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Manfredo Kempff Sufrir un amor inverosímil

Reproducimos el inicio de ‘La extravagancia de Mariona’, la última novela del cruceño, recién publicada

/ 17 de mayo de 2015 / 04:00

Ella leía y reía. A veces murmuraba y apuntaba algo en una libretita. “Pero es que no es posible”, decía, y seguía leyendo y anotando, sin detenerse. En la amplia cama, José leía también. Había visto unos horribles noticieros en la televisión. Y al ver y escuchar tanto disparate y tanta gala de ignorancia, había optado por lo mejor: poner en negro la pantalla. Ya no soportaba observar a los mismos personajes de siempre. Había decidido evitar oír a quienes mentían y destrozaban de manera tan desconsiderada el idioma que él tanto apreciaba. Eso del lenguaje basto le producía pena y malestar. Como María Victoria, su mujer, tampoco podía soportar a los fulanos. Leían, ella en un extremo y él en el otro lado de la cama donde, ni extendiendo los brazos a todo lo que daban, no alcanzaban a rozarse siquiera.

No es que estuvieran disgustados ni que se llevaran mal, sino que así estaban más cómodos. Se amaban a su modo. Con los años, cuando los ardores habían dado paso al sosiego, la comodidad se convirtió en algo primordial para la pareja. María Victoria se divertía y murmuraba a ratos sobre la novela que quería terminar de leer esa misma noche, si era posible. Hacía un par de días que estaba devorando la obra, y su marido estaba intrigado con lo que anotaba. Era un verdadero trabajo el que hacía, a veces feliz y otras con cara de sorpresa. Había momentos en que lo miraba fijamente y luego decía: “No, no puede ser”. O lo interrumpía para preguntarle: “¿Crees que una lectura te puede hacer perder el juicio?”. Aunque era devoradora de novelas, José jamás la había visto tomar ni una sola nota de algo que estuviera leyendo, a no ser que fuera algún libro de arte, moda o cocina. Y menos que le hiciera comentarios tan extraños.

María Victoria no quería llevar su novela a Buenos Aires, donde viajarían al día siguiente, porque pensaba comprar libros allí. A ella le parecía el colmo de la tontería llevar peso inútil, aunque ese libro breve pesara solo unos gramos. Por su parte, José prefería no opinar, porque antes de viajar ella ya pensaba en el retorno, en las maletas, los maletines, los bolsos y el sobrepeso. A él le seguían enfermando los viajes, cuando, además del peso de las valijas, que lo podían herniar o lesionar de la columna, debía cargaba con paquetes y mochilas. Eso no lo aguantaba, y provocaba ira en ella que le decía que era un comodón. Por eso María Victoria no dejaba de leer esa noche, para no cargar con el librito hasta Buenos Aires, lo que a José le parecía absurdo.

Él, por su lado, estaba transpirando de horror con Las benévolas, de Jonathan Littel, que consideraba un magnífico libro, aunque de una brutalidad que a veces lo llevaba a la náusea. Eso sí, Las benévolas era algo que no quería dejar en la casa porque lo tenía en vilo, atrapado. No le aceptaría cortapisas a su mujer. Tal vez, por su extensión, ni siquiera terminaría de leerlo durante su estadía en Buenos Aires, donde en la noche casi siempre se llegaba agotado al hotel. Las atrocidades de los hechos que se describían, sobre todo en Polonia, Ucrania, el Cáucaso y Rusia, tomadas por el ejército alemán, no eran ninguna novedad para él, viejo profesor de historia, ni para cualquier lector más o menos enterado de los acontecimientos de la guerra en el Este europeo.

Pero estremecían a cualquiera. Las planificadas matanzas de judíos, rusos, polacos, gitanos; la prepotencia de los alemanes en el triunfo y el miedo en la derrota, lo habían vuelto a impresionar. En algunos momentos le indignaba oír a María Victoria, que, leyendo una novelita de amor, lo interrumpía diciendo: “Pero es que no puede ser, ja, ja, ja; estoy casi segura de que esto lo he leído antes”. O cuando lanzaba una expresión de asombro, cubriéndose la boca con la mano.

