Friday 3 May 2024 | Actualizado a 17:01 PM

Ventajista crónica sobre el punk

El ególatra excantante de los Sex Pistols critica a sus compañeros de generación en un libro

/ 19 de julio de 2015 / 04:00

Es hasta enternecedor. Cuarenta años después de la formación de los Sex Pistols, John Lydon —el cantante de la banda, conocido artísticamente como Johnny Rotten— todavía aspira a la infalibilidad papal al decidir lo que es punk y lo que no. En La ira es energía, su libro recién publicado, resulta descorazonador, por ejemplo, el trato displicente hacia las Pussy Riot rusas, cuyo valor suicida resulta incomprensible para un exiliado británico en California.

Las insurgencias juveniles se les escapan de las manos a sus creadores. El mismo Elvis Presley quería convertirse en un nuevo Dean Martin, con plaza en Hollywood y en Las Vegas, mientras que el público escuchaba en su música una llamada a la rebelión contra los mayores. Los Sex Pistols canalizaban la frustración de Johnny Rotten pero no pretendían encabezar la revolución. El asunto era asaltar las listas de éxitos con las armas de la industria musical: barullo mediático, sonido provocador y look diferente. Hasta los politizados The Clash llevaban peinados y uniformes que gritaban “¿a que somos cool?”.

Si el punk adquirió una ideología coherente fue gracias a periodistas forjados en las luchas contraculturales. Esa preocupación no existía en la primera oleada de grupos punk. Una de sus señas era el DIY (“Do it yourself”: Hazlo tú mismo), pero nadie pensó en fundar sellos independientes, todos ficharon por multinacionales.

Se construyó el mito de los Sex Pistols como respuesta a la ultraliberal Margaret Thatcher (en realidad, para cuando la Dama de Hierro llegó al poder, hacía año y medio que los Pistols habían dado su último concierto). Se podía imaginar que Johnny Rotten dirigía una conspiración mundial contra el establishment. Y no: su famosa casa en Gunter Grove era la típica madriguera de rock star.

SUCESORES. Pero fue la versión vitaminada y subversiva del punk la que arraigó en los barrios residenciales de Los Ángeles, mutando en la nihilista escena hardcore. En Washington se transformaría en el straight edge, subcultura casi monacal en su rechazo del alcohol y las drogas, volcada al vegetarianismo y la defensa de los animales. Más allá del Telón de Acero, el punk autóctono rechazó al sistema comunista, sin más alternativa que el encastillamiento en las propias creencias.

Fenómenos todos que dejan indiferente al escritor John Lydon-Johnny Rotten. Tan consumado ególatra como jugador de ventaja, sus grandes polémicas le enfrentan solo con difuntos. En La ira es energía, no pierde ocasión de machacar a Malcolm McLaren, un desastre como mánager de los Sex Pistols pero que al menos intentó darles cierto barniz cultural. Igual hace con Joe Strummer, al que reduce a cantante de “eslóganes socialistas”. Lydon está tan obsesionado por ganar las antiguas batallas que es incapaz de reconocerse como involuntario progenitor de la mayor insurgencia juvenil surgida a finales del siglo XX.

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Toda la música, en cualquier lugar

Los discos físicos contradicen las profecías y conviven en feliz confusión con el ‘streaming’ y las descargas de internet

/ 27 de septiembre de 2015 / 04:00

El escritor inglés Charles Dickens, un melómano insaciable, usó su fortuna para viajar por toda Europa en busca de óperas y obras sinfónicas en la segunda mitad del siglo XIX. Imaginen su pasmo si viviera hoy: todas las músicas están disponibles en todos los rincones, en cantidades industriales y por un coste ínfimo. En una semana, cualquier criatura del siglo XXI con conexión a internet puede consumir más música renacentista que la que Lorenzo de Médici disfrutó durante toda su vida.

