Sumergirse en el trabajo y la vida de un pintor, develar su recorrido y su pensamiento frente al arte y al momento que le tocó vivir resulta una aventura. Más si forma parte de una generación de artistas cochabambinos extraordinarios por su erudición y calidad humana, nacidos en torno a la Guerra Federal y que vivieron eventos fundamentales para la construcción del Estado boliviano: la celebración del Centenario de la República, el auge de la minería del estaño, la Guerra del Chaco y la conformación de las organizaciones populares y las tendencias liberales y las nacionalistas que condujeron a la Revolución Nacional de 1952. Hechos que movieron a la reflexión de los valores sobre los que se construyó el modelo republicano y que marcaron el espíritu de esta generación, motivándola a volver a nuestros orígenes para buscar un nuevo modelo de país.

El Museo Nacional de Arte (MNA) y el Centro Pedagógico y Cultural Simón I. Patiño, realizaron en 2013 una retrospectiva de Avelino Nogales, figura que dio paso al modernismo en la pintura boliviana. Fue el maestro que inicialmente compartieron Cecilio Guzmán de Rojas, Raúl G. Prada y Mario Unzueta. Estos dos últimos —a diferencia de Guzmán de Rojas— prosiguieron su formación de manera autodidacta en Cochabamba, donde participaron de la conformación de la Escuela de Bellas Artes, y formaron a buena parte de los artistas de las generaciones posteriores.

El desarrollo de la pintura de Mario Unzueta retrotrae nuestra mente a una Cochabamba enclavada en su entorno rural, en el que la relación con la tierra y los elementos de la naturaleza se daba en un paisaje pródigo en vegetación, en un valle de campos amplios. Estas características y una atmósfera rica en oxígeno en la que vibraba la luz, moldearon su espíritu y lo llevaron a interpretar la íntima relación entre el medio y el hombre de los valles, mostrándonos la riqueza del paisaje y la visión de nuestras culturas fundadas en su profunda relación con la tierra y la naturaleza.

Mario Unzueta fue más allá del paisaje y de la figura idealizada del indígena para mostrarnos el sentido mítico y ritual de la relación entre el hombre de campo y los productos como el maíz, para acercarnos a la religiosidad andina a través de seres de configuración pétrea y para hablarnos de una sociedad pequeña en la que los elementos de la religiosidad popular produjeron una transculturación con elementos de la religión católica.

Unzueta perteneció a una familia tradicional, fue polifacético y amigo de intelectuales y artistas con los que compartió la escena. Un hombre de sensibilidad extrema. Sus paisajes poseen una luz propia que generalmente parte del fondo del cuadro y proyecta amplias sombras de color que acentúan la composición en claves de alto contraste. En su tratamiento técnico emplea unas veces la pincelada empastada y yuxtapuesta para componer armonías de color y una textura de fondo en trabajos en los que el tratamiento del color amplía la vibración de las texturas. Esta manera de encarar el paisaje le permitió reflejar con gran fidelidad la luz del valle y hacer de su obra la aproximación boliviana más auténtica a la búsqueda de la impresión de la luz, que caracterizó al impresionismo.

El aporte de Mario Unzueta al arte boliviano y el de su generación volcó la mirada del arte a nuestro propio ser, a través del paisaje. Y, aún más importante, a través de la interpretación de nuestros mitos y tradiciones populares, elementos de nuestras culturas que abordó sin ningún preconcepto estilístico. Su espíritu bohemio y su carácter despreocupado le permitieron jugar con la luz, iluminando tanto desde la pintura como desde la literatura —también fue escritor— lo entrañable de la sociedad y la vida en el valle cochabambino, en un momento de nuestra historia clave para entender el desarrollo posterior de nuestras expresiones culturales.