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El poder de la música prohibida

Tras huir de los yihadistas, cuatro malienses formaron Songhoy Blues y ahora graban y tocan en Londres

/ 12 de abril de 2015 / 04:00

Camden Town, una noche de un lunes. Un chico se dirige desde el escenario al centenar de personas que abarrotan una pequeña sala. “Hoy es el mejor día de nuestra historia”, dice, “porque se publica nuestro primer disco”. Todo un lugar común. Pero las extraordinarias circunstancias que rodean a Songhoy Blues dotan a la frase de un significado profundo. Y convierten en especial el momento que están viviendo estos cuatro veinteañeros del norte de Malí que proceden a descargar, ante un público asombrado, el groove hipnótico y poderoso de su “música en el exilio”, palabras que dan título al álbum y resumen la historia de la banda.

La historia de Songhoy Blues empieza en las polvorientas calles de Diré, a orillas del río Níger, cerca de Tombuctú. Allí se divertían tocando la guitarra acústica, cada uno por su lado, estos cuatro jóvenes apellidados todos Touré, aunque no guardan relación familiar. Tampoco con Alí Farka Touré, la gran leyenda de la guitarra maliense, en cuyo grupo, eso sí, tocaba las percusiones el padre de Garba, guitarrista de Songhoy Blues.

“Escuchábamos la música que hacían los artistas de nuestra tierra, la música tradicional”, explica en francés Garba, guitarrista, en un modesto hotel del norte de Londres la tarde después del concierto del pasado febrero. “Pero también música moderna. Somos la generación de internet, del mundo abierto. Bebemos de esas dos fuentes. Todos tocábamos, cada uno en nuestra esquina. Para nosotros, esos recuerdos son muy importantes. Son los últimos días en que vivíamos la música tranquilamente en nuestra casa”.

Todo cambió en la primavera de 2012, cuando yihadistas armados tomaron el control del norte de Malí. “Una sharia prohibió la música”, cuenta Garba. Quien la escuchara o la tocara, se enfrentaba a latigazos o prisión. Huyó como otros miles de refugiados; se metió en un autobús con su guitarra destino a Bamako. “No es posible la vida sin la música”, expresa Garba. “Otras cosas sabemos de dónde vienen, pero es imposible remontarse al origen de la música. El hombre y la música tienen que estar juntos”.

Lo que escuchó en Bamako fue el sonido de las armas. Pero allí, estudiando en la universidad, conoció a otros músicos. “Había muchos desplazados del norte del país. Solo hablaban de lo que dejaron atrás en sus casas. Por eso formamos la banda, para recrear ese ambiente. Para tratar de aliviar ese sufrimiento y que nuestra gente pudiera hacer otra cosa que pelear y lamentar. Por eso nuestras letras hablan de reconciliación y de paz”, dice.

El nombre de Songhoy Blues aúna dos homenajes. Uno, al pueblo songhai, que dominó el Sahel occidental en los siglos XV y XVI, al que pertenecen tres integrantes. Y otro, al blues, la música que tiene su raíz en el norte de Malí y cuya reinvención al otro lado del Atlántico les fascinó desde niños.

La banda se abrió enseguida un hueco en el circuito local de Bamako. Sus riffs de funk machacón y bailable tenían la virtud de congregar a gentes de todo el país, incluso a históricos enemigos como los songhai y los tuareg. “La música es un medicamento. Sana a las personas y cura la nostalgia”, sostiene Garba.

Entonces apareció un francés, que dio el giro final a la historia. Marc-Antoine Moreau estaba en Malí en busca de talentos para el proyecto Africa Express, comandado por Damon Albarn, vocalista de Blur. Moreau recibió una llamada de Garba para mostrarle sus maquetas. “Fue el comienzo de una historia muy bella”, recuerda éste.

“En Malí puedes encontrar muchos músicos tradicionales”, comenta Moreau. “Pero en ellos vimos algo nuevo. Eran una verdadera banda, no era un jefe acompañado de otros músicos. Era un grupo de rock como los que puedes encontrar en Glasgow o en Bilbao, y eso es muy raro en África. Era algo muy fuerte”.

Lo primero fue una grabación con Nick Zimmer, de la banda británica Yeah Yeah Yeahs. Juntos hicieron Soubour, un crudo tema de rythm & blues eléctrico con sabor africano del recopilatorio Maison des jeunes sobre el viaje a Bamako de Africa Express. Aquello les abrió las puertas de festivales europeos y propició su primer viaje a Londres, donde empezaron a grabar las maquetas de Music in Exile en el estudio de Damon Albarn en 2013. El disco, producido por Zinner, se acabó de grabar el pasado verano en Bamako.

Ahora, en este escenario de Londres, empieza la nueva vida de Songhoy Blues. “Vamos a vivir donde nos lleve la música”, refiere Oumar, el cantante. “Tenemos como objetivo tomar el relevo de Alí Farka Touré. Llevó la música maliense a un nivel excepcional. Nos enseñó a los jóvenes que era posible expresar toda nuestra tradición con una guitarra eléctrica. Nos abrió los ojos”.

