Kafka. Esa participación de lo irreal pertenece a un orden de las convicciones personales del escritor. “Hay una zona de la conciencia —dice— que se toca con el sueño, o con mundo parecidos al sueño”.

La violencia existe como un trasfondo ajeno; la emoción es solo un pensamiento pero esto concierne a los designios de Cerruto en su obra que es, unitariamente, un cerco de penumbras (el acorralamiento como evasión o como impotencia y una sordidez universal son generalidades del libro). Es algo que se logra. Cuando uno lee “El pozo” de Augusto Céspedes tiene sed y eso quiere decir que el efecto se cumple. Ambos, escepticismo y sordidez, son decisivos, recursos de credibilidad. Cerruto prefiere siempre una cibernética algebraica del estilo, mecánica por momento pero insustituible en este mundo, al movimiento general de la trama. Las cosas no se encrespan como con Céspedes y hay, en cambio, una inmóvil disposición asombrosa.

El hombre que oficia de personaje de Cerruto pertenece a las clases medias. Es un ciudadano, inutilizado en cierto grado para ciertos aspectos radicales del instinto, apto para la renuncia, el vacío y la imaginación, hombre de una evasión no violenta. “La estrella de agua”, que tiene a aymaras como personajes, es un cuento frustrado. Son indios estéticos, vacíos y sin nadie. Como en Raza de bronce son indios de tarjeta postal. La circunscripción de su personajes es otra. Incluso la reclama la línea del libro. Lo que no sabe y es probable pero no es seguro es hasta qué punto hay una proposición de repudio de su personaje. Cerruto no deja una impresión en este orden pero junta las figuraciones con características más bien típicas: un tal Vicente que rompe su amor “para huir de la demencia amorosa” (“El círculo”), aquel a quien “le gustaban las cosas en su lugar y —que— creía en la disciplina, creía en la vida ordenada”. Un hombre que “carece de ambiciones porque está al margen”. Esta suavización de la criatura, conduce lógicamente al tipo de comportamiento que revela: son hombres decentes, inofensiva cuidadosamente viriles. Es también característica de esta acicalada penumbra la reiteración de las mujeres frustradas (las mujeres, está visto, de aquellos hombres) o de situaciones envilecidas como el amante aceptado como parte de familiar, la mujer que se ofrece por aburrimiento, el novio y la tolerancia que ofende, las historias de los irreconciliables (“Un poco de viento”), la que actúa como viuda del marido vivo (“La morada de ébano”), la mujer que se ríe al servicio de su rostro (“El rostro sin lumbre”) o la que simplemente odia a su hombre.

(Publicado en Nova. Revista de Información y Cultura, núm. 3, La Paz, octubre de 1962, pp. 10-11. Nova fue una revista mensual dirigida por     Fernando Díez de Medina)

A diez años de la muerte del Che

Zavaleta (1935-1984) desde muy joven escribió en publicaciones periódicas de Bolivia, Uruguay, Argentina y México, entre otros países; este texto lo publicó en 1977, en México, donde vivía como exiliado político

René Zavaleta Mercado – escritor

Siempre es posible cubrir con palabras de glorificación lo que se sabe que fue la violencia de una aniquilación. Pero lo más importante de un hecho es el hecho mismo, es decir, su historia interna, su composición. Aun así es verdad que uno tiende a convertir los hechos en parte de sus propios dogmas. En la brevedad de esta nota es obvio que no podremos escribir nada sobre aquella composición interna de la guerrilla de Ñancahuazú pero quizá esto tenga una otra utilidad. Hoy, en efecto, lo flagrante en esta nuestra región son las dictaduras.  En esas circunstancias, hablar de aquella de Ñancahuazú sin relacionarla con algo que tenga que ver con estas cosas de aquí y ahora sería hacer lo que se llama en psicología una supresión: hablar de Che Guevara para no hablar de nuestra situación en las dictaduras.

Guevara, aparte de ser un héroe de la revolución, fue un individuo rico en matices, un hijo propio de nuestra historia nacional. Con aquel estilo aureolado por un cierto romanticismo desdeñoso, él habría preferido que dijéramos, con sencillez, que fue un reformador social. Los reformadores sociales, empero, suelen cometer errores tácticos, teóricos y de todo tipo, como cualquier persona. Con todo, lo que aquí nos interesa es el rol de los núcleos o indicios organizativos con relación a la estructura social considerada como conjunto y, luego, un problema táctico de sentido común que es el papel del principio de la supervivencia en teoría organizativa.

Si la revolución es una catástrofe en la que las masas tienen la iniciativa esto no puede significar que los hechos colectivos comiencen desde el principio como algo en lo que ya participe toda la colectividad o la masa en el sentido en que habló de masa Lenin en su Discurso sobre la Táctica. Si se quiere usar una metáfora: quizá se puede llegar a ser un Vietnam; pero nadie comienza por ser ni por proponerse ser Vietnam. Son siempre núcleos o focos (el término no es tan absurdo) lo que manifiestan en una primera hora determinadas compulsiones latentes (ocultas acaso secretas, pero que serán poderosas) de la colectividad. La propia colectividad puede no saberlo pero el núcleo cree ser ya el portador de algo que aquélla lleva en su cuerpo y no lo sabe. Al fin de cuentas, se puede decir que no hay un gran movimiento que no haya comenzado a partir de dos o tres individuos; pero esos individuos entonces contienen toda una historia.

Marx dijo que “la existencia de ideas revolucionarias en una determinada época presupone ya la existencia de una clase revolucionaria”. Ahora bien, la existencia de la clase revolucionaria, aunque esté muy lejos del poder, muestra que la caducidad de esa sociedad y de su orden ha comenzado.
Cuando el orden ha dejado de ser la religión de todos, los esclavos dejan de adorar al amo y se gesta la desagregación que, en el momento de su concentración, ser la crisis general.

Pues bien, si Marx asignaba a las ideas, que después de todo no son más que ideas, semejante importancia, no se ve por qué haya que dar menos relevancia a la presencia de núcleos ya organizados y armados como manifestación de un fracaso de la ideología del poder dominante en la construcción de la conformidad universal. Cualquier rebelión o rechazo, en lo intelectual o en lo práctico, con las ramas o con la pura política, es, en el sentido aquél, un signo del advenimiento de la crisis. La capacidad de autorreconstrucción de ese sistema o de exterminio de ese foco del descontento es otra cosa. Si el foco o núcleo aquél se ajusta en rigor al anhelo no revelado de la masa o si no lo hace, es otra cosa.

La historia de Ñancahuazú es, por eso, una de las primeras pruebas palpables de que el estado construido por la revolución burguesa de 1952 había comenzado el proceso de su desintegración.

La legitimidad de la detectación de la crisis estatal no está condicionada a quien la realiza sea un hombre local. Por eso la más famosa imbecilidad vinculada a este asunto es la que remite la trágica campaña político-militar, como motivo de su existencia y motivo de su fracaso, a la Revolución Cubana.
Che, se dice intentó hacer en Bolivia (o en América del Sur a partir de Bolivia) lo que Fidel Castro y él mismo habían hecho en Cuba. Esto, por cierto, no merece mucho análisis. Es lógico que todos los revolucionarios de la América Latina tuvieran entonces en mente a la Revolución Cubana. Es como si exigiéramos ex post a los insurrectos de Berlín o a los de Budapest que no hubiesen pensado en la Revolución de Octubre. Si se ve la cuestión con un poco más de seriedad, lo que interesa averiguar es por qué eligieron Bolivia, sea como escenario en general, sea como mero punto de partida.

Era algo que, se inspirara o no en  la Revolución Cubana, tenía, sin embargo, por fuerza, que referirse a las circunstancias políticas de Bolivia y no a las de Cuba. Había, por lo demás, hechos que llamaban a ello. ¿Acaso no es cierto que en 1952 había habido una insurrección popular (en rigor, una insurrección obrera) y que el ejército había sido destruido en las calles de La Paz y Oruro? Los únicos que no saben tal cosa son ciertos camaradas tan ocupados con Bettelheim que no se enteran de los hechos más gruesos de su propia historia más inmediata. Un acontecimiento de tal carácter no había ocurrido en la América Latina desde que los generales Villa y Zapata llegaron al Zócalo de la Ciudad de México.

Se trataba de masas con experiencia en la lucha armada, de masas que se sentían implicadas cuando la política ocurría, masas no indiferentes, finalmente masas ya activas y no medidas. Un triunfo militar se convirtió después en una derrota política. La victoria de las masas no pudo ser usada sino de manera muy limitada por las propias masas vencedoras.

La clave de esto está en que tenían la victoria pero no tenían la vanguardia. Su éxito dio lugar, en cambio, a que el propio Estado burgués se reconstruyera, se ampliara y modernizara afincándose a la vez en el triunfo armado de las masas y en su debacle política.

Es lógico dar por supuesto que la guerrilla y Che mismo, que había visto con sus propios ojos a los insurrectos del 52, se dirigían a la captación de aquellas masas. Querían compensar a su manera lo que las masas no habían tenido en el momento de su triunfo inorgánico en 1952, construir la vanguardia política desde lo militar, para conectarse más tarde o más temprano con el movimiento obrero y con el campesino.

Desde este punto de vista, es injusto aseverar que el foco quisiera vencer como foco al ejército y regalar desde arriba, después del triunfo, una revolución a las masas. En definitiva, para nosotros, está claro que se había elegido a Bolivia por la alta calidad activa de sus masas, por la herencia revolucionaria.

La visión primaria de aquella guerrilla, la mostraba como un hecho muy desvinculado de las modalidades de la política del país. Vamos a ver cómo los hechos posteriores demuestran que no era algo tan heteróclito.

La crisis del Estado burgués reconstruido en sus nuevos términos en 1952 comienza en 1964, cuando la clase obrera rompió con el MNR, es decir con el partido democrático general o sea el bloque histórico que había conformado la revolución burguesa hasta entonces. Ahora la burguesía ratifica su alianza con los campesinos parcelarios y excluye del bloque histórico a la clase obrera. Primero, es verdad, los obreros no sabían qué hacer con su propia victoria en 1952.

Después, el estado aquél se arregla para constituir mediaciones más o menos eficaces con relación al movimiento proletario, más o menos como en México. Lo de 1964 (con el complot de la CIA para que rompieran Lechín y Paz, etc.) es ya la claudicación de aquellas mediaciones.

A partir de ese tiempo, la clase obrera es una clase solitaria pero también una clase contestataria, una clase separatista. Ni siente a ese Estado como suyo. Los demás sectores, en cambio, consumen la ideología oficial de ese Estado, creen en la religión que han creado, la avalan y suscriben. Los propios campesinos, tan miserables aquí, tras el reparto de las tierras, se convierten en una clase tranquila.

La crisis está latente y todos lo sabemos. Son diversos núcleos o focos los que intentan organizarla y masificarla. El primer foco que lo intenta es, en efecto, el de Ñancahuazú. Fracasa con las eventualidades bien conocidas. Pero cuando Ovando (1970) trata de regenerar el proceso revolucionario burgués, cuando trata de reconstruir la autonomía estatal burguesa y aun de reponer las mediaciones rotas, las que ligaban a la dominación con la clase obrera, entonces es ya la fracción nacionalista militar la que actúa como foco que no llega a controlar la mayoría del ejército ni tampoco, por tanto, a la mayoría de la población. Torres no es sino la radicalización de ese intento, la democracia radicalizada autodestruyéndose.

Pero es lo mismo con otro sujeto, lo que sucede con la Asamblea Popular. Aquí también la clase obrera se organiza como un poder, diferente, distante y autónomo respecto del poder oficial del país que es, last term, de la burguesía; de la fracción democrática de la burguesía pero de la burguesía al fin. La Asamblea es pues un sóviet (es 1971) pero su alcance o comprensión no contiene a la mayoría del país; mejor dicho, no tiene tiempo para saber si puede ser mayoría o no. Es un sóviet obrero y casi no tiene otros aliados que los simbólicos. Funciona también, por eso, como un núcleo o foco. Cuando no se es esto que llamamos “mayoría de efecto estatal” el poder es una ilusión.

¿Qué es, empero, lo que identifica a los tres núcleos o focos progresistas? Cada uno de ellos se propone un objetivo propio. Con todo, pues su fuente es la crisis estatal, en algo se parecen. En un solo hecho, pero tienen sus aspectos. Los tres tienen aquel defecto estratégico esencial que consiste en la incapacidad de convertir el programa del núcleo en el programa de toda la nación. Pero esto produce que ninguno pueda sobrevivir (ya no hablemos de ese poder). Esto es lo que vincula a las tres experiencias con el momento actual y es lo que deberíamos discutir: la cuestión del principio de la supervivencia en su contenido clasista-organizativo. Si no lo tenemos claro con relación a las experiencias aquéllas, quizá tampoco sobrevivamos a la represión de las actuales dictaduras.

Es una cadena. Si la guerrilla, por ejemplo, hubiese estado vinculada al corpus de la formación social boliviana, habría sobrevivido, aunque solo fuera como una presencia de desgaste, como sobreviven las guerrillas en Colombia v. gr. Luego, si la guerrilla hubiese sobrevivido, la Asamblea Popular hubiera tenido capacidad de repliegue después de su derrota en la batalla del 21 de agosto en La Paz. Sobreviviendo, aunque replegada a un territorio que no debía ser por fuerza el territorio obrero literal, era posible desarrollar los rebrotes de protesta democrática de los campesinos pero también ejercitar una capacidad de penetración y escisión del aparato represivo que ya había existido, al menos como germen.

Es mejor hablar claro en estos asuntos. El culto del peligro es un culto feudal. No se pueden trasladar los cánones del honor personal a las clases sociales. Es fácil que un individuo esconda dentro de su instinto de conservación su propia cobardía pero, en lo que se refiere a un movimiento revolucionario, su primera tarea consiste en sobrevivir.

Y eso ocurría porque el país era una terra incógnita. Es verdad que hay una tradición marxista en Bolivia pero también lo es que el marxismo apenas si comienza a utilizarse en el estudio de esta sociedad. Por eso, cualquiera de los tres núcleos estaba siempre ciego. Tenía móviles pero no certidumbres sobre la sociedad a la que quería conquistar. Tenían que librarse al azar de lo que espontáneamente hicieran aquellas masas que tanto habían hecho espontáneamente en el pasado. Ya se sabe: una cosa es que el barco rompa la tempestad y otra que la tempestad lo lleve en el buen camino.

Confiando en la buena suerte no se conquista el poder. En este sentido, lo mismo la guerrilla que la Asamblea sondearon a la oscuridad.

(Publicado en la revista Proceso, núm. 48, México, DF, 3 de octubre 1977, p. 45-46. También como “Lésperienza del fochismo. Per una teoria della rivoluzione latino-americana”, en Il Manifesto, Roma, 9 de octubre 1977, p. 13)