Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 15:39 PM

Fragmentos de una cartografía íntima

El viernes 13 —de Carnaval— se inaugurará ‘El futuro ha comenzado’, una muestra de dibujos sobre papel de Juan Conitzer Bedregal (1949-2009)

/ 8 de febrero de 2015 / 04:00

Juan Conitzer creció en la casa que habían construido sus abuelos, Juan Francisco Bedregal y Carmen Iturri de Bedregal, en la famosa callecita Goitia Nº 17,  antes bellamente empedrada; la construyeron sobre un terreno en el cual, a las afueras de la ciudad de principios del siglo pasado, se levantaban las carpas de los circos y, cuando comenzó la construcción, el suelo estaba todavía lleno de aserrín. Algo de ese espíritu aventurero, lúdico y triste impregnó la casa. Es una construcción amarilla de varios pisos con balcones enrejados y patio trasero y con mil recovecos que eran la delicia de quienes pasamos nuestra infancia en ella. El hecho de que la casa acogiera a tantas generaciones y a un mil personajes de paso y permanentes, hacían de ella un lugar de tesoros escondidos. Creo que de ahí le vino a Juan el amor por las “cosas”, sumado a esa filosofía de sus padres, Gert Conitzer y Yolanda Bedregal de Conitzer, de respetar la utilidad de cada una de ellas. Así, Juan recogía del suelo, de la calle o de una cuneta, todo aquello que los demás habíamos desechado: una tuerca, un clip, un alfiler, un clavo, la tapa de un bolígrafo, y le otorgaba un nuevo sentido: cabeza, mano, o accesorio de una escultura. Rescataba los focos quemados para colorearlos y transformarlos en rostros, accesorios, adornos, salvándolos de la obsolescencia y dándoles la oportunidad de alumbrar el mundo transformados. (Su hijo Ariel seguiría sus pasos, creando lámparas con botellas, trozos de madera, clavos y potes de crema.)

Juan  le otorgaba a las cosas un renovado significado: era como si jugara con el sentido mismo del ciclo vital de los objetos, por ejemplo, un día recuperó empapelados antiguos de los baúles desgastados por la humedad y le dio una nueva cara al cuarto más olvidado de la casa. En el cajón solitario de un mueble oculto detrás de otros cachivaches halló utensilios de cocina de la mama Peta, la fiel empleada de generaciones pasadas y esas herramientas que habían facilitado las labores de la cocina eran ahora inútiles, herrumbrosas y motosas, con la madera quemada,  Juan las rescató todas y embelleció el techo de su taller colgándolas entre chanchitos de barro de Alasita y  lámparas quebradas. Incluso los retratos antiguos que nadie quería (de las tías menos agraciadas) hallaban también un lugar en su taller.

RETORNO. Después de muchos años de cercanía, de observar sus cuadros, esculturas y artefactos, de ver su taller, de leer sus relatos y de ver fotografías suyas, concluyo que en su obra artística y en su vida cotidiana está siempre presente el deseo de regresar a la casa antigua: en sus dibujos encontramos los vericuetos físicos de la casa, sus sótanos y sus detalles. En los textos, las palabras reconstruyen tiempos idos. El hogar de la infancia es el tibio útero protector y la vivienda representa en la psicología el propio ser. Juan tenía ese doble anhelo, el de regresar a la casa de su infancia con sus personajes y objetos y el de realizar ese viaje íntimo a sí mismo, a descubrirse para, una vez hallada la respuesta a sus inquisiciones, volver a repetir su búsqueda. Su obra entera es la ruta del viaje, la cartografía hacia un pasado físico y sensible y hacia su intimidad. Un viaje solitario y personal, de profunda honestidad consigo mismo.