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Terry Gilliam: ‘Ofender a la gente es muy importante’

Retratista feroz de la idiosincrasia británica con los Monty Python, el cineasta presenta su adaptación de ‘El Quijote’.

/ 7 de junio de 2018 / 05:12

A los 77 años, Terry Gilliam se ha liberado de una obsesión y se ha quedado, asegura, un poco vacío. Se estrena por fin The Man Who Killed Don Quixote (El hombre que mató a Don Quijote), proyecto que empezó hace casi 30 años y que debería aparecer en las enciclopedias del cine bajo la entrada de película maldita. Casi acaba con su carrera y con su salud, pero no ha podido con su prodigioso sentido del humor. Estadounidense de nacimiento e inglés de adopción, retratista feroz de la idiosincrasia británica con el grupo Monty Python, cineasta libérrimo y excesivo, tiene una energía tan contagiosa como su torrencial risa. El director de películas como La vida de Brian y Brazil habla sin tapujos de la vida y de la muerte, de fantasías infantiles y realidades de la senectud, y defiende la libertad insobornable y el humor sin límites en tiempos de corrección política y autocensura.

— ¿Que haya terminado la película es una victoria de los quijotes sobre los sanchos?

— Es una victoria de los quijotes sobre la gente prudente y mala. Cuando el proyecto se vino abajo hace 20 años, el mercado se asustó. Me decían que era una idea vieja, que pasara página, que avanzara. Son muy rápidos en desestimar lo que haces.

— Hace casi 30 años, cuando llamó a un productor y le dijo que necesitaba 20 millones de dólares para hacer Don Quijote, ni siquiera había leído el libro. ¿Qué le atrajo?

— Todo el mundo conoce la historia simple de Don Quijote. Alguien que pelea contra molinos. Tiene una visión del mundo distorsionada, pero romántica. Es una gran historia. Entonces me senté a leer el libro y vi que era imposible de hacer. La serie española con Fernando Rey me encanta, pero es aburrida porque, si eres español, es una historia tan importante que debes ser serio. Yo era libre para jugar. Y es lo que creo que tienes que hacer con el Quijote, jugar, eso es lo que hizo Cervantes.

¿Negarse a aceptar los límites de la realidad, como Don Quijote, es propio del artista?

— Así es. El mundo es lo que es, pero los quijotes lo ven de otra manera. Los libros y las películas te convierten en otra persona. Si te limitas a aceptar la realidad te conviertes en un banquero.

— ¿Esa es la clave de la creatividad?

— Hay algo de arrogancia también. Debes creer que tienes algo que merece la pena decirse (risas). Ese es el problema. Cuando has hecho un puñado de películas que han gustado a la gente te vuelves un poquito arrogante. Yo solía luchar por mis proyectos en Hollywood aunque fueran errores, porque creía que mis errores eran más interesantes que los errores de los ejecutivos de los estudios.

— ¿Le parece que sus viejas películas siguen vigentes?

— Desde luego. La vida de Brian, por ejemplo, cada día lo es más. Me pregunto si hay un nivel subconsciente en el que trabajo que absorbe muchos detalles del mundo real y los uso sin saberlo. Soy siempre muy místico con esto de hacer cine. Yo soy solo la mano que escribe, la película en realidad se está haciendo a sí misma. Y debes tener cuidado con lo que satirizas porque se hace realidad.

— También sucede con las distopías que imaginó. Hay quien le atribuye facultades premonitorias.

— Es una naturaleza perversa que me hace mirar al otro lado del mundo. En su día me preguntaban si iba a demandar a Bush y Cheney por su remake desautorizado de Brazil (1985). Siempre me cuestiono las cosas. Siempre miro a la fatalidad inminente. Tiene que ver con la muerte. Por eso me río de ella todo el tiempo: la muerte no tiene sentido del humor. Mientras me siga riendo se mantendrá lejos. Esa es mi teoría.

Una imagen de la película ‘El hombre que mató a Don Quijote’, que se estrenó este año en Cannes.

— ¿Qué le ha hecho seguir con el proyecto del Quijote todo este tiempo?

— Es una enfermedad, no sé cómo explicarlo mejor. Es como el Everest. Si eres un alpinista, debes escalar el Everest. El reto no desaparece. Es muy útil tener una misión. La empiezo, fracaso, luego hago otra cosa un rato, y la misión sigue ahí reclamando que la termines. Es extraño.

— ¿Quién es su Sancho Panza?

— Mi mujer, por un lado. Pero el problema es que creo que soy esquizofrénico, soy Quijote y Sancho. Mis pies están en la tierra: durante todo el proceso han venido muchos productores emocionados diciendo que podían hacerlo y yo era el pragmático que decía que no. Si no eres un poco Sancho, no puedes hacer cine. Las películas no son como un dibujo, que coges un papel y un lápiz y lo haces. Son caras y complicadas.

— ¿Por qué entonces acabó haciendo películas en lugar de dedicarse a otra expresión artística más individual?

