Ventajista crónica sobre el punk
El ególatra excantante de los Sex Pistols critica a sus compañeros de generación en un libro
Es hasta enternecedor. Cuarenta años después de la formación de los Sex Pistols, John Lydon —el cantante de la banda, conocido artísticamente como Johnny Rotten— todavía aspira a la infalibilidad papal al decidir lo que es punk y lo que no. En La ira es energía, su libro recién publicado, resulta descorazonador, por ejemplo, el trato displicente hacia las Pussy Riot rusas, cuyo valor suicida resulta incomprensible para un exiliado británico en California.
Las insurgencias juveniles se les escapan de las manos a sus creadores. El mismo Elvis Presley quería convertirse en un nuevo Dean Martin, con plaza en Hollywood y en Las Vegas, mientras que el público escuchaba en su música una llamada a la rebelión contra los mayores. Los Sex Pistols canalizaban la frustración de Johnny Rotten pero no pretendían encabezar la revolución. El asunto era asaltar las listas de éxitos con las armas de la industria musical: barullo mediático, sonido provocador y look diferente. Hasta los politizados The Clash llevaban peinados y uniformes que gritaban “¿a que somos cool?”.
Si el punk adquirió una ideología coherente fue gracias a periodistas forjados en las luchas contraculturales. Esa preocupación no existía en la primera oleada de grupos punk. Una de sus señas era el DIY (“Do it yourself”: Hazlo tú mismo), pero nadie pensó en fundar sellos independientes, todos ficharon por multinacionales.
Se construyó el mito de los Sex Pistols como respuesta a la ultraliberal Margaret Thatcher (en realidad, para cuando la Dama de Hierro llegó al poder, hacía año y medio que los Pistols habían dado su último concierto). Se podía imaginar que Johnny Rotten dirigía una conspiración mundial contra el establishment. Y no: su famosa casa en Gunter Grove era la típica madriguera de rock star.
SUCESORES. Pero fue la versión vitaminada y subversiva del punk la que arraigó en los barrios residenciales de Los Ángeles, mutando en la nihilista escena hardcore. En Washington se transformaría en el straight edge, subcultura casi monacal en su rechazo del alcohol y las drogas, volcada al vegetarianismo y la defensa de los animales. Más allá del Telón de Acero, el punk autóctono rechazó al sistema comunista, sin más alternativa que el encastillamiento en las propias creencias.
Fenómenos todos que dejan indiferente al escritor John Lydon-Johnny Rotten. Tan consumado ególatra como jugador de ventaja, sus grandes polémicas le enfrentan solo con difuntos. En La ira es energía, no pierde ocasión de machacar a Malcolm McLaren, un desastre como mánager de los Sex Pistols pero que al menos intentó darles cierto barniz cultural. Igual hace con Joe Strummer, al que reduce a cantante de “eslóganes socialistas”. Lydon está tan obsesionado por ganar las antiguas batallas que es incapaz de reconocerse como involuntario progenitor de la mayor insurgencia juvenil surgida a finales del siglo XX.