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‘Un chucho mejicano’ (fragmento)

/ 26 de abril de 2015 / 04:00

Publicado el 15 de marzo de 1998

Un danés grande como un castillo le sacó un ojo. Los vecinos se dieron cuenta por casualidad, pues Sami no se quejaba. Anduvo por la colonia tuerto y callado hasta que una vecina se dio cuenta, y compadeciéndose de él recolectó algunas decenas de pesos para llevarlo en su coche al veterinario. Y ahí Sami estuvo puritito charro y valiente, muy a la altura de las circunstancias: no mordió a nadie, ni orinó donde no debía, y ni siquiera dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo menos que un perro mejicano puede decir en tales casos. Silencioso y estoico, fue devuelto a la calle vendado, cosido y curado, como si volviera con Villa de la toma de Zacatecas. Y los vecinos, impresionados por las maneras del chucho, empezaron a interesarse por él, a cooperar en su restablecimiento con huesos y medicinas. Gente que solo se conocía de vista, que no se había dirigido nunca la palabra antes, se paraba en la calle a preguntar por Sami; y, como consecuencia, a interesarse los unos por los otros. La cosa se acentuó cuando a Sami lo atropelló un coche. Un equipo de emergencia compuesto por la dueña de la librería de la esquina, un señor a quien llaman ‘el licenciado’ –todos los vecinos ignoran su nombre– y la escritora Verónica Murguía, que también vive allí, lo envolvieron en una colchoneta y lo llevaron al veterinario; donde un par de vecinos más acudieron a interesarse por su estado, y antes de que entrara a cirugía le dieron una apresurada sesión de transmisión de energía positiva llamada reiki, ante el asombro de los veterinarios. Y se quedaron todos afuera, fumando, esperando, mientras a Sami lo operaban a vida o muerte.

(Periódico La  Jornada, martes 17 de marzo 2015).

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‘Un chucho mejicano’ (fragmento)

/ 26 de abril de 2015 / 04:00

Publicado el 15 de marzo de 1998

Un danés grande como un castillo le sacó un ojo. Los vecinos se dieron cuenta por casualidad, pues Sami no se quejaba. Anduvo por la colonia tuerto y callado hasta que una vecina se dio cuenta, y compadeciéndose de él recolectó algunas decenas de pesos para llevarlo en su coche al veterinario. Y ahí Sami estuvo puritito charro y valiente, muy a la altura de las circunstancias: no mordió a nadie, ni orinó donde no debía, y ni siquiera dijo ándale, o híjole, o guau, que es lo menos que un perro mejicano puede decir en tales casos. Silencioso y estoico, fue devuelto a la calle vendado, cosido y curado, como si volviera con Villa de la toma de Zacatecas. Y los vecinos, impresionados por las maneras del chucho, empezaron a interesarse por él, a cooperar en su restablecimiento con huesos y medicinas. Gente que solo se conocía de vista, que no se había dirigido nunca la palabra antes, se paraba en la calle a preguntar por Sami; y, como consecuencia, a interesarse los unos por los otros. La cosa se acentuó cuando a Sami lo atropelló un coche. Un equipo de emergencia compuesto por la dueña de la librería de la esquina, un señor a quien llaman ‘el licenciado’ –todos los vecinos ignoran su nombre– y la escritora Verónica Murguía, que también vive allí, lo envolvieron en una colchoneta y lo llevaron al veterinario; donde un par de vecinos más acudieron a interesarse por su estado, y antes de que entrara a cirugía le dieron una apresurada sesión de transmisión de energía positiva llamada reiki, ante el asombro de los veterinarios. Y se quedaron todos afuera, fumando, esperando, mientras a Sami lo operaban a vida o muerte.

(Periódico La  Jornada, martes 17 de marzo 2015).

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Hombres buenos

Así titula la nueva novela de Pérez-Reverte —a la que pertenece este fragmento—. En el siglo XVIII, dos académicos españoles viajan a París para comprarla ‘Encyclopédie’,  obra prohibida en España.

/ 22 de marzo de 2015 / 04:00

Cruje el piso de madera cuando, tras los postres, un mozo trae la bandeja con una cafetera humeante, agua y una botella de licor, así como avío para fumar.