— ¿Qué lees, Victoria, que no puedes dejar? ¿Desde cuándo te entusiasman tanto los amoríos? –le preguntó.
Ella pareció no escucharlo. Lo miró, se rio y dio vuelta otra página.

— Nada —dijo.

— ¿Qué te hace reír, rabiar y hablar tanto, Victoria? Jamás te había visto tan entusiasmada con un libro. Ya no me dejas ni concentrarme en el mío.

— Es que es un libro divertido, ¿sabes? Me produce una extraña sensación desde hace algunas horas, pero no sé cómo expresarlo. A medida que avanzo se me retuercen las entrañas. Qué te puedo decir, José, siento como si la autora conociera mi vida, hubiera vivido en mi casa, hubiera dormido en mi cama.

Te reirás, pero presiento también como si la autora te hubiera conocido íntimamente a ti, que tuviera tus gustos, o tú los de ella; que hubieran convivido, que hubiera sido tu amante. ¿No te parece que es gracioso?

— Graciosísimo —le contestó—. Pero no tanto como para que quieras acabar de leer el libro esta misma noche y además para que me distraigas de la lectura de mi novela, que es terrible. ¿Sabes que casi todas las páginas de esta novela trágica las vuelvo a releer para estar seguro de lo que dicen? Y son casi mil páginas con letra pequeña. Mira cuántas páginas son, Victoria, mira por favor.

Ella, concentrada en lo suyo, no le dio importancia y siguió leyendo. Luego de un momento habló con desdén:

— Para qué lees esas cosas de guerras, genocidios, generales nazis, rusos violadores y bombas atómicas. A mí no me haces leer eso ni muerta. Son atrocidades que ya pasaron, que vienen del siglo más sangriento de la historia. Algo que te fascina, pero que jamás debería volver a repetirse. Que Hitler, que Stalin, que Mussolini, que los japoneses y los pilotos suicidas, los submarinos y Rommel, y no sé quiénes más. Todo eso que te escucho a ti y a algunos de tus amigos.

— Pero eso es historia y no mera ficción.

— Y lo que me has hecho leer a mí. ¡Dios mío! Tu vida entera te he oído hablando de esas cosas: de guerras, de prisioneros juzgados y colgados. Y si no es tu querido Napoleón, ya estás con Churchill, De Gaulle o Franco. Pero, sobre todo, me asombra tu interés por Hitler y Stalin, ¡ese par de genocidas salvajes! ¡No te amargues el alma y la vida con ellos! Lee estas cosas divertidas, humanas, del mundo real. Son lecturas sencillas, pero no bobas, porque a mí no me gustan las boberías.

— A mí tampoco…

— Lee biografías, diarios o novelas históricas y mejorará hasta tu espíritu, que a veces parece languidecer; rejuvenecerás.

— Eso es lo que leo siempre…

— Lee temas de amor y desencuentros, José, como este librito que me está haciendo gozar y sufrir. Sé más sensible, hombre, ya que romántico no has sido jamás en tu vida ni lo serás. Bueno, déjame que siga leyendo. Si tienes sueño apaga tu luz; a mí me dejas tranquila hasta que termine con esta joyita que me tiene tan intrigada.

— ¿Cómo titula tu novelita? —le preguntó por decir algo, sin el menor interés, pero ella no le contestó y José presumió que ni lo había oído.
Entonces se dispuso a dormir; dejó Las benévolas en su velador y apagó la lamparita. Había que levantarse temprano al día siguiente aunque sin necesidad de madrugar demasiado.

— Buenas noches —le dijo a María Victoria, pero aún muy sumida en su lectura, no le respondió.

— Titula Nostalgias de invierno —le contestó un minuto después. Tal era su concentración en el libro.
José no le respondió nada y se dio vuelta, de espaldas a ella, para que no le diera la luz de su velador en la cara. Ya había tomado su pastilla para la ansiedad y deseaba dormir.

— Es de una española muy divertida —le dijo—. Se llama Mariona Maragall Pla. ¿Catalanísima la señora, no?
José se sobresaltó al oír ese nombre. Provocó un remezón en la cama. Algo así como esos amagos de calambre que a veces sorprenden a cierta edad.

