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Chema Madoz, la metáfora infinita

Es uno de los artistas españoles más singulares. Entramos en los dominios del creador de un universo onírico donde las imágenes se transforman en poemas visuales.

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Galapagar es una localidad de la sierra norte de Madrid que ha tenido entre otros vecinos ilustres al Nobel de Literatura Jacinto Benavente (1866-1954). En la actualidad, sus 30.000 habitantes conviven con uno de los creadores más singulares de nuestro tiempo. Se llama Chema Madoz, nació en Madrid hace 57 años y es uno de los fotógrafos españoles de mayor prestigio internacional.

Madoz siempre ha trabajado alrededor de su entorno más cercano. La proximidad física y emocional con lo retratado es clave en sus creaciones. Una parte importante de los objetos que acaban transformados en poemas visuales tras pasar por el tamiz de su cámara son enseres tan cotidianos como los que pueblan cualquier hogar. Un abrelatas o algo tan sencillo como un fósforo pueden mutar en pasaportes a la ensoñación tras pasar por las manos —y la mente— de Madoz. Hasta que ocupó su actual estudio hace unos años, siempre se había apañado en casa. Disparaba las fotografías en una habitación con una ventana que dejaba pasar la luz natural. Eran tiempos en los que no le daba por acumular los objetos. Cuando las piezas formaban parte de los útiles caseros de la familia, regresaban a su uso habitual una vez inmortalizadas. Hoy, el viejo granero donde trabaja se ha tornado en gigantesco cofre del tesoro del fotógrafo, una suerte de gran almacén de esculturas objetuales a través de las que es posible seguir el rastro de su trayectoria.

Repisas que albergan jaulas vacías, libros mutilados, réplicas de pistolas, bustos de sastre, piezas que se han convertido tras su manipulación en obras de arte por sí mismas… Cajones que esconden guijarros, boyas de pescar, anzuelos, perchas… “Trabajando con los objetos conocí el vértigo de no vislumbrar el fin. A estas alturas todavía sigo descubriendo cosas nuevas en ellos, no tengo la sensación de que se trate de algo que tengo controlado”.

— ¿Es usted un fetichista?

— No. Pero sí considero que desde la infancia estoy prendado por el aura de los objetos, por su capacidad de absorber el mundo de las emociones. En el día a día nos dejamos llevar por su uso cotidiano, dando la espalda a su lado poético, al que quizá yo presto atención.

— La paradoja es que con sus obras siempre juega al engaño.

— Sí, pero no ayudado por la óptica. Trato de acercarme lo más posible a la visión del ojo para subvertir la realidad dentro de su propio territorio. Y poner en evidencia de manera sencilla todo aquello que se mueve en el terreno de lo que consideramos realidad.

Todo arranca con los bocetos que guarda celosamente en sus cuadernos. La muleta vendada, el pasamanos de una escalera que es en realidad un bastón… Son dibujos sencillos, a tinta, emocionantes por la humildad de su ejecución. Antes de manchar el cuaderno, esas imágenes han arrebatado la mente del artista. Y el paso de la libreta al negativo de la cámara requiere encontrar lo que llama “una solución”: el elemento o los elementos que representarán la imagen soñada y que son en sí mismos obras de arte escultórico. Nunca ha querido exponerlas. Sí ha desnudado en alguna muestra una mínima parte de los modelos de sus fotografías. Su proceso creativo no es constante. En ocasiones busca una pieza que manifieste una idea. Otras veces es la propia imagen la que surge a partir de un objeto.

Es como colocar una obsesión en tu mente, ya sea un objeto o una idea. Pongo a funcionar mi subconsciente de manera que, aunque me dedique a otras actividades, esa obsesión da vueltas de manera constante. Y entonces la imagen nace en mi cabeza. A veces encontrar la solución a esa idea tarda días. Otras veces se resuelve muy rápido. Mi proceso es lento y a la vez continuo. No tengo un horario fijo, pero de alguna manera cada escena me ronda todo el tiempo mientras atiendo a otras cosas. Alguna noche me he despertado soñando con alguna de estas imágenes. En muchas ocasiones, cuando termino una fotografía me viene una especie de vacío. Entonces no sé si conseguiré hacer otra. O si la que hago resultará repetitiva. Me muevo siempre en el terreno de la incertidumbre. Siempre en soledad.

Antes de cumplir con el entonces servicio militar obligatorio compró su primera cámara: una Olympus OM-2 que vendió años más tarde para comprar la Hasselblad con la que sigue conviviendo. En Madrid se matriculó en Historia en la Complutense y empezó a acudir a un curso de fotografía por las tardes. Descubrir a André Kertész y la potencia de su mirada le hicieron tomar conciencia de las posibilidades del medio. Entre sus primeros disparos, recuerda como obra determinante del camino que emprendería hasta hoy aquella en la que aparece una mano que descubre una cortina tras la cual se abre una senda campestre.

