Manoel de Oliveira, hasta hoy el cineasta activo más veterano del mundo, deja detrás de sí una singular obra que abarca 82 años de carrera coronada con cerca de 60 filmes, considerados un legado que preserva la memoria del siglo XX.

Manoel Cándido Pinto de Oliveira, nacido en la norteña Oporto el 11 de diciembre de 1908 en el seno de una familia de industriales. Amante de los coches de carreras, compitió en varias pruebas como piloto antes de alcanzar la fama como realizador de cine.

Debutó en el cine a los 23 años en la dirección con un documental, Douro, Faina Fluvial (1931), una obra muda que recoge los trabajos en la ribera del río Duero. Su película inaugural, influenciada por el semidocumental alemán Berlín: Symphony of a Metropolis (1927), de Wálter Ruttmann, tuvo una recepción desigual entre la indiferencia de sus compatriotas y el agrado de la industria internacional.

Ya casado con María Carvalhais, con la que tuvo cuatro hijos, De Oliveira rodó su primer largometraje en 1942, Aniki-Bobó, filmada también en Oporto y donde se narra una sencilla historia de dos chicos que están enamorados de una misma niña.

Para varios críticos, esta obra se considera un anticipo a la corriente cinematográfica italiana del neorrealismo. Desde Aniki-Bobó, De Oliveira estuvo 14 años sin filmar por dificultades para encontrar financiación y por la censura portuguesa del régimen de Antonio Oliveira Salazar (1926-1974).

A mediados de los años 50, retomó su actividad cinematográfica, aunque no es hasta la década de los 70 cuando empezó su vertiginosa labor en la que adapta varias obras literarias de escritores y poetas lusos, como Eça de Queiroz (1845-1900) o el Padre Antonio Vieira (1608-1697).

El apoyo del productor luso Paulo Branco, reconocido como un gran impulsor del cine independiente en Europa, es crucial para el repunte creativo del cineasta, que logró rodar una película por año.

Francisca (1981) supuso el punto de inflexión del inicio de la considerada tercera fase del autor, en la que mejor se refleja su vasto conocimiento de la cultura occidental. “La huella de su obra es notoria. Hay una perspectiva cultural, que se refleja en los valores del imaginario portugués, y una histórica que tiene un alcance superior, puesto que preserva la memoria del siglo pasado”, dijo José de Matos Cruz, uno de los grandes especialistas en la obra de Manoel de Oliveira.

   Las películas del longevo cineasta se caracterizan por su condensación rítmica y sus planos largos, recursos necesarios para expresar el rico imaginario de De Oliveira, influenciado por el humanismo cristiano.

La universalidad de la obra de De Oliveira, cineasta de culto por su excelencia en Portugal, se refleja en cintas como A divina comédia (1991), No, o la vanagloria de mandar (1990) y Un filme falado (2003), donde aborda desde la tradición bíblica hasta filosofía de Nietzsche.