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Charles Aznavour: ‘Soy política y poéticamente incorrecto’

A sus 90 años, el cantante universal —francés de origen armenio— sigue en plena actividad. Un nuevo disco de estudio (‘Encores’) y una nueva gira así lo atestiguan

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

A bordo de una camisa de floripondios multicolores y de unas zapatillas desgastadas, el cantante de los 100 millones de discos vendidos exhibe un rictus y una verborrea improbables para alguien de 90 años. La bohème, Il faut savoir, Que c’est triste Venise… puro motor de besos y lágrimas, de alegrías y penas, Charles Aznavour (París, 1924) sigue contradiciendo el orden natural de las cosas. Y en la brecha.

— Señor Aznavour… ¿se le puede tocar?

—¿Cómo dice usted? ¿Por qué?

—Tocarle, con los dedos, para ver si es real.

—Soy real, soy real [mira el dedo del periodista tocando su rodilla].

—¿Cómo se ve el mundo desde ahí, desde el escenario, casi 80 años después?

— Ochenta y tres. No se ve nada. No se ve al público. O sea, el público es una persona. Yo no canto para 100 o 1.000 personas, canto para una. Así, cada espectador piensa que canto solo para él. Ésa es la verdad absoluta. Ésa, y que sigo buscando temas.

— Sin embargo, en Je m’voyais déjà (Ya me veía) usted canta: “No fue culpa mía, fue la culpa del público, que no entendió nada”.

— Sí. Ésa fue la primera canción con la que tuve un gran éxito. Hace ya… más de 60 años, y está todavía muy viva.

— La historia de un cantante que cree que ya ha llegado a lo más alto y…

—…No, que cree que va a llegar a lo más alto. Aunque puede que ese cantante sea malo. Pero está convencido de que triunfará. Ésa es la sensación que deben de tener la mayoría de los artistas que debutan.

— ¿Por qué la compuso?

— Porque me gusta escribir lo que los demás no escriben. Ésa es mi enfermedad.

— Así que a sus 90 años sigue buscando.

— Sí, pero yo siempre encuentro. En 1970 compuse Comme ils disent, una canción sobre la homosexualidad. La siguiente que se compuso sobre los homosexuales tardó 30 años. Me gustan los retos. Pero a veces me cuesta horrores, como cuando escribí J’ai connu, una canción sobre el genocidio judío.

— En un mundo tan estupendo, tan empaquetadito y tan políticamente correcto…

— ¡Yo no lo soy! Soy política y poéticamente incorrecto.

— ¿Le han dado muchos palos por eso?

— No, no, fui muy criticado en mis comienzos, dijeron de todo sobre mí, cosas horribles. Nunca respondí. Seguí. Solo podía seguir. Yo no soy Julio Iglesias, ¿me entiende, verdad? Físicamente no soy como él. Así que tuve que buscar otra cosa, otro lugar para mí.

— ¿Y cuál fue ese lugar?

— Las cosas que la gente piensa y no sabe expresar. Ese es mi sitio. El público no es tonto. Y el que lo crea comete un error monumental. Lo que hay que darle es verdad. Hay que ser uno mismo. Yo lo soy. O me aceptas o no. No puedo cambiar para gustar al público o a las modas.

— Oiga, con 51 años uno puede sentir pereza ya por tantas cosas…

— Es usted un chiquillo.

— Es decir, ¿cómo se las arregla usted con 90 para no sentirla y seguir en la brecha?

—No soy perezoso, nunca lo fui. Podría haberlo sido si, cuando empecé en esto, hubieran dicho que era buenísimo. Como dijeron que todo era malo en mí el físico, la voz, la escritura…— tuve que probar a aquellos imbéciles que yo valía.

—Claro, y acabaría cantando con Edith Piaf, con Sinatra, con Liza Minnelli…

— Canté con los más grandes. Sinatra, Dean Martin, Peggy Lee, Plácido Domingo, Julio Iglesias…

— ¿Aprendió de todos ellos o a     veces hubo jaleos?

— De todos. Yo aprendí, sobre todo, de Charles Trenet, Maurice Chevalier, Edith Piaf y Carlos Gardel. Se aprende de todo el mundo. De un escritor, de un cantante, de un periodista…

— Mmm, no creo.

— Pues sí. Veo todas las noches las noticias en televisión y estoy muy informado. Los temas nuevos los encuentro en las noticias. Y leo mucho, siempre lo hice. Dejé el colegio cuando tenía diez años y medio. Así que me fabriqué una cultura personal. Nadie me la enseñó, no tuve maestros.