Su trabajo motivó al Centro de Arte Reina Sofía a dedicar por primera vez en su historia a un fotógrafo español vivo una muestra retrospectiva, que llevó por todo título Objetos 1990-1999. Muchos otros grandes museos, como el Pompidou parisiense, han acogido exposiciones suyas. Pero quizá el momento más emotivo llegó con el Premio Nacional de Fotografía en 2000. A su padre le quedaba entonces poco de vida. “Al enterarse de que su hijo recibía este galardón pudo ver que todo esto tenía algo de sentido. Siempre he sido muy consciente de dónde vengo y de dónde he salido”.

— ¿Por qué sigue haciendo fotos?

— No entiendo mi vida sin eso. Me sirve para poner en orden mi relación con el mundo.

— ¿Pero es usted realmente un fotógrafo?

— Yo tiro por la calle de en medio. Sigo utilizando una cámara para transmitir esas imágenes. Y me parece que la etiqueta define mi actividad sin ningún tipo de pretensión. Tuve desde pequeño cierta afinidad hacia los artistas y los poetas, aunque no me veía en su papel ni pensaba tener sus cualidades.
Podría pensarse que mientras existan objetos, Madoz seguirá encadenando su metáfora infinita. “Ellos son el eje sobre el que se sustentan mis imágenes. Es todo tan elemental que lo hace muy reconocible. Ese intento de jugar con los mínimos quizá ha conseguido que mi trabajo se pueda identificar de una forma tan simple, tan sencilla. Enfrentarte a un compás o a un huevo te lleva a buscar la rotundidad que tienen por sí mismos. ¡Es que un huevo es bello, joder! Si le da la luz adecuada, caes en la cuenta de que se trata de una forma perfecta”.

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Maluma: ‘Pido perdón a quien haya podido ofender, pero seguiré cantando mis canciones’

Sus letras han desatado la ira de miles de mujeres que se sienten insultadas por sus himnos más escuchados. Tras su paso por España con la gira de su nuevo disco, en esta conversación planta cara a quienes le acusan de machista, cuenta cómo se convirtió en la salvación de su familia en Colombia y confiesa por qué no quiere vivir mucho.

/ 17 de octubre de 2018 / 04:02

Juan Luis Londoño, alias Maluma, colombiano nacido en Medellín hace 24 años, es el paradigma global de macho alfa contemporáneo cuando representar tal cosa está peor visto que nunca antes en la historia de Occidente. También es el ídolo de masas de la música latina. El líder indiscutible en todas las listas del negocio. El cantante con más visitas del mundo en Instagram Stories, que acumula más de 35 millones de seguidores en esa misma red social, más de 23 millones en Facebook, 5,6 millones en Twitter y 17,5 millones de suscriptores a su canal de YouTube. Un éxito comercialmente arrollador de esencia latina, mezclada con reguetón y trap. Su música despierta pasiones encontradas desde que el tema Cuatro babys, donde entona un polémico estribillo junto a otros tres cantantes, le convirtió en enemigo público de la causa feminista.

En una pequeña sala forrada con paredes de ladrillo visto contigua a su camerino, donde su madre se arremolina junto a otros miembros de la familia y su novia —Natalia Barulich, telonera como DJ durante la gira—, el cantante de cabeza menuda y rasgos afilados, con barba cuidada y pelazo moreno mojado y recogido con coleta al estilo mohicano, toma asiento en un pequeño sillón negro de piel. Viste sudadera rosa y zapatillas de Adidas, vaqueros de Dolce & Gabbana y una camiseta interior que no tapa sus brazos esculpidos en el gimnasio y rebosantes de tatuajes. “Perdí la cuenta de cuántos tengo”. El más visible, una corona en el cuello, bajo la oreja izquierda. También lleva pendientes de oro y cadena a juego que sostiene una joya en forma de ojo. En la muñeca izquierda, un Rolex Yacht-­Master con piedras preciosas incrustadas. “Es el mismo modelo que me robaron hace poco en un hotel de Moscú. Me lo volví a comprar, pero desde aquello solo viajo con las joyas que llevo puestas”, dice.

En una esquina de la sala, Miguel Lua, su mánager. Un tipo corpulento y de aspecto desafiante que gruñirá en varios momentos de la conversación.

Cuando termine la entrevista, volverá al camerino. Allí se preparará para interpretar algunos de sus himnos, como el polémico Cuatro babys: “Estoy enamorado de cuatro babys / Siempre me dan lo que quiero / Chingan cuando yo les digo / Ninguna me pone pero”; Vitamina: “Me dijeron que eres posesiva / Y que te tragas la vitamina”; GPS: “Seis de la mañana, sé que tienes ganas / Pero me lo mama / Me lo mantiene contento / En su mente siempre hay malos pensamientos…”. Religioso y lleno de contradicciones, asegura estar bendecido por Dios.

— ¿Es usted el rey de la música latina?

— No. Ni quisiera serlo. Trabajo en coherencia con el amor que tengo al arte. Pensar así me ha llevado a tener seguidores y a que mi música sea exitosa.

¿Qué cadáveres dejó para conseguirlo?

— Hay muchas personas que se han ido de mi vida. Una carrera como ésta te obliga a hacer sacrificios. He dejado atrás a personas de mi familia. El de hoy es el primero de mis conciertos, después de tres años, que mi tío ha venido a ver. Él fue mi primer mánager. Y esa es una relación que quiero salvar.

