Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 16:57 PM

Podría decirte lo que realmente pienso

En breve, bajo el sello de Plural, circulará 'Catre de fierro', la esperada novela de Alison Spedding, una saga familiar de largo aliento sobre el fondo de la historia boliviana de medio siglo. Éste es un tramo del capítulo tercero.

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

La luz de la lámpara de kerosén se acumulaba, espesa, debajo del tumbado de arpillera. Doña Leonora dio un golpe seco al piso con su bastón. Hablaba sin bajar la voz, en el mismo tono de siempre.

—Describime su trato sexual.
Jorge estaba sentado en el banquito, de perfil, mirando la puerta como si alguien fuera a venir a comprar algo. El silencio se extendía alrededor del siseo de la lámpara, hasta el minúsculo y exacto rugido del río, tan abajo. No respondía. Doña Leonora repitió la orden.

—Describime su trato. No me vas a decir que no has visto.

—Yo no he visto entrar. Don Alcibíades me ha mandado donde el herrero. “Que venga a herrar las mulas mañana”, diciendo. Tarde he llegado.

—Sé que no has visto entrar a la chola. Pero les has visto allí adentro.
Jorge dirigió una breve mirada a la patrona. Ella dio otro golpe del bastón en el piso.

—A eso de las diez de la noche he llegado —dijo él—. Yastaba cerrado su puerta del niño Alexis.

—Y entonces miraste por la rendija.

—Estaba tendiendo mi cama…
Desde que el niño Alexis entrara al colegio en La Paz, la patrona había decidido que Jorge ya no podía dormir en el mismo cuarto. En La Paz tenía que dormir debajo de las gradas, en la casa de Miraflores; cuando volvían a Saxrani en las vacaciones, tenía que tender unos cueros de oveja en el pasillo de los altos, en el segundo patio. El niño lo llamaba para conversar en cualquier rato, pero llegado el momento de descansar tenía que salir al pasillo, al lado de la puerta siempre, por si acaso el niño lo llamara en la noche. Las tablas de la puerta no eran tan justas, había una rendija por la que se veía si había luz dentro. A veces, el niño se dormía con la luz prendida. No se acostumbraba a trancar la puerta desde dentro. Jorge miraba. Si veía al niño bien dormido, entraba de puntillas y soplaba la vela, para que no se gastara sin motivo. Por eso miraba siempre, todas las noches. La patrona le había ordenado hacerlo.

Estaban haciendo el perro, encima del catre. Ella, de cuatro patas, o ni siquiera de cuatro, porque tenía la cara hundida en la almohada y las nalgas elevadas asomaban entre el revuelo blanco de las mankanchas. Su piel oscura contrastaba con la palidez de los muslos de Alexis, que brillaban entre el paño gris de los pantalones arrugados alrededor de las rodillas y la blancura de una camisa que caía abierta sobre sus caderas. Con un impulso que sacudió todo su cuerpo, hundió el miembro entre los globos oscuros, a los que se agarró con las dos manos. Pronunció apenas, jadeando: “Fosa… aterciopelada…”.

—Fosa aterciopelada –repitió Jorge.

—¿Qué?

—”Fosa aterciopelada”. Eso dijo —dirigió otra mirada breve a la patrona—. El niño Alexis, pues.

—¿A ti te lo dijo?

—No, pues. A ella… a la Dorotea.

Alexis echó la cabeza hacia atrás. El ritmo de sus empujes se hacía más rápido. Cerró los ojos y alzó la barbilla hasta que casi apuntó al cielo raso. Los tendones de su cuello resaltaban como sogas. De su boca salían una serie de sonidos más allá del lenguaje, cada gemido más agudo. Culminó en un aullido canino y se desplomó encima de Dorotea como una marioneta con los hilos cortados. Ella se echó a un lado y lo abrazó; dejó que hunda su cabeza en el escote de su blusa cochala. Por un momento, Jorge pensó que ella estaba llorando, pero luego escuchó que murmuraba: “Ya, ya, guagüitay…”, mientras alisaba los cabellos revueltos y sudorosos de Alexis. Era el niño el que estaba llorando. Después de un rato se apartó bruscamente de ella. Alzó los pantalones y se sentó en el borde de la cama para abotonar su camisa, de espaldas a Dorotea. Ella también se levantó y alzó su pollera del suelo.

