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Paco de Lucía Memoria de una ausencia

A poco más de un año de su deceso, un grupo de artistas hace suya la rumba y le rinde tributo

/ 19 de abril de 2015 / 04:00

Los aniversarios suelen reabrir heridas. Las de Gabriela Canseco, la viuda del genial guitarrista, parecen en carne viva. “Su muerte fue un caos absoluto, nos lo quitaron de las manos, pasó de ser mío a patrimonio de la humanidad”, recuerda en su casa de Mallorca. Justo antes de partir para la gira latinoamericana de la que no regresó, dio su visto bueno para la edición de Entre 20 aguas, un libro-disco grabado un año después de su muerte y en el que 20 artistas de diferentes géneros musicales, como Chick Corea, Michel Camilo, Chucho Valdés o Alejandro Sanz, hacen suya la rumba Vámonos.

Siempre que Paco de Lucía salía al escenario, llevaba una camisa blanca. La misma que usaba en todos los conciertos y que, con el paso del tiempo, llegó a sufrir una quemadura de cigarrillo. Formaba parte de su uniforme, junto con el chaleco negro y las botas de caña (con el tacón justo para equilibrar el peso de la guitarra). Su viuda, Gabriela Canseco (México DF, 1966), acompañaba siempre que podía al músico en sus giras y era la encargada, muchas veces, de tener la prenda fetiche lista para el día siguiente. No suena muy feminista, pero las cosas funcionaban así. Tras casi veinte años a su lado, desde que se conocieron y se enamoraron en México, ella se acostumbró por deseo propio a seguir sus pasos y a vigilar que todo estuviera a su gusto. Otro de sus rituales: dos horas antes de cada concierto se encerraba solo en el camerino a practicar dedos, relajarse y limarse las uñas. Y al concluir la actuación, tras los aplausos y los bises, otro tiempo de desconexión antes de abrir el camerino para los fans. “Además de los famosos de turno, lo agasajaban jóvenes guitarristas. Paco siempre miraba sus uñas antes de formular la típica pregunta retórica: “Eres guitarrista, ¿verdad?”. Gabriela Canseco habla con voz pausada y, todavía a veces, se refiere a su esposo en presente. Desde que De Lucía falleció hace poco más de un año en México a causa de un infarto, vive dedicada a cuidar su memoria. Lleva la alianza de oro colgada de una cadena al cuello y sueña con montar una fundación en la que participen los cinco hijos del artista (tres del matrimonio anterior) para administrar su legado.

La pareja se enamoró en México, en el curso de una gira. Permanecer a su lado suponía combinar periodos de calma, como los dos años de luna de miel con los que se inició su relación, en una de esas fases de descanso en las que el guitarrista se dejaba crecer la barba para convertirse en Francisco Sánchez, con un constante abrir y cerrar maletas por los hoteles del mundo donde recalaba Paco de Lucía. “Dejé de lado mi carrera como restauradora de arte para acompañarlo siempre que podía. Cuando nació Antonia (su hija mayor) la llevamos a Japón de gira. Vivíamos en una zona de selva en México hasta que Antonia tuvo edad de ir al colegio, pero aquello no era sitio para un niño. Así que empezamos a buscar un lugar en el mundo para vivir. Podía ser Europa u otro continente. Cada vez nos íbamos más lejos. Paco no quería saber nada de las ciudades, necesitaba tener cerca el mar y tranquilidad. No le gustaban las aglomeraciones ni que la gente lo parara por la calle. Primero estuvimos en Toledo hasta que la casa se convirtió en parte del recorrido turístico de la ciudad y salimos huyendo. Luego recalamos en Palma, los mallorquines son gente respetuosa y discreta”.

En El Horizonte —la casa donde De Lucía vivió “feliz” los últimos ocho años con su esposa y sus dos hijos pequeños— sus gorras siguen prendidas del perchero; el busto que le regaló una escultora, tocado con su sombrero cordobés, sobre la repisa, rodeado de instrumentos musicales y antigüedades que fue comprando por el mundo. “Aquí encontró un equilibrio que le sentaba muy bien”, apunta Gabriela. “Se levantaba pronto y se encerraba en el estudio; la comida, a la una en punto, era un ritual. Disfrutaba mucho de la mesa: pescado recién traído del mercado, potajes de garbanzos o de judías. Después de comer, vuelta al estudio. Antes de anochecer, hora y media de caminata, por un sendero que se trazó alrededor de la casa, cuidaba personalmente de las plantas, y remataba la tarde con un plato grande de fruta. Melón o sandía, sus favoritos, cuando encontraba una buena partida de melones compraba una docena para tenerlos asegurados. Y al final de la jornada su pan con aceite y café a modo de cena”. Disfrutaba con Parrita, suspiraba con Marifé de Triana y respiraba con los flamencos antiguos. Su relación con la música fue vertiginosa. Le costaba poner el punto final a sus discos: “Le hubiera gustado poder modificarlos eternamente. Por eso nunca volvía a escuchar un disco suyo. De haberlo hecho hubiera encontrado mil detalles que podría haber mejorado y que hubieran desgarrado su sensibilidad”. Cuando componía entraba en un periodo de toque de queda: “Se encerraba en las profundidades de sus emociones, y se podía pasar así meses”. Como en el caso de Cositas buenas, que duró más de dos años. “No se conformaba con un casi o con un bien, necesitaba llegar más allá”.