Solícito con sus dos comensales, Vega de Sella, el director de la Real Academia Española, hace él mismo los honores: una taza colmada y una copita de marrasquino al bibliotecario, don Hermógenes Molina, y un dedo de moscatel al almirante Zárate, cuya austeridad —apenas ha probado el carnero verde y el vino de Medina del Campo— es notoria entre los miembros de la Docta Casa. Los tres están sentados en torno a una mesa del comedor pequeño de la fonda La Fontana de Oro, por cuya ventana abierta alcanza a verse el tráfico de calesas y gentío que sube y baja por la carretera de San Jerónimo.

—Es toda una aventura —está diciendo Vega de Sella—. Con la que, no necesito insistir en ello, ganan ustedes el reconocimiento de sus compañeros y de la Academia… Por eso quería agradecérselos a los dos con esta comida.

—No sé si estaremos a la altura —comenta el bibliotecario—. De lo que se espera.

Vega de Sella hace un ademán confiado, mundano, pletórico de oportuno afecto.

—De eso no me cabe duda —apunta, alentador—. Tanto usted, don Hermógenes, como el señor almirante, cumplirán como quienes son… Tengo la absoluta certeza.

Dicho eso, se inclina sobre la mesa y acerca el extremo de un cigarro habanero a la llamita de la vela encendida que trajo el mozo con el tabaco.

—Absoluta certeza —repite, recostándose en el respaldo de la silla mientras su sonrisa deja escapar una nube de humo azulado.

Don Hermógenes Molina, bibliotecario de la Academia —los amigos de confianza se atreven a llamarlo don Hermes—, asiente cortés, aunque poco convencido. Es un hombre bajo, grueso, bonachón, viudo desde hace cinco años. Latinista conspicuo, profesor de lenguas clásicas, su traducción de las Vidas paralelas de Plutarco marcó un hito en las letras cultas hispanas. Aunque poco cuidadoso de su apariencia —la casaca rosada en los codos tiene manchas de chocolate y restos de rapé en las solapas—, su buen carácter lo compensa con creces, haciéndolo estimado de sus compañeros. Como bibliotecario, permite a éstos utilizar libros que son de su propiedad particular, e incluso realiza adquisiciones de ejemplares raros o útiles en librerías de viejo con dinero propio, del que siempre olvida pedir el reembolso. A diferencia del director y de otros académicos, don Hermógenes no usa peluca ni polvos para el cabello, que lleva mocho y mal cortado, todavía oscuro aunque veteado de canas. La barba cerrada, que precisaría dos afeitadas diarias para mostrar aseo, sombrea un rostro donde los ojos castaños, bondadosos, castigados de edad y lecturas, parecen contemplar el mundo con cierto despiste y un educado asombro.

—Lo haremos lo mejor que podamos, señor director.

—No me cabe duda.

—Confío mucho en el señor almirante —añade el bibliotecario—. Es hombre viajado, tiene mundo. Y habla muy bien francés.

Se inclina levemente el aludido desde la silla donde se encuentra con la espalda recta, rígido y formal como de costumbre, apoyados en el borde de la mesa los puños de su impecable casaca de frac negra, rematada por un corbatín ancho de seda, de nudo perfecto, que parece obligarle a mantener aún más erguida la cabeza. Vivo contraste, en toda su cuidada persona, con el desaliño entrañable del bibliotecario.

—También usted lo habla, don Hermógenes —apunta, seco.

Mueve éste la cabeza con negativa humilde, mientras Vega de Sella, entre volutas de humo, dirige una mirada valorativa al almirante; aprecia al viejo marino, aunque, como casi todos los académicos, desde cierta distancia. No en vano Pedro Zárate y Queralt tiene fama de hombre retraído y excéntrico. Brigadier retirado de la Real Armada, autor de un notable Diccionario de Marina, el almirante es sujeto alto, delgado, todavía apuesto, de aire melancólico y maneras rígidas, casi adustas. Lleva el cabello gris moderadamente largo, aunque empieza a escasearle, sujeto en corta coleta con cinta de tafetán. Lo más llamativo de su rostro son los ojos de color azul claro, muy acuosos y transparentes, que suelen mirar a los interlocutores con una fijeza que se torna inquietante, casi fastidiosa, cuando la sostiene demasiado.