—¡Dame un trago!

Doña Leonora abrió la boca, asombrada por el atrevimiento, pero Jorge continuó:

—Eso también dijo el niño… “Dame un trago”, ha dicho, a ella.

—Ah… –dijo doña Leonora–, ¿estaban tomando…?

—Él nomás se ha servido.
Alexis aceptó el vaso sin mirar a Dorotea. Lo vació de un solo trago y lo devolvió, todavía sin mirarla. Ella hizo como que alzaba la botella y le servía otro, pero él se negó con la cabeza. “¡Andate…!”. Jorge apenas tuvo tiempo de levantarse y agacharse en la sombra de la vieja cómoda al fondo del pasillo. Dorotea abrió la puerta, echó una mirada a uno y otro lado, y luego se fue corriendo por las gradas que daban al segundo patio. Jorge esperó hasta que el ruido de sus pasos se perdiera entre los ladridos de los perros de guardia. Entonces volvió a su puesto y tendió su cama. La vela seguía prendida en el cuarto, pero esa noche no miró más y no entró a soplarla.

La lámpara siseaba.

—Ella se ha ido después –dijo–. El niño no me ha llamado. Me he dormido nomás.

—¿Y cuántas veces ha venido?

—Ya son tres veces.

—¿Y por qué no me has avisado?

—No he avisado a nadie, señora. ¿A quién voy a avisar? Somos huérfanos, ella es mi mayor. Nada no puedo decir. Mis otros hermanos no están en aquí, no sé quéles voy a decir…

Los perros ladraban en la reja. Luego se oía al Q’utu Isidoro calmándolos. Decía “Pasa, hijita…”, en su voz gangosa.
Doña Leonora se levantó y Jorge hizo lo mismo.

—Mañana vamos a vaciar el cuarto de invitados en la casa grande. En la tarde vas a trasladar sus cosas allí. Y vas a dormir adentro, con él, mientras estén aquí

–con su bastón bajó un anillo de llaves que colgaba de un clavo en la parte superior del estante, y desató una–: Esta es la llave. Empezarás mañana a primera hora.

—Sí, señora.

jjjjjjj

No recordaba a su madre. Ni su cara, ni sus manos, nada. La primera cosa que recordaba era que él estaba de pie, agarrado de la mano de Clotilde e intentando ocultar su cara entre los pliegues de su pollera, una pollera de desteñida bayeta roja. Solo las caras interiores de las bastas conservaban el color original. Jorge recordaba eso porque sus ojos estaban al nivel de la cintura de Clotilde. Seguramente Dorotea y Basilio estaban también ahí, pero no los veía en el recuerdo, solo la mano y las faldas de Clotilde y unos hombres saliendo de la casa con un baúl; lo llevaban a la salida del patio donde otro hombre estaba parado con un chicote en la mano. Los hombres dejaron el baúl a sus pies y volvieron a entrar a la casa. Salieron con una lona grande, de esas que se usan para trillar el trigo. La extendieron para que el hombre con chicote la revisara y luego empezaron a doblarla.

—¡No…! –gritó Clotilde. Soltó a Jorge y corrió a agarrar la lona por el medio, entre los dos hombres que la sostenían por los extremos–. ¡Eso no! ¡Es de mi mamá! ¡No pueden llevarlo! –una mujer apareció en la puerta de la casa con un aguayo de pampa azul. Clotilde dejó caer la lona y apuntó al aguayo–. ¡Eso también es de mi mamá! ¡Todo es de mi mamá!

—No le estamos quitando –dijo uno de los hombres–. Lo estamos llevando donde tu tío Filemón, para cuando tus hermanos sean mayores.

—¡Yo los puedo guardar! ¡Están robando!

En ese momento alguien alzó la tranca del corral y las ovejas salieron, balando por el patio. Clotilde intentó quitarle el aguayo a la mujer. Ésta le dio un sopapo que la hizo caer al suelo. Se levantó y se paró con la espalda contra la pared. Jorge corrió entre las ovejas, empujándolas y siendo empujado por ellas, hasta llegar a su lado. La abrazó de la cintura. Los dos lloraban. Luego estaban frente al hombre del chicote. Clotilde se arrodilló.