— Digamos que hizo la escuela de la vida.

— Mi única escuela ha sido la vida. Soy un niño de la calle, sí.

— Cuando uno viene de la escuela de la calle, ¿desconfía de muchas cosas y de mucha gente?

— Yo no desconfío de nada. Soy muy tonto para eso. Confío en la humanidad. Y he sido estafado, robado, vendido… pero no importa. Nunca hice daño a nadie.

— Ya es casi inaudito oír hablar así.
Soy optimista, mi padre lo era y aprendí de él. Cuando no teníamos nada, decía: “Dios nos lo dará”.

— ¿Dios es importante para usted?

— Muy importante, aunque no sé si soy creyente. Dudo. Pero, ¿qué pierdo yo no siendo ateo? Nada. En ese aspecto soy un egoísta, claro. Si no existe, pues nada pasará. Y si existe, me recibirá bien porque le he honrado en mis canciones.

— Algunas interpretaciones que de Dios se han hecho han infligido un daño enorme a la humanidad, ¿no cree?

— Sí, pero él no tiene la culpa. La culpa es de los hombres.

— Usted ama profundamente su profesión, ¿verdad?

— Mi mujer me dice que la escena es mi amante. Y yo le contesto: “Sí, pero la escena no me cuesta dinero” [risas]. Y no es que no me cueste: es que me da dinero.

— ¿Dónde encuentra el talento, la inspiración?

— No tengo inspiración.

— No le creo.

— Que sí, solo tengo ideas. El trabajo se convierte en talento, no al revés. Tampoco tengo imaginación. Nunca escribiría una canción sobre ovnis, por ejemplo.

— ¿De quién será el mañana?

— De los artistas. De los pintores, escultores, arquitectos. Desde luego, no de los músicos ni de los que hacemos canciones.
Vida y discos. Charles Aznavour, de nombre real Shahnour Varinag Aznavourian, nació en París el 22 de mayo de 1924, de padres armenios. Se calcula que ha vendido más de 100 millones de discos en 70 años de carrera.

Su nuevo trabajo de estudio, en francés, se titula Encores.

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Sangre y viñetas de museo

‘El perdón y la furia’, la obra de Keko y Altarriba sobre José de Ribera, se convierte en el segundo álbum de historietas que edita El Prado

/ 12 de marzo de 2017 / 04:00

Ahora que hasta los jerarcas de los primeros museos del mundo editan cómics con satisfacción y hasta orgullo, es de suponer que a quienes durante tanto tiempo —y aún hoy— se burlaron del arte secuencial de la historieta y le negaron cualquier rango de creación seria, les deben de estar doliendo las tripas. Que si los tebeos no eran arte. Que si no podían salir en las páginas de Cultura de los diarios como salen el arte, la literatura, el ensayo, el cine, la música o el teatro. Que si cómo se puede comparar a Hergé y Winsor McCay con Zygmunt Bauman y John Berger.

Por si hacían falta más ejemplos de la potencia narrativa y estética de los cómics para callar a tanto profesional de la alta cultura y de la ceja alta, la edición por parte del Museo del Prado de El perdón y la furia, espléndido álbum de 60 páginas a cargo de Keko y Antonio Altarriba en torno a José de Ribera (El españoleto), viene, una vez más, a hacer justicia poética con el género de la historieta. Se trata de un thriller en blanco, negro y rojo sangre en el que un atormentado profesor de la Universidad de Salamanca, Osvaldo González Sanmartín, investiga el misterio de la desaparición del Sísifo y el Tántalo pintados por Ribera.

El reto es de altura tanto en lo narrativo como en lo técnico, incluyendo la incrustación de las pinturas reales de Ribera en las viñetas del álbum. “Este encargo me dio mucho miedo, y Antonio y yo hemos discutido mucho, mucho. Pero en tiempos de corrección política como los que vivimos, tratar a alguien tan poco correcto como José de Ribera es una suerte”, explica el dibujante madrileño.