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Manfredo Kempff Sufrir un amor inverosímil

Reproducimos el inicio de ‘La extravagancia de Mariona’, la última novela del cruceño, recién publicada

/ 17 de mayo de 2015 / 04:00

Ella leía y reía. A veces murmuraba y apuntaba algo en una libretita. “Pero es que no es posible”, decía, y seguía leyendo y anotando, sin detenerse. En la amplia cama, José leía también. Había visto unos horribles noticieros en la televisión. Y al ver y escuchar tanto disparate y tanta gala de ignorancia, había optado por lo mejor: poner en negro la pantalla. Ya no soportaba observar a los mismos personajes de siempre. Había decidido evitar oír a quienes mentían y destrozaban de manera tan desconsiderada el idioma que él tanto apreciaba. Eso del lenguaje basto le producía pena y malestar. Como María Victoria, su mujer, tampoco podía soportar a los fulanos. Leían, ella en un extremo y él en el otro lado de la cama donde, ni extendiendo los brazos a todo lo que daban, no alcanzaban a rozarse siquiera.

No es que estuvieran disgustados ni que se llevaran mal, sino que así estaban más cómodos. Se amaban a su modo. Con los años, cuando los ardores habían dado paso al sosiego, la comodidad se convirtió en algo primordial para la pareja. María Victoria se divertía y murmuraba a ratos sobre la novela que quería terminar de leer esa misma noche, si era posible. Hacía un par de días que estaba devorando la obra, y su marido estaba intrigado con lo que anotaba. Era un verdadero trabajo el que hacía, a veces feliz y otras con cara de sorpresa. Había momentos en que lo miraba fijamente y luego decía: “No, no puede ser”. O lo interrumpía para preguntarle: “¿Crees que una lectura te puede hacer perder el juicio?”. Aunque era devoradora de novelas, José jamás la había visto tomar ni una sola nota de algo que estuviera leyendo, a no ser que fuera algún libro de arte, moda o cocina. Y menos que le hiciera comentarios tan extraños.

María Victoria no quería llevar su novela a Buenos Aires, donde viajarían al día siguiente, porque pensaba comprar libros allí. A ella le parecía el colmo de la tontería llevar peso inútil, aunque ese libro breve pesara solo unos gramos. Por su parte, José prefería no opinar, porque antes de viajar ella ya pensaba en el retorno, en las maletas, los maletines, los bolsos y el sobrepeso. A él le seguían enfermando los viajes, cuando, además del peso de las valijas, que lo podían herniar o lesionar de la columna, debía cargaba con paquetes y mochilas. Eso no lo aguantaba, y provocaba ira en ella que le decía que era un comodón. Por eso María Victoria no dejaba de leer esa noche, para no cargar con el librito hasta Buenos Aires, lo que a José le parecía absurdo.

Él, por su lado, estaba transpirando de horror con Las benévolas, de Jonathan Littel, que consideraba un magnífico libro, aunque de una brutalidad que a veces lo llevaba a la náusea. Eso sí, Las benévolas era algo que no quería dejar en la casa porque lo tenía en vilo, atrapado. No le aceptaría cortapisas a su mujer. Tal vez, por su extensión, ni siquiera terminaría de leerlo durante su estadía en Buenos Aires, donde en la noche casi siempre se llegaba agotado al hotel. Las atrocidades de los hechos que se describían, sobre todo en Polonia, Ucrania, el Cáucaso y Rusia, tomadas por el ejército alemán, no eran ninguna novedad para él, viejo profesor de historia, ni para cualquier lector más o menos enterado de los acontecimientos de la guerra en el Este europeo.

Pero estremecían a cualquiera. Las planificadas matanzas de judíos, rusos, polacos, gitanos; la prepotencia de los alemanes en el triunfo y el miedo en la derrota, lo habían vuelto a impresionar. En algunos momentos le indignaba oír a María Victoria, que, leyendo una novelita de amor, lo interrumpía diciendo: “Pero es que no puede ser, ja, ja, ja; estoy casi segura de que esto lo he leído antes”. O cuando lanzaba una expresión de asombro, cubriéndose la boca con la mano.