—Don Plácido, ¡no nos botes de la casa! Yo puedo trabajar, puedo hacer de todo. Yo voy a criar a mis hermanitos.

—Eres mujer, chica todavía. ¿Acaso tienes tu marido? No puedes salir al trabajo de la hacienda. El patrón ya ha dado el terreno a otro.

—Pero don Plácido, ¡mi papá ha hecho esta casa!

—El terreno es del patrón.

—Y vos, ni siquiera eres hija de don Remigio –dijo la mujer.
El hombre la señaló con su chicote:

—¡Vos no te metas! Basta que te dejemos recoger las cosas de tu marido.

—No son de su marido, ¡son de mi mamá! –dijo Clotilde, pero el hombre sacudió el chicote delante de su cara y ella se calló.

—Ya te he dicho, una palabra más y te pongo en el camino paradita. Lo mismo si vuelves a pisar esta casa. ¿Entiendes?

—Sí, don Plácido –Clotilde se puso de pie y se limpió la nariz con la rueda de la pollera.

—Muy bien. Entonces cárgate y andá a la casa hacienda, a la cocina, donde doña Gertrudis. Allí vas a estar, tu hermanito más.

—Sí, don Plácido.
Clotilde se cargó el bulto en un aguayo remendado y tomó la mano de Jorge. Salieron del patio mientras la mujer arreaba las ovejas en sentido opuesto.

jjjjjjj

Dormían sobre unos cueros en un rincón de la cocina. Clotilde tenía que levantarse mucho antes del amanecer, para prender fuego en el fogón de cuatro ojos y poner el caldero enorme y negreado antes de que entrara doña Gertrudis. Si no estaba levantada cuando llegaba la cocinera, doña Gertrudis la hacía despertar a patadas. Había que hacer el desayuno y almuerzo para los peones primero, luego el desayuno de los patrones. Si los peones o don Plácido tenían que ir lejos, había que alistar sus fiambres más. Si iban a estar trabajando cerca, se lo preparaba después y se lo llevaba el Q’utu Isidoro, o la misma Clotilde. Luego doña Gertrudis se dedicaba a preparar el almuerzo de los patrones, para la una de la tarde; sopa y segundo todos los días. Clotilde iba a traer la leña, o lavaba ropa, o pelaba trigo o p’atasqa, o desgranaba maíz, o lo que sea, hasta que llegaba la hora de preparar la cena para los peones y el mayordomo, y otra cena, aparte siempre, para los patrones.

Jorge ayudaba en lo que podía. Todos los días traía pasto para los conejos, daba de comer a las gallinas, les servía su lagua –preparada por Clotilde– a los perros, iba a botar la basura cuando ella terminaba de barrer la cocina, ayudaba a recoger y lavar los servicios, pellizcaba chuño, pelaba habas y arvejas, traía leños del cobertizo al otro lado del segundo patio y trataba de quedar fuera de la vista de doña Gertrudis.

De todo aquello lo mejor era ir por pasto, pero tampoco era de perderse mucho tiempo porque la cocinera lo reñía si llegaba tarde, “Yuqalla manq’a gasto”, y después reñía a Clotilde también. Todos los días reñía a Clotilde, como una costumbre, “Imilla floja, cochina, sin habilidad”. Solo se callaba cuando estaba don Plácido. Jorge aprendió a acurrucarse en los rincones donde, de día, la luz no llegaba de la puerta o la ventanita con rejas encima del fogón, y, de noche, donde la luz del mechero no alcanzaba. Aprendió a mantener la mirada baja y no hablar hasta que le hablaran, y entonces solo contestar con nada más que un “Sí” o un “No”. Aprendió a caminar sin hacer ruido, a levantar y colocar las cosas silenciosamente, a devolver todo al mismo lugar donde estaba antes, para que no se notara que alguien lo había tocado. Se dio cuenta que así se convertía en una sombra, en un traste más, y nadie lo reñía. Y poco a poco todos empezaron a hablar delante suyo sin reparar que él los escuchaba.