Es la segunda vez que los responsables del museo encargan un cómic relacionado con un artista o una exposición. El primer encargo se lo hicieron a Max, que compendió en el extraordinario El tríptico de los encantados (una pantomima bosquiana) sus visiones de El Bosco. “Nos gustaría que El Prado fuera la casa del cómic”. Esa frase, pronunciada por Miguel Falomir, director adjunto de Conservación e Investigación del museo, retumbará felizmente insólita para los amantes de las historietas. Pero resulta que tanto Falomir —principal candidato a suceder a Miguel Zugaza en la dirección del Museo del Prado— como el propio Zugaza, como en general la cúpula directiva de la pinacoteca, se dieron cuenta hace ya tiempo de una cosa: que el ensamblaje de viñetas y textos, bien pensado, escogido y producido, podía revelarse como un eficaz vehículo de transmisión de contenidos.

“La obligación de un museo que trabaja con artistas muertos hace mucho tiempo es proponer al público nuevas aproximaciones a sus obras”, explica Falomir, consciente de que la suma El Prado más los cómics puede penetrar en públicos tradicionalmente poco relacionados con la vida del museo. Y consciente también, y así lo ha reconocido todo un director adjunto —y esto queda para la historia— de que “los cómics tienen el mismo rango que la pintura, la arquitectura o la escultura”.

El punto de partida del encargo realizado por los directivos del Prado a Keko (Madrid, 1963) y Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952) para llevar al cómic las carnes, las texturas, el desgarro y el misticismo de El españoleto se remonta a 2014. En aquel año coincidieron dos noticias: la celebración en El Prado de la exposición Las Furias. De Tiziano a Ribera, curada por el propio Falomir, y la publicación en Norma Editorial del álbum de cómic Yo, asesino, con guion de Altarriba y dibujos de Keko. “En aquel momento vimos claro que algo teníamos que hacer con estos dos señores, y acabamos haciéndolo”, explica José Manuel Matilla, jefe de Conservación de Dibujos y Estampas del Prado. Jesús Moreno, antiguo propietario de la editorial de cómics SinSentido y responsable de algunas de las más brillantes puestas en escena de las exposiciones en el museo, fue el intermediario perfecto entre el mundo de la historieta y los responsables del museo.

“No quiero parecer arrogante, pero yo sabía que esto iba a pasar: que el cómic iba a entrar en el museo… lo que no sabía es que lo iba a ver y mucho menos que iba a ser en este espacio mágico”, explica Antonio Altarriba en alusión a la sala Rotonda Alta de Goya, donde se ha presentado El perdón y la furia, y el lugar de la pinacoteca en el que viven en los enormes lienzos Tizio e Ixión, dos de las Furias de Ribera. Altarriba, catedrático de Literatura Francesa en la Universidad del País Vasco y autor junto a Kim del celebradísimo álbum El arte de volar, lo tiene claro: “Un cuadro tiene también alma de viñeta, y viceversa”, dice, y se muestra feliz de que “por fin las jerarquías estancas entre arte con mayúsculas y arte menor se han difuminado”.

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El libro más misterioso del mundo

Una editorial española clonará el ‘Códice Voynich’, el mayor enigma editorial de la Edad Media

/ 4 de enero de 2016 / 04:00

Los arcanos del Códice Voynich, un enigma en forma de libro viejo y descosido de 234 páginas y 22,5 por 16 centímetros, permanecen irresueltos. El códice dormita desde hace más de 50 años en las estanterías de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale en espera de que alguien despeje su misterio. ¿Cuaderno botánico de plantas inexistentes? ¿Tratado cosmológico? ¿Obra de iniciación esotérica? ¿Código élfico? ¿Libro cabalístico? ¿Relato bélico? ¿Catálogo de pócimas para magia? ¿Solución anticonceptiva para mujeres medievales en pecado? ¿El diario de un extraterrestre? ¿Estudio sobre la transmutación de la piedra filosofal?

¿El engaño perpetrado por un genio? Hay quien aún lo sostiene, pero hace tiempo que la hipótesis falsaria perdió fuerza. Exactamente desde que, en los años 40, el lingüista estadounidense George Zipf formuló la Ley de Zipf sobre la frecuencia de las palabras utilizadas en un texto. Según ella, el vocablo más utilizado aparece el doble de veces que el segundo más utilizado, el triple de veces que el tercero, el cuádruple que el cuarto, y así sucesivamente. Los estudiosos confirmaron hace tiempo que el texto del Voynich cumple con esa matemática de la palabra… y evidentemente nadie en el siglo XV (fecha científicamente probada de origen del texto) podía conocer ese enunciado.