—No es igual —protesta don Hermógenes—. Lo mío es sólo teórico. Textos leídos y cosas así. El latín me chupó la vida, dejándome poco espacio para otras disciplinas.

—Pero usted lee a Montaigne y a Molière de corrido, señor bibliotecario —dice Vega de Sella—. Casi tan bien como a César o Tácito.

—Una cosa es leer una lengua, y otra hablarla con despejo —insiste el otro, humilde—. A diferencia de mí, don Pedro la ha practicado mucho: cuando navegaba con la escuadra francesa tuvo ocasión de utilizarla de sobra… Ésa es una de las razones por las que ha sido elegido para este viaje, naturalmente. Lo que sigo sin entender es por qué lo he sido yo.

El director modula una sonrisa perfecta. Casi dolorida por verse obligada a subrayar lo obvio.

—Porque es hombre de bien, don Hermógenes —precisa—. Sensato, estimable y competente bibliotecario para la Docta Casa. Alguien de fiar, igual que nuestro señor almirante. Los compañeros académicos no se han equivocado al depositar su confianza en ustedes… ¿Ya tienen fecha para el viaje?

Mira a uno y a otro dedicando a cada cual el mismo tiempo exacto, unos segundos de atención extrema. Solícita amabilidad de hombre fino. Esos detalles, en los que la delicadeza de Vega de Sella se muestra natural, contribuyen a que su majestad Carlos III lo tenga por su ojo derecho en materia de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua castellana, por otros llamada española. Se rumorea que está a punto de caerle al cuello el Toisón de Oro. Por los servicios.

—La organización se la dejo a mi compañero de viaje —aclara el bibliotecario—. Como militar tiene práctica en disponer cosas. Presencia de ánimo y demás. A mí todo eso me viene grande.

Vuélvese el director hacia don Pedro Zárate.

—¿Qué tiene pensado, almirante?

Pone éste un dedo en la mesa y otro a cierta distancia, y recorre con la vista el espacio entre ambos, cual si calculase millas en una carta náutica o un mapa.

—El camino de posta más corto: de Madrid a Bayona y de allí a París.

—Cosa de trescientas leguas, me temo…

—Doscientas sesenta y cinco, según mis cálculos —repone el otro con frialdad técnica—. Casi un mes de viaje. Solo de ida.

—¿Cuándo tienen previsto salir?

—En dos semanas estaremos listos, supongo.

—Bien. Me da tiempo para organizar la provisión de fondos. ¿Ya hicieron el cálculo?

El almirante saca de la vuelta de una manga de su casaca una hoja de papel doblada en cuatro y la extiende sobre la mesa, alisándola mucho. Está llena de cifras con una letra manuscrita clara, muy recta y limpia.

—Aparte los ocho mil reales para la Encyclopédie, estimo cinco mil para gastos de estancia y transporte, así como tres mil para pagar la posta de cada uno de nosotros. Ahí está todo al detalle.

—No es mucho dinero, observa Vega de Sella, admirado.

—Bastará. No preveo otros gastos que los de subsistencia. La Academia no está para excesos.

—No quisiera que su bolsillo…

Con un punto de altanería, los ojos claros sostienen la mirada de Vega de Sella mientras éste se fija en una pequeña cicatriz horizontal que, medio oculta entre las arrugas del rostro, se extiende desde la sien al párpado izquierdo de su interlocutor. Aunque el viejo marino nunca habla de ello, corre entre los académicos que es marca de un astillazo recibido en su juventud, durante el combate naval de Tolón.

—Hablo por mí, señor director, no por don Hermógenes —dice el almirante—. Pero mi bolsillo es cosa mía.

Vega de Sella chupa su cigarro y mira al bibliotecario, que asiente con sonrisa afable.

—Confío a ciegas en los cálculos de mi compañero —dice éste—. Si él tiene la sobriedad espartana del marino, yo estoy hecho a vivir con poco.

—Como gusten —se da por vencido el director—. En unos días nuestro tesorero les entregará parte en metálico para el viaje, y el resto en carta de crédito para un banquero de París: la casa Vanden-Yver, que es gente de fiar. (…)

—El viaje de regreso —expone el almirante— puede complicarse con la carga. Veintiocho volúmenes en cuerpo grande pesan mucho. Habrá que habilitar transporte; y, dada la situación, las aduanas y demás, no es prudente mandarlos sin custodia.