¿Habría cosechado el mismo éxito si no hubiera elegido cantar letras que hieren la sensibilidad de tantas mujeres?

— Eso no lo sabe nadie. La música que hago, de una u otra forma, gusta. Pero no sé si todo hubiera sido distinto haciendo otro tipo de canciones.

— ¿Le ha sorprendido durante estos días en España la reacción de muchas personas que se muestran en contra de su música y de lo que usted representa?

— Claro que me sorprende. No soy así. Es como acusar a alguien de asesinato cuando no ha asesinado a nadie. Que me digan que soy machista cuando soy un joven que ha sido criado por mujeres… Cuando mis padres se separaron, mi mamá y mi hermana me criaron y lo primero que me enseñaron fue el valor del respeto a la mujer. Me sorprenden los comentarios negativos en este sentido, pero es parte del trabajo. Es parte de la historia.

Dice que no es machista. ¿Puede que lo sea sin saberlo?

— Mire: la verdad, no. Yo estoy montado en un papel, que podría ser llamado latin lover. Pero tras las bambalinas soy lo contrario. Tengo una relación sentimental que dura más de un año. Y las canciones por las que me han titulado de cierta forma han venido cuando he estado con mi novia.

Por mucho que quiera representar a dos personajes, es la misma persona quien canta esas letras. Son suyas. Y las defiende.

— Ojo, yo hago la música que me gusta.

— ¿Se arrepiente de su papel en el tema Cuatro babys?

— No. Jamás. ¿Cómo me voy a arrepentir? Durante un concierto en Puerto Rico, ese fue el más exitoso. Allí me di cuenta de que la canción no solo había crecido muchísimo en mi país, sino a nivel internacional. No me arrepiento para nada.

— ¿Pero es consciente de la náusea que esa letra provoca en muchas mujeres?

— Claro. Está bien. Pero ya he dicho que las peores partes de la canción no las canto yo. Y creo que se trata de un pensamiento que todavía no se ha desarrollado tanto en Latinoamérica. Si se escuchan con atención la mayor parte de las canciones de trap y rap americano… El último tema que Kanye West canta con Lil Pump, en el que dice “You’re such a fuckin’ ho, I love it” [eres tan jodidamente puta, me encanta]… Eso es más fuerte todavía. Y son artistas que se presentan a los Premios Grammy anglosajones.

¿Cree que el debate sobre este tipo de letras ha llegado tarde a España cuando el rap, el reguetón, el dancehall y el trap llevan llamando “putas” y “zorras” a las mujeres desde hace décadas?

— No quiero hacerme la víctima, pero me he sentido señalado, cuando esto es algo que viene pasando durante muchos años.

— ¿Cómo era la casa de sus padres, Luis y Marlli, donde se crió?

— No había muchos lujos, pero tampoco pobreza. Siempre viví en un estrato social de comodidades. Cuando tenía 13 años, la compañía de la que mi papá era presidente quebró. Y empezamos de cero. Dejé el fútbol a un lado para meterme en la música como una salida para mi familia. Cuando pasó aquello, no pudimos pagar el colegio donde yo iba y mi padre se puso a colaborar con la escuela para financiar a cambio mis estudios hasta que acabé bachillerato.

¿Su salto a la música fue un pacto familiar?

— Sí. Cuando tenía 16 años, también veía el fútbol como una salvación. Pero encontré más puertas abiertas en la música. Empecé y a los tres meses me pagaban 100 o 200 dólares por un concierto.

— ¿Se arrepiente de no haber ido a la universidad?

— No. La calle me ha enseñado mucho.

— “Soy un delincuente / Que me traigan dos botellas y un par de mujeres bellas”. ¿Es un gánster de verdad?

— No. Por fumar puros y cantar eso no tengo por qué serlo.

— Entonces, ¿por qué canta cosas de gánsteres y mantiene esa pose?

— La cultura urbana, el campo en el que me muevo, ha convivido con eso desde hace muchos años. Es algo que también se hereda como género musical.

— Muchos de los grandes del rap, el trap, el reguetón y el dancehall llegaron y siguen llegando al éxito musical tras practicar ostentosamente el uso y el tráfico de drogas.   ¿Es su caso?

— No. Al revés. Mi aporte mayor en la música hoy es mostrar el nuevo Medellín, la nueva Colombia. Es algo que también promuevo con mi fundación, El Arte de los Sueños. Todavía en cualquier parte del mundo se relaciona a Medellín directamente con Pablo Escobar.

— ¿Qué representa para usted la figura de Pablo Escobar?

— Una persona que casi acabó con el país. Un delincuente.

— Quitar su rostro de Medellín parece todavía difícil, a pesar de los grandes cambios que esa ciudad ha experimentado en los últimos años. Una transformación que lideró Sergio Fajardo durante sus años de alcalde y posteriormente como gobernador de Antioquia. ¿Le ha conocido?

— Sí. Y me encanta. Le tengo mucho cariño.

 Con el nuevo presidente de Colombia, Iván Duque, parece que se complica el avance en las negociaciones para la paz. ¿Está a favor o en contra de ese proceso? 