— Porque era un ingenuo. Además, me gusta trabajar con gente. Me encantan los grupos, porque tengo mis ideas pero también las ideas de otros. Por eso siempre escribo los guiones con alguien. Y cuando rodamos hay muchos talentos diferentes. La colaboración es lo que realmente disfruto. Y yo soy el afortunado que tiene la decisión final.

— ¿Podría existir Monty Python hoy?

— Hoy nadie quiere debatir. Todo es blanco o negro, estás conmigo o contra mí. Es horrible. A la gente le asusta decir lo que piensa. Lo sé por una experiencia en la que me metí hace unas semanas…

— ¿Habla de cuando se refirió al movimiento MeToo como una ‘turba’?

— Muchas mujeres con las que hablaba me decían que estaban de acuerdo con muchas cosas que dije. Yo las animé a dar un paso adelante, pero les daba miedo. Ese miedo a ser atacado por tener una opinión diferente es tribal. Volvemos a tiempos primitivos y eso me molesta mucho.

Un punto alto en la carrera de    Gilliam fue su trabajo con Monty Python, que sintetizó en clave de humor la idiosincrasia británica de 1960 y 1970.

— ¿El humor de Monty Python no tenía límites?

— Podíamos reírnos de todo. El otro día puse algo en Facebook. No entraré en detalles porque soy un cobarde. Puse algo gracioso, tierno, y la gente empezó una discusión terrible para dirimir si estaba burlándome o ridiculizándolo. ¿Qué diferencia hay? Me estoy riendo. Tenemos que ser capaces de reírnos de las cosas. Tengo grandes amigos en la comedia que ahora tienen miedo a decir demasiado. Es horrible. ¡La comedia es tan importante! Derriba las cosas autoritarias, permite a la gente reírse de las vacas sagradas, hace a la gente pensar.

— ¿Este mundo sigue ofreciendo motivos para la risa?

— El mundo siempre ha sido un desastre. Lo malo es cuando la gente tiene miedo de hablar. Es un puritanismo utópico: “Si nos libramos de eso, el mundo será más simple y más divertido”. ¡Y una mierda! El mundo siempre ha sido jodido y tienes que asumir responsabilidades por tu propia vida. Solo deseo que la gente vuelva a pensar. Hay demasiada furia ahí fuera y eso no me gusta. Los Monty Python no estábamos enfadados, éramos listos. Nos descojonábamos de todo lo que creíamos que era hipócrita, ridículo, pomposo, estúpido. Eso es importante. Y mucha gente estaba de acuerdo con nosotros.

— ¿Tiene que ver con redes sociales?

— Mucho. Porque te permiten esconderte. Tengo mi perfil de Facebook para poner cosas y ver cómo reacciona la gente. Es una locura. Hay gente muy inteligente, pero luego están los otros. Hace poco me dijeron que apoyaba a un violador en serie. ¡Dije que Harvey Weinstein era un monstruo y la gente interpretó que le apoyaba!

— Buena parte de su obra trata de la lucha por la imaginación y la libertad de pensamiento en un mundo que sistemáticamente se opone a esas ideas.

— Es como en La vida de Brian: “¡Somos todos individuos!”. “¡Yo no!”. Creo que ahí lo dijimos todo. Ahora te dicen que este es tu café, solo para ti. Te venden que cada uno es único, pero nos ajustamos más y más a la norma. Por miedo, por no meter la pata. La dichosa corrección política. Tengo amigos en sillas de ruedas y les llamo lisiados (risas). No puedes llamarlos lisiados, debes decir “físicamente discapacitados”. ¡Esos eufemismos son una chorrada! ¡Son lisiados! Me gusta usar palabras directas y simples. Ofender a la gente es muy importante en la vida. Sobre todo ahora que las pieles son más finas. ¡La gente se ofende tan fácilmente! ¡Endurece tu piel! Los palos y las piedras pueden romperte las pelotas, pero las palabras no pueden hacerte daño. Son esas cosas simples de la niñez en las que creo.

— ¿Sus fantasías han cambiado desde que era un niño?

— Supongo que un poco. Yo me creía los cuentos de hadas de Grimm, me creía la Biblia. Eran fantasías muy interesantes. Te haces viejo y aprendes más, ves más. Ni siquiera sé cuáles son mis fantasías ahora, no sé si las tengo. Solo miro a los árboles y pienso que son las cosas más maravillosas del planeta. Cualquier cosa que esté viva. Un bichito pequeño. Solo la creación de eso, esa pequeña máquina, es increíble. Disfruto mucho de mi nieto, es extraordinaria la relación abuelo-nieto. La familia tradicional está bastante bien diseñada. El abuelo está de vuelta, el niño empieza a vivir y los padres están en medio haciendo un trabajo de mierda. Por eso los dos extremos están juntos. Encuentro la vida apasionante. Y pronto descubriré cómo es la muerte. Creo que la muerte es la nada. Una vez tuve una operación y me pusieron anestesia general. Cuando te despiertas por las mañanas, tienes algún recuerdo de algo, de sueños, del paso del tiempo. Pero aquella vez, nada de nada. Ese trozo de vida me fue extirpado. Eso debe de ser la muerte. Nada. No me apetece mucho, francamente.

