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Jazz: Entidad más improvisación

El Festijazz trae música con raíces de todo el mundo, pero pone el acento en los grupos bolivianos

/ 6 de septiembre de 2015 / 04:00

La música es una forma universal de expresarse y, sobre todo, de relacionar personas, estén donde estén y hablen el idioma que hablen. Este espíritu se desarrolla con el jazz quizás más que con ningún otro estilo porque esta música es en sí misma una invitación a romper esquemas y a tomar todos los sonidos que se pueda, improvisar sobre ellos y deformarlos, en el mejor sentido de la palabra. El Festival Internacional de Jazz de Bolivia, el Festijazz, resulta un buen ejemplo de este mestizaje. En la edición de este año, la 28 —que se celebra desde el martes hasta el 18 de septiembre— va a poner en contacto músicas de varias culturas y a intérpretes y compositores de todas las sensibilidades.

El Festijazz presenta 11 grupos extranjeros y 30 nacionales que tocarán en La Paz, Cochabamba, Santa Cruz, Sucre y Tarija. Llegan bandas de diez países para una especie de encuentro de músicas del mundo, porque prácticamente todo lo que se va a escuchar tiene profundas raíces culturales. El director del Festijazz, Wálter Gómez, asegura que los músicos traen “sonidos nuevos, frescos y con calidad, rescatando elementos fundamentales del jazz, como la improvisación y la riqueza armónica”. Se presentarán melodías e instrumentos de Brasil y cuerdas de timbre gitano, herederas de los míticos Django Reinhardt y Stephane Grappelli. También sonidos de la tradición peruana pasados por muchos filtros, fusiones concebidas en Japón y, por primera vez en el Festijazz, música con raíces de Colombia y Uruguay.

Pero el foco se centrará en los músicos bolivianos, y desde la primera nota. El grupo Takesi, junto a Carla Casanovas y el cuarteto Tawayra inaugurarán el festival con un concierto que puede tomarse como ejemplo del espíritu de mestizaje del Festijazz porque se titula De Adrián Patiño a Miles Davis. El bajista Christian Laguna, de Takesi, recuerda que “antes el festival siempre lo inauguraba un extranjero, pero ahora aquí hay músicos con calidad y madurez como para tomar el protagonismo. Y lograr un sonido propio, porque el jazz debe ser eso: identidad más improvisación”.

El guitarrista tupiceño Tincho Castillo, que ofrecerá dos conciertos junto al pianista Heber Peredo, celebra que el jazz en Bolivia haya “crecido una barbaridad desde hace seis años: ahora salen tres o cuatro discos de este género cada año, mientras que hace poco no se llegaba ni a uno”. Y eso pese a las dificultades que plantea el medio: “el movimiento que se está creando se alimenta él solo porque en la radio casi no hay espacio más que para las bandas tropicales o cristianas”, señala Gómez.

Los músicos bolivianos, además, son en su mayoría jóvenes, mientras que los de afuera lo son bastante menos. Así, las jam sessions que se organizarán por las noches en el club Thelonious servirán para que los de aquí sigan aprendiendo. Igual que los estudiantes del Conservatorio Plurinacional de Música, que van a recibir talleres de los extranjeros, y los jóvenes de la UMSA, donde también habrá conciertos.

Una vez terminen tantas actividades, volverá la calma. Demasiada, quizás. La escena jazzística sigue mermada por la falta de locales y de público estable. Laguna cree que la situación mejorará si se capta a esa “gente que va a espacios alternativos pero no exactamente a un club de jazz, que tiene una especie de estigma”. Y también si la escena se abre al resto del país, como este año hace el Festijazz porque “lo peor es que casi todo sigue centralizado en La Paz”, dice Castillo.

Fusión para los amantes de la libertad

El festival que se creó con entusiasmo, unos casetes viejos y unos músicos jóvenes

Boris Vásquez – director de orquesta

Todo comenzó en un aula del Conservatorio Nacional de Música de la avenida 6 de Agosto de La Paz, en unas clases de teoría dirigidas por el gran compositor Agustín Fernández. Entonces éramos un grupo interesante de jóvenes amantes de este arte, y que ya casi habíamos decidido dedicar nuestro tiempo y espacio a la maravillosa música. Después de las clases, al final de la tarde, unas reuniones y sesiones abundantes de té se celebraban en una hermosa casona en la calle Goitia 162, donde se encontraba la sede la Academia de Música Hohnner, liderada por la madre de nuestro anfitrión.

Siempre un poco entrada la noche comenzaban las sesiones de música de fusión: interpretábamos diversas versiones de canciones de la época hasta que al borde de la medianoche —y después de haber alcanzado una especie de sosiego musical con mezcla de cansancio— se daba inicio a la audición de música popular brasileña: todos los miembros del grupo nos habíamos convertido en fanáticos del bossa nova.

