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A la vanguardia amor pasajero

El verano en que Frida Kahlo cumplió dos años, Diego Rivera conoció a Angelina Beloff en un café de Brujas, Bélgica. Faltaba poco para la Gran Guerra. En París, unos atrevidos llegados desde todas partes hacían saltar por los aires el arte como había sido concebido hasta entonces. Beloff y Rivera figuraban entre ellos. Pintaban, bebían absenta, parloteaban en tertulias, pasaban frío, se enmarañaban en redes sentimentales, se admiraban, se envidiaban, se envanecían. Las vanguardias artísticas tomaban Montparnasse acaso sin saber que en realidad estaban acampando en la historia.

Angelina Beloff, hija de un magistrado del Senado ruso, prometía. Tras dejar San Petersburgo se formó con Matisse y Anglada Camarasa. Rivera, claro está que también. En 1906 el Estado de Veracruz le había becado para estudiar primero en Madrid y después en París, donde accedió al círculo de exploradores artísticos que formaban, entre otros, Picasso, Gris o Modigliani.

Rivera conoció a Beloff gracias a la pintora española María Blanchard. Al tiempo que le abrió la mirada a pintores desconocidos, el mexicano le declaró su pasión. En aquellos días de asedio, la artista rusa dudó, se sintió presionada, según escribirá en sus memorias, redactadas desde la distancia de la vejez. Después, añade, “cuando Diego llegara a París, le diría que aceptaba que fuéramos novios y que creía poder amarlo”. Con ese apunte notarial se inicia una relación intensa, que culmina en boda en 1911.

Rivera pinta con furia, explora estilos mientras Beloff se especializa en grabados en los años felices. Pero Rivera pronto mostrará la ansiedad del coleccionista de mujeres, que caracterizará su vida tanto como sus murales políticos. Marievna Vorobiev Stebelska, una pintura rusa embebida de cubismo, se convierte en una amante duradera, incluso durante el embarazo y el nacimiento del primer hijo del mexicano: Diego Rivera Beloff. A su vez, Stebelska da a luz en 1919 a Marika, vivo retrato de su padre, aunque Rivera jamás la reconoció como hija, según su biógrafo Bertram Wolfe.

Beloff fue la primera mujer de largo recorrido en la vida del explosivo artista. Más tarde se casaría con la escritora Lupe Marín (tuvieron dos hijas), con la pintora Frida Kahlo y, dos años antes de morir, con la marchante Emma Hurtado. Entre ellas –y durante ellas– mantuvo un sinfín de amoríos sin papeles.
Beloff, pintora, grabadora, ilustradora, escenógrafa y constructora de guiñoles, apenas ha dejado rastros. O fueron tenues hasta que Elena Poniatowska decidió escribir un falso epistolario que tituló Querido Diego, te abraza Quiela, donde recrea la desolación de Beloff en 1921, el año en que Rivera la abandonó y regresó a México para sumarse a la causa del Gobierno. “Leí una carta real de Angelina Beloff que me dio el tono del libro”, cuenta Poniatowska. Publicada en 1978, se convirtió en una de sus obras más traducidas y fue llevada al teatro en México y Francia. “Le pasó lo que le pasa a las mujeres unidas a grandes hombres… pero cuando alguien sobresale, sobresale como una fuerza de la naturaleza”, añade.

Eso era Rivera. Una fuerza de la naturaleza. Corporal y anímicamente. Un cíclope que tumbaría un cáncer de próstata en 1957. Beloff, no. Según Ramón Gómez de la Serna, era “una incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre”. Según el historiador del arte Elie Faure, era “vigorosa y original”. Tal vez fue las dos cosas en distintos momentos, pero en los retratos de Rivera evoca la descripción de Gómez de la Serna. En 1932, Beloff viajó a México para quedarse. Murió a los 90 años, en el país que eligió como patria. “Existe la anécdota —cuenta Mireida Velázquez Torres, comisaria de la exposición Angelina Beloff. Trazos de una vida organizada en el Museo Mural Diego Rivera de la ciudad de México— que es solo eso y no un hecho que realmente haya acontecido, en la cual se decía que cuando Rivera volvió a toparse con Beloff, ni siquiera la reconoció”.