Su estudio de grabación, impoluto y vacío, guarda la memoria de su ausencia. Por las ventanas se cuela la luz del Mediterráneo. Las guitarras con el humidificador, a la temperatura justa; la silla de estilo árabe desvencijada, que heredó del antiguo propietario de la casa y en la que se sentaba para hacer mezclas, justo frente al ordenador. Presidiendo el estudio, un retrato, enmarcado en dorado, del músico junto a Camarón, en una instantánea captada en un concierto cuando ambos eran jóvenes promesas del flamenco; en un rincón, la pantalla de plasma y el sillón donde se sentaba a disfrutar de los partidos del Madrid y, al lado, la mesa supletoria con las tazas para el poleo y dos botellas empezadas de tequila y vodka, por si la fiesta se alargaba. Fue allí donde una tarde de charla con su amigo el productor Javier Limón hablaron de grabar un disco, sobre Paco pero sin Paco. Al guitarrista le hizo gracia la idea. Se barajó incluso la rumba que marcó su carrera, pero todo se aplazó hasta la vuelta de la gira latinoamericana.

Desde que De Lucía grabó el disco en directo Conciertos por España 2010, todos sus directos concluían al ritmo de Vámonos. Incorporada al repertorio habitual, sonaba como el último bis y se llamó así porque el propio guitarrista verbalizaba un “¡vámonos!” antes de emprender los acordes de la rumba. Vámonos se escucha ahora como una variación de la melodía de su imbatible Entre dos aguas, la rumba más popular del repertorio flamenco y cuyo origen se remonta a la grabación del disco Fuente y caudal, en 1973. Al álbum, cuidadosamente compuesto por un músico que acababa de cumplir 26 años en plenitud artística, le faltaba un tema para completar el LP (entonces eran vinilos de dos caras). La inspiración surgió a partir del Te estoy amando locamente, la composición de Felipe Campuzano que popularizaron Las Grecas: “Allí mismo, en el estudio, llamé a un bajo y a un bongó y se grabó totalmente improvisado, por primera vez en el flamenco y en mi carrera, a la manera de los músicos de jazz”. Lo contó el propio De Lucía en el documental

La búsqueda, firmado por su hijo Curro Sánchez. Cuando Jesús Quintero, entonces mánager del artista, la escuchó, comprendió lo que valía ese material y puso en marcha la maquinaria. El mundo del jazz, del rock y hasta los clásicos brasileños se rindieron a sus pies y quisieron tocar con él. Durante cuatro décadas, De Lucía fue añadiéndole notas. Varió la composición, añadió instrumentos, le sumó el toque de percusión del cajón peruano, la ilustró con un bailaor…

Precisamente por esa carga simbólica, Javier Limón, productor de Entre 20 aguas, eligió Vámonos como tema central del disco en el que, a través de 16 interpretaciones, sus amigos le rinden homenaje por su fuerza y su simbolismo. Con Vámonos despidió el 23 de noviembre de 2013 el concierto de Santiago de Chile, la última ocasión en que se le pudo ver en un escenario. Ahora, un año después (falleció el 26 de febrero de 2014), 20 músicos, entre los que se cuentan Chick Corea y Michel Camilo (ambos con un solo de piano), Chucho Valdés (pleno de sonidos caribeños), Jorge Pardo (que arranca con un solo de flauta hasta llegar a una orquestación típica de los años setenta) o Alejandro Sanz, que canta por soleá, hacen suya la rumba. El disco sale a la venta hoy en España.

Su viuda rememora sus últimos meses de vida con incredulidad. “Paco no era uno de esos hombres que sacan la basura o que van a buscar a los niños al colegio. Era muy controlador y le gustaba meterse en todo; se comprometía mucho con los proyectos que le interesaban, ya fuera un documental con su hijo Curro o dirigir las obras de la casa. Mi misión era cuidarlo. Actuaba como secretaria, mánager y hasta le tomaba las fotos, porque un día decidió que fuera yo la que lo retratara. Ni siquiera hablaba con sus representantes en Europa o América, yo hacía de puente, revisaba las giras, los contratos y hasta los hoteles donde se alojaba. Él tenía sus momentos y yo sabía cuándo había que plantearle las cosas”.

Tantos años de carretera y de practicar con la guitarra le habían dejado secuelas. Además, seguía fumando como un carretero. “Conservaba una ilusión tremenda por lo que hacía, se entregaba tanto que había conciertos en que acababa roto”. Las actuaciones en Europa le permitían pasar una noche fuera y al día siguiente volver a casa. Algo impensable si viajas por Latinoamérica. “Allí sentía la alegría de estar vivo, pero se notaba cansado. Antes de arrancar las giras cogía la guitarra y se metía en sí mismo, sufría la presión”. Decía que se había pasado el 90% de su vida solo. “Por eso, antes de iniciar la gira decidió trasladarse con toda la familia a Cuba y desde allí moverse por el continente. Fue una aventura genial”, rememora Gabriela. “Musicalmente a Paco le encantaban el son y la salsa, y como teníamos la libertad que nos da el liceo para que los niños siguieran clases por correo, nos fuimos todos”.

En la isla caribeña se enteró, vía WhatsApp de su biógrafo Juan José Téllez, de la muerte de su gran amigo Félix Grande. Fue un mazazo. Ahí decidió dejar de fumar y empezó a tomar pastillas para calmar la ansiedad de nicotina. Pero dejar de fumar y estar de gira no cuadraban. Al acabar, recalaron en su casa mexicana y preparó el ritual necesario para grabar un nuevo disco, “un disco flamenco”, y revisar la música que le había mandado su amigo John McLaughlin. El toque de queda comenzaba al día siguiente. Hasta entonces podía aprovechar para jugar al fútbol con su hijo Diego en la playa, pero el corazón le jugó una mala pasada. “Fue una pesadilla. No había vuelo directo a España hasta pasados tres días. El Gobierno no respondió, podía habernos mandado un avión; cada quince minutos surgían nuevas opciones, que si el avión de Julio Iglesias, que si el seguro… Al final, fue Luis Cobos quien nos ayudó. A mí no me importaba, estaba viviendo los últimos momentos de intimidad con él. La capilla ardiente en Madrid fue una especie de circo mediático, aunque me emocionaron los testimonios de la gente. Ahí conocí a Casilda Varela (su primera esposa). El entierro en Algeciras fue más espontáneo, pero sentí que me lo arrebataban, que no tenía un momento para llorar a solas”.