— ¿Qué lees, Victoria, que no puedes dejar? ¿Desde cuándo te entusiasman tanto los amoríos? –le preguntó.
Ella pareció no escucharlo. Lo miró, se rio y dio vuelta otra página.

— Nada —dijo.

— ¿Qué te hace reír, rabiar y hablar tanto, Victoria? Jamás te había visto tan entusiasmada con un libro. Ya no me dejas ni concentrarme en el mío.

— Es que es un libro divertido, ¿sabes? Me produce una extraña sensación desde hace algunas horas, pero no sé cómo expresarlo. A medida que avanzo se me retuercen las entrañas. Qué te puedo decir, José, siento como si la autora conociera mi vida, hubiera vivido en mi casa, hubiera dormido en mi cama.

Te reirás, pero presiento también como si la autora te hubiera conocido íntimamente a ti, que tuviera tus gustos, o tú los de ella; que hubieran convivido, que hubiera sido tu amante. ¿No te parece que es gracioso?

— Graciosísimo —le contestó—. Pero no tanto como para que quieras acabar de leer el libro esta misma noche y además para que me distraigas de la lectura de mi novela, que es terrible. ¿Sabes que casi todas las páginas de esta novela trágica las vuelvo a releer para estar seguro de lo que dicen? Y son casi mil páginas con letra pequeña. Mira cuántas páginas son, Victoria, mira por favor.

Ella, concentrada en lo suyo, no le dio importancia y siguió leyendo. Luego de un momento habló con desdén:

— Para qué lees esas cosas de guerras, genocidios, generales nazis, rusos violadores y bombas atómicas. A mí no me haces leer eso ni muerta. Son atrocidades que ya pasaron, que vienen del siglo más sangriento de la historia. Algo que te fascina, pero que jamás debería volver a repetirse. Que Hitler, que Stalin, que Mussolini, que los japoneses y los pilotos suicidas, los submarinos y Rommel, y no sé quiénes más. Todo eso que te escucho a ti y a algunos de tus amigos.

— Pero eso es historia y no mera ficción.

— Y lo que me has hecho leer a mí. ¡Dios mío! Tu vida entera te he oído hablando de esas cosas: de guerras, de prisioneros juzgados y colgados. Y si no es tu querido Napoleón, ya estás con Churchill, De Gaulle o Franco. Pero, sobre todo, me asombra tu interés por Hitler y Stalin, ¡ese par de genocidas salvajes! ¡No te amargues el alma y la vida con ellos! Lee estas cosas divertidas, humanas, del mundo real. Son lecturas sencillas, pero no bobas, porque a mí no me gustan las boberías.

— A mí tampoco…

— Lee biografías, diarios o novelas históricas y mejorará hasta tu espíritu, que a veces parece languidecer; rejuvenecerás.

— Eso es lo que leo siempre…

— Lee temas de amor y desencuentros, José, como este librito que me está haciendo gozar y sufrir. Sé más sensible, hombre, ya que romántico no has sido jamás en tu vida ni lo serás. Bueno, déjame que siga leyendo. Si tienes sueño apaga tu luz; a mí me dejas tranquila hasta que termine con esta joyita que me tiene tan intrigada.

— ¿Cómo titula tu novelita? —le preguntó por decir algo, sin el menor interés, pero ella no le contestó y José presumió que ni lo había oído.
Entonces se dispuso a dormir; dejó Las benévolas en su velador y apagó la lamparita. Había que levantarse temprano al día siguiente aunque sin necesidad de madrugar demasiado.

— Buenas noches —le dijo a María Victoria, pero aún muy sumida en su lectura, no le respondió.

— Titula Nostalgias de invierno —le contestó un minuto después. Tal era su concentración en el libro.
José no le respondió nada y se dio vuelta, de espaldas a ella, para que no le diera la luz de su velador en la cara. Ya había tomado su pastilla para la ansiedad y deseaba dormir.

— Es de una española muy divertida —le dijo—. Se llama Mariona Maragall Pla. ¿Catalanísima la señora, no?
José se sobresaltó al oír ese nombre. Provocó un remezón en la cama. Algo así como esos amagos de calambre que a veces sorprenden a cierta edad.

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