El grabado es el arte plástico más democrático que existe. Las obras son únicas pero, gracias a las planchas de impresión, pueden reproducirse una y otra vez, según la voluntad del artista. Así, si se quiere, una estampa se hace universal, y el grabado se convierte en la herramienta perfecta para lograr que el arte llegue a todos. Ésta es una buena razón para que los artistas jóvenes bolivianos se estén interesando cada vez más por las diversas técnicas de grabar, y para que el Museo Nacional de Arte presente hasta el 7 de junio la muestra El grabado boliviano contemporáneo.

La curadora de la exposición, Fátima Olivarez, destaca la calidad de los grabadores bolivianos, que están a la altura de los mejores del mundo. Sus trabajos sobresalen por la precisión con la que utilizan la técnica, por la diversidad de los temas que tratan y por la habilidad que demuestran en todo el proceso creativo que, en el caso del grabado, es especialmente largo. Pero a Olivarez se le ilumina la mirada cuando habla de “lo bien que estos creadores interpretan nuestra realidad” y cómo consiguen darle a sus obras un sabor que solo se encuentra en Bolivia.

Trabajar el grabado es, hasta cierto punto, como cocinar. Por eso, la artista Ana Barroso, del Colectivo de Grabadores Bolivianos, se refiere a “los ingredientes que se utilizan, las mezclas que se consiguen, los tiempos de quema de las planchas metálicas que hay que controlar”. Al final del proceso se obtiene la estampa, un producto concreto del que disfrutar. Pero “no es agradable degustar un alimento solo, es mucho más placentero compartirlo”, como dice Barroso, por lo que los grabadores tienen tendencia a juntarse, a formar talleres, colectivos. En el suyo empezaron seis y ahora son 15 artistas que llevan seis años colaborando. Son todos paceños, pero se esfuerzan en salir y por el momento ya han compartido con colegas de Oruro, Cochabamba y Santa Cruz.

Mantener un taller de grabado no está al alcance de cualquier bolsillo porque los materiales y herramientas que se necesitan —sobre todo la prensa— en general son caros. Afrontar estos gastos en común es un buen motivo para trabajar con otros en un taller. Pero pesa más el hecho de que, según cuántos colores se combinen, crear un grabado lleva bastante tiempo, desde el inicio del proceso creativo hasta que se obtiene la litografía, la xilografía, el linograbado, la calcografía, el gofrado o la serigrafía. Por eso es fácil abandonar por el camino. El estar en un colectivo permite unir fuerzas para enfrentar los desafíos y seguir produciendo. El grabador siente el empuje, el apoyo de los demás para llegar hasta el final.

“Los artistas creamos individualmente, es cierto, pero llega un momento en que necesitamos juntarnos, compartir ideas, temas”, señala Isabel Blacutt. En su colectivo, el taller El Pollo al Sol, los artistas comparten las penas y las alegrías del proceso, el explorar juntos es la mejor forma de plasmar una idea, avanzar en el dominio de la técnica y, sobre todo, ilusionarse con lo que hacen.

El espíritu comunitario de los grabadores incluye, por supuesto, al público. Barroso quiere que “el visitante haga algo más que mirar, que note el relieve que la prensa provoca en el papel, el frío del metal, cómo el papel de arroz absorbe la tinta y llegan a fusionarse totalmente…”. Por eso, los grabadores harán una serie de demostraciones en la misma exposición, del 12 al 15 de mayo y específicamente el día 16. El taller se trasladará al museo y el público podrá comenzar su propia estampa y aprender. Pero también enseñar, porque los colectivos esperan que en este intercambio surjan aún más formas de hacer grabados. Sea éste el resultado final o no, a Blacutt le ilusiona el proceso en sí, que “la gente pueda interactuar con el artista, que a veces trabaja tan solo y ensimismado que olvida que pertenece a una sociedad”.