— No estoy en contra ni a favor de nada. No es mi trabajo hablar de política. Me dedico a hacer música.

— ¿Y qué es lo que más le preocupa de su país?

— Ha costado botar las esquirlas de lo que dejó Pablo Escobar en su época. Todavía hay gente que lo llama héroe. Eso es difícil de entender. Y a todo el mundo le encanta ver Narcos en Netflix y los documentales de Pablo Escobar, y hablar de todo eso.
— ¿Ha visto Narcos?

— No.

— ¿No le interesa?

— Lo que pasa es que tengo familiares y otras personas que vivieron aquellos años de violencia en Colombia. No tengo un reality más real que el de muchas personas que estaban a mi alrededor.

— ¿Vivió de cerca aquellos años de plomo?

— Mis padres. Mucho. Cuando pasó lo de la bomba del centro comercial El Tesoro, ellos vivían muy cerca. En otra bomba que explotó en el parque Lleras pudieron morir personas muy allegadas. Pablo Escobar mandó matar a los abuelos de una persona que trabajaba conmigo. De manera indirecta, he estado conectado con esa violencia.

— ¿Ha llegado a olvidar ese miedo?

— Todavía hay esquirlas. Cuando se sale a la calle hay un poco de miedo. No porque te vayan a matar, pero todavía existen ladrones.

—  ¿Puede ir por la calle sin escolta?

— Me gusta, pero no me dejan. A veces me escapo, salgo a trotar hasta que me encuentran. Por lo menos disfruto un poquito. Me gusta vivir como un joven corriente en Medellín. Soy hijo de Antioquia y me lo tengo que disfrutar como tal.

—  ¿Allí está su casa?

— Sí. Ha sido difícil para mí construir la casa de mis sueños y no vivirla. Es para lo que he trabajado todos los días. Pero hasta dentro de unos meses voy a seguir de gira. Vivo solo. Con muchos animales. Tengo perros y caballos. Son mis consentidos. Soy cien por cien animalista.

— También dice que le gusta cantar cosas que les pasan a los jóvenes de hoy. Y asegura que es común que un hombre vaya hoy a una discoteca, le rodeen 10 mujeres y se vayan todos juntos a hacer el amor. Suponiendo que eso sea cierto…

— A ver, normal no es. Pero sucede.

— Pero a los jóvenes también les pasan otras cosas. ¿No le interesa cantar sobre los problemas sociales que afrontan?

— En el plano musical, ahora mismo no trato temas sociales. Para eso tengo mi fundación. Allí trabajamos con niños que están en situaciones muy complicadas en ciertas comunas de Medellín.

— ¿Usted cree que es un buen ejemplo para los niños, a pesar de todas las críticas que recibe?

— Sí. Los sueños se hacen realidad. Es un mensaje que yo puedo mostrar.

¿Le gustaría también pedir perdón a las mujeres que se sienten insultadas por su música?

— Sí. Pido perdón a las personas que se hayan podido sentir influenciadas negativamente por el contenido de algunas de mis canciones. Pero no era mi intención ofender. Mi única intención es ir a la discoteca a bailar, que la vida es una sola y también hay que disfrutarla.

¿Seguirá cantando esas canciones?

— Sí, claro. Siempre y cuando la gente quiera escuchar ese tipo de música, lo voy a seguir haciendo.

“Mami, me encanta tu cuerpo / Porque me seduces y ha pasado tanto tiempo”. ¿No será que usted lo que de verdad quería es ser Luis Miguel? ¿O Julio Iglesias?

—¡No, no, no, no! Para nada. Aunque los admiro mucho. Saco cosas positivas y trato de aprender de todos los artistas.

— ¿Con quién le gustaría hacer un dueto y no lo ha conseguido?

— Madonna. Justin Timberlake, del que soy fanático desde siempre. En la música latina he conseguido grabar con Shakira, Marc Anthony, Ricky Martin… Juanes, que también es un ídolo de mi patria, es otro artista con el que me encantaría sentarme.

— En una foto de su cuenta de Instagram salió leyendo La gente feliz es más exitosa. ¿El último libro que ha leído también es de autoayuda?

— Ese ha sido el último. Y es el libro que más me ha marcado. Ahí se dice que uno debe hacer lo que uno ama, y es lo que he venido haciendo durante toda mi carrera. Soy un afortunado. Un bendecido. Muy agradecido con Dios.

¿Es religioso?

— Soy católico. También leo sobre budismo. Y practico meditación y yoga. Me ayuda a sobrellevar la presión. He pasado demasiado tiempo pensando “24/7 y 365” en llevar mi carrera a otro nivel, cuál va a ser mi próxima canción, qué productor voy a contratar…

— ¿Está cansado de todo eso?

— Hay días que me levanto y quiero mandar a todo el mundo pal carajo. Cuando me sucede, lo hago. Es como una bomba.

— ¿Cuánta gente vive de usted?

— No sé exactamente. Pero en un solo concierto hay hasta 50 o 60 personas que van conmigo siempre, acompañándome durante todo el tiempo, más las familias que están relacionadas. Debe de haber miles de personas que se alimentan de mi música.