Hoy se graba y se distribuye más música que nunca, pero es probable que su calidad media haya descendido: van cayendo los grandes estudios, con su equipo humano altamente especializado, y desaparecen los directores artísticos, los productores y demás filtros que nos libraban de mucha basura. Pero de eso se habla poco. En realidad, más que de la música en sí, ahora hablamos de sus modos de consumo y de las plataformas de distribución.

Cuando internet irrumpió en nuestras vidas, su oferta de barra libre musical resultó irresistible. La gente presumía de llenar sus discos duros con discografías completas, incluso de músicos que les resultaban desconocidos. Y normalmente, allí se quedaban: almacenadas, sin escuchar, arte muerto.
El paradigma ha cambiado, y acumular miles de horas de grabaciones perdió su encanto. Ahora se aspira a disponer de toda la música del mundo en cualquier lugar, a través de la computadora o el teléfono. Servicios de streaming (por internet y sin necesidad de descargar los archivos), como Spotify, Deezer o Apple Music nos prometen la Fonoteca Universal. Pero hay mucho de espejismo: basta con buscar algo que se escape de la corriente dominante impuesta por las grandes compañías para descubrir enormes vacíos. Además, estamos a merced de máquinas torpes: buscadores que no distinguen entre artistas homónimos y se atragantan con los que cambian de nombre.

Las zonas de sombra de Spotify y similares están mejor iluminadas en YouTube. Aquí, el problema es la abundancia. Una catarata que carece de jerarquías, que mezcla las versiones de directo con las de estudio, los videos con movimiento y los realizados a partir de fotos, los audios cuidados y los desastrosos, los originales y las versiones de aficionados. Y la mayoría han sido subidos ilegalmente, por quien no es su propietario. Cierto que eso no preocupa al común de los artistas: lo consideran una forma de promoción.

Desde 1889, cuando Thomas Edison comenzó a vender cilindros pregrabados, no ha cesado la pelea por el reparto de la tarta ni la guerra constante contra los avances tecnológicos, desde la pianola hasta el streaming. No es una oposición frontal al progreso: hablamos de sectores con intereses ambiguos, y dentro de cada bloque puede haber posturas contrapuestas. En 2000, durante la primera gran batalla del internet musical, la que enfrentó a las discográficas con el popular servicio de intercambio de archivos Napster, la multinacional de la comunicación Bertelsmann se ofreció a invertir en la nueva empresa, pero el resto de la industria acabó con la inteligente idea de legalizar lo que funcionaba perfectamente.

Entonces parecía que los archivos de internet iban a ganar el enfrentamiento con los discos físicos, pero no. Como la radio no arruinó los locales de conciertos, la televisión no acabó con el cine y el CD no enterró al vinilo. Los medios y soportes conviven en feliz confusión, ignorando las profecías apocalípticas. Por ejemplo, llevamos años repitiendo que el CD está en las últimas y, sin embargo, domina el mercado musical de países en la vanguardia tecnológica. En Japón representaba, en 2013, el 85 por ciento de las ventas de música; en Alemania se acercaba al 70.

El mundo entero considera a las discográficas como las “malas de la película”. Un prejuicio extraño: muchas editoriales de libros o productoras de cine siguen parecidas políticas respecto a los artistas, pero no acumulan, ni de lejos, el oprobio reservado para las disqueras. Y las descargas ilegales y otras piraterías musicales prosperan bajo la coartada moral de que la industria se merece lo peor.

No obstante, esta industria lleva un siglo largo cumpliendo con su importante función social: presentar la música actual y recuperar la del pasado. Costará creerlo, pero Las cuatro estaciones de Vivaldi era una pieza oscura del barroco, conocida únicamente por los especialistas hasta que en 1942 fue grabada en Roma por Bernardo Molinari. Los músicos que ya no quieren saber más de las discográficas y las plataformas streaming disponen de otras posibilidades como la autoedición, o subcontratar los servicios de fabricación y distribución. Desdichadamente, esas opciones solo resultan efectivas si se disfruta de una reputación ya establecida.