Entendía que su papá había muerto. Había visto cómo lo envolvieron en una frazada y lo tendieron sobre un banco, con los pies hacia la puerta. Harta gente vino esa noche. Y también al día siguiente, cuando lo amarraron a un callapu de palos de eucalipto, todavía en la misma frazada, y se lo llevaron. Y no volvió más. Por eso los habían echado de la casa. El día del callapu, él se había quedado jugando con Dorotea y Basilia y otras guaguas más. La gente volvió en la tarde. La Dorotea era mayor y todos los días salía con las ovejas; a veces, llevaba a Basilio con ella. El día que los botaron, seguramente habían salido con las ovejas, igual que siempre, aunque no recordaba haberlos visto. Un día preguntó a la Clotilde:

—¿Cuándo va venir la Dorotea y el Basilio?

—No van a venir.

—¿Por qué…? ¿Se han perdido las ovejas?

—No. Están donde el tío Filemón.

—Vamos pues. Los podemos traer aquí.

—No, no podemos. Ellos están viviendo con los tíos, nosotros estamos aquí.

—Pues vamos donde los tíos. –No había nadie más en la cocina. Se atrevió a decir–: Doña Gertrudis es mala. Vamos donde el tío Filemón.

—No son mis tíos –dijo Clotilde–. Andá a lavar el batán, tengo que moler llajua.
Doña Gertrudis apareció en la puerta y Jorge salió sin preguntar más a echar agua al batán y a frotarlo con la mano. Trató de no escuchar lo que decía doña Gertrudis. Clotilde salió con ají amarillo tostado, sal, comino y ajo pelado. Había estado llorando. Se puso a moler, balanceando la gran piedra en forma de media luna, pum-pum, pum-pum, pum-pum. Indicaba a Jorge cuándo había que echar agua a la mezcla. Él le susurró:

—Vamos nomás donde el tío…

—No quieren. Vos eres muy guagua, no sabes hacer nada. Cuando seas grande ellos te recogerán.

—Vos sabes hacer de todo.

—Ya te he dicho, no son mis tíos. Callate.
Jorge se calló.

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Podría decirte lo que realmente pienso

En breve, bajo el sello de Plural, circulará 'Catre de fierro', la esperada novela de Alison Spedding, una saga familiar de largo aliento sobre el fondo de la historia boliviana de medio siglo. Éste es un tramo del capítulo tercero.

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

La luz de la lámpara de kerosén se acumulaba, espesa, debajo del tumbado de arpillera. Doña Leonora dio un golpe seco al piso con su bastón. Hablaba sin bajar la voz, en el mismo tono de siempre.

—Describime su trato sexual.
Jorge estaba sentado en el banquito, de perfil, mirando la puerta como si alguien fuera a venir a comprar algo. El silencio se extendía alrededor del siseo de la lámpara, hasta el minúsculo y exacto rugido del río, tan abajo. No respondía. Doña Leonora repitió la orden.

—Describime su trato. No me vas a decir que no has visto.

—Yo no he visto entrar. Don Alcibíades me ha mandado donde el herrero. “Que venga a herrar las mulas mañana”, diciendo. Tarde he llegado.

—Sé que no has visto entrar a la chola. Pero les has visto allí adentro.
Jorge dirigió una breve mirada a la patrona. Ella dio otro golpe del bastón en el piso.

—A eso de las diez de la noche he llegado —dijo él—. Yastaba cerrado su puerta del niño Alexis.

—Y entonces miraste por la rendija.

—Estaba tendiendo mi cama…
Desde que el niño Alexis entrara al colegio en La Paz, la patrona había decidido que Jorge ya no podía dormir en el mismo cuarto. En La Paz tenía que dormir debajo de las gradas, en la casa de Miraflores; cuando volvían a Saxrani en las vacaciones, tenía que tender unos cueros de oveja en el pasillo de los altos, en el segundo patio. El niño lo llamaba para conversar en cualquier rato, pero llegado el momento de descansar tenía que salir al pasillo, al lado de la puerta siempre, por si acaso el niño lo llamara en la noche. Las tablas de la puerta no eran tan justas, había una rendija por la que se veía si había luz dentro. A veces, el niño se dormía con la luz prendida. No se acostumbraba a trancar la puerta desde dentro. Jorge miraba. Si veía al niño bien dormido, entraba de puntillas y soplaba la vela, para que no se gastara sin motivo. Por eso miraba siempre, todas las noches. La patrona le había ordenado hacerlo.