— ¿Sabe cuánto dinero tiene?

— Sí.

— ¿Y se puede saber?

— No, porque me mata mi papá.

— ¿Usted es rico o superrico?

— Soy rico. Conozco a personas billonarias. A esos niveles no llego. Vivo muy tranquilo con lo que tengo. Hay ambiciones que uno quiere seguir teniendo. Pero también quiero bajar un poquito la presión que tengo a nivel artístico para invertir un poco más en mi parte personal.

— Tupac Shakur, uno de los más grandes raperos de todos los tiempos, decía que los buenos mueren pronto…

— No me diga eso, que me está echando la sal.

—¿Cuánto tiempo quiere vivir?

— No mucho. Lo suficiente para hacer realidad todos mis sueños. En el momento en que comience a estar enfermo y me tenga que cohibir de muchas situaciones es cuando quiero decir: “¿Sabes qué? Hasta aquí llegué”.

¿Ha pensado cómo quiere elegir ese momento?

— Sí. En una isla, soy una persona de trópico… Viendo el océano, rodeado de todos mis animales y de mi familia… Y ver el final. Elegido por mí. Y si no es elegido por mí, Dios sabe cómo hará esas cosas.

— ¿Cuánto miedo le dan la vejez y la decadencia?

— La soledad me da más miedo que la vejez. Muchas veces me siento solo aunque hable con muchas personas que están alrededor. Por eso cultivo mi espiritualidad. De la misma forma que voy al gimnasio todos los días, trabajo para tener una paz mental.

¿Hasta cuándo cree que va a durar su éxito?

— Hasta cuando yo quiera.

— ¿No dependerá del público?

— Dependerá del público siempre y cuando yo quiera hacer buena música. Si hago música que a la gente no le gusta, se acabará mi carrera.

— ¿Cree que la ira que se ha levantado contra sus canciones habría sido muy distinta hace 5 o 10 años?

— No. El caso es que yo he escuchado temas de salsa, de ­bachata o merengue que dicen lo mismo que las mías, lo que pasa es que no se hablaba de manera explícita y pocas personas entendían lo que esas letras ­querían decir.

— ¿En Latinoamérica ha sentido el mismo rechazo que en España?

— Se vive, pero no mucho. Depende de las zonas. Hay una diferencia cultural.

— Si mañana se acabara todo esto que le rodea, ¿qué haría?

— Me iría a Tailandia. Meditaría mucho. Cuidaría de mi templo, de mi cuerpo. Trabajaría en lo que fuera, llegado el caso. Pero lo dejaría todo para volverme una persona muy espiritual.

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Chema Madoz, la metáfora infinita

Es uno de los artistas españoles más singulares. Entramos en los dominios del creador de un universo onírico donde las imágenes se transforman en poemas visuales.

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Galapagar es una localidad de la sierra norte de Madrid que ha tenido entre otros vecinos ilustres al Nobel de Literatura Jacinto Benavente (1866-1954). En la actualidad, sus 30.000 habitantes conviven con uno de los creadores más singulares de nuestro tiempo. Se llama Chema Madoz, nació en Madrid hace 57 años y es uno de los fotógrafos españoles de mayor prestigio internacional.

Madoz siempre ha trabajado alrededor de su entorno más cercano. La proximidad física y emocional con lo retratado es clave en sus creaciones. Una parte importante de los objetos que acaban transformados en poemas visuales tras pasar por el tamiz de su cámara son enseres tan cotidianos como los que pueblan cualquier hogar. Un abrelatas o algo tan sencillo como un fósforo pueden mutar en pasaportes a la ensoñación tras pasar por las manos —y la mente— de Madoz. Hasta que ocupó su actual estudio hace unos años, siempre se había apañado en casa. Disparaba las fotografías en una habitación con una ventana que dejaba pasar la luz natural. Eran tiempos en los que no le daba por acumular los objetos. Cuando las piezas formaban parte de los útiles caseros de la familia, regresaban a su uso habitual una vez inmortalizadas. Hoy, el viejo granero donde trabaja se ha tornado en gigantesco cofre del tesoro del fotógrafo, una suerte de gran almacén de esculturas objetuales a través de las que es posible seguir el rastro de su trayectoria.

Repisas que albergan jaulas vacías, libros mutilados, réplicas de pistolas, bustos de sastre, piezas que se han convertido tras su manipulación en obras de arte por sí mismas… Cajones que esconden guijarros, boyas de pescar, anzuelos, perchas… “Trabajando con los objetos conocí el vértigo de no vislumbrar el fin. A estas alturas todavía sigo descubriendo cosas nuevas en ellos, no tengo la sensación de que se trate de algo que tengo controlado”.

— ¿Es usted un fetichista?

— No. Pero sí considero que desde la infancia estoy prendado por el aura de los objetos, por su capacidad de absorber el mundo de las emociones. En el día a día nos dejamos llevar por su uso cotidiano, dando la espalda a su lado poético, al que quizá yo presto atención.

— La paradoja es que con sus obras siempre juega al engaño.