Un último cuadro me viene a la mente: Juan, desdoblado una vez más. Ambas figuras horizontales, amigadas con la línea del cielo y del suelo. Abajo, está Juan girando las articulaciones, como en una danza, parece enterrado bajo la montaña y el río; y sin embargo está vivo, pleno de colores ocres, fundido con la tierra. Suspendido en el aire está nuevamente Juan, vestido de blanco, como el cielo, inerte, sin atisbo siquiera de movimiento, volando su propia muerte. ¿Quién vela a quién? ¿El vivo al muerto o al revés? Misterios del lienzo, de la vida, de las intuiciones.

“Cuando con el signo de la cruz se cerró la puerta de esta vida, se abrió la  otra, la definitiva, allí se puede escuchar algo de las charlas de los amigos, las discusiones de los sepultureros ansiosos, sones que agradaron y las pisadas de los hijos”, escribió en el cuento “Caricia del aire” de su último libro.  La muerte es el regreso a lo familiar, a la tan anhelada casona, a la callecita de los juegos, a las sobremesas en el comedor enorme, al jardín lleno de primos, a los ojos de sus padres.

Me contaron que el día de su entierro, luego de una muerte inesperada y prematura, cuando el ataúd bajaba a tierra para encontrarse con el de su madre, iba balanceándose, como si ella estuviera acunándolo en el sueño eterno que acababa de comenzar.

(Fragmento de una semblanza escrita por la sobrina del poeta y artista. El texto completo aparecerá en el volumen ‘Escritos completos’ de Juan Conitzer que será publicado por la editorial La Mariposa Mundial.)

Mar de pescadores

Cuando llueve, como hoy, se forman charcos, ahí la ciudad se refleja con contornos lobulados, partecita de una torre en un pocillo de agua un poco más allá; hay que armarlos, son pedazos de cielo, de ojo de ciudad de rompecabezas. Soy a veces el único espectador de tantas maravillas, a veces me acompaña un espectro, él nunca se reflejará, yo sí, mis cabellos desordenados como puntas de estrella con mis anteojos, detrás, mi tiempo como fondo gris. (Fragmento de Alba: mar de pescadores, poema de Juan Conitzer Bedregal).

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Fragmentos de una cartografía íntima

El viernes 13 —de Carnaval— se inaugurará ‘El futuro ha comenzado’, una muestra de dibujos sobre papel de Juan Conitzer Bedregal (1949-2009)

/ 8 de febrero de 2015 / 04:00

Juan Conitzer creció en la casa que habían construido sus abuelos, Juan Francisco Bedregal y Carmen Iturri de Bedregal, en la famosa callecita Goitia Nº 17,  antes bellamente empedrada; la construyeron sobre un terreno en el cual, a las afueras de la ciudad de principios del siglo pasado, se levantaban las carpas de los circos y, cuando comenzó la construcción, el suelo estaba todavía lleno de aserrín. Algo de ese espíritu aventurero, lúdico y triste impregnó la casa. Es una construcción amarilla de varios pisos con balcones enrejados y patio trasero y con mil recovecos que eran la delicia de quienes pasamos nuestra infancia en ella. El hecho de que la casa acogiera a tantas generaciones y a un mil personajes de paso y permanentes, hacían de ella un lugar de tesoros escondidos. Creo que de ahí le vino a Juan el amor por las “cosas”, sumado a esa filosofía de sus padres, Gert Conitzer y Yolanda Bedregal de Conitzer, de respetar la utilidad de cada una de ellas. Así, Juan recogía del suelo, de la calle o de una cuneta, todo aquello que los demás habíamos desechado: una tuerca, un clip, un alfiler, un clavo, la tapa de un bolígrafo, y le otorgaba un nuevo sentido: cabeza, mano, o accesorio de una escultura. Rescataba los focos quemados para colorearlos y transformarlos en rostros, accesorios, adornos, salvándolos de la obsolescencia y dándoles la oportunidad de alumbrar el mundo transformados. (Su hijo Ariel seguiría sus pasos, creando lámparas con botellas, trozos de madera, clavos y potes de crema.)