Desde hace más de un siglo, el códice que el librero lituano Wilfrid Wojnicz descubrió de forma casual en 1912 entre los anaqueles de la Villa Mondragone —una mansión cercana a Roma que perteneció a la noble familia Borghese— continúa reventando la lógica científica y segregando la misma dosis de hipótesis descabelladas que de intentos serios de resolución. No se sabe quién lo escribió ni quién lo ilustró, ni con qué intención. No se sabe en qué idioma está escrito. Hay quien lo asimila al sánscrito, otros prefieren identificarlo como una posible lengua oriental, quizá india, hay quien habla del tamil, incluso de un experimento de lenguaje universal asimilable al esperanto. No se sabe si todo es un lenguaje encriptado porque ni los máximos expertos estadounidenses en descifrado de códigos militares han sido capaces de asomarse a la cuestión con un mínimo de fiabilidad. Tan solo el año pasado el profesor de la Universidad de Berdfordshirev en Reino Unido, Stephen Bax aseguró que había descifrado 14 símbolos de los miles que pueblan el libro.

Una certeza reina sobre el misterio: en 2011, la prueba del Carbono 14 practicada al manuscrito por un equipo de la Universidad de Arizona arrojó la aproximada partida de nacimiento del Voynich: un día entre 1404 y 1438. El día en que —probablemente, solo probablemente— un monje culminó, sobre las tablas de un scriptorium del norte de Italia y con el olfato de la paciencia, lo que 600 años después la fiel y entregada secta de seguidores del Códice Voynich sigue llamando el libro imposible.

Entre semejante maraña de incertidumbres, la aparición de cualquier noticia confirmada en torno a este enigma editorial hay que recibirla como lo que es: un hito. Por vez primera, y más allá de las reproducciones más o menos afortunadas elaboradas en el pasado, el Voynich tendrá su fotocopia: la editorial española Siloé ha sido la elegida entre aspirantes de todo el mundo por la Universidad de Yale para clonar el manuscrito.

Juan José García y Pablo Molinero son los dos socios propietarios de Siloé, especializada desde hace 20 años en clonar con igual altura de sensibilidad y rigor libros de horas medievales, volúmenes miniados, beatos, códices y cartularios de toda especie. Apenas 30 libros editados en dos décadas dan cuenta del trabajo de orfebrería puesto en pie por estos editores enamorados de su obra, y ahora emocionados con este auténtico pelotazo editorial.

“Supimos de la existencia del Voynich en 2005 y nos dijimos inmediatamente que había que copiarlo. Lo que más nos incitó a ello fue el hecho de que es uno de los libros más solicitados para exposiciones del mundo. Y es más sencillo para una institución como la Biblioteca Beinecke, en vez de estar poniendo trabas al préstamo una y otra vez, anunciar: ‘Ya existe una réplica exacta del códice, la ha hecho una editorial española y usted puede dirigirse a ella’. Esto fue un buen argumento para que nos concedieran el proyecto”, según explica García en una de las salas del pequeño museo del libro antiguo Fadrique de Basilea, en el casco histórico de Burgos, un escaparate de las obras facsimilares ejecutadas por la editorial a lo largo de su trayectoria (Beato de Ginebra, Libro de horas de Laval, Vida y milagros de San Luis, Codex Calixtinus de Salamanca, Cartulario de Valpuesta… todo ello en un museo privado y “sostenible” en palabras de sus responsables, ya que en este caso las obras expuestas, además, están a la venta).

Hace dos años ya que los responsables de la Beinecke Library de Yale les anunciaron que eran ellos los elegidos para un contrato por el que suspiraban editores de todo el mundo. Desde entonces, los socios de Siloé, poseedores de 12 premios nacionales del Ministerio de Cultura de España a la mejor labor editorial en la modalidad de facsímiles, y expositores habituales en las ferias de París, Nueva York o Fráncfort, han estado negociando el convenio de edición y las condiciones de trabajo para clonar el Voynich. “Este tipo de decisiones”, explica García, “no se toman de la noche a la mañana, en las universidades norteamericanas las cosas se maduran y se meditan muchísimo, hay departamentos cuasi estancos sobre todo tipo de materias que hasta que se ponen de acuerdo pasan años”.