—Un coche, sin duda —sugiere Vega de Sella, tras pensarlo—. Lo ideal sería uno particular para ustedes solos. Y caballos en vez de mulas, porque tienen mejor paso y son más rápidos… —en ese punto tuerce el gesto, pensando en los gastos—. Aunque no sé si será posible.

—No se preocupe por eso. Nos arreglaremos con la posta ordinaria.

Lo medita el director un momento más.

—Yo tengo un coche inglés —concluye— que es perfecto para tiro de caballos. Quizá podrían disponer de él.

—Muy generoso de su parte, pero nos compondremos con lo que haya… ¿No le parece, don Hermógenes?

—Pues claro.

El director los imagina componiéndose cada uno a su estilo. Al bibliotecario, sometido a las incomodidades del camino con su habitual bondad resignada, haciendo bromas de todo a la propia costa, inalterable de humor y de ilusiones. Al almirante, estoico y cuidadoso de su apariencia, envuelto en la rígida disciplina militar como recurso ante las postas interminables, las ventas de mala muerte, los pucheros de bacalao seco y garbanzos, el polvo y los incidentes del viaje.

—También necesitarán un doméstico.

Don Hermógenes lo mira, sorprendido.

—¿Perdón?

—Un criado… Alguien que se encargue de las cosas menudas.

Se miran con cierto embarazo. Vega de Sella está al corriente de que don Hermógenes, desastroso en lo particular, vive mal atendido y peor alimentado por una anciana sirvienta que ya atendía la casa en vida de su mujer. Don Pedro Zárate, sin embargo, es el caso opuesto. No se ha casado nunca. Desde su retiro de la Real Armada vive en compañía de dos hermanas suyas solteronas, de muy parecidos en edad y físico —suele verse a los tres pasear los domingos bajo los olmos del Prado, cerca de su casa de la calle del Caballero de Gracia—, que consagran sus vidas a cuidar de él. Y esa abnegación femenina, devotamente fraterna, parece tener a gala que nadie en la Academia vista con la impecable y sobria elegancia del hermano: las casacas oscuras —ellas mismas cortan los patrones y vigilan al sastre—, siempre en paño fino azul, gris o negro, se adaptan a la perfección a la alta y flaca figura del almirante. Sus chalecos y calzones competirían en buena lid con los de cualquier aristócrata francés, las medias son impecables, sin una arruga ni un zurcido visible, y el planchado de camisas y corbatines habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Duque de Alba.

‘El mundo se cambia  con la cultura y la razón o con la revolución’

Ana Mendoza – EFE

El escritor Arturo Pérez-Reverte entona un canto a los libros y a la amistad en su nueva novela, Hombres buenos, una intriga ambientada en el siglo XVIII con la que deja muy claro que “solo hay dos formas de cambiar el mundo: con la razón y la cultura o con la revolución y la guillotina”.

Basada en un hecho real, Hombres buenos funde con maestría la intriga y las peripecias habituales en los libros de este escritor con el torbellino de ideas y reflexiones propias del XVIII, ese siglo en el que los ilustrados intentaron “barrer fanatismos y se dieron cuenta de que la educación de los pueblos era la mejor forma de vivir en paz”.

Y es una novela llena de claves que permiten comprender bien el presente, y que contiene “una reflexión moral y social sobre la España del siglo XVIII y la de ahora, sobre lo que pudimos ser y no fuimos, y el porqué somos como somos”, indicó el escritor. En su nuevo libro, sumerge al lector en el París de los años previos a la Revolución Francesa, y despliega ante él el mundo cultural, político e ilustrado de la época.

La novela se le ocurrió a Pérez-Reverte, académico de la Lengua desde 2003, al ver en la Biblioteca de la Real Academia Española (RAE) los 28 tomos de la primera edición de la Enciclopedia francesa, que la RAE compró en París en el último tercio del XVIII, a pesar de que estaba prohibida en España. Para adquirirla, mandaron a dos “hombres buenos” a Francia, como consta en las actas de la RAE, una institución a la que Pérez-Reverte rinde homenaje en su novela.