Por eso son escasos los artistas que se han rebelado contra el imperio de los monstruos de la música legal por internet. Más allá de los berrinches de Taylor Swift o Prince, la única propuesta detallada vino de Pete Townshend. En 2011, la cabeza pensante de The Who sugirió a Apple un programa de ayuda a nuevos creadores: contratar a 20 cazatalentos que tutelaran anualmente a unos 500 artistas frescos, a los que se proveería de ordenadores y software. En realidad, Townshend ofrecía un prototipo de discográfica del Tercer Milenio. El pasado año, cuando presentaba su autobiografía, confesó: “Nunca hubo respuesta”.

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Ventajista crónica sobre el punk

El ególatra excantante de los Sex Pistols critica a sus compañeros de generación en un libro

/ 19 de julio de 2015 / 04:00

Es hasta enternecedor. Cuarenta años después de la formación de los Sex Pistols, John Lydon —el cantante de la banda, conocido artísticamente como Johnny Rotten— todavía aspira a la infalibilidad papal al decidir lo que es punk y lo que no. En La ira es energía, su libro recién publicado, resulta descorazonador, por ejemplo, el trato displicente hacia las Pussy Riot rusas, cuyo valor suicida resulta incomprensible para un exiliado británico en California.

Las insurgencias juveniles se les escapan de las manos a sus creadores. El mismo Elvis Presley quería convertirse en un nuevo Dean Martin, con plaza en Hollywood y en Las Vegas, mientras que el público escuchaba en su música una llamada a la rebelión contra los mayores. Los Sex Pistols canalizaban la frustración de Johnny Rotten pero no pretendían encabezar la revolución. El asunto era asaltar las listas de éxitos con las armas de la industria musical: barullo mediático, sonido provocador y look diferente. Hasta los politizados The Clash llevaban peinados y uniformes que gritaban “¿a que somos cool?”.

Si el punk adquirió una ideología coherente fue gracias a periodistas forjados en las luchas contraculturales. Esa preocupación no existía en la primera oleada de grupos punk. Una de sus señas era el DIY (“Do it yourself”: Hazlo tú mismo), pero nadie pensó en fundar sellos independientes, todos ficharon por multinacionales.

Se construyó el mito de los Sex Pistols como respuesta a la ultraliberal Margaret Thatcher (en realidad, para cuando la Dama de Hierro llegó al poder, hacía año y medio que los Pistols habían dado su último concierto). Se podía imaginar que Johnny Rotten dirigía una conspiración mundial contra el establishment. Y no: su famosa casa en Gunter Grove era la típica madriguera de rock star.

SUCESORES. Pero fue la versión vitaminada y subversiva del punk la que arraigó en los barrios residenciales de Los Ángeles, mutando en la nihilista escena hardcore. En Washington se transformaría en el straight edge, subcultura casi monacal en su rechazo del alcohol y las drogas, volcada al vegetarianismo y la defensa de los animales. Más allá del Telón de Acero, el punk autóctono rechazó al sistema comunista, sin más alternativa que el encastillamiento en las propias creencias.

Fenómenos todos que dejan indiferente al escritor John Lydon-Johnny Rotten. Tan consumado ególatra como jugador de ventaja, sus grandes polémicas le enfrentan solo con difuntos. En La ira es energía, no pierde ocasión de machacar a Malcolm McLaren, un desastre como mánager de los Sex Pistols pero que al menos intentó darles cierto barniz cultural. Igual hace con Joe Strummer, al que reduce a cantante de “eslóganes socialistas”. Lydon está tan obsesionado por ganar las antiguas batallas que es incapaz de reconocerse como involuntario progenitor de la mayor insurgencia juvenil surgida a finales del siglo XX.