EXACTITUD. Pero el momento de la verdad ha llegado. En febrero, García y su equipo viajarán hasta New Haven (EE UU) para, en una sala semioscura, tranquila y con luz fría de la Beinecke Library, con el original del Códice Voynich ya sobre la mesa de trabajo y un guarda de seguridad que no les quitará el ojo, iniciar las tareas de clonación. “¡Bueno, lo de la vigilancia es normal!”, bromea el editor burgalés. Las universidades estadounidenses y británicas, sobre todo, son enormemente cuidadosas con las medidas de seguridad. “Cuando clonamos el Bestiario de Westminster en la abadía de Westminster, por ejemplo, nos pidieron certificados de seguridad hasta de las clavijas de los focos que utilizábamos para iluminar; es que claro, ¡con un foco defectuoso puedes incendiar una abadía o una biblioteca!”.

El trabajo de clonación sobre una joya de la codicología como esta es complejo. No caben los atajos, tampoco los engaños, tal y como explican Molinero y García: “Cada folio se trabaja de modo independiente, no utilizamos flejes, no utilizamos troquelado, todo se hace a mano, página a página, para que el libro tenga el mismo contorno envejecido que el original. Y luego hay que tener en cuenta que estamos ante una materia viva que ha permanecido prácticamente inerte durante 600 años y pasando por diferentes fases climatológicas y de conservación, que habrá estado en sitios con humedad, en sitios secos, que le habrá dado más luz, menos luz, estos libros suelen tener una deshidratación en mayor o menor grado, y todo eso le ha dado en algunas zonas un aspecto como quemado… y cuando pasas las páginas hay como un cuarteo, una especie de semichasquido, y todo eso hay que lograrlo, y es técnicamente muy complicado”.

Pero además el Voynich añade sus propias dificultades: “Es un libro hecho en vitela, es decir, en piel de animal no nato, o sea, la piel del feto de un cordero o de una ternera, el material más suave y delicado que te puedes echar a la cara; además, el libro tiene folios que se abren, se desdoblan, se multiplican… y eso lo hace todo más complicado técnicamente”.

Paradójicamente, el caso del Códice Voynich, un libro de 600 años de edad, tiene el poder de retrotraernos a la infancia por su indescifrabilidad: al no poder ser leído, es meramente contemplado, a la manera en que el niño contempla un cómic o un libro cuando aún no ha aprendido a leer. Y es eso: que el mundo aún no ha aprendido a leer el Voynich. Y ya se verá si un día lo hace.

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A sus 90 años, el cantante universal —francés de origen armenio— sigue en plena actividad. Un nuevo disco de estudio (‘Encores’) y una nueva gira así lo atestiguan

/ 5 de abril de 2015 / 04:00

A bordo de una camisa de floripondios multicolores y de unas zapatillas desgastadas, el cantante de los 100 millones de discos vendidos exhibe un rictus y una verborrea improbables para alguien de 90 años. La bohème, Il faut savoir, Que c’est triste Venise… puro motor de besos y lágrimas, de alegrías y penas, Charles Aznavour (París, 1924) sigue contradiciendo el orden natural de las cosas. Y en la brecha.

— Señor Aznavour… ¿se le puede tocar?

—¿Cómo dice usted? ¿Por qué?

—Tocarle, con los dedos, para ver si es real.

—Soy real, soy real [mira el dedo del periodista tocando su rodilla].

—¿Cómo se ve el mundo desde ahí, desde el escenario, casi 80 años después?

— Ochenta y tres. No se ve nada. No se ve al público. O sea, el público es una persona. Yo no canto para 100 o 1.000 personas, canto para una. Así, cada espectador piensa que canto solo para él. Ésa es la verdad absoluta. Ésa, y que sigo buscando temas.

— Sin embargo, en Je m’voyais déjà (Ya me veía) usted canta: “No fue culpa mía, fue la culpa del público, que no entendió nada”.

— Sí. Ésa fue la primera canción con la que tuve un gran éxito. Hace ya… más de 60 años, y está todavía muy viva.

— La historia de un cantante que cree que ya ha llegado a lo más alto y…

—…No, que cree que va a llegar a lo más alto. Aunque puede que ese cantante sea malo. Pero está convencido de que triunfará. Ésa es la sensación que deben de tener la mayoría de los artistas que debutan.

— ¿Por qué la compuso?

— Porque me gusta escribir lo que los demás no escriben. Ésa es mi enfermedad.

— Así que a sus 90 años sigue buscando.

— Sí, pero yo siempre encuentro. En 1970 compuse Comme ils disent, una canción sobre la homosexualidad. La siguiente que se compuso sobre los homosexuales tardó 30 años. Me gustan los retos. Pero a veces me cuesta horrores, como cuando escribí J’ai connu, una canción sobre el genocidio judío.