— ¿Cómo le gustaría ser recordado?

— Solía pensar en eso de niño. No me interesa tanto cómo voy a ser recordado yo, me interesan más mis películas. No creo que yo sea particularmente importante, simplemente sucedió que fui maldecido o bendecido con determinados talentos. Las películas sí me importan. Me gusta cuando la gente me dice que Brazil ha cambiado su vida. No puedo aspirar a más. Olvídense de mí, olvídense del viejo con el corte de pelo absurdo y piensen en las películas. En mi tumba sí sé lo que pondrá. Cuando estaba promocionando Brazil en algún lugar de Texas acudí a un programa de radio en el que intervenían oyentes. Uno llamó y dijo: “He visto la película y he reído de asombro”. Eso pondrá en mi tumba: “Se rió de asombro”. ¡Puta maravilla! (risas).

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Terry Gilliam: ‘Ofender a la gente es muy importante’

Retratista feroz de la idiosincrasia británica con los Monty Python, el cineasta presenta su adaptación de ‘El Quijote’.

/ 7 de junio de 2018 / 05:12

A los 77 años, Terry Gilliam se ha liberado de una obsesión y se ha quedado, asegura, un poco vacío. Se estrena por fin The Man Who Killed Don Quixote (El hombre que mató a Don Quijote), proyecto que empezó hace casi 30 años y que debería aparecer en las enciclopedias del cine bajo la entrada de película maldita. Casi acaba con su carrera y con su salud, pero no ha podido con su prodigioso sentido del humor. Estadounidense de nacimiento e inglés de adopción, retratista feroz de la idiosincrasia británica con el grupo Monty Python, cineasta libérrimo y excesivo, tiene una energía tan contagiosa como su torrencial risa. El director de películas como La vida de Brian y Brazil habla sin tapujos de la vida y de la muerte, de fantasías infantiles y realidades de la senectud, y defiende la libertad insobornable y el humor sin límites en tiempos de corrección política y autocensura.

— ¿Que haya terminado la película es una victoria de los quijotes sobre los sanchos?

— Es una victoria de los quijotes sobre la gente prudente y mala. Cuando el proyecto se vino abajo hace 20 años, el mercado se asustó. Me decían que era una idea vieja, que pasara página, que avanzara. Son muy rápidos en desestimar lo que haces.

— Hace casi 30 años, cuando llamó a un productor y le dijo que necesitaba 20 millones de dólares para hacer Don Quijote, ni siquiera había leído el libro. ¿Qué le atrajo?

— Todo el mundo conoce la historia simple de Don Quijote. Alguien que pelea contra molinos. Tiene una visión del mundo distorsionada, pero romántica. Es una gran historia. Entonces me senté a leer el libro y vi que era imposible de hacer. La serie española con Fernando Rey me encanta, pero es aburrida porque, si eres español, es una historia tan importante que debes ser serio. Yo era libre para jugar. Y es lo que creo que tienes que hacer con el Quijote, jugar, eso es lo que hizo Cervantes.

¿Negarse a aceptar los límites de la realidad, como Don Quijote, es propio del artista?

— Así es. El mundo es lo que es, pero los quijotes lo ven de otra manera. Los libros y las películas te convierten en otra persona. Si te limitas a aceptar la realidad te conviertes en un banquero.

— ¿Esa es la clave de la creatividad?

— Hay algo de arrogancia también. Debes creer que tienes algo que merece la pena decirse (risas). Ese es el problema. Cuando has hecho un puñado de películas que han gustado a la gente te vuelves un poquito arrogante. Yo solía luchar por mis proyectos en Hollywood aunque fueran errores, porque creía que mis errores eran más interesantes que los errores de los ejecutivos de los estudios.

— ¿Le parece que sus viejas películas siguen vigentes?

— Desde luego. La vida de Brian, por ejemplo, cada día lo es más. Me pregunto si hay un nivel subconsciente en el que trabajo que absorbe muchos detalles del mundo real y los uso sin saberlo. Soy siempre muy místico con esto de hacer cine. Yo soy solo la mano que escribe, la película en realidad se está haciendo a sí misma. Y debes tener cuidado con lo que satirizas porque se hace realidad.

— También sucede con las distopías que imaginó. Hay quien le atribuye facultades premonitorias.

— Es una naturaleza perversa que me hace mirar al otro lado del mundo. En su día me preguntaban si iba a demandar a Bush y Cheney por su remake desautorizado de Brazil (1985). Siempre me cuestiono las cosas. Siempre miro a la fatalidad inminente. Tiene que ver con la muerte. Por eso me río de ella todo el tiempo: la muerte no tiene sentido del humor. Mientras me siga riendo se mantendrá lejos. Esa es mi teoría.

Una imagen de la película ‘El hombre que mató a Don Quijote’, que se estrenó este año en Cannes.