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Pink Floyd vuelve 20 años después

La legendaria banda británica anuncia un nuevo disco con material inédito bajo el título 'The endless river'. El álbum verá la luz en octubre

/ 13 de julio de 2014 / 04:00

Soltó la liebre Polly Sampson, novelista y esposa del guitarrista David Gilmour. Lo hizo mediante un tuit donde anunciaba que habrá nuevo álbum de Pink Floyd, que se llamará The endless river y que saldrá en octubre. Lo define como “maravilloso” y también como “el canto del cisne de Rick Wright”, en referencia al teclista y miembro fundador del grupo, fallecido en 2008.

La siguiente en irse de la lengua fue Durga McBroom-Hudson, vocalista que ha girado con Gilmour y con Pink Floyd al completo. Confirmaba, con una foto, que ha intervenido en la elaboración de The endless river. Y que se trata de remanentes del trabajo de 1993, cuando el grupo pasó por media docena de estudios londinenses elaborando con el productor Bob Ezrin lo que al año siguiente se publicaría como The división bell (precisamente ahora relanzado en una edición de lujo).

Aunque The división bell alcanzaría el número uno en muchas listas de ventas, incluidas las de Gran Bretaña y Estados Unidos, no resultó un disco suficientemente valorado. Sobre él cayó todo el desprecio del antiguo capataz de Pink Floyd, Roger Waters, que fue invitado a tocar y rechazó la oferta en términos ofensivos. Inevitablemente, algunos de los textos de The division bell pueden ser interpretados como respuestas airadas al antiguo führer de la banda.

Sin embargo, aquel disco también aportaba mensajes más positivos. Aunque marcado por el pesimismo que generaron las guerras de la antigua Yugoslavia, servía de catarsis para intentar resolver los traumas de Pink Floyd, que comenzaron con la sustitución del visionario Syd Barrett. Su mera existencia evidenció que la banda podía funcionar creativamente, a pesar de la brecha abierta por la espantada de Waters y otros conflictos enquistados, como el despido de Rick Wright, que se reincorporó al grupo con categoría de simple contratado.

Inicialmente, Wright parecía dispuesto a sabotear el proyecto, amargado por su indigna situación laboral, pero finalmente se entusiasmó: cantó en cuatro cortes e incluso firmó a medias con Gilmour Cluster one, el tema que abre el disco. Pero tenía lógica la reconciliación: Gilmour estaba fascinado por las fiestas rave y especialmente por el ambient techno, una música heredera de las exploraciones espaciales de la primera encarnación de Pink Floyd; para la aventura ambient necesitaba imaginativos colchones de teclados que le permitieran desarrollar su guitarra más lírica.

Con el tiempo, Gilmour saciaría esa curiosidad al elaborar todo un disco, Metallic spheres (2010), con The Orb y el productor Youth. Pero se sabía que, durante las sesiones para The división bell, sobre todo en Astoria, el barco-estudio-vivienda de Gilmour, también se trabajó en esa línea voladora. De hecho, Nick Mason, el sociable baterista del grupo, hasta bautizó los resultados como The big spliff (literalmente, El gran porro). En su libro, Inside out: a personal history of Pink Floyd (2004), lo describió como “un satélite” alrededor de The division bell.

Los modernos Pink Floyd se han apuntado a esa teoría de la mercadotecnia que insiste en que “menos es más”. Junto a las abundantes actuaciones para la BBC y los descartes, The big spliff pasó a engrosar el archivo de grabaciones, que se conserva en un almacén secreto con todas las precauciones posibles.

Es ese proyecto inédito lo que ahora ha sido transformado en The endless river. Gilmour y Mason han construido canciones a partir de los fragmentos instrumentales y la citada Polly Sampson ha aportado letras, al igual que hizo en The division bell. Por cierto: el nombre hace referencia a la campana o timbre que, en los parlamentos de tradición inglesa, convoca a una votación. En entrevistas, Gilmour lo explicaba como metáfora del momento en que alguien debe manifestarse sobre una cuestión importante.