— En un mundo tan estupendo, tan empaquetadito y tan políticamente correcto…

— ¡Yo no lo soy! Soy política y poéticamente incorrecto.

— ¿Le han dado muchos palos por eso?

— No, no, fui muy criticado en mis comienzos, dijeron de todo sobre mí, cosas horribles. Nunca respondí. Seguí. Solo podía seguir. Yo no soy Julio Iglesias, ¿me entiende, verdad? Físicamente no soy como él. Así que tuve que buscar otra cosa, otro lugar para mí.

— ¿Y cuál fue ese lugar?

— Las cosas que la gente piensa y no sabe expresar. Ese es mi sitio. El público no es tonto. Y el que lo crea comete un error monumental. Lo que hay que darle es verdad. Hay que ser uno mismo. Yo lo soy. O me aceptas o no. No puedo cambiar para gustar al público o a las modas.

— Oiga, con 51 años uno puede sentir pereza ya por tantas cosas…

— Es usted un chiquillo.

— Es decir, ¿cómo se las arregla usted con 90 para no sentirla y seguir en la brecha?

—No soy perezoso, nunca lo fui. Podría haberlo sido si, cuando empecé en esto, hubieran dicho que era buenísimo. Como dijeron que todo era malo en mí el físico, la voz, la escritura…— tuve que probar a aquellos imbéciles que yo valía.

—Claro, y acabaría cantando con Edith Piaf, con Sinatra, con Liza Minnelli…

— Canté con los más grandes. Sinatra, Dean Martin, Peggy Lee, Plácido Domingo, Julio Iglesias…

— ¿Aprendió de todos ellos o a     veces hubo jaleos?

— De todos. Yo aprendí, sobre todo, de Charles Trenet, Maurice Chevalier, Edith Piaf y Carlos Gardel. Se aprende de todo el mundo. De un escritor, de un cantante, de un periodista…

— Mmm, no creo.

— Pues sí. Veo todas las noches las noticias en televisión y estoy muy informado. Los temas nuevos los encuentro en las noticias. Y leo mucho, siempre lo hice. Dejé el colegio cuando tenía diez años y medio. Así que me fabriqué una cultura personal. Nadie me la enseñó, no tuve maestros.

— Digamos que hizo la escuela de la vida.

— Mi única escuela ha sido la vida. Soy un niño de la calle, sí.

— Cuando uno viene de la escuela de la calle, ¿desconfía de muchas cosas y de mucha gente?

— Yo no desconfío de nada. Soy muy tonto para eso. Confío en la humanidad. Y he sido estafado, robado, vendido… pero no importa. Nunca hice daño a nadie.

— Ya es casi inaudito oír hablar así.
Soy optimista, mi padre lo era y aprendí de él. Cuando no teníamos nada, decía: “Dios nos lo dará”.

— ¿Dios es importante para usted?

— Muy importante, aunque no sé si soy creyente. Dudo. Pero, ¿qué pierdo yo no siendo ateo? Nada. En ese aspecto soy un egoísta, claro. Si no existe, pues nada pasará. Y si existe, me recibirá bien porque le he honrado en mis canciones.

— Algunas interpretaciones que de Dios se han hecho han infligido un daño enorme a la humanidad, ¿no cree?

— Sí, pero él no tiene la culpa. La culpa es de los hombres.

— Usted ama profundamente su profesión, ¿verdad?

— Mi mujer me dice que la escena es mi amante. Y yo le contesto: “Sí, pero la escena no me cuesta dinero” [risas]. Y no es que no me cueste: es que me da dinero.

— ¿Dónde encuentra el talento, la inspiración?

— No tengo inspiración.

— No le creo.

— Que sí, solo tengo ideas. El trabajo se convierte en talento, no al revés. Tampoco tengo imaginación. Nunca escribiría una canción sobre ovnis, por ejemplo.

— ¿De quién será el mañana?

— De los artistas. De los pintores, escultores, arquitectos. Desde luego, no de los músicos ni de los que hacemos canciones.
Vida y discos. Charles Aznavour, de nombre real Shahnour Varinag Aznavourian, nació en París el 22 de mayo de 1924, de padres armenios. Se calcula que ha vendido más de 100 millones de discos en 70 años de carrera.

Su nuevo trabajo de estudio, en francés, se titula Encores.

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