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Javier Bardem: ‘La maldad tiene su atractivo’

El español es el malo de la película por antonomasia. Uno de los mejores intérpretes de su generación. Ahora recrea para el cine al narcotraficante colombiano Pablo Escobar.

/ 22 de marzo de 2018 / 16:00

Suerte. Preparación. Decisión. Y tesón. Javier Bardem ha construido su carrera sobre cuatro elementos que, sumados a un rostro salvaje y un gesto que puede resultar tan duro como viril, lo han encumbrado como uno de los mejores actores de su generación. Nieto, hijo y sobrino de cómicos, en su currículo figura toda la gama de premios, desde el Oscar hasta el Bafta o los Goya. Ningún actor español ha llegado tan lejos. En Hollywood lo consideran uno de los suyos. Casado felizmente con Penélope Cruz, parece vivir un momento dulce en una carrera que compagina con el activismo. Acaba de visitar la Antártida para denunciar el deshielo y de protagonizar la campaña de una marca de lujo.

Viste ropa deportiva y visera para pasar inadvertido. El protagonista de Antes que anochezca (Las Palmas de Gran Canaria, 1969) saluda con la resolución de los tímidos que se crecen en la distancia corta. Está promocionando Loving Pablo, la película que protagoniza y produce junto a su esposa, en la que recrea al narcotraficante colombiano Pablo Escobar.

— Loving Pablo es el fruto de 10 años de trabajo con su amigo el director Fernando León de Aranoa. ¿Qué encontraron en el libro de la periodista Virginia Vallejo para adaptarlo al cine?

— Más allá de la relación sentimental, había detalles que recreaban los años 80. Virginia, con la que hemos hablado en un par de ocasiones, se enamora de Pablo y entra en un agujero del cual, hoy día, todavía está intentando salir. Pero en el libro hay anécdotas fantásticas de dos tipos que se creyeron los reyes de la colina.

— Después de pasar 10 semanas de rodaje en Colombia, ¿cambió su impresión sobre el personaje?

— Llevaba años documentándome, pero cuando llegas al sitio y ves las barriadas de Medellín en las que creció entiendes mejor su origen, su ambición desmesurada y ese compromiso social que luego utilizó convenientemente para transformarse en alguien más poderoso. Inventó el narcotráfico con su muerte y terror, y se convirtió en el enemigo público número uno, un tipo que se reía del Estado de derecho. Su muerte fue un asunto nacional y quizá por eso seguimos hablando de él.

— Cuando el presidente de Colombia aterrizó en la madrileña Puerta del Sol y vio el cartel de Narcos no pareció apreciar ese aspecto literario del tema.

— Y yo lo entiendo. Unos siguen llevando flores a su tumba y otros, la mayoría, lo desprecian y recuerdan con horror. Se saben presos de una historia que generó mucho ruido y mucha muerte. Para que un tipo así floreciese hacía falta también una sociedad corrupta y una jerarquía nada sensible a lo que estaban creando. Luego muchos miraron para otro lado cuando el Estado le declaró la guerra.

— ¿Cómo preparó un papel con tantos claroscuros?

— Esa era una de las razones por las que lo quería hacer. Me han ofrecido no todos, pero sí muchos Escobares, y siempre había algo que me echaba para atrás. No veía en esos personajes color, veía rasgo grueso. Me interesa su fisicidad. Después de muchas lecturas y visionar las entrevistas que le hicieron, lo visualicé como un hipopótamo, su animal favorito, del cual poseía su energía y la sangre fría para cometer atrocidades. Era un tipo pausado que ponía a todo el mundo a la carrera. Y eso para un actor es un lujo.

— Para un intérprete de método como usted, ¿qué resulta más complicado: el ejercicio emocional de entrar o salir de los personajes?

— Empecé a los 19 años y he cumplido 49. Ya he pasado por muchos sitios, hay personajes que me ha costado mucho más sacármelos de encima. La edad, la experiencia y el sentido común te ayudan a desentenderte emocionalmente, pero no sé si intelectualmente. Por un tiempo sigues pensando en esa figura que has creado, pero no fue el caso de Escobar. Cuando decían “¡Corten!”, lo dejaba ahí y me marchaba. En este caso, además, trabajaba con mi pareja y llevarse a casa el trabajo con dos hijos resulta muy complicado.

— Conoció a su esposa cuando ella tenía 16 años en Jamón, jamón; luego les juntó Woody Allen en Vicky Cristina Barcelona. Ya casados han trabajado en Loving Pablo y ahora acaban de rodar en Madrid con el director iraní Asghar Farhadi. ¿Tiene ventajas compartir plató?

— Uno no puede dejar lo personal fuera, pero ahora que somos adultos, esto nos motiva a entrar en un juego de imaginación y de creatividad, en el que no importa lo que a uno le pasa, sino lo que imagina que despierta en el otro, algo que te obliga a saltar la barrera personal para meterte en la ficción y que, en definitiva, es la interpretación.

— Antes fue Anton Chigurh, el frío asesino de No es país para viejos, o Raoul Silva, el ciberterrorista rubio de Skyfall con Daniel Craig en una secuela de 007. ¿Siente predilección por los villanos?