Juan  le otorgaba a las cosas un renovado significado: era como si jugara con el sentido mismo del ciclo vital de los objetos, por ejemplo, un día recuperó empapelados antiguos de los baúles desgastados por la humedad y le dio una nueva cara al cuarto más olvidado de la casa. En el cajón solitario de un mueble oculto detrás de otros cachivaches halló utensilios de cocina de la mama Peta, la fiel empleada de generaciones pasadas y esas herramientas que habían facilitado las labores de la cocina eran ahora inútiles, herrumbrosas y motosas, con la madera quemada,  Juan las rescató todas y embelleció el techo de su taller colgándolas entre chanchitos de barro de Alasita y  lámparas quebradas. Incluso los retratos antiguos que nadie quería (de las tías menos agraciadas) hallaban también un lugar en su taller.

RETORNO. Después de muchos años de cercanía, de observar sus cuadros, esculturas y artefactos, de ver su taller, de leer sus relatos y de ver fotografías suyas, concluyo que en su obra artística y en su vida cotidiana está siempre presente el deseo de regresar a la casa antigua: en sus dibujos encontramos los vericuetos físicos de la casa, sus sótanos y sus detalles. En los textos, las palabras reconstruyen tiempos idos. El hogar de la infancia es el tibio útero protector y la vivienda representa en la psicología el propio ser. Juan tenía ese doble anhelo, el de regresar a la casa de su infancia con sus personajes y objetos y el de realizar ese viaje íntimo a sí mismo, a descubrirse para, una vez hallada la respuesta a sus inquisiciones, volver a repetir su búsqueda. Su obra entera es la ruta del viaje, la cartografía hacia un pasado físico y sensible y hacia su intimidad. Un viaje solitario y personal, de profunda honestidad consigo mismo.

Un último cuadro me viene a la mente: Juan, desdoblado una vez más. Ambas figuras horizontales, amigadas con la línea del cielo y del suelo. Abajo, está Juan girando las articulaciones, como en una danza, parece enterrado bajo la montaña y el río; y sin embargo está vivo, pleno de colores ocres, fundido con la tierra. Suspendido en el aire está nuevamente Juan, vestido de blanco, como el cielo, inerte, sin atisbo siquiera de movimiento, volando su propia muerte. ¿Quién vela a quién? ¿El vivo al muerto o al revés? Misterios del lienzo, de la vida, de las intuiciones.

“Cuando con el signo de la cruz se cerró la puerta de esta vida, se abrió la  otra, la definitiva, allí se puede escuchar algo de las charlas de los amigos, las discusiones de los sepultureros ansiosos, sones que agradaron y las pisadas de los hijos”, escribió en el cuento “Caricia del aire” de su último libro.  La muerte es el regreso a lo familiar, a la tan anhelada casona, a la callecita de los juegos, a las sobremesas en el comedor enorme, al jardín lleno de primos, a los ojos de sus padres.

Me contaron que el día de su entierro, luego de una muerte inesperada y prematura, cuando el ataúd bajaba a tierra para encontrarse con el de su madre, iba balanceándose, como si ella estuviera acunándolo en el sueño eterno que acababa de comenzar.

(Fragmento de una semblanza escrita por la sobrina del poeta y artista. El texto completo aparecerá en el volumen ‘Escritos completos’ de Juan Conitzer que será publicado por la editorial La Mariposa Mundial.)

Mar de pescadores

Cuando llueve, como hoy, se forman charcos, ahí la ciudad se refleja con contornos lobulados, partecita de una torre en un pocillo de agua un poco más allá; hay que armarlos, son pedazos de cielo, de ojo de ciudad de rompecabezas. Soy a veces el único espectador de tantas maravillas, a veces me acompaña un espectro, él nunca se reflejará, yo sí, mis cabellos desordenados como puntas de estrella con mis anteojos, detrás, mi tiempo como fondo gris. (Fragmento de Alba: mar de pescadores, poema de Juan Conitzer Bedregal).

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