La hora de la verdad, diríamos aquí. También para los tres supervivientes de Pink Floyd, cuyos representantes están siendo tanteados ansiosamente por promotores de todo el planeta. Con la resuelta negativa de Robert Plant a embarcarse en una resurrección de Led Zeppelin, no habría cartel más apetitoso que la reaparición de Pink Floyd, especialmente si Roger Waters y David Gilmour hicieran las paces bajo la vieja bandera.

Tras años de litigios e insultos, Waters parece calmado: en contra de lo que esperaba, el público se fue detrás de la marca registrada de Pink Floyd y no atendió demasiado al supuesto cerebro de la banda, hasta que se dedicó a tocar The Wall. Por el contrario, la última gira de Pink Floyd, en 1994, batió récords de taquilla. En recorridos anteriores habían superado las cifras de U2 o Michael Jackson.

Derrotado en los tribunales, Waters ha ido suavizando sus posturas. En los últimos años ha coincidido con Gilmour en tres escenarios diferentes, incluyendo la inesperada reaparición de Pink Floyd en el Hyde Park londinense, parte de Live 8, los conciertos organizados por Bob Geldolf como parte de la campaña Haz que la pobreza pase a la historia. Una excusa razonable, una causa digna ayudarían a hacer posible esa gira de Pink Floyd que convocaría a millones de fans. Económicamente, ni Gilmour ni Waters necesitan asumir semejante riesgo pero sí sería grato que una trayectoria tan desgarrada tuviera un happy end.

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Ray Manzarek, hombre discreto

El organista que definió el sonido de The Doors murió el lunes 20 en Alemania

/ 26 de mayo de 2013 / 04:00

Todos los grupos tienen su mito fundacional y el de los Doors parte de Venice Beach, entonces un apéndice bohemio de Los Ángeles. Allí, en 1965, se encontraron Jim Morrison y Ray Manzarek, que se conocían por haber coincidido durante tres años en la UCLA, estudiando cinematografía. Pero Hollywood era un castillo inexpugnable y ellos no tenían paciencia para el meritoriaje. Morrison le canturreó algo que había compuesto, “Moonlight drive”. Y tenía más, aseguró. La idea saltó inmediatamente: “hagamos un grupo”.

Desde el principio, The Doors sonaban diferentes. El trío instrumental tenía algo de banda de club nocturno, de animadores del hall de hotel: estilemas de jazz y bossa nova. Y el órgano: en vez de un aparatoso Hammond, Manzarek prefería un Vox, fácilmente transportable. Fue Ray quién, tras una experiencia frustrante con una bajista, sugirió que podía suplir la ausencia del bajo, como lo hacían los entonces populares tríos de órgano jazzístico.

Manzarek, nacido en Chicago en 1939, pertenecía a una familia de origen polaco que insistió en que tomara clases de piano. Ese bagaje le iba a servir en la aventura de los Doors, igual que su curiosidad intelectual: había estudiado meditación trascendental en un centro de Los Ángeles, donde conoció a John Densmore, su futuro baterista.

La dramática historia de The Doors es bien conocida. Esencialmente, fue una serie de malabarismos entre los compromisos de una banda de éxito y la beoda voluntad subversiva de Morrison. Tras la misteriosa muerte del cantante en 1971, los instrumentistas intentaron lo imposible: mantener el grupo sin su llama sagrada. Sólo duraron dos penosos discos, donde Ray cantó y tocó incluso guitarra.

Todavía un treintañero y con muchas inquietudes, Manzarek fue el más activo de los supervivientes. Dirigió el grupo Nite City en los 70 y editó discos bajo su nombre. Le distinguía su entusiasmo: consiguió que Carl Off le permitiera modernizar Carmina burana, en complicidad con Philip Glass.

La mitificación de los Doors se inició con el uso de “The end” en Apocalypse now (1979), aceleró al año siguiente con la publicación de No one here gets out alive, biografía de Danny Sugerman, un asociado del cuarteto, y culminó con The Doors (1991), el biopic de Oliver Stone.

