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Kafka, la metamorfosis

Una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso.” Es apenas la primera oración del relato La metamorfosis de Franz Kafka, pero lo que dice y sobre todo la manera cómo lo hace fueron suficientes para cambiar el curso de la literatura del siglo XX.     

Kafka lo escribió a fines de 1912 —no fue un escritor precoz, tenía entonces 29 años—, lo publicó por primera vez en 1915 en una revista alemana y un año después, en 1916, apareció en forma de libro.

La metamorfosis es, sin duda, la obra más conocida del escritor praguense (1883-1924). Pero esa popularidad mundial ha condenado al relato a ser, en el mejor de los casos, un paradigma del cuento fantástico y, en el peor —pero el más frecuente— una especie de símbolo o alegoría de otra cosa: ¿Qué quiere decir Kafka con esta historia?

(La respuesta —ya se sabe— es muy sencilla: quiere decir que una mañana, al despertar de un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se encontró en la cama transformado en un insecto monstruoso).

Pero La metamorfosis no es un hecho aislado. Es parte de algo que con toda propiedad se puede llamar ‘el mundo’ de Franz Kafka. Es un mundo desconcertante, ciertamente, y no pocas veces intolerable, pero no es mundo fantástico y menos alegórico. Algún día se escribirá la historia de las lecturas de la obra de Kafka. Esa historia será al mismo tiempo la historia del desconcierto frente a su obra. En esas hipotéticas páginas es posible que encuentren un lugar estos singulares casos.   

En los cursos de literatura europea que dio en las universidades de Cornell y Wellesley, cuando se refugió en Estados Unidos, Vladimir Nabokov habló frecuentemente de La metamorfosis. Pero antes de entrar en materia, insistía en rechazar dos opiniones. “La primera es la opinión de Max Brod —decía Navokov refiriéndose al amigo y albacea literario de Kafka— según la cual la única categoría aplicable a los escritos de Kafka, para la comprensión, es la santidad y no la literatura… No creo que pueda encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka. La otra opinión que quiero rechazar es la freudiana. Sus biógrafos freudianos sostienen por ejemplo que La metamorfosis se basa en las complejas relaciones de Kafka con su padre, y en su perenne sentimiento de culpa; afirman además que, en el simbolismo mítico, los hijos están representados por bichos. La chinche, dicen ellos, es un símbolo muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”.

 “Me interesan las chinches —concluye el perspicaz autor de Lolita—, no las chinchonerías; así que rechazo esta clase de disparates”.

Mientras tanto a Nabokov le interesa, por ejemplo, establecer con absoluta precisión en qué clase de bicho se ha convertido Samsa.
Jorge Luis Borges se declaró enfáticamente un tardío discípulo de Kafka. Sin duda lo leyó en alemán en su adolescencia ginebrina, en los años del esplendor expresionista. Durante décadas, desde los años 40 cuando apareció en la colección Cuadernos de la Quimera, la traducción de La metamorfosis que se leía en Sudamérica se la atribuía a Borges. No hay tal. Solo fue el autor del prólogo.

Para Borges, dos ideas, o más bien dos obsesiones, rigen la obra de Kafka: la subordinación y el infinito. “En casi todas sus ficciones —escribe— hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas”. El motivo de la infinita postergación es igualmente importante, asegura Borges. Y aporta varios ejemplos: en un cuento, un mensaje imperial no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; en otro, un hombre  muere sin haber conseguido visitar un pueblito próximo. En el más memorable de todos, dice Borges —La edificación de la muralla china, 1919—, el infinito es múltiple: “para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuela a su imperio infinito”.

Harold Bloom en El canon occidental asevera que Kafka es el escritor que mejor representa al siglo XX, al que llama “la edad caótica”. Asombrosamente, Bloom —tan agudo en tantas partes de su libro—, limita la discusión de la obra de Kafka a determinar la medida de su judaísmo, una versión aggiornada de  la lectura religiosa que nació con Max Brod. La ley, la culpa, lo indestructible afanan la mente del crítico canónico. Es decir, la larga sombra del mesianismo. ¿Qué se puede decir al respecto?

El gran Irwin Howe, en un texto de los 50 del siglo XX sobre la intelectualidad de Nueva York (la intelectualidad judía de Nueva York, por supuesto), recuerda un chiste judío. Los vecinos designan a un hombre para que haga guardia en la puerta de la ciudad a la espera del Mesías. “Bueno —dice el guardián—, no pagan bien pero el trabajo es seguro”. Si algún día —Yaveh no lo permita— Bloom es exonerado de Yale, podría aspirar al puesto del guardián.       

A los diez años de la muerte de Kafka (1934). Walter Benjamin escribió un ensayo sobre al autor de La condena. Ese texto es clave porque le permitió al mismo tiempo afinar su perspectiva crítica, iluminar la obra de Kafka —leerla como un lenguaje de gestos, entre otros hallazgos— y ‘escabullirse’ de los inevitables tópicos judíos de la obra de Kafka vistos por un escritor inclinado a la mística judía en las páginas de una revista judía.

El juicio final se acerca y no hay tiempo para entrar en detalles. Baste decir, por ejemplo, que Benjamin argumenta que la relación del mundo de Kafka con la tradición judía no se establece en torno a la Ley sino a través de la escritura. Y eso le permite escarbar, quizás como nadie, en las tensiones entre la vida (el mundo) y la escritura (la literatura) que gobernaron la existencia del praguense.