Estaban haciendo el perro, encima del catre. Ella, de cuatro patas, o ni siquiera de cuatro, porque tenía la cara hundida en la almohada y las nalgas elevadas asomaban entre el revuelo blanco de las mankanchas. Su piel oscura contrastaba con la palidez de los muslos de Alexis, que brillaban entre el paño gris de los pantalones arrugados alrededor de las rodillas y la blancura de una camisa que caía abierta sobre sus caderas. Con un impulso que sacudió todo su cuerpo, hundió el miembro entre los globos oscuros, a los que se agarró con las dos manos. Pronunció apenas, jadeando: “Fosa… aterciopelada…”.

—Fosa aterciopelada –repitió Jorge.

—¿Qué?

—”Fosa aterciopelada”. Eso dijo —dirigió otra mirada breve a la patrona—. El niño Alexis, pues.

—¿A ti te lo dijo?

—No, pues. A ella… a la Dorotea.

Alexis echó la cabeza hacia atrás. El ritmo de sus empujes se hacía más rápido. Cerró los ojos y alzó la barbilla hasta que casi apuntó al cielo raso. Los tendones de su cuello resaltaban como sogas. De su boca salían una serie de sonidos más allá del lenguaje, cada gemido más agudo. Culminó en un aullido canino y se desplomó encima de Dorotea como una marioneta con los hilos cortados. Ella se echó a un lado y lo abrazó; dejó que hunda su cabeza en el escote de su blusa cochala. Por un momento, Jorge pensó que ella estaba llorando, pero luego escuchó que murmuraba: “Ya, ya, guagüitay…”, mientras alisaba los cabellos revueltos y sudorosos de Alexis. Era el niño el que estaba llorando. Después de un rato se apartó bruscamente de ella. Alzó los pantalones y se sentó en el borde de la cama para abotonar su camisa, de espaldas a Dorotea. Ella también se levantó y alzó su pollera del suelo.

—¡Dame un trago!

Doña Leonora abrió la boca, asombrada por el atrevimiento, pero Jorge continuó:

—Eso también dijo el niño… “Dame un trago”, ha dicho, a ella.

—Ah… –dijo doña Leonora–, ¿estaban tomando…?

—Él nomás se ha servido.
Alexis aceptó el vaso sin mirar a Dorotea. Lo vació de un solo trago y lo devolvió, todavía sin mirarla. Ella hizo como que alzaba la botella y le servía otro, pero él se negó con la cabeza. “¡Andate…!”. Jorge apenas tuvo tiempo de levantarse y agacharse en la sombra de la vieja cómoda al fondo del pasillo. Dorotea abrió la puerta, echó una mirada a uno y otro lado, y luego se fue corriendo por las gradas que daban al segundo patio. Jorge esperó hasta que el ruido de sus pasos se perdiera entre los ladridos de los perros de guardia. Entonces volvió a su puesto y tendió su cama. La vela seguía prendida en el cuarto, pero esa noche no miró más y no entró a soplarla.

La lámpara siseaba.

—Ella se ha ido después –dijo–. El niño no me ha llamado. Me he dormido nomás.

—¿Y cuántas veces ha venido?

—Ya son tres veces.

—¿Y por qué no me has avisado?

—No he avisado a nadie, señora. ¿A quién voy a avisar? Somos huérfanos, ella es mi mayor. Nada no puedo decir. Mis otros hermanos no están en aquí, no sé quéles voy a decir…

Los perros ladraban en la reja. Luego se oía al Q’utu Isidoro calmándolos. Decía “Pasa, hijita…”, en su voz gangosa.
Doña Leonora se levantó y Jorge hizo lo mismo.

—Mañana vamos a vaciar el cuarto de invitados en la casa grande. En la tarde vas a trasladar sus cosas allí. Y vas a dormir adentro, con él, mientras estén aquí

–con su bastón bajó un anillo de llaves que colgaba de un clavo en la parte superior del estante, y desató una–: Esta es la llave. Empezarás mañana a primera hora.