“He querido homenajear a los académicos del XVIII por su grandeza, su tesón, su bondad, su patriotismo, y porque intuyeron que definiendo con rigor la lengua, haciéndola más racional y científica, también estaban cambiando España”, subraya el novelista, que se siente “en deuda con aquellos hombres”.

De traer a España l’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert se encargan, en la ficción, el bibliotecario don Hermógenes Molina, un hombre ilustrado que “creía conciliables fe y razón”, y  el almirante don Pedro Zárate, “científico, frío, racional” y un personaje al que Pérez-Reverte le prestó parte de su forma de ver el mundo.

Estos “hombres buenos” tendrán que sortear mil dificultades en su viaje y durante su estancia en París, donde les hará de guía el abate español Bringas, “un ser exaltado, revolucionario, ultramontano”. Desde España, intentan boicotear la compra de la Enciclopedia dos académicos “malos”, opuestos ideológicamente entre sí. “Uno representa la rancia ultraderecha y fanática y el otro, la izquierda demagógica y arrogante”, señaló el escritor, quien, con estos personajes ha deseado “reflejar esas dos España extremas que no quieren al enemigo vencido, sino exterminado, fusilado, exiliado, borrada su memoria”.

Hombres buenos se desarrolla en el siglo XVIII y en el XXI, y el narrador es un académico actual de la RAE y, aunque Pérez-Reverte insiste en que no es él, lo cierto es que se le parece mucho. Pérez-Reverte está convencido de que “la incultura y el fanatismo llevan a la barbarie”. Para comprobarlo, basta con ver en la actualidad la forma de actuar del grupo yihadista Estado Islámico.

Este novelista que ha dado “demasiados tumbos por la vida” como para poder ser “un hombre bueno”, valora por encima de todo la amistad, y tiene amigos “en muchos países y ambientes distintos, desde los más bajos a los más respetables”. “Con la edad, te das cuenta de que la amistad de verdad es el mayor don del que un ser humano puede disfrutar”, concluye.

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Hombres buenos

Así titula la nueva novela de Pérez-Reverte —a la que pertenece este fragmento—. En el siglo XVIII, dos académicos españoles viajan a París para comprarla ‘Encyclopédie’,  obra prohibida en España.

/ 22 de marzo de 2015 / 04:00

Cruje el piso de madera cuando, tras los postres, un mozo trae la bandeja con una cafetera humeante, agua y una botella de licor, así como avío para fumar.

Solícito con sus dos comensales, Vega de Sella, el director de la Real Academia Española, hace él mismo los honores: una taza colmada y una copita de marrasquino al bibliotecario, don Hermógenes Molina, y un dedo de moscatel al almirante Zárate, cuya austeridad —apenas ha probado el carnero verde y el vino de Medina del Campo— es notoria entre los miembros de la Docta Casa. Los tres están sentados en torno a una mesa del comedor pequeño de la fonda La Fontana de Oro, por cuya ventana abierta alcanza a verse el tráfico de calesas y gentío que sube y baja por la carretera de San Jerónimo.

—Es toda una aventura —está diciendo Vega de Sella—. Con la que, no necesito insistir en ello, ganan ustedes el reconocimiento de sus compañeros y de la Academia… Por eso quería agradecérselos a los dos con esta comida.

—No sé si estaremos a la altura —comenta el bibliotecario—. De lo que se espera.

Vega de Sella hace un ademán confiado, mundano, pletórico de oportuno afecto.

—De eso no me cabe duda —apunta, alentador—. Tanto usted, don Hermógenes, como el señor almirante, cumplirán como quienes son… Tengo la absoluta certeza.

Dicho eso, se inclina sobre la mesa y acerca el extremo de un cigarro habanero a la llamita de la vela encendida que trajo el mozo con el tabaco.

—Absoluta certeza —repite, recostándose en el respaldo de la silla mientras su sonrisa deja escapar una nube de humo azulado.

