La teoría del todo
La película de James Marsh convierte al físico Stephen Hawking en una plana pieza de vitrina desvestida de matices y de espesor humano
Será que a los miembros de “La Academia” —supremo tribunal elegido por los dioses para dictaminar sobre el gusto universal en materia de cine— les picó el bichito de la curiosidad científica? Nada que ver. En verdad, la presencia de La teoría del todo en el show del Oscar da cuenta del peso sobre el gusto de los académicos de dos números, combinados para el caso, con premio seguro en la tómbola de la estatuilla: las biografías filmadas —los biopics— y la puesta en pantalla de personajes con discapacidades de cualquier índole que terminan convirtiéndose de manera infalible en paradigmas de laboriosa superación de las adversidades de la vida.
La cosa viene de lejos y la abultada lista de medianías fílmicas, cinematográficamente anodinas, que en su momento enternecieron a los selectos votantes para luego evaporarse de la memoria puede remontarse a ocho décadas, con innumerables reincidencias recientes. Así de Zola a Hawking casi ninguna “personalidad notable” se ha visto privada de su estatua de celuloide. El problema estriba en que por lo general el monumento acaba devorando al personaje de carne y hueso, escollo del cual daría la impresión que James Marsh, director de La teoría del todo, fue consciente, aun cuando, según abundaremos enseguida, eligió la puerta falsa para escabullirse.
En fin, se sabe que juzgar una película por lo de que ella se valore o deje de ponderar en esa feria anual de vanidades es una pérdida de tiempo, amén de un yerro a estas alturas imperdonable.
Si bien las teorías del físico Stephen Hawking están lejos de concitar la adhesión unánime de sus colegas —pueden ser celos profesionales, claro— gozan en cambio de muy buena prensa, entre otras cosas porque el físico británico se ocupó de divulgarlas en textos más o menos accesibles incluso para los legos. No obstante, si antes de entrar a la sala de proyección, usted desconoce de qué va la termodinámica de los agujeros negros, el filme lo dejará al final tan en ayunas como al principio.
No era tarea sencilla trasladar a un relato destinado a todo público las complejas disquisiciones acerca del origen del universo o los cruces entre la física cuántica y la teoría de la relatividad. Sin embargo, pasar en puntillas de pie sobre los motivos por los cuales Hawking se convirtió en controvertida celebridad científica equivale más o menos a realizar una biografía de Napoleón limitándose a su relación con Josefina y sin tocar para nada los episodios históricos por él protagonizados. Con lo cual, de paso, queda al garete la justificación del porqué el realizador eligió a ese personaje para dedicarle una película, impregnando así su trabajo de un inocultable tufo oportunista. Los comentarios dichos al pasar, mientras alguien escribe una larguísima fórmula sobre el pizarrón, o dibuja un gráfico con la espuma derramada sobre la mesa durante un encuentro de amigos, son rellenos propios del esquematismo al cual queda reducido el abordaje de la trama.
Para el director británico James Marsh importa únicamente la relación de Hawking con su primera esposa Jane Wilding, madre de sus tres hijos, de acuerdo con los detalles contados por ésta en su segundo libro autobiográfico, versión convenientemente podada del primero, donde dicha relación distaba mucho de ser tan romántica como expone la versión consensuada entre todos los interesados, incluyendo a Marsh y al guionista Anthony McCarten. La reescritura apuntó al parecer a recortar las aristas más conflictivas de una relación íntima con toda seguridad plagada de las previsibles tensiones propias del avance de la enfermedad y su incidencia sobre la vida cotidiana en común.
El relato cubre un extenso arco temporal, desde el encuentro de Jane y Stephen en Cambridge a principios de los 60, cuando este último se afanaba en afinar su tesis doctoral, sufriendo al mismo tiempo los primeros embates de la esclerosis lateral amiotrófica —una degeneración de las neuronas motrices—, hasta pocos años después de la publicación de Historia del tiempo, su libro de mayor difusión masiva, habiendo superado entretanto largamente el diagnóstico que le pronosticaba a lo sumo dos años de vida.
Cerca del final de la trama, el relato repasa en reversa aquella cronología tentando, daría la impresión, de sintetizar mediante una fórmula expeditiva la idea medular de la visión de Hawking acerca del universo, resumida de igual manera en el propio título de la cinta. Es un esfuerzo vano, en el camino se han malversado todas las oportunidades para ahondar en cualquiera de los ricos filones del relato dejando reducido todo a un convencional pastiche melodramático.
Marsh no arriesga nada, en ningún sentido. Se limita a volcar a la pantalla los entretelones autobiografiados de Jane con una timorata prolijidad profesional resignada incluso a ciertos incomprensibles baches de guión durante los cuales, por ejemplo, los hijos desaparecen de la trama durante media hora, reapareciendo luego de modo tan arbitrario como dejaron de figurar antes.
La edulcorada frialdad, que Marsh confunde con la distancia aconsejable para observar al personaje protagónico con una mirada despojada del prescindible sentimentalismo al que se prestaba la aguerrida batalla de aquel contra sus progresivos impedimentos corporales, acaba despojándolo de casi cualquier volumen en tanto individuo para transformarlo en puro estereotipo. La presunta tersura de la narración, la elegancia de la puesta en imagen, son en verdad coartadas para rehuir las evidentes complejidades que Marsh —me imagino que sabía de antemano— le tocaba afrontar al haber optado por esa biografía en definitiva terrible, la del genio que se transforma en una celebridad mientras se apaga físicamente y su matrimonio queda en ruinas.
El tour de forcé de Eddie Redmayne, capaz de insinuar múltiples connotaciones apenas con el gesto de una mano, era un pasaporte garantizado al podio, contando con la sólida copresencia de Felicity Jones como Jane, en un equilibrado mix de vulnerabilidad y determinación. En la faena de estos actores confía Marsh en plan de desentenderse de sus propias obligaciones para así zafar de un emprendimiento que en tanto cine deja mucho que desear y cómo aproximación a la figura de Hawking lo convierte en una plana pieza de vitrina desvestida de matices tanto como de espesor humano.
* Crítico de cine
Ficha técnica
Título original: The Theory of Everything. Dirección: James Marsh. Guión: Anthony McCarten. Libro: Jane Hawking, Travelling to Infinity: My Life with Stephen. Fotografía: Benoît Delhomme. Montaje: Jinx Godfrey. Diseño: John Paul Kelly. Arte: Claire Nia Richards. Maquillaje: Anita Burger. Música: Jóhann Jóhannsson. Producción: Tim Bevan, Lisa Bruce, Liza Chasin, Eric Fellner, Amelia Granger, Richard Hewitt, David Kosse Anthony McCarten, Lucas Webb. Intérpretes: Eddie Redmayne, Felicity Jones, Tom Prior, Sophie Perry, Finlay Wright-Stephens, Harry Lloyd, Alice Orr-Ewing, David Thewlis, Thomas Morrison, Michael Marcus, Gruffudd Glyn, Paul Longley, Emily Watson, Guy Oliver-Watts. Inglaterra/2014.