— Bueno, a ver, sí (risas). Pero son personajes distintos dentro de lo suyo. Elijo entre lo que me ofrecen buscando tonos diferentes en cada entrega.

— Vamos, que tiene callo haciendo de malvado…

— No busco excusas, si hay material como para construir un carácter, acepto. Silva o el protagonista de los hermanos Coen se aproximan a la destrucción por caminos distintos. Hay algo atractivo detrás de esa maldad, hurgar en lo que sucedió para que se convirtieran en monstruos. En No es país para viejos mi personaje no mostraba ningún signo de humanidad, ese era el reto, suplantar a un ser humano muy alterado, como los que, desgraciadamente, encontramos muchos días en los periódicos. Aquí debes olvidarte de ti para buscar el alma de otro, y ese trabajo te ayuda a no enjuiciar fácilmente a la gente porque estás obligado a entenderlos.

—¿Cuándo recurre a Juan Carlos Corazza, su maestro de actuación?

— Es un laboratorio al que voy a aprender desde que empecé. Estoy bendecido por la suerte de haber encontrado a alguien que me ayuda en lo personal y en lo laboral. Admiro su talento para entender la verdad de la ficción, el trabajo, como decía Liv Ullmann, de quitar máscaras y convertirlo en algo emotivo y sincero.

— Sam Mendes, los hermanos Coen, Julian Schnabel. Carmen Maura decía que los directores se dividían entre los que hablan mucho y los que no dicen nada. ¿Cuál prefiere?

— (Risas) Bien visto. He tenido mucha suerte con la gente que he trabajado. Los Coen y Woody Allen pertenecen al grupo de los que no hablan, y de los otros… Julian dice tantas cosas interesantes que no me canso de escucharlo. Cada director te deja su impronta, pero a medida que pasan los años veo que el cine es cada vez más, como dice Fernando (León de Aranoa), una disciplina artística regida por el dinero. Hay que ceñirse al presupuesto y pasa hasta en las grandes producciones. Lo he visto en Piratas del Caribe. Encontrar la inspiración y el coraje en ese ambiente me parece admirable.

— En Hollywood lo consideran uno de los suyos, incluso uno de sus personajes salió en un cameo en un capítulo de Los Simpson.

— Todo han sido accidentes. Cuando los jóvenes me piden que les dé un consejo, uso la frase de Cela: “Yo no doy consejos, que la gente se equivoque sola”. Conviene estar preparado para cuando el accidente se produce. Bigas (Luna) decía que la carrera es mitad suerte, 25% preparación y 25% decisión y tesón.

— Supongo que Bigas Luna ocupa un altar en su currículo.

— Me dio mi primer papel en Las edades de Lulú, un personaje difícil, en un prostíbulo y con mi madre delante, que era la reina del burdel. Le debo mi carrera y una mujer. Le quiero mucho.

— ¿Quién le pone en la tierra?

—  Mis amigos y mi familia, aunque creo que eso va impreso en la educación. Crecí en una familia de cómicos y he visto las dificultades de mi madre, con rachas de mucho trabajo y de mucho paro. Recuerdo su vida, siempre pendiente del teléfono, y las consecuencias que eso tenía para la economía casera. Hay un asunto relacionado con esta profesión que llevo marcado a hierro y que tiene que ver con saber tomar distancia. Si no te imaginas haciendo otra cosa, debes abrazar lo que traiga, tanto el éxito como el fracaso. Hay que saber fajar con todo.

— ¿También con la fama?

— Cuando hice Jamón, jamón, recuerdo la explosión de popularidad, ir por la calle y cómo la gente me reconocía. Me resultó raro e incómodo. Ese tipo de reconocimiento no va conmigo.

— Pero ahora lo reconocen en todas partes.

— Me ha costado asimilarlo, pero lo he asumido como parte de mi vida, aunque he llegado a negar la mayor y decir que no era yo. Nunca he tenido problemas de fans, pero sí con el abuso mediático y la gente que vive de eso y se te echa encima para conseguir una exclusiva. No recuerdo una experiencia incómoda en la calle, ni en España ni fuera. Hay gente cariñosa y divertida que también viene a decirme que no le gusta lo que hago.

— ¿A qué ha renunciado por la fama?

— A la capacidad de hacerte invisible, de mirar sin ser visto, pero no vivo prisionero de ello, me busco mis formas para poder observar, porque para mí eso forma parte de mi trabajo y de la inspiración que genera. Voy mucho en metro y, de cada diez veces, en cinco veo teléfonos que me apuntan para tomar una foto. Busco las líneas y las horas, pero siempre noto la mirada de un tipo desde el otro lado del vagón.

— No fue un buen estudiante. Tampoco se adaptó a la disciplina. Le gustaban más las peleas que las matemáticas. ¿La vida le ha serenado?

— Sí, pero no me gustaba pelearme. De hecho, he sido bastante cobardica aunque haya hecho boxeo, artes marciales y tuviera fondo. Ponía la agresividad en el campo de rugby y todavía me gusta mucho la fisicidad del asunto, no soy un intelectual aunque soy muy cerebral, más de lo que me gustaría. Siempre he sido muy instintivo, tanto que a veces pienso demasiado tarde: “Pero ¿cómo pude hacer o decir eso?”. Aunque también eso me ha ayudado como actor. Hay que tener hambre en el sentido artístico, que no te lo den todo con cuchara. Saber que uno tiene que aprender, que no lo sabes todo, que las cosas cuestan mucho, que puedes llegar.

— Suena como uno de esos casos típicos del sueño americano.