También Manzarek llevó al papel sus recuerdos, con Light my fire: my life with The Doors (1998). Posteriormente, publicaría una novela, The poet in exile, a partir de la leyenda que asegura que Morrison fingió su muerte para vivir una existencia anónima. Ray asumió su papel de portavoz del grupo y colaboró con artistas iluminados, como Patti Smith o Iggy Pop.

Con su mujer, Dorothy Fujikawa, se instaló en el Valle de Napa, al norte de California. Cuando le detectaron un cáncer en la vesícula biliar, probó diferentes tratamientos. Estaba internado en un hospital en Rosenheim, en Alemania, cuando el lunes 21 de mayo le alcanzó la muerte.

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Ray Manzarek, hombre discreto

El organista que definió el sonido de The Doors murió el lunes 20 en Alemania

/ 26 de mayo de 2013 / 04:00

Todos los grupos tienen su mito fundacional y el de los Doors parte de Venice Beach, entonces un apéndice bohemio de Los Ángeles. Allí, en 1965, se encontraron Jim Morrison y Ray Manzarek, que se conocían por haber coincidido durante tres años en la UCLA, estudiando cinematografía. Pero Hollywood era un castillo inexpugnable y ellos no tenían paciencia para el meritoriaje. Morrison le canturreó algo que había compuesto, “Moonlight drive”. Y tenía más, aseguró. La idea saltó inmediatamente: “hagamos un grupo”.

Desde el principio, The Doors sonaban diferentes. El trío instrumental tenía algo de banda de club nocturno, de animadores del hall de hotel: estilemas de jazz y bossa nova. Y el órgano: en vez de un aparatoso Hammond, Manzarek prefería un Vox, fácilmente transportable. Fue Ray quién, tras una experiencia frustrante con una bajista, sugirió que podía suplir la ausencia del bajo, como lo hacían los entonces populares tríos de órgano jazzístico.

Manzarek, nacido en Chicago en 1939, pertenecía a una familia de origen polaco que insistió en que tomara clases de piano. Ese bagaje le iba a servir en la aventura de los Doors, igual que su curiosidad intelectual: había estudiado meditación trascendental en un centro de Los Ángeles, donde conoció a John Densmore, su futuro baterista.

La dramática historia de The Doors es bien conocida. Esencialmente, fue una serie de malabarismos entre los compromisos de una banda de éxito y la beoda voluntad subversiva de Morrison. Tras la misteriosa muerte del cantante en 1971, los instrumentistas intentaron lo imposible: mantener el grupo sin su llama sagrada. Sólo duraron dos penosos discos, donde Ray cantó y tocó incluso guitarra.

Todavía un treintañero y con muchas inquietudes, Manzarek fue el más activo de los supervivientes. Dirigió el grupo Nite City en los 70 y editó discos bajo su nombre. Le distinguía su entusiasmo: consiguió que Carl Off le permitiera modernizar Carmina burana, en complicidad con Philip Glass.

La mitificación de los Doors se inició con el uso de “The end” en Apocalypse now (1979), aceleró al año siguiente con la publicación de No one here gets out alive, biografía de Danny Sugerman, un asociado del cuarteto, y culminó con The Doors (1991), el biopic de Oliver Stone.

También Manzarek llevó al papel sus recuerdos, con Light my fire: my life with The Doors (1998). Posteriormente, publicaría una novela, The poet in exile, a partir de la leyenda que asegura que Morrison fingió su muerte para vivir una existencia anónima. Ray asumió su papel de portavoz del grupo y colaboró con artistas iluminados, como Patti Smith o Iggy Pop.

Con su mujer, Dorothy Fujikawa, se instaló en el Valle de Napa, al norte de California. Cuando le detectaron un cáncer en la vesícula biliar, probó diferentes tratamientos. Estaba internado en un hospital en Rosenheim, en Alemania, cuando el lunes 21 de mayo le alcanzó la muerte.

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