— ¿Qué le ha hecho seguir con el proyecto del Quijote todo este tiempo?

— Es una enfermedad, no sé cómo explicarlo mejor. Es como el Everest. Si eres un alpinista, debes escalar el Everest. El reto no desaparece. Es muy útil tener una misión. La empiezo, fracaso, luego hago otra cosa un rato, y la misión sigue ahí reclamando que la termines. Es extraño.

— ¿Quién es su Sancho Panza?

— Mi mujer, por un lado. Pero el problema es que creo que soy esquizofrénico, soy Quijote y Sancho. Mis pies están en la tierra: durante todo el proceso han venido muchos productores emocionados diciendo que podían hacerlo y yo era el pragmático que decía que no. Si no eres un poco Sancho, no puedes hacer cine. Las películas no son como un dibujo, que coges un papel y un lápiz y lo haces. Son caras y complicadas.

— ¿Por qué entonces acabó haciendo películas en lugar de dedicarse a otra expresión artística más individual?

— Porque era un ingenuo. Además, me gusta trabajar con gente. Me encantan los grupos, porque tengo mis ideas pero también las ideas de otros. Por eso siempre escribo los guiones con alguien. Y cuando rodamos hay muchos talentos diferentes. La colaboración es lo que realmente disfruto. Y yo soy el afortunado que tiene la decisión final.

— ¿Podría existir Monty Python hoy?

— Hoy nadie quiere debatir. Todo es blanco o negro, estás conmigo o contra mí. Es horrible. A la gente le asusta decir lo que piensa. Lo sé por una experiencia en la que me metí hace unas semanas…

— ¿Habla de cuando se refirió al movimiento MeToo como una ‘turba’?

— Muchas mujeres con las que hablaba me decían que estaban de acuerdo con muchas cosas que dije. Yo las animé a dar un paso adelante, pero les daba miedo. Ese miedo a ser atacado por tener una opinión diferente es tribal. Volvemos a tiempos primitivos y eso me molesta mucho.

Un punto alto en la carrera de    Gilliam fue su trabajo con Monty Python, que sintetizó en clave de humor la idiosincrasia británica de 1960 y 1970.

— ¿El humor de Monty Python no tenía límites?

— Podíamos reírnos de todo. El otro día puse algo en Facebook. No entraré en detalles porque soy un cobarde. Puse algo gracioso, tierno, y la gente empezó una discusión terrible para dirimir si estaba burlándome o ridiculizándolo. ¿Qué diferencia hay? Me estoy riendo. Tenemos que ser capaces de reírnos de las cosas. Tengo grandes amigos en la comedia que ahora tienen miedo a decir demasiado. Es horrible. ¡La comedia es tan importante! Derriba las cosas autoritarias, permite a la gente reírse de las vacas sagradas, hace a la gente pensar.

— ¿Este mundo sigue ofreciendo motivos para la risa?

— El mundo siempre ha sido un desastre. Lo malo es cuando la gente tiene miedo de hablar. Es un puritanismo utópico: “Si nos libramos de eso, el mundo será más simple y más divertido”. ¡Y una mierda! El mundo siempre ha sido jodido y tienes que asumir responsabilidades por tu propia vida. Solo deseo que la gente vuelva a pensar. Hay demasiada furia ahí fuera y eso no me gusta. Los Monty Python no estábamos enfadados, éramos listos. Nos descojonábamos de todo lo que creíamos que era hipócrita, ridículo, pomposo, estúpido. Eso es importante. Y mucha gente estaba de acuerdo con nosotros.

— ¿Tiene que ver con redes sociales?

— Mucho. Porque te permiten esconderte. Tengo mi perfil de Facebook para poner cosas y ver cómo reacciona la gente. Es una locura. Hay gente muy inteligente, pero luego están los otros. Hace poco me dijeron que apoyaba a un violador en serie. ¡Dije que Harvey Weinstein era un monstruo y la gente interpretó que le apoyaba!

— Buena parte de su obra trata de la lucha por la imaginación y la libertad de pensamiento en un mundo que sistemáticamente se opone a esas ideas.

— Es como en La vida de Brian: “¡Somos todos individuos!”. “¡Yo no!”. Creo que ahí lo dijimos todo. Ahora te dicen que este es tu café, solo para ti. Te venden que cada uno es único, pero nos ajustamos más y más a la norma. Por miedo, por no meter la pata. La dichosa corrección política. Tengo amigos en sillas de ruedas y les llamo lisiados (risas). No puedes llamarlos lisiados, debes decir “físicamente discapacitados”. ¡Esos eufemismos son una chorrada! ¡Son lisiados! Me gusta usar palabras directas y simples. Ofender a la gente es muy importante en la vida. Sobre todo ahora que las pieles son más finas. ¡La gente se ofende tan fácilmente! ¡Endurece tu piel! Los palos y las piedras pueden romperte las pelotas, pero las palabras no pueden hacerte daño. Son esas cosas simples de la niñez en las que creo.

— ¿Sus fantasías han cambiado desde que era un niño?

— Supongo que un poco. Yo me creía los cuentos de hadas de Grimm, me creía la Biblia. Eran fantasías muy interesantes. Te haces viejo y aprendes más, ves más. Ni siquiera sé cuáles son mis fantasías ahora, no sé si las tengo. Solo miro a los árboles y pienso que son las cosas más maravillosas del planeta. Cualquier cosa que esté viva. Un bichito pequeño. Solo la creación de eso, esa pequeña máquina, es increíble. Disfruto mucho de mi nieto, es extraordinaria la relación abuelo-nieto. La familia tradicional está bastante bien diseñada. El abuelo está de vuelta, el niño empieza a vivir y los padres están en medio haciendo un trabajo de mierda. Por eso los dos extremos están juntos. Encuentro la vida apasionante. Y pronto descubriré cómo es la muerte. Creo que la muerte es la nada. Una vez tuve una operación y me pusieron anestesia general. Cuando te despiertas por las mañanas, tienes algún recuerdo de algo, de sueños, del paso del tiempo. Pero aquella vez, nada de nada. Ese trozo de vida me fue extirpado. Eso debe de ser la muerte. Nada. No me apetece mucho, francamente.

— ¿Cómo le gustaría ser recordado?

— Solía pensar en eso de niño. No me interesa tanto cómo voy a ser recordado yo, me interesan más mis películas. No creo que yo sea particularmente importante, simplemente sucedió que fui maldecido o bendecido con determinados talentos. Las películas sí me importan. Me gusta cuando la gente me dice que Brazil ha cambiado su vida. No puedo aspirar a más. Olvídense de mí, olvídense del viejo con el corte de pelo absurdo y piensen en las películas. En mi tumba sí sé lo que pondrá. Cuando estaba promocionando Brazil en algún lugar de Texas acudí a un programa de radio en el que intervenían oyentes. Uno llamó y dijo: “He visto la película y he reído de asombro”. Eso pondrá en mi tumba: “Se rió de asombro”. ¡Puta maravilla! (risas).

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El milagro del rugby: El proyecto Alcatraz en Venezuela

El asalto a la hacienda Santa Teresa, en diciembre de 2003, cambió la vida no solo de los dueños sino de los atacantes.

/ 9 de febrero de 2014 / 04:00

Todo empezó con un violento asalto. Un audaz empresario comprendió que no podía vivir de espaldas a su comunidad. Y la hacienda Santa Teresa, cuna del ron venezolano, se convirtió en escenario de una increíble historia de rehabilitación de delincuentes y regeneración social a través de un deporte de villanos jugado por caballeros.

Cuando aquel sábado de diciembre el oficial de seguridad, uno de los 28 hombres a las órdenes del expolicía Jimin Pérez, acudió a apagar un incendio en los límites de la hacienda, ni en sueños pudo haber imaginado que la brutal paliza que estaba a punto de recibir desencadenaría una sucesión de acontecimientos que iban a cambiar el destino de aquel valle y de sus habitantes. Encontró el fuego, pero también una emboscada. Tres asaltantes se abalanzaron sobre él, le desarmaron y lo golpearon hasta casi matarlo.

Esto es el estado de Aragua, al norte de Venezuela. Corría el año 2003, el presidente Hugo Chávez cumplía su quinto año en el poder. Aquella no era la primera invasión que sufría la hacienda Santa Teresa, 3.000 hectáreas con 200 años de historia enclavadas en un exuberante valle, dedicadas principalmente a la plantación de caña de azúcar para elaborar ron. Las bandas juveniles controlaban los barrios —así se llama aquí a las favelas— del municipio de Revenga, que se encaraman caóticos a los empinados cerros que rodean la hacienda. La tasa de homicidios en el municipio en los primeros años del nuevo siglo rondaba los 114 por cada 100.000 habitantes al año, el doble de la media en Venezuela, el país con la segunda tasa más alta del mundo después de Honduras.

Alberto Vollmer, de 44 años, presidente de Ron Santa Teresa y dueño de la hacienda, fue informado del asalto aquella misma tarde. “Lo primero que piensas es llamar a la Policía”, recuerda, “pero la Policía es tan corrupta que no sabes a qué atenerte. Decidí decirle a Jimin, mi jefe de seguridad, que se pusiera a buscarlos”. Jimin Pérez, un hombre corpulento y socarrón, conocedor de los códigos del hampa, que lleva 20 años al servicio de Vollmer, emprendió la caza y en pocos días ya tenía una presa. Llamó a su jefe. “Ingeniero, tengo a uno de ellos. Solo nos queda joderlo”, le dijo.

Alberto le ordenó que lo entregara a la Policía. Jimin lo hizo y resultó que la Policía llevaba tiempo buscando al chico, un miembro de la banda de la Placita. Lo metieron en un jeep, pero lo colocaron acostado, algo que le dio mala espina a Jimin: así los meten cuando no quieren que desde fuera se vea que llevan a alguien. Decidió seguirlos hasta la montaña y vio cómo lo bajaban del coche para ejecutarlo. Entonces Jimin intervino. Negoció con los policías y llevó al chico a la hacienda.