— Soy un poco ejemplo de eso, de un accidente del azar. He tenido la suerte de sufrir, pero me llamó Bigas y Julian, que me vio saliendo de una fiesta, me preguntó si era actor. Había visto Carne trémula, pero justo yo estaba ahí en ese momento. La vida me ha traído tantas cosas que no hay día que no lo agradezca. Hoy tengo muchos amigos que son padres y hablamos mucho de cómo mostrar todo nuestro afecto a los hijos sin pasarnos para no limitarlos.

— Ahí no tiene preparador, pero sí la referencia de su madre.

— Lo más difícil que me he encontrado es la educación de los hijos. A veces no vale lo aprendido, entiendo lo difícil que es para la gente que está metida en un ritmo de vida vertiginoso escuchar a los hijos, sobre todo si son pequeños. La educación empieza ahí y exige una entrega enorme. Cuando llegas a casa, ellos quieren a su padre, no a Pablo Escobar. Hay una canción de U2 que me gusta mucho: “Ya tienes la suficiente experiencia o has vivido lo suficiente para saber que son los niños los que enseñan”.

— Los Bardem en España son, más que una saga, una marca. ¿Se siente querido?

— A nivel personal, mucho. Cuando voy por la calle con mi madre veo la gente que se le acerca a darle besos y cariño. AISGE (la sociedad de gestión de derechos de artistas e intérpretes) le hizo un homenaje al que asistimos 1.500 personas y además le han dado el premio (Cine, Ayuda y Solidaridad) de la Academia de Cine. Evidentemente, hay personas con ideas contrarias a las nuestras, pero bienvenidos sean todos. El insulto y la agresión solo descalifican, aunque alguna vez nosotros también hemos podido ser agresivos.

— ¿No se puede ser rico y de izquierdas?

— Bueno, rico, más bien vivir de tu trabajo y vivir bien. Es un dinero que he hecho a base de trabajar, no he robado a nadie y soy una persona que no ha cometido demasiados excesos. Soy ahorrador y todavía tengo dinero de cuando hice películas hace siete años. No derrocho, guardo y aseguro. Ante esa frase tan generalizada, me pregunto si para hablar de justicia social tienes que vivir debajo de un puente. Es curioso que mucha gente use eso de “si tienes esto, no puedes hablar de lo otro” porque nos empobrece y es una forma de despreciar al otro.

— Pero el que expresa una opinión tiene que estar preparado para escuchar al que opina diferente o a sufrir la justicia tuitera.

— Por supuesto. Pero yo no formo parte de esa justicia de las redes. A mi generación le ha tocado la explosión de lo mediático en primera persona y resulta muy duro. Dices una cosa y a los 15 minutos se escucha en la otra parte del mundo, para lo bueno y para lo malo, pero ha sido muy agresivo.

— Desde que estalló el caso Weinstein parece que estamos inmersos en una revolución. El #MeToo ya no hay quien lo pare, pero ¿son válidas las listas negras?

— Mis padres se divorciaron cuando yo tenía dos años, siempre he vivido con mi madre, una mujer con mucha fuerza, y mi educación es muy femenina; creo que entiendo cómo funciona una sociedad machista. Dicho esto, conviene hablar con cuidado. Por un lado, es extraordinario el levantamiento ante cualquier tipo de abuso, especialmente en lo relativo al sexo y el desequilibrio de género, ya sea salarial o moral, pero, ¡cuidado!, que estamos cruzando líneas peligrosas, como que todo lo que se diga y se publique en un medio baste para que esa persona ya sea culpable, con la ruina personal y laboral que implica y sin derecho a una defensa y un juicio justo.

— La estrella que ha caído hoy a la papelera es Mario Testino.

— No conozco su caso. Pero ahí fuera puede haber gente que te odia y que puede empezar a decir barbaridades para vengarse. Conviene recordar que la presunción de inocencia es un derecho. Evidentemente no hablo del caso Weinstein, en el que hay tantos testimonios conocidos por tanta gente, pero cada día surgen nuevos nombres y seguro que muchos o casi todos son verdad, pero debe haber un proceso legal. Se debe seguir denunciando, pero con cuidado. Asusta un poco, podría llegar un momento en que cualquiera puede ser la víctima.

— Ha trabajado con Woody Allen, al que ahora algunas feministas califican de monstruo. ¿El arte debe provocar?

— El arte debe ser libre, no me gusta que se censure una obra de arte porque sale una adolescente en una posición provocativa. En esa tesitura nunca se hubiera publicado Lolita.

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Los felices días de Hawking

La primera esposa del famoso físico cuenta en 500 páginas la historia de su vida

/ 25 de enero de 2015 / 04:00

Jane Wilde, primera esposa del científico, presentó en Madrid el libro, ahora llevado al cine, en que narra su vida con el cosmólogo.

Viendo su apariencia frágil, con su vestido de lana azul y leotardos negros, cuesta imaginar a Jane Wilde empujando la silla de ruedas del científico Stephen Hawking, quien entonces era su marido, rodeada por tres niños pequeños. La primera esposa del cosmólogo —se casaron en 1965 y se divorciaron en 1990—, una lingüista que hizo su tesis sobre La Celestina pasó por Madrid para promocionar su libro, Hacia el infinito. Mi vida con Stephen Hawking (Lumen), coincidiendo con el estreno en los cines de La teoría del todo. El filme, que compite por el Oscar a la mejor película, se basa en esa enorme historia de superación, cargada de batallas y de héroes cotidianos que ella ha plasmado en más de 500 páginas.

Stephen Hawking se mueve ahora por el mundo rodeado de flashes y de reconocimientos, pero hubo un tiempo en que fue “un padre feliz”, a quien su esposa y sus hijos ayudaban a comer (todo muy cortadito, muy pequeño), a bañarse y a sortear bordillos, una familia con apuros económicos para comprar una lavadora, una hipoteca o superar todas las trabas burocráticas que suponía compartir la vida con un enfermo de ELA.