—Sí, señora.

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No recordaba a su madre. Ni su cara, ni sus manos, nada. La primera cosa que recordaba era que él estaba de pie, agarrado de la mano de Clotilde e intentando ocultar su cara entre los pliegues de su pollera, una pollera de desteñida bayeta roja. Solo las caras interiores de las bastas conservaban el color original. Jorge recordaba eso porque sus ojos estaban al nivel de la cintura de Clotilde. Seguramente Dorotea y Basilio estaban también ahí, pero no los veía en el recuerdo, solo la mano y las faldas de Clotilde y unos hombres saliendo de la casa con un baúl; lo llevaban a la salida del patio donde otro hombre estaba parado con un chicote en la mano. Los hombres dejaron el baúl a sus pies y volvieron a entrar a la casa. Salieron con una lona grande, de esas que se usan para trillar el trigo. La extendieron para que el hombre con chicote la revisara y luego empezaron a doblarla.

—¡No…! –gritó Clotilde. Soltó a Jorge y corrió a agarrar la lona por el medio, entre los dos hombres que la sostenían por los extremos–. ¡Eso no! ¡Es de mi mamá! ¡No pueden llevarlo! –una mujer apareció en la puerta de la casa con un aguayo de pampa azul. Clotilde dejó caer la lona y apuntó al aguayo–. ¡Eso también es de mi mamá! ¡Todo es de mi mamá!

—No le estamos quitando –dijo uno de los hombres–. Lo estamos llevando donde tu tío Filemón, para cuando tus hermanos sean mayores.

—¡Yo los puedo guardar! ¡Están robando!

En ese momento alguien alzó la tranca del corral y las ovejas salieron, balando por el patio. Clotilde intentó quitarle el aguayo a la mujer. Ésta le dio un sopapo que la hizo caer al suelo. Se levantó y se paró con la espalda contra la pared. Jorge corrió entre las ovejas, empujándolas y siendo empujado por ellas, hasta llegar a su lado. La abrazó de la cintura. Los dos lloraban. Luego estaban frente al hombre del chicote. Clotilde se arrodilló.

—Don Plácido, ¡no nos botes de la casa! Yo puedo trabajar, puedo hacer de todo. Yo voy a criar a mis hermanitos.

—Eres mujer, chica todavía. ¿Acaso tienes tu marido? No puedes salir al trabajo de la hacienda. El patrón ya ha dado el terreno a otro.

—Pero don Plácido, ¡mi papá ha hecho esta casa!

—El terreno es del patrón.

—Y vos, ni siquiera eres hija de don Remigio –dijo la mujer.
El hombre la señaló con su chicote:

—¡Vos no te metas! Basta que te dejemos recoger las cosas de tu marido.

—No son de su marido, ¡son de mi mamá! –dijo Clotilde, pero el hombre sacudió el chicote delante de su cara y ella se calló.

—Ya te he dicho, una palabra más y te pongo en el camino paradita. Lo mismo si vuelves a pisar esta casa. ¿Entiendes?

—Sí, don Plácido –Clotilde se puso de pie y se limpió la nariz con la rueda de la pollera.

—Muy bien. Entonces cárgate y andá a la casa hacienda, a la cocina, donde doña Gertrudis. Allí vas a estar, tu hermanito más.

—Sí, don Plácido.
Clotilde se cargó el bulto en un aguayo remendado y tomó la mano de Jorge. Salieron del patio mientras la mujer arreaba las ovejas en sentido opuesto.

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Dormían sobre unos cueros en un rincón de la cocina. Clotilde tenía que levantarse mucho antes del amanecer, para prender fuego en el fogón de cuatro ojos y poner el caldero enorme y negreado antes de que entrara doña Gertrudis. Si no estaba levantada cuando llegaba la cocinera, doña Gertrudis la hacía despertar a patadas. Había que hacer el desayuno y almuerzo para los peones primero, luego el desayuno de los patrones. Si los peones o don Plácido tenían que ir lejos, había que alistar sus fiambres más. Si iban a estar trabajando cerca, se lo preparaba después y se lo llevaba el Q’utu Isidoro, o la misma Clotilde. Luego doña Gertrudis se dedicaba a preparar el almuerzo de los patrones, para la una de la tarde; sopa y segundo todos los días. Clotilde iba a traer la leña, o lavaba ropa, o pelaba trigo o p’atasqa, o desgranaba maíz, o lo que sea, hasta que llegaba la hora de preparar la cena para los peones y el mayordomo, y otra cena, aparte siempre, para los patrones.