Don Hermógenes Molina, bibliotecario de la Academia —los amigos de confianza se atreven a llamarlo don Hermes—, asiente cortés, aunque poco convencido. Es un hombre bajo, grueso, bonachón, viudo desde hace cinco años. Latinista conspicuo, profesor de lenguas clásicas, su traducción de las Vidas paralelas de Plutarco marcó un hito en las letras cultas hispanas. Aunque poco cuidadoso de su apariencia —la casaca rosada en los codos tiene manchas de chocolate y restos de rapé en las solapas—, su buen carácter lo compensa con creces, haciéndolo estimado de sus compañeros. Como bibliotecario, permite a éstos utilizar libros que son de su propiedad particular, e incluso realiza adquisiciones de ejemplares raros o útiles en librerías de viejo con dinero propio, del que siempre olvida pedir el reembolso. A diferencia del director y de otros académicos, don Hermógenes no usa peluca ni polvos para el cabello, que lleva mocho y mal cortado, todavía oscuro aunque veteado de canas. La barba cerrada, que precisaría dos afeitadas diarias para mostrar aseo, sombrea un rostro donde los ojos castaños, bondadosos, castigados de edad y lecturas, parecen contemplar el mundo con cierto despiste y un educado asombro.

—Lo haremos lo mejor que podamos, señor director.

—No me cabe duda.

—Confío mucho en el señor almirante —añade el bibliotecario—. Es hombre viajado, tiene mundo. Y habla muy bien francés.

Se inclina levemente el aludido desde la silla donde se encuentra con la espalda recta, rígido y formal como de costumbre, apoyados en el borde de la mesa los puños de su impecable casaca de frac negra, rematada por un corbatín ancho de seda, de nudo perfecto, que parece obligarle a mantener aún más erguida la cabeza. Vivo contraste, en toda su cuidada persona, con el desaliño entrañable del bibliotecario.

—También usted lo habla, don Hermógenes —apunta, seco.

Mueve éste la cabeza con negativa humilde, mientras Vega de Sella, entre volutas de humo, dirige una mirada valorativa al almirante; aprecia al viejo marino, aunque, como casi todos los académicos, desde cierta distancia. No en vano Pedro Zárate y Queralt tiene fama de hombre retraído y excéntrico. Brigadier retirado de la Real Armada, autor de un notable Diccionario de Marina, el almirante es sujeto alto, delgado, todavía apuesto, de aire melancólico y maneras rígidas, casi adustas. Lleva el cabello gris moderadamente largo, aunque empieza a escasearle, sujeto en corta coleta con cinta de tafetán. Lo más llamativo de su rostro son los ojos de color azul claro, muy acuosos y transparentes, que suelen mirar a los interlocutores con una fijeza que se torna inquietante, casi fastidiosa, cuando la sostiene demasiado.

—No es igual —protesta don Hermógenes—. Lo mío es sólo teórico. Textos leídos y cosas así. El latín me chupó la vida, dejándome poco espacio para otras disciplinas.

—Pero usted lee a Montaigne y a Molière de corrido, señor bibliotecario —dice Vega de Sella—. Casi tan bien como a César o Tácito.

—Una cosa es leer una lengua, y otra hablarla con despejo —insiste el otro, humilde—. A diferencia de mí, don Pedro la ha practicado mucho: cuando navegaba con la escuadra francesa tuvo ocasión de utilizarla de sobra… Ésa es una de las razones por las que ha sido elegido para este viaje, naturalmente. Lo que sigo sin entender es por qué lo he sido yo.

El director modula una sonrisa perfecta. Casi dolorida por verse obligada a subrayar lo obvio.

—Porque es hombre de bien, don Hermógenes —precisa—. Sensato, estimable y competente bibliotecario para la Docta Casa. Alguien de fiar, igual que nuestro señor almirante. Los compañeros académicos no se han equivocado al depositar su confianza en ustedes… ¿Ya tienen fecha para el viaje?

Mira a uno y a otro dedicando a cada cual el mismo tiempo exacto, unos segundos de atención extrema. Solícita amabilidad de hombre fino. Esos detalles, en los que la delicadeza de Vega de Sella se muestra natural, contribuyen a que su majestad Carlos III lo tenga por su ojo derecho en materia de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua castellana, por otros llamada española. Se rumorea que está a punto de caerle al cuello el Toisón de Oro. Por los servicios.

—La organización se la dejo a mi compañero de viaje —aclara el bibliotecario—. Como militar tiene práctica en disponer cosas. Presencia de ánimo y demás. A mí todo eso me viene grande.

Vuélvese el director hacia don Pedro Zárate.

—¿Qué tiene pensado, almirante?