Comenzó a escribir el libro en 1995, cinco años después de la separación y de que el científico la abandonase por una enfermera. “Dejé que pasara el tiempo antes de sentarme ante el ordenador porque me sentía tan agotada, tan rendida, que hubiera escrito un relato cargado de rencor”, contó. Quería detallar todo lo que quedaba oculto tras el científico y su éxito. “Pensé que si no era yo quien narraba todo lo que había tras la fama, alguien con menos sensibilidad se lo habría inventado”. Cuando puso punto final a su vida con Hawking, tras pasar 25 años juntos, sintió un gran alivio, como si se quitara un peso de encima.

Desde el principio de su matrimonio, fueron un cuarteto: la física, la esclerosis y ellos dos. Cuando le conoció, Hawking andaba a trompicones. En una de sus primeras citas, le tuvo que levantar del suelo donde acababa de estamparse, pero estaba “hechizada por sus límpidos ojos grises y su sonrisa”. Conocía el diagnóstico de su grave enfermedad degenerativa cuando aceptó casarse con él y cuidarlo.

La burocracia y la estrechez de miras la convirtieron en una activista a favor de los discapacitados. Además, Hawking era un esposo frágil y muy absorbente. “Estaba subyugada por él; sobre todo lo que yo pensaba, él tenía siempre una idea mejor de cómo hacerlo”. Así explica, por ejemplo, que Hawking encontrase, mientras ella hacía un examen, el tema de sus tesis: “¿No te das cuenta de que lo que precipita el drama es el hecho de que la vieja alcahueta Celestina rechace a Pármeno, un personaje secundario, que tiene un complejo materno respecto a ella?”. A justificar ese concepto freudiano aplicado a un texto de 1499 dedicó muchos años.

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Viendo su apariencia frágil, con su vestido de lana azul y leotardos negros, cuesta imaginar a Jane Wilde empujando la silla de ruedas del científico Stephen Hawking, quien entonces era su marido, rodeada por tres niños pequeños. La primera esposa del cosmólogo —se casaron en 1965 y se divorciaron en 1990—, una lingüista que hizo su tesis sobre La Celestina pasó por Madrid para promocionar su libro, Hacia el infinito. Mi vida con Stephen Hawking (Lumen), coincidiendo con el estreno en los cines de La teoría del todo. El filme, que compite por el Oscar a la mejor película, se basa en esa enorme historia de superación, cargada de batallas y de héroes cotidianos que ella ha plasmado en más de 500 páginas.

Stephen Hawking se mueve ahora por el mundo rodeado de flashes y de reconocimientos, pero hubo un tiempo en que fue “un padre feliz”, a quien su esposa y sus hijos ayudaban a comer (todo muy cortadito, muy pequeño), a bañarse y a sortear bordillos, una familia con apuros económicos para comprar una lavadora, una hipoteca o superar todas las trabas burocráticas que suponía compartir la vida con un enfermo de ELA.

Comenzó a escribir el libro en 1995, cinco años después de la separación y de que el científico la abandonase por una enfermera. “Dejé que pasara el tiempo antes de sentarme ante el ordenador porque me sentía tan agotada, tan rendida, que hubiera escrito un relato cargado de rencor”, contó. Quería detallar todo lo que quedaba oculto tras el científico y su éxito. “Pensé que si no era yo quien narraba todo lo que había tras la fama, alguien con menos sensibilidad se lo habría inventado”. Cuando puso punto final a su vida con Hawking, tras pasar 25 años juntos, sintió un gran alivio, como si se quitara un peso de encima.

Desde el principio de su matrimonio, fueron un cuarteto: la física, la esclerosis y ellos dos. Cuando le conoció, Hawking andaba a trompicones. En una de sus primeras citas, le tuvo que levantar del suelo donde acababa de estamparse, pero estaba “hechizada por sus límpidos ojos grises y su sonrisa”. Conocía el diagnóstico de su grave enfermedad degenerativa cuando aceptó casarse con él y cuidarlo.

La burocracia y la estrechez de miras la convirtieron en una activista a favor de los discapacitados. Además, Hawking era un esposo frágil y muy absorbente. “Estaba subyugada por él; sobre todo lo que yo pensaba, él tenía siempre una idea mejor de cómo hacerlo”. Así explica, por ejemplo, que Hawking encontrase, mientras ella hacía un examen, el tema de sus tesis: “¿No te das cuenta de que lo que precipita el drama es el hecho de que la vieja alcahueta Celestina rechace a Pármeno, un personaje secundario, que tiene un complejo materno respecto a ella?”. A justificar ese concepto freudiano aplicado a un texto de 1499 dedicó muchos años.

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El libro qué inventó El Boom

‘Los nuestros’, un libro de entrevistas de Luis Harss, estableció hace casi 50 años el canon de la literatura latinoamericana

/ 11 de noviembre de 2012 / 04:00

En el ambiente literario iberoamericano se respiraba una especie de internacionalismo que antes no existía: los argentinos conocían lo que se hacía en México o en Colombia. En los 60 se decía que la capital de América Latina era París porque allí se encontraron todos los escritores de aquella zona, unos exiliados de las dictaduras de sus países, mientras que otros estaban en misiones diplomáticas. El movimiento literario que estaba naciendo disponía de corte propia, ejército y artillería. En la capital francesa, el crítico Emir Rodríguez Monegal fundó la revista Mundo nuevo cuyo propósito fundamental era promocionar esta nueva cultura literaria.