Alberto le pidió a Jimin que le quitase las esposas para poder tener con él “una conversación de caballeros”. El patrón se interesó por los argumentos del asaltante y le expuso los suyos. Le dijo: “Tengo dos opciones. Una es la legal, la que quisimos hacer antes. Y la otra es más creativa: te ofrezco trabajar tres meses en la hacienda para pagar tu culpa, y nosotros te damos comida y alojamiento”.

El joven aceptó la solución “creativa” y empezó a trabajar en la finca. A los pocos días, Jimin capturó al segundo asaltante, que resultó ser el jefe de la banda.

Alberto le ofreció idéntico trato y aceptó. Pero a los pocos días le pidió al patrón una reunión. “Verá”, le dijo, “es que hay algunos amigos, cuatro o cinco, que están en nuestra misma situación. ¿No podría usted reclutarlos también?”. “Que vengan el viernes”, le respondió Alberto, “y ya veremos”.

Y llegó el viernes. Pero no vinieron cuatro o cinco, sino 22. La banda de la Placita completa. Entonces Alberto tuvo una de sus visiones. “Nos estaban dando algo que antes no teníamos”, recuerda que pensó. “Sus caras, sus nombres, sus identidades. Empecé a ver en la crisis una oportunidad, así que reclutamos a la banda completa. Y ahí es donde realmente nace lo que bautizamos como Proyecto Alcatraz”.

Todo iba, recuerda Alberto, “violentamente rápido”. “Estábamos entusiasmados. Pero teníamos que ver cómo normalizar aquello”, explica. Tenían a la banda aislada en el monte, bajo la supervisión (no siempre amable) de Jimin. “Yo al principio quería que aquello no funcionara”, reconoce Jimin. “Les ponía las peores condiciones para que no aguantasen. Les subía de madrugada a la montaña a sembrar árboles, les daba la comida justa. Estuve un mes hostigándolos. Incluso les tendía trampas. Solía dejar una pistola sin munición al alcance de su mano para ver si la robaban, para probarlos. Y tenía escondida otra, cargada, por si lo hacían”.

Alberto se empezaba a dar cuenta de lo complicado del asunto que tenía entre manos. “Comprendimos que había que introducirles valores”, dice. Y fue entonces cuando, hurgando en su propia experiencia personal, dio con un inesperado catalizador que se convertiría en la clave del proyecto y de la transformación de los chicos: el rugby.

Alberto Vollmer es un apasionado de este deporte. Lo aprendió en Francia en los ochenta con su hermano Enrique. En 1990, al regresar a Venezuela, crearon un equipo en la universidad. Así que decidió pasar de la élite universitaria a los bajos fondos, hablarles a los chicos de Alcatraz del rugby y formar un equipo con ellos. Era un lenguaje que entendían y además, en palabras de Alberto, “un instrumento perfecto para transmitir los valores que necesitaban”. Esos valores se resumen en cinco: respeto, disciplina, trabajo en equipo, humildad y espíritu deportivo. El rugby, explica Alberto, tiene peculiaridades que no tienen otros deportes. En el fútbol, por ejemplo, la trampa está incorporada al deporte: los jugadores se tiran, engañan. En el rugby no se hace eso. Se pega duro, pero se juega limpio. Es un deporte de villanos jugado por caballeros. “En el rugby existe el llamado tercer tiempo”, añade Alberto. “Cuando acaba el partido, los dos equipos celebran juntos. Hay una hermandad que no hay en otros deportes. El deporte les enseña a estos chicos a comunicarse. Antes de Alcatraz, el rugby en Venezuela era universitario. Así que los chicos ahora tratan con jóvenes universitarios, tienen el tercer tiempo con ellos. Ahora hay cinco alcatraces en la selección nacional Sub-18 y tres en la absoluta”.

Con el rugby, los progresos empezaban a verse. Pero había un problema: la banda del Cementerio. Los peligrosos enemigos de los jóvenes reclutados ya se habían enterado de que andaban escondidos por el monte. Alberto comprendió que tenían que afrontar la situación y subió con Jimin al cerro, armados con un ordenador y un proyector. Lo cierto es que Jimin quiso subir mejor equipado. “Llevaba tres pistolas”, admite. “Pero él me ordenó que las dejara”. Llegaron a la plaza, protegida por posiciones de francotiradores, y Alberto empezó a llamar a la gente a gritos. “Tuvimos un debate sobre nuestra visión del municipio”, cuenta.

Y los 36 miembros de la banda del Cementerio acabaron en el Proyecto Alcatraz.

Trabajaban con las dos bandas por separado y del proyecto no había nada escrito, era pura intuición, se decidía todo sobre la marcha. Con el tiempo, las dos bandas hicieron las paces y jugaron al rugby juntas. La voz se corrió por el valle y a la semana había otras seis bandas haciendo cola para entrar en un proyecto que ni siquiera estaba definido del todo.