— Sí, pero no ayudado por la óptica. Trato de acercarme lo más posible a la visión del ojo para subvertir la realidad dentro de su propio territorio. Y poner en evidencia de manera sencilla todo aquello que se mueve en el terreno de lo que consideramos realidad.

Todo arranca con los bocetos que guarda celosamente en sus cuadernos. La muleta vendada, el pasamanos de una escalera que es en realidad un bastón… Son dibujos sencillos, a tinta, emocionantes por la humildad de su ejecución. Antes de manchar el cuaderno, esas imágenes han arrebatado la mente del artista. Y el paso de la libreta al negativo de la cámara requiere encontrar lo que llama “una solución”: el elemento o los elementos que representarán la imagen soñada y que son en sí mismos obras de arte escultórico. Nunca ha querido exponerlas. Sí ha desnudado en alguna muestra una mínima parte de los modelos de sus fotografías. Su proceso creativo no es constante. En ocasiones busca una pieza que manifieste una idea. Otras veces es la propia imagen la que surge a partir de un objeto.

Es como colocar una obsesión en tu mente, ya sea un objeto o una idea. Pongo a funcionar mi subconsciente de manera que, aunque me dedique a otras actividades, esa obsesión da vueltas de manera constante. Y entonces la imagen nace en mi cabeza. A veces encontrar la solución a esa idea tarda días. Otras veces se resuelve muy rápido. Mi proceso es lento y a la vez continuo. No tengo un horario fijo, pero de alguna manera cada escena me ronda todo el tiempo mientras atiendo a otras cosas. Alguna noche me he despertado soñando con alguna de estas imágenes. En muchas ocasiones, cuando termino una fotografía me viene una especie de vacío. Entonces no sé si conseguiré hacer otra. O si la que hago resultará repetitiva. Me muevo siempre en el terreno de la incertidumbre. Siempre en soledad.

Antes de cumplir con el entonces servicio militar obligatorio compró su primera cámara: una Olympus OM-2 que vendió años más tarde para comprar la Hasselblad con la que sigue conviviendo. En Madrid se matriculó en Historia en la Complutense y empezó a acudir a un curso de fotografía por las tardes. Descubrir a André Kertész y la potencia de su mirada le hicieron tomar conciencia de las posibilidades del medio. Entre sus primeros disparos, recuerda como obra determinante del camino que emprendería hasta hoy aquella en la que aparece una mano que descubre una cortina tras la cual se abre una senda campestre.

Su trabajo motivó al Centro de Arte Reina Sofía a dedicar por primera vez en su historia a un fotógrafo español vivo una muestra retrospectiva, que llevó por todo título Objetos 1990-1999. Muchos otros grandes museos, como el Pompidou parisiense, han acogido exposiciones suyas. Pero quizá el momento más emotivo llegó con el Premio Nacional de Fotografía en 2000. A su padre le quedaba entonces poco de vida. “Al enterarse de que su hijo recibía este galardón pudo ver que todo esto tenía algo de sentido. Siempre he sido muy consciente de dónde vengo y de dónde he salido”.

— ¿Por qué sigue haciendo fotos?

— No entiendo mi vida sin eso. Me sirve para poner en orden mi relación con el mundo.

— ¿Pero es usted realmente un fotógrafo?

— Yo tiro por la calle de en medio. Sigo utilizando una cámara para transmitir esas imágenes. Y me parece que la etiqueta define mi actividad sin ningún tipo de pretensión. Tuve desde pequeño cierta afinidad hacia los artistas y los poetas, aunque no me veía en su papel ni pensaba tener sus cualidades.
Podría pensarse que mientras existan objetos, Madoz seguirá encadenando su metáfora infinita. “Ellos son el eje sobre el que se sustentan mis imágenes. Es todo tan elemental que lo hace muy reconocible. Ese intento de jugar con los mínimos quizá ha conseguido que mi trabajo se pueda identificar de una forma tan simple, tan sencilla. Enfrentarte a un compás o a un huevo te lleva a buscar la rotundidad que tienen por sí mismos. ¡Es que un huevo es bello, joder! Si le da la luz adecuada, caes en la cuenta de que se trata de una forma perfecta”.

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La eterna melodía de Jamaica

El país de Bob Marley, entre sus atractivos naturales, tiene un imán para los músicos.

/ 15 de febrero de 2015 / 04:00

Apuesto y elegante, vestido con pantalones negros, una casaca roja y mocasines a juego, la guitarra colgándole del hombro, Albert Minott es el Compay Segundo de Jamaica. Vive en una humilde casita baja rodeada de caminos de tierra y palmeras a las afueras de Port Antonio, donde nació hace 76 años.

Esta pequeña localidad al noreste de la isla bañada por el mar Caribe fue también morada en los años 40 y 50 del siglo pasado para estrellas de Hollywood como Errol Flynn, quien, según la misma leyenda que Marilyn Monroe contó a Truman Capote, amenizaba sus fiestas tocando el piano con su afamado miembro. El señor Minott llegó a actuar en alguna de las memorables veladas jamaicanas de Errol Flynn con su grupo, The Jolly Boys, una de las pocas bandas que aún interpretan música mento, género que constituye la más pura raíz de donde después nacerían aquí el rocksteady, el ska y el reggae. Albert Minott y sus Jolly Boys son hoy lo más parecido a una suerte de Buena Vista Social Club a la jamaicana. Como también ocurrió con los integrantes del cubano Social Club de Buena Vista, al señor Minott la fama internacional le ha llegado en la vejez. “Jamás pensé que conocería China, que viajaría a Australia o visitaría Reino Unido, España… Hoy me siento como un chico de 20 años”, dice su voz áspera como una lija.