Los autores se movían con su séquito, y la prensa, en especial la argentina, hablaba ya de una “concienciación literaria”. Sus obras circulaban por el continente gracias a las distribuidoras y a la nueva actitud de las editoriales. A los universitarios e intelectuales se les sumó un numeroso grupo de lectores que devoraba apasionadamente novelas como Rayuela, La ciudad y los perros o Pedro Páramo. El boom latinoamericano contó con muchos escritores y tres polos geográficos: Buenos Aires, México y Barcelona, donde la relación con Carlos Barral fue clave. Entre ellos, los más jóvenes se apodaron la Mafia. No eran íntimos, pero unos remitían a otros y salían juntos en las fotos. Había también pugnas internas, odios y celos irreconciliables, pero eso contribuyó también a agrandar la leyenda.

En ese ambiente y sin proponérselo, Luis Harss (Valparaíso, Chile, 1936), profesor de Letras y escritor, estableció el canon de lo que luego se conoció como el boom latinoamericano. Y lo hizo, como muchas cosas en la vida, por casualidad. Cuenta que fue Julio Cortázar, con el que se encontró en París, quien le animó a escribir un libro que captara las nuevas tendencias literarias.

A estas alturas, casi 50 años después, ya nadie le puede negar su olfato literario. Los nuestros se publicó en inglés y pasó con más pena que gloria, hasta que la Editorial Sudamericana lo publicó, unos meses después, en 1966, en español. Se trataba de un ensayo de crítica literaria con diez entrevistas a otros tantos autores iberoamericanos; algunos como Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti o Cortázar, ya consagrados, pero otros, como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez no superaban la cuarentena; João Guimarães Rosa era el único de ascendencia brasileña. La región más transparente de Fuentes ya contaba con lectores, pero Cien años de soledad de García Márquez era un manuscrito inacabado cuando entrevistó a su autor en la localidad mexicana de Pátzcuaro. A todos les unía la idea de que su país común era el español. El idioma se había convertido en un artefacto arcaico que necesitaba renovarse. Lo cambiaron, dejando de lado el floreo literario que marcaba la época por el habla de la calle. Fuera, les esperaba un público hambriento por reconocerse en historias cercanas.

ESCRIBIR. Aquellos escritores descubrieron que era más eficaz escribir como se habla o como se sueña para trasladar historias cercanas y populares. El lenguaje y su forma local, el idioma es identidad. “Usar el lenguaje ajeno es alienación”, cuenta Luis Harss desde su casa, en un pequeño pueblo del Estado de Pensilvania, donde vive retirado de la enseñanza y de la crítica, entretenido ahora en la escritura de un nuevo relato. Este escritor ha desarrollado su propia teoría sobre el lenguaje, relacionada con el arranque de lo que fue la búsqueda de la novela totalizadora: los escritores iberoamericanos se educaban leyendo traducciones del ruso, del alemán o del inglés. “En general versiones muy torpes, de editoriales españolas que deformaban, estereotipaban o censuraban. Se ha observado que el lenguaje de la traducción es generalmente el término medio de la época con sus mediocridades, lugares comunes y percepciones desgastadas, una horma rígida y un mortero. Eso es lo que leían los escritores, en eso se inspiraban, por eso todo salía tan mal y sin imaginación. Después se abrieron las puertas al mundo. Más cultura literaria, más manejo de idiomas, mejores traducciones, a veces por escritores buenos, por poetas, gente sensible. El escritor se educó, vio más, pudo más. La traducción se interiorizó, en vez de representar superficies”. Así empezó a redactarse la nueva novela.

Visto con la perspectiva que da el tiempo, se entiende por definición que ningún boom puede durar. En las universidades norteamericanas han florecido los departamentos de estudios latinoamericanos, pero se trata de una corriente sólo para especialistas. En cambio, la nueva novela sí ha generado “un mar de fondo”. “Sigue, en el sentido que dejó modelos, descubrimientos, abrió dimensiones. No se puede escribir en Latinoamérica sin haber pasado por allí. Como no podían escribir las generaciones de Estados Unidos sin haber pasado por Hemingway y Faulkner. ¿Medio siglo después cuántos de la lista de Harss se han convertido ya en referencias universales? “Borges ya figura como un habitante de muchos otros mundos, y en muchos idiomas. García Márquez aparece en miles de novelas, su lista de imitadores es interminable; Macondo ha pasado a ser lo que Barthes llamó ‘un recuerdo de la imaginación’. Estoy casi seguro de que, como Hemingway y Faulkner, seguirán siendo fronteras entre un antes y un después. Cortázar, el más radical, desgraciadamente se conoce poco fuera del idioma español, queda muy atado a la lógica interna del idioma argentino. Cortázar es puro jazz y es difícil de traducir. Se lo distingue en Roberto Bolaño. Y en todos los que, sin saber por qué, tratan de escribir como se habla”.

ATRÁS. Por correo electrónico Harss escribe que Los nuestros se corresponde con una época de su vida, pero “quedó allá atrás”. Le gusta y le divierte recordar a la gente y hablar de los temas de época y las circunstancias que rodearon el libro, pero hace mucho que está en otras cosas.

“No he seguido las carreras de esos escritores. A algunos los he leído de vez en cuando por placer. A otros no los he tocado en ¿40-50? años, dejaron totalmente de interesarme, ¿qué quieren que les diga? Uno no se queda donde estaba”. En esa estela de placer que provoca la nostalgia bien entendida se detiene a hablar de dos editores fundamentales: Roger Klein y Paco Porrúa. Curiosamente, fue un editor estadounidense, el primero en proponer el libro. Sin la pequeña ayuda financiera que le dio Roger Klein de Harper & Row en Nueva York (unos 1.500 dólares), Los nuestros no existiría. “Se me ocurre que de su propio bolsillo. Era de una gran familia judía de joyeros. Un tipo raro en Estados Unidos, donde se conoce poco y se traduce menos. Yo me resistía a muerte. Había abandonado Argentina, huyendo del peronismo, y me había instalado en Estados Unidos. Había roto espiritualmente con Latinoamérica y el español, pero Klein me regaló su persistencia.