Jorge ayudaba en lo que podía. Todos los días traía pasto para los conejos, daba de comer a las gallinas, les servía su lagua –preparada por Clotilde– a los perros, iba a botar la basura cuando ella terminaba de barrer la cocina, ayudaba a recoger y lavar los servicios, pellizcaba chuño, pelaba habas y arvejas, traía leños del cobertizo al otro lado del segundo patio y trataba de quedar fuera de la vista de doña Gertrudis.

De todo aquello lo mejor era ir por pasto, pero tampoco era de perderse mucho tiempo porque la cocinera lo reñía si llegaba tarde, “Yuqalla manq’a gasto”, y después reñía a Clotilde también. Todos los días reñía a Clotilde, como una costumbre, “Imilla floja, cochina, sin habilidad”. Solo se callaba cuando estaba don Plácido. Jorge aprendió a acurrucarse en los rincones donde, de día, la luz no llegaba de la puerta o la ventanita con rejas encima del fogón, y, de noche, donde la luz del mechero no alcanzaba. Aprendió a mantener la mirada baja y no hablar hasta que le hablaran, y entonces solo contestar con nada más que un “Sí” o un “No”. Aprendió a caminar sin hacer ruido, a levantar y colocar las cosas silenciosamente, a devolver todo al mismo lugar donde estaba antes, para que no se notara que alguien lo había tocado. Se dio cuenta que así se convertía en una sombra, en un traste más, y nadie lo reñía. Y poco a poco todos empezaron a hablar delante suyo sin reparar que él los escuchaba.

Entendía que su papá había muerto. Había visto cómo lo envolvieron en una frazada y lo tendieron sobre un banco, con los pies hacia la puerta. Harta gente vino esa noche. Y también al día siguiente, cuando lo amarraron a un callapu de palos de eucalipto, todavía en la misma frazada, y se lo llevaron. Y no volvió más. Por eso los habían echado de la casa. El día del callapu, él se había quedado jugando con Dorotea y Basilia y otras guaguas más. La gente volvió en la tarde. La Dorotea era mayor y todos los días salía con las ovejas; a veces, llevaba a Basilio con ella. El día que los botaron, seguramente habían salido con las ovejas, igual que siempre, aunque no recordaba haberlos visto. Un día preguntó a la Clotilde:

—¿Cuándo va venir la Dorotea y el Basilio?

—No van a venir.

—¿Por qué…? ¿Se han perdido las ovejas?

—No. Están donde el tío Filemón.

—Vamos pues. Los podemos traer aquí.

—No, no podemos. Ellos están viviendo con los tíos, nosotros estamos aquí.

—Pues vamos donde los tíos. –No había nadie más en la cocina. Se atrevió a decir–: Doña Gertrudis es mala. Vamos donde el tío Filemón.

—No son mis tíos –dijo Clotilde–. Andá a lavar el batán, tengo que moler llajua.
Doña Gertrudis apareció en la puerta y Jorge salió sin preguntar más a echar agua al batán y a frotarlo con la mano. Trató de no escuchar lo que decía doña Gertrudis. Clotilde salió con ají amarillo tostado, sal, comino y ajo pelado. Había estado llorando. Se puso a moler, balanceando la gran piedra en forma de media luna, pum-pum, pum-pum, pum-pum. Indicaba a Jorge cuándo había que echar agua a la mezcla. Él le susurró:

—Vamos nomás donde el tío…

—No quieren. Vos eres muy guagua, no sabes hacer nada. Cuando seas grande ellos te recogerán.

—Vos sabes hacer de todo.

—Ya te he dicho, no son mis tíos. Callate.
Jorge se calló.

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