Pone éste un dedo en la mesa y otro a cierta distancia, y recorre con la vista el espacio entre ambos, cual si calculase millas en una carta náutica o un mapa.

—El camino de posta más corto: de Madrid a Bayona y de allí a París.

—Cosa de trescientas leguas, me temo…

—Doscientas sesenta y cinco, según mis cálculos —repone el otro con frialdad técnica—. Casi un mes de viaje. Solo de ida.

—¿Cuándo tienen previsto salir?

—En dos semanas estaremos listos, supongo.

—Bien. Me da tiempo para organizar la provisión de fondos. ¿Ya hicieron el cálculo?

El almirante saca de la vuelta de una manga de su casaca una hoja de papel doblada en cuatro y la extiende sobre la mesa, alisándola mucho. Está llena de cifras con una letra manuscrita clara, muy recta y limpia.

—Aparte los ocho mil reales para la Encyclopédie, estimo cinco mil para gastos de estancia y transporte, así como tres mil para pagar la posta de cada uno de nosotros. Ahí está todo al detalle.

—No es mucho dinero, observa Vega de Sella, admirado.

—Bastará. No preveo otros gastos que los de subsistencia. La Academia no está para excesos.

—No quisiera que su bolsillo…

Con un punto de altanería, los ojos claros sostienen la mirada de Vega de Sella mientras éste se fija en una pequeña cicatriz horizontal que, medio oculta entre las arrugas del rostro, se extiende desde la sien al párpado izquierdo de su interlocutor. Aunque el viejo marino nunca habla de ello, corre entre los académicos que es marca de un astillazo recibido en su juventud, durante el combate naval de Tolón.

—Hablo por mí, señor director, no por don Hermógenes —dice el almirante—. Pero mi bolsillo es cosa mía.

Vega de Sella chupa su cigarro y mira al bibliotecario, que asiente con sonrisa afable.

—Confío a ciegas en los cálculos de mi compañero —dice éste—. Si él tiene la sobriedad espartana del marino, yo estoy hecho a vivir con poco.

—Como gusten —se da por vencido el director—. En unos días nuestro tesorero les entregará parte en metálico para el viaje, y el resto en carta de crédito para un banquero de París: la casa Vanden-Yver, que es gente de fiar. (…)

—El viaje de regreso —expone el almirante— puede complicarse con la carga. Veintiocho volúmenes en cuerpo grande pesan mucho. Habrá que habilitar transporte; y, dada la situación, las aduanas y demás, no es prudente mandarlos sin custodia.

—Un coche, sin duda —sugiere Vega de Sella, tras pensarlo—. Lo ideal sería uno particular para ustedes solos. Y caballos en vez de mulas, porque tienen mejor paso y son más rápidos… —en ese punto tuerce el gesto, pensando en los gastos—. Aunque no sé si será posible.

—No se preocupe por eso. Nos arreglaremos con la posta ordinaria.

Lo medita el director un momento más.

—Yo tengo un coche inglés —concluye— que es perfecto para tiro de caballos. Quizá podrían disponer de él.

—Muy generoso de su parte, pero nos compondremos con lo que haya… ¿No le parece, don Hermógenes?

—Pues claro.

El director los imagina componiéndose cada uno a su estilo. Al bibliotecario, sometido a las incomodidades del camino con su habitual bondad resignada, haciendo bromas de todo a la propia costa, inalterable de humor y de ilusiones. Al almirante, estoico y cuidadoso de su apariencia, envuelto en la rígida disciplina militar como recurso ante las postas interminables, las ventas de mala muerte, los pucheros de bacalao seco y garbanzos, el polvo y los incidentes del viaje.

—También necesitarán un doméstico.

Don Hermógenes lo mira, sorprendido.

—¿Perdón?

—Un criado… Alguien que se encargue de las cosas menudas.