Curiosamente, después, por problemas personales perdió el interés”. El original inglés salió huérfano, nunca vendió nada, y Klein se suicidó dos o tres años más tarde dejando un gran vacío.

El fracaso no arredró a Editorial Sudamericana cuando decidió publicar el libro en español. Paco Porrúa (A Coruña, 1922), editor de Minotauro, que luego distribuiría Los nuestros, se movía más en el terreno de la ciencia ficción, pero tenía buen apetito para los autores nuevos. Por eso se alió mano a mano con Harss en una precipitada traducción. “Fuimos como hermanos, poco tiempo, cuando nos distanciamos lo extrañé mucho”. Los nuestros se vendió más de lo esperado y funcionó, especialmente, como texto universitario, pero con el tiempo se convirtió en el manual para el conocimiento de ese movimiento literario que representaban los diez entrevistados en el libro.

VÍCTIMAS. El boom también dejó sus víctimas, sobre todo entre los escritores jóvenes, un derroche de talento en el que no todos se salvaron. “Hubo una conciencia de círculo vicioso. Los que estaban en cierta cosa y no en otra. No hay duda, la mafia, el club, entre los que se sentían brillar. No hablo de mi selección, que es secundaria. Digo entre ellos. Alrededor del boom siempre hubo esos otros, interesantes y raros, que quedaron fuera por cuestiones ajenas a su calidad”, como Felisberto Hernández que murió justo antes de empezar Harss sus entrevistas.

“Escribía en sótanos, era pianista y lo imagino siempre al teclado, proyectando sus historias en una pantalla de cine (fue acompañante de cine mudo). Juan José Saer, que me quedó bajo el radar; no había llegado a ser él todavía en los 60. En esos días empezaba Manuel Puig La traición de Rita Hayworth. Es de 1968 con la estética del cine popular y los boleros. Cabrera Infante. José Donoso. Salvador Garmendia, venezolano, el de ‘los pequeños seres’ de la vida ciudadana. Un extrañísimo novelista talmúdico argentino, Mario Satz, casi ilegible, vivía en Barcelona. Les pasó a muchos”, remata.

De entre las víctimas, Harss conoció personalmente la tristeza de un narrador de mucho valor: José María Arguedas, el novelista peruano. “Conoció el ayllu, el hogar que le dio de chico la comunidad indígena y que después perdió. Trató de evocarlo en español sin perder la magia metafórica del animismo quechua. Escribió un libro notable, autobiográfico, Los ríos profundos. Es de 1958, a orillas del boom; había leído a Joyce. Su protagonista también es un Dédalo. Había gozado de mucho prestigio en su país, pero se movía todavía dentro de algunas limitaciones del indigenismo; fue excluido explícitamente del canon, humillado en artículos y comentarios, y se mató en 1969. Dejó un diario suicida, en su última novela, inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Diatribas (lamentables) contra sus detractores, pero también un acercamiento a la muerte, a la tierra, a las moscas, único en la literatura de Latinoamérica. Se fue comiendo barro como vino”. Un caso de perdedor total, antes de saber quién era Harss lo recuerda sentado tocando la flauta en un rincón, en una fiesta de izquierdas en California. “Un momento de soledad tan aguda que me quedó la imagen para siempre”.

Diez nombres consagrados por el tiempo

Rubén Vargas – periodista

“Nuestra novela está todavía a prueba —escribió Luis Harss en las primeras páginas de Los nuestros—. Es demasiado pronto para saber si las pocas figuras realmente notables que asoman en las penumbras son una casualidad o una promesa”.

Corría el año 1964 cuando el profesor y crítico chileno comenzó las entrevistas con los diez autores latinoamericanos que integrarían su libro, publicado dos años después. Más allá de sus propias expectativas, el libro se convertiría rápidamente en una referencia obligada del llamado boom de la literatura latinoamericana.

Cuando Harss preparaba su libro, Jorge Luis Borges había escrito hacía mucho sus grandes libros de cuentos (Ficciones, 1944; El Aleph, 1949); Juan Carlos Onetti ya era autor de ocho novelas, entre ellas, La vida breve (1950); Juan Rulfo había escrito todo lo que tenía que escribir (El llano en llamas, 1953 y Pedro Páramo, 1955); Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier estaban consagrados y Julio Cortázar había publicado muchos de sus mejores cuentos y su ópera magna Rayuela (1963).

Sólo (y con muchas reservas) podía decirse que Gabriel García Márquez  y Mario Vargas Llosa eran entonces  “promesas”. El primero batallaba con el manuscrito de Cien años de soledad y el segundo, el más joven de todos, ya había publicado La ciudad y los perros (1962).
Falta un nombre para completar la decena de Los nuestros. Ese nombre fue una revelación: el brasileño Jao Guimaraes Rosa, autor de un prodigio llamado Los Sertones: Veredas (1956).    

El acierto de Harss fue, sin duda, pensarlos juntos, intuir en su momento los vasos comunicantes que tendían puentes entre proyectos literarios tan distintos entre sí, avizorar que algo estaba terminando de constituirse.

En estos días en los que se habla de los 50 años del auge latinoamericano —la fecha de referencia es la publicación de La ciudad y los perros, por arbitrariedad periodística o editorial seguramente—, el libro de Harss, a despecho de él mismo que dice que ya no se interesa en el asunto, sigue siendo actual.   

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