La misma con la que se lanza a entonar a media tarde, acompañado de su guitarra acústica bajo la sombra de un recio árbol junto a la marina de Port Antonio, la canción que obró el milagro de rescatarlo del olvido. El declive de la oferta hotelera local en los 70 dio paso al relevo de otros puntos clave del turismo jamaicano con la construcción de resorts en Ocho Ríos y Negril, al oeste de la isla, relegando a The Jolly Boys al circuito de bodas, bautizos y comuniones. Pero en 2008 una serie de afortunadas coincidencias que contaron con la mediación de Patrice Wymore, la viuda de Errol Flynn, que ha seguido viviendo en Port Antonio hasta su reciente muerte, llevaron al señor Minott a interpretar los sencillos y tiernos compases de la balada Evening Dress ante Jon Baker, productor y propietario de los vecinos estudios GeeJam, donde han grabado mitos de nuestro tiempo como la difunta Amy Winehouse. Tras quedar maravillado con el swing del entonces desdentado señor Minott, Baker le pidió que reuniera a los Jolly Boys y que regresaran otro día a su estudio para versionar al son de maracas, guitarras y banjo grandes éxitos como el Rehab de Amy Winehouse. Y así nació el disco Great Expectation, que ha llevado en los últimos años a estos veteranos caballeros a conocer mundo en el otoño de sus vidas y a experimentar un sorprendente interés por el género que interpretan desde hace más de 60 años. “El mento es el alma de la música jamaicana”, proclama Albert Minott. “Hasta Bob Marley y Peter Tosh vienen de lo que nosotros tocamos. Todo lo que ellos inventaron después con el reggae bebe de nuestras fuentes”.

El éxito planetario de los Jolly Boys es tan solo otra muestra de que la música sigue siendo, junto con el turismo, la comercialización de azúcar y bauxita y la creación de atletas de alta velocidad, uno de los principales motores de esta isla que alberga cerca de tres millones de habitantes, de los que un 80% son negros y mulatos. Antaño zona de paso de corsarios y bucaneros, vecina de Cuba, República Dominicana y Haití, Jamaica perteneció a España —Colón llegó aquí en 1494 tras visitar Cuba y La Española— hasta que en 1655 pasó a manos inglesas, cuyo reino la convirtió en colonia con capital en Spanish Town hasta 1872, cuando Kingston tomó el relevo al sur del país. Desde la independencia proclamada el 6 de agosto de 1962, forma parte de la Commonwealth británica con su reina Isabel II como jefa de Estado. Y su capital, Kingston, conserva intactas las huellas por las que se hizo mundialmente famosa en el siglo pasado. Todavía ignorada por muchos de los visitantes que corren hacia la exuberante franja costera del norte, Kingston sigue ejerciendo de irresistible imán musical. Cuesta encontrar por sus calles a alguien que no se dedique directamente al negocio de elaborar melodías o que no tenga un pariente cercano que sea productor, deejay o cantante. Por solo mencionar algunos centros de peregrinación, compiten como reclamo turístico con la Devon House o las Blue Mountains, donde se cultiva el cotizado café del mismo nombre, el Studio One —donde han grabado muchos de los mejores artistas que ha dado la isla— y la casa de Bob Marley en la exclusiva Hope Road, hoy convertida en museo, así como algunas callejuelas del gueto de Trench Town donde se fraguó el mítico cantante de reggae cuyo legado sigue generando desde la tumba, según Forbes, 15 millones de euros anuales. Pero el latido sonoro de Kingston se resiste a vivir exclusivamente de su pasado. La música mueve las luces y sombras de su millón de habitantes por cada uno de sus barrios, desde las mansiones colgadas de las montañas circundantes donde habitan potentados como el atleta Usain Bolt hasta los rincones menos recomendables del Downtown.

Una noche de miércoles, como viene ocurriendo desde hace más de 40 años, la tropa del emblemático Stone Love Movement ofrece una de sus sonadas fiestas en su cuartel general de la muy oscura avenida Burlington. Los miembros del Stone Love Movement componen uno de los más veteranos y aclamados sound system (literalmente, discoteca móvil) de Jamaica. Presenciar una de sus sesiones de deejay en vivo permite hacerse una idea del espíritu de aquellos descomunales equipos móviles de sonido que hace medio siglo recorrían los barrios de Kingston liderados por un pinchadiscos que cuando agarraba el micrófono convertía la escena, como escribió Lloyd Bradley en Bass Culture. La historia del reggae (Acuarela y A. Machado), “en el periódico del gueto”.