Para cada sesión los aportes musicales de cada cual quizás se pudieran considerar un tanto reducidos pero también, sin duda, valiosos. Era cuestión de medios. Solo disponíamos de una sarta de casetes mal grabados —en muchos casos de estado maltrecho por el excesivo uso— que entre todos íbamos aportando. Pero fue gracias a ellos que el jazz se fue infiltrando poco a poco e irremisiblemente en el repertorio que escuchábamos.

Desde ahí y hasta 1991, a pesar de un par de largas ausencias de uno y otro integrante de aquel grupo, este género de libertad llegó a poseernos hasta el punto de hacernos prisioneros de sus encantos. Ahí y así fue como se estableció este proyecto del Festijazz, que siguió y sin duda seguirá a pesar de las vicisitudes y las críticas de algunos que parecen creer saberlo todo.

En 2000, con la llegada de uno de los grupos mayores en número y relevancia, la NDR Big Band del norte de Alemania, y el trabajo conjunto con el Grupo Europeo de Cultura, se terminó de consolidar el sueño, y nuestro hijo se convirtió en parte del circuito internacional de festivales de jazz del mundo. Un festival que hasta el día de hoy —como pasa con todo retoño— no ha dejado de darnos un par de enojos, más de una insatisfacción y muchas y grandes alegrías.

Actualmente el Festijazz forma parte del calendario anual de cinco ciudades de Bolivia, donde se le espera cada septiembre lo mismo que a la primavera. Él cumple y vuelve. Cada año nos trae abundancia de nuevos frutos musicales que alimentan las esperanzas de desarrollo que albergan quienes no paran de prepararse para aprovechar esta oportunidad de mostrar su trabajo sobre el escenario. Que viva la música y que viva el Festijazz.

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Utopía real

La exposición ‘Warisata en imágenes’ muestra las fotos con las que Carlos Salazar Mostajo retrató una experiencia pedagógica única y liberadora.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Avelino Siñani y Elizardo Pérez se han convertido con todo derecho en dos figuras icónicas de la educación transformadora en Bolivia y en el mundo. Pero en el éxito de la escuela ayllu que en 1931 fundaron en Warisata —y que funcionó hasta 1940— colaboró mucha más gente. Entre ellos, Carlos Salazar Mostajo, un artista y profesor muy joven que se convirtió en facilitador, ideólogo, propagandista y pieza fundamental de la institución a pesar de que en un principio llegó, directamente de la guerra del Chaco, solo para tomar fotografías. Una parte de ellas se pueden contemplar hasta el 27 de agosto en el Museo Nacional de Arte (MNA), en la exposición Warisata en imágenes, que muestra cómo una utopía puede llegar a convertirse en realidad.

Las paredes del museo se han convertido en el registro de una actividad frenética: se ven niños, adolescentes y adultos trabajando con las máquinas y en el campo, leyendo libros, charlando, construyendo, comiendo, escribiendo en cuadernos, desfilando… La gran mayoría de ellos son indígenas, porque Warisata era su escuela y un instrumento para su liberación. Allí el proyecto pedagógico se adaptaba al participante y no al revés, era una educación desde la vida y para la vida. Y para el mundo real: mientras que el sistema educativo formal ignoraba totalmente la cosmovisión de los pueblos originarios Warisata formaba parte del ayllu, escuchaba a la comunidad para satisfacer sus necesidades y sus anhelos implicando a todos y todas mediante los principios del ayni y del respeto por la Pachamama.

Ese espíritu revolucionario impregna las 57 fotografías de la parte principal de la exposición, provenientes de un álbum con 360 y que es propiedad de Cecilia Salazar, hija de Carlos Salazar. Ella se lo ha cedido a la Campaña Boliviana por el Derecho a la Educación (CBDE), que reúne a 60 instituciones que trabajan para que se cumpla con este derecho fundamental desde los ángulos y los enfoques más diversos. Lo primero que ha hecho la CBDE es preparar las ampliaciones que ahora se exhiben y lograr un acuerdo con la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) para que ésta se haga cargo definitivamente del archivo, la conservación y la gestión de las fotografías. “Más adelante se va a trabajar con el Ministerio de Culturas y otras instancias para conseguir que la Unesco declare este archivo, estas fotos, estos documentos históricos Patrimonio Mundial”, asegura David Aruquipa, director ejecutivo de la CBDE.

La exposición se complementa con un video de cinco minutos y otras 20 fotos exhibidas en la planta superior de la sala. No se sabe quién las tomó —aunque Salazar podría ser el autor de algunas— y son posteriores a 1940, pues describen la construcción de pabellón México del complejo de Warisata, levantado cuando la escuela ayllu ya no funcionaba allí. Ese año marca el final de la experiencia que Siñani y Pérez habían comenzado a idear desde que se conocieron en 1917 y se dieron cuenta de que la pasión por la educación liberadora les unía, a pesar de provenir de dos ambientes casi opuestos. Siñani era un indígena del ