‘Polvo de estrellas’
Una pesadilla claustrofóbica en torno a la desesperación y la incapacidad neurótica de asumir el fracaso
La filmografía del canadiense David Cronenberg (Toronto, 1943) dista mucho de ser encasillable en los moldes y géneros tradicionales del cine comercial. De hecho, su carrera, de relativo éxito de público, ha sido a menudo objeto de vapuleos críticos por quienes opinan que se trata de un director cuya obsesión por retratar la fealdad —tanto física como relativa al comportamiento de los individuos— más que dar cuenta de una concepción de la condición humana y de los enigmas a los cuales sus personajes se enfrentan, vendría a ser una suerte de manipulación especulativa de la insana atracción voyeurística del espectador por la aberración y lo anormal.
Cuerpos en proceso de desintegración, cabezas que estallan, zombis dedicados a diseminar enfermedades venéreas en su entorno, armas contenidas en las vísceras de los personajes, seres mutilados y poseídos por un desenfreno erótico irrefrenable fueron algunos de los nutrientes iconográficos básicos de Cronenberg en los tramos iniciales de su carrera.
Estos elementos eran, a su vez, la manifestación visible de algunos filones temáticos transitados una y otra vez con fruición y a contraflecha del “se puede” o “se debe” de los códigos de la industria: el paso del tiempo y la progresiva ruina corporal, el peso de los instintos y de las pulsiones autodestructivas, el sexo en tanto vía de aproximación a los rincones más oscuros de la condición humana y a las enfermedades colectivas de sociedades en proceso de desmoronamiento.
Heredero en buena medida de la insubordinación estética del romanticismo —con no pocas influencias del expresionismo—, la deformidad física o moral no son un terreno vedado para Cronenberg. Por el contrario, son la circunscripción transitada una y mil veces por una obra que también recrea la ambigua fascinación, impregnada de terror, de los románticos por la ciencia, haciéndola extensiva, como no podía dejar de suceder en el presente, a la tecnología. Algo habrán tenido que ver en esa recurrencia los años de estudiante de Cronenberg en la facultad de Ciencias de la Universidad de Toronto antes de optar por el cine.
En cualquier caso, luego de una primera etapa marcada por los de-saforados experimentos expresivos —Rabia (1977), Videodrome (1983), La mosca (1986), Crash (1996)—, los tramos más recientes de la filmografía de Cronenberg escoran, sin perder filo ni causticidad, hacia los vericuetos psicológicos.
Polvo de estrellas pareciera señalar una nueva inflexión, algo así como un momento de síntesis entre las explosiones casi orgásmicas de lo bizarro y el viaje hacia los laberintos de la psiquis humana. Hollywood es el escenario elegido por Cronenberg para hundir su bisturí en este nuevo ensayo de disección de los comportamientos de gente no tan distinta a cualquiera. La “meca del cine” ha sido mirada siempre, oscilando entre la envidia y el asco, como el lugar donde se observan las manifestaciones más extremas de la bajeza revestidas del glamour y de los oropeles de las estrellas.
Agatha, otrora una notoriedad en ciernes, quedó varada en la amargura, rumiando su desilusión, luego de que acabó gravemente deformada a consecuencia de un incendio. Por su parte, Benjie —algo así como la premonición de Justin Bieber— es uno de esos niños “prodigio” catapultados a la fama por la maquinaria comercial y pronto triturados por un ambiente donde el exceso se halla al alcance de la mano y en el cual la soledad, las presiones y el desembarco forzado de la inocencia adolescente solo encuentran una válvula de escape en las drogas. El tercer vértice del triángulo es Havana Segrand, rehén del pánico al ver marchitar sus encantos que le franqueaban una celebridad, modesta por cierto, en la gran feria de las vanidades.
Segrand, desesperada por hacerse del papel protagónico en el remake de la película que en los 50 convirtió a su madre en la estrella del momento, no siente remordimiento alguno al ponerse a bailar de contento alrededor de la piscina de su mansión poco después de enterarse de que su competidora ha quedado fuera de juego debido a la muerte de su hijo ahogado en otra piscina. De la misma manera, Benjie no se hace problemas si se trata de ahorcar a un coetáneo que estorba su ascenso, mientras Agatha no duda en utilizar una estatuilla de los Golden Globe a manera de arma contundente para descargar su ira. Todos ellos enmascaran el pertinaz afán autodestructivo en sus detestables comportamientos procurando disimular inseguridades e incertidumbres sin respuesta.
Los tres forman parte, por añadidura, de un círculo vicioso asfixiante donde todos se conocen, comparten representante, trabajan para el mismo estudio, participan de las mismas fiestas, practican una hipocresía exultante y se atienden con el Dr. Weiss, mezcla de charlatán, quiropráctico psicoanalista, autor de muy vendidos manuales de autoayuda.
Justo ahora, cuando Hollywood se obstina en reflotar las películas de monstruos, género propicio como pocos para el despliegue de los efectos especiales de hechura cibernética, Cronenberg aprovecha para mofarse de tales manías, desnudando los rasgos de monstruosidad identificables en los cánones de supervivencia institucionalizadas por sociedades donde el éxito personal al costo que fuera representa la meta a conseguir y la codicia es el valor supremo.
El ímpetu destructivo del guión de Bruce Wagner proviene sin duda de su conocimiento personal del medio: fue hace algún tiempo chofer de limusinas en Beverly Hills.
Narrativa y formalmente, el director se desentiende de reglas y convenciones y opta por una estructura desconcertante a ratos, pero congruente con su buceo debajo de la superficie de las apariencias para ir al encuentro de la belleza escondida, sofocada, debajo de la piel y de las figuraciones de esos personajes, detestables a primera vista. Para el tratamiento icónico y sonoro, Cronenberg elige un tenebrismo enriquecido con la siempre notable fotografía de Peter Suschitzky, su colaborador habitual.
El final derrotista y desencantado es otra marca propia del estilo del director, reiterada en ésta que algunos consideran su película más oscura e inquietante. En definitiva, Cronenberg propone una comedia negrísima a propósito del espíritu de nuestro tiempo, simbolizado por todo lo que Hollywood representa, diseccionado con un sadismo que congela pronto la sonrisa, forzándonos a pensar de qué diablos nos reímos encarados a semejante pesadilla claustrofóbica en torno a la desesperación y a la incapacidad neurótica de asumir el fracaso.