En el enorme patio del cuartel general del Stone Love Movement, el ambiente comienza a caldearse pasada la suave medianoche. Una neblina de marihuana sobrevuela las cabezas de los hombres y mujeres, de diversos tramos de edad, que mueven sensualmente las caderas alrededor de la cabina del pinchadiscos. Entre la concurrencia, como meros oyentes disfrutando del show, hay también artistas consagrados como el insigne Jimmy Riley, padre de Tarrus Riley, uno de los más talentosos artistas actuales de reggae. Junto a otro corrillo, tocado con gorra de los New York Yankees, el legendario Burro Banton lía un canuto de grandes dimensiones sin dejar de bailotear con algunas gruppies. En la cabina, los miembros del Stone Love Movement se van turnando al frente de los platos a medida que pasan las horas, escupiendo consignas por el micrófono entre canción y canción que levantan los ánimos de la concurrencia.

El líder del clan, Winston Powell, más conocido como Wee Pow, un expolicía grandullón vestido con bermudas y camisa blanca, agita su vaso a rebosar de ron jamaicano con hielo y se presenta con un fortísimo apretón de manos: “Soy el CEO, el jefazo de todo esto”. Como tal, va dando órdenes a todo el que se cruza en su camino mientras atraviesa el enorme patio del chalé que acoge el fiestón de esta noche. “Aquí no suele entrar nunca nadie que no pertenezca a la tropa”, advierte Wee Pow mientras abre uno tras otro los candados de las puertas de seguridad de la vivienda central que dan acceso a un gran almacén de descomunales columnas hi-fi, que emplean cuando actúan fuera de este recinto, y el estudio de grabación.

“La Policía es muy aficionada a venir a pararnos la fiesta. Pero más de 40 años después, seguimos en pie. Cada miércoles y cada sábado. Te aseguro que vamos a mantener el espíritu del sound system hasta el último aliento”. La utilización de la música como contrapunto al poder establecido sigue formando parte de la identidad jamaicana. La cara más amable de la isla, encarnada por su primera ministra, Portia Simpson-Miller, que lidera una pequeña nación donde la esperanza de vida supera los 70 años, el promedio de hijos por mujer es de 2,36 y más de un 80% de la población está alfabetizada, convive con un índice de pobreza que afecta al 17% de la población entre altos índices de criminalidad (1.087 asesinatos en 2012; el mejor dato en el último decenio).

Las guerras urbanas de Kingston que arrancaron en los 90 con el auge del tráfico de cocaína tuvieron su más reciente apogeo durante la persecución en 2010 del narco Christopher Dudus Coke, líder de la Shower Posse (banda de la ducha, apodo que hacía dudoso honor a la costumbre de regar a balazos a sus adversarios) reclamado por la justicia estadounidense. Desde el punto de vista musical, la estrella del género dancehall Vybz Kartel ha sido uno de los exponentes de la violencia más sórdida hasta su encarcelamiento este año, condenado por asesinato. En la otra cara de la moneda, reclamando un activismo sofisticado, afloran artistas como Chronixx que pertenecen a la joven estirpe de talentosos creadores encuadrados en el movimiento de reggae revival que reclaman una vuelta a las esencias del género desde el pacifismo de las letras y los sonidos más clásicos.

Una vuelta a las raíces que coincide con la apuesta de algunos jóvenes que, tras probar suerte en la capital, han regresado a sus remotos lugares de origen para montar negocios de hostelería ligados a la despampanante naturaleza. Es el caso de Susan, una joven emprendedora que abrió el sencillo bed & breakfast Raf Jam en plenas colinas del Irish Town, muy cerca de la comunidad de Middleton donde se crió, a más de 1.000 metros de altitud, y por cuyas empinadas calles sin asfaltar ella ejerce de cicerone entre el paso de rastafaris que siguen colina arriba en busca de meditación, pipas de ganja y armonía con el entorno. Uno de los habitantes de la colonia de Middleton resume así su apego a esta tierra montañosa, alejada del caos de la capital y con sus propias normas de convivencia: “¿Sabe usted por qué nunca podría vivir en otro sitio que no fuera este? Por la pureza del agua que cae de esos montes. Toda esa vegetación, esas cascadas, esos plátanos y tomateras son nuestras y nadie podrá quitárnoslas. Tampoco nadie nos dice aquí cómo tenemos que vivir”.

El polo opuesto al modelo de negocio de la joven Susan perdido en las remotas Blue Mountains lo representa el muy lujoso resort Gol­denEye, en el centro de la línea norte de la costa jamaicana, en las inmediaciones de las paradisíacas playas de Oracabessa. El propietario de tan significativo enclave, que acogió la morada de Ian Fleming en la que el creador de James Bond se recluyó para escribir hasta 14 entregas de las aventuras del agente especial 007, no es otro que Chris Blackwell, el londinense blanco que, en palabras de Jimmy Cliff, “catapultó las ventas de discos en Jamaica”. Impulsor de la expansión global de Bob Marley, dio la campanada al vender su sello Island Records a Polygram en 1989 por más de 200 millones de euros.

Cuenta la leyenda que el acercamiento de Blackwell a la música comenzó al ser rescatado por unos pescadores rastas después de sufrir un naufragio con su barco. El resto es una melódica historia.

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