Se miran con cierto embarazo. Vega de Sella está al corriente de que don Hermógenes, desastroso en lo particular, vive mal atendido y peor alimentado por una anciana sirvienta que ya atendía la casa en vida de su mujer. Don Pedro Zárate, sin embargo, es el caso opuesto. No se ha casado nunca. Desde su retiro de la Real Armada vive en compañía de dos hermanas suyas solteronas, de muy parecidos en edad y físico —suele verse a los tres pasear los domingos bajo los olmos del Prado, cerca de su casa de la calle del Caballero de Gracia—, que consagran sus vidas a cuidar de él. Y esa abnegación femenina, devotamente fraterna, parece tener a gala que nadie en la Academia vista con la impecable y sobria elegancia del hermano: las casacas oscuras —ellas mismas cortan los patrones y vigilan al sastre—, siempre en paño fino azul, gris o negro, se adaptan a la perfección a la alta y flaca figura del almirante. Sus chalecos y calzones competirían en buena lid con los de cualquier aristócrata francés, las medias son impecables, sin una arruga ni un zurcido visible, y el planchado de camisas y corbatines habría hecho palidecer de envidia al mismísimo Duque de Alba.

‘El mundo se cambia  con la cultura y la razón o con la revolución’

Ana Mendoza – EFE

El escritor Arturo Pérez-Reverte entona un canto a los libros y a la amistad en su nueva novela, Hombres buenos, una intriga ambientada en el siglo XVIII con la que deja muy claro que “solo hay dos formas de cambiar el mundo: con la razón y la cultura o con la revolución y la guillotina”.

Basada en un hecho real, Hombres buenos funde con maestría la intriga y las peripecias habituales en los libros de este escritor con el torbellino de ideas y reflexiones propias del XVIII, ese siglo en el que los ilustrados intentaron “barrer fanatismos y se dieron cuenta de que la educación de los pueblos era la mejor forma de vivir en paz”.

Y es una novela llena de claves que permiten comprender bien el presente, y que contiene “una reflexión moral y social sobre la España del siglo XVIII y la de ahora, sobre lo que pudimos ser y no fuimos, y el porqué somos como somos”, indicó el escritor. En su nuevo libro, sumerge al lector en el París de los años previos a la Revolución Francesa, y despliega ante él el mundo cultural, político e ilustrado de la época.

La novela se le ocurrió a Pérez-Reverte, académico de la Lengua desde 2003, al ver en la Biblioteca de la Real Academia Española (RAE) los 28 tomos de la primera edición de la Enciclopedia francesa, que la RAE compró en París en el último tercio del XVIII, a pesar de que estaba prohibida en España. Para adquirirla, mandaron a dos “hombres buenos” a Francia, como consta en las actas de la RAE, una institución a la que Pérez-Reverte rinde homenaje en su novela.

“He querido homenajear a los académicos del XVIII por su grandeza, su tesón, su bondad, su patriotismo, y porque intuyeron que definiendo con rigor la lengua, haciéndola más racional y científica, también estaban cambiando España”, subraya el novelista, que se siente “en deuda con aquellos hombres”.

De traer a España l’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert se encargan, en la ficción, el bibliotecario don Hermógenes Molina, un hombre ilustrado que “creía conciliables fe y razón”, y  el almirante don Pedro Zárate, “científico, frío, racional” y un personaje al que Pérez-Reverte le prestó parte de su forma de ver el mundo.

Estos “hombres buenos” tendrán que sortear mil dificultades en su viaje y durante su estancia en París, donde les hará de guía el abate español Bringas, “un ser exaltado, revolucionario, ultramontano”. Desde España, intentan boicotear la compra de la Enciclopedia dos académicos “malos”, opuestos ideológicamente entre sí. “Uno representa la rancia ultraderecha y fanática y el otro, la izquierda demagógica y arrogante”, señaló el escritor, quien, con estos personajes ha deseado “reflejar esas dos España extremas que no quieren al enemigo vencido, sino exterminado, fusilado, exiliado, borrada su memoria”.

Hombres buenos se desarrolla en el siglo XVIII y en el XXI, y el narrador es un académico actual de la RAE y, aunque Pérez-Reverte insiste en que no es él, lo cierto es que se le parece mucho. Pérez-Reverte está convencido de que “la incultura y el fanatismo llevan a la barbarie”. Para comprobarlo, basta con ver en la actualidad la forma de actuar del grupo yihadista Estado Islámico.

Este novelista que ha dado “demasiados tumbos por la vida” como para poder ser “un hombre bueno”, valora por encima de todo la amistad, y tiene amigos “en muchos países y ambientes distintos, desde los más bajos a los más respetables”. “Con la edad, te das cuenta de que la amistad de verdad es el mayor don del que un ser humano puede disfrutar”, concluye.

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