“Esto ha sido algo inesperado para todos”, explica Alberto. “Para nosotros, para las bandas y para las propias autoridades. Inicialmente incluso circuló el rumor de que estábamos haciendo un ejército de delincuentes para tumbar a Chávez. Han pasado mil cosas positivas, pero quizá el indicador más claro es la tasa de homicidios: hoy está en 25 por cada 100.000 habitantes al año, menos de una cuarta parte de cuando empezamos”.

Por el Proyecto Alcatraz han pasado cerca de 200 individuos de un municipio de 60.000 habitantes. Además hay un programa de rugby escolar y otro comunitario, dirigido a los chicos que apenas están asomándose a la delincuencia. Los propios alcatraces los reclutan en los barrios. Hay cerca de 2.000 muchachos entrenando. Y hay madres que han perdido a sus hijos en tiroteos en los cerros que ahora son mediadoras del proyecto. José Gregorio, uno de los jóvenes que participó en el asalto inicial y que hoy es entrenador de rugby, que aún conserva de su anterior vida un disparo en la pierna y otro en el brazo, aporta una de las claves: “Antes los chicos del barrio nos veían con pistolas y jugaban a pistolas; ahora nos ven con balones de rugby y juegan al rugby”.
Muchas Administraciones en países como Colombia se han interesado por el modelo. El propio Gobierno venezolano, tras los recelos iniciales, ha terminado por tender lazos. “Pero antes”, explica Alberto, “necesitábamos tenerlo encapsulado. Empezamos a buscar ayuda. Hasta que un día ganamos un premio en Inglaterra, llamado Beyond Sport, y nos dieron toda la consultoría gratis de Accenture”. Ahora están puliendo un proceso que se estructura en tres fases. La primera es la de aislamiento: tres meses de trabajo y rugby en la montaña. Después empiezan un trabajo remunerado en la empresa, y por último, la reinserción supervisada.

Domingo 24 de noviembre de 2013. Da de fiesta en la hacienda. Se juegan las fases finales de la 20ª edición del torneo internacional de rugby Santa Teresa.

Compiten los cuatro equipos del Alcatraz. El A, el B, el juvenil y el femenino. El sol tropical empieza ya a caer inclemente sobre el césped de la cancha de rugby, las hinchadas se acomodan en las gradas metálicas.

Un largo camino flanqueado por centenares de chaguaranos, imponentes palmeras que alcanzan los 25 metros de altura, conduce a través de densos campos de cañas de azúcar hasta la casa de los Vollmer. En un punto del recorrido, el camino se cruza en ángulo recto con otro idéntico, formando la cruz de Aragua, que históricamente ha servido para identificar desde el aire el valle. Los larguísimos chaguaranos fueron en tiempos pasados símbolo de opulencia. “El bling-bling de la época”, según explica un alcatraz.

Una opulencia que no se encuentra en la residencia de los Vollmer, en cuyo patio desayunan esta mañana tres generaciones. Alberto J. Vollmer y su elegante mujer, Christine; su hijo Alberto Vollmer y su esposa, María Antonia, y la pequeña hija de ambos, que pronto tendrá un hermanito. En el equipo de música suena aún otro Vollmer, Federico Gustavo, compositor, que fue el primero nacido en Venezuela, en 1834, con ese apellido alemán. El primer Vollmer que llegó a Venezuela, Gustav Julius, tatarabuelo de Alberto júnior, lo hizo en 1826. Quedó prendado de Francisca Ribas y Palacios, más conocida como Panchita, protagonista de una historia propia de una novela de realismo mágico. El tío de Panchita, José Félix Ribas, fue un general del ejército libertador, que en 1814 protagonizó la batalla de la Victoria, en la que un inexperto ejército de estudiantes que había reclutado paró a las tropas de José Tomás Bovés. Pero el temible Bovés se repuso, continuó su camino hacia la capital y ordenó liquidar a toda la familia Ribas. Solo se salvó la pequeña Panchita, que fue capturada cuando apenas tenía ocho años.

Una esclava liberada reconoció a Panchita y terminó comprándosela a un oficial por siete pesos macuquinos. La escondió con familias de negros durante cinco años. Cuando acabó la guerra, la trajo a Aragua, y aquí la conoció Gustav Julius Vollmer.

Gustav Julius y Panchita se casaron en 1830 y empezaron a recuperar las haciendas familiares. La de Santa Teresa la adquirió en 1875 su hijo, Gustavo Julio, y ya entonces se producía aquí un licor que llamaban ron. Alberto Vollmer júnior entra en escena en la segunda mitad de los noventa. La compañía de ron Santa Teresa vivía momentos críticos. Las fluctuaciones del cambio de moneda en el país habían convertido la deuda de la empresa en insostenible. El negocio del ron, como explica el padre de Alberto, es dolorosamente contracíclico en Venezuela. Cuando el país va bien y la gente tiene dinero, beben whisky; cuando la economía va mal, la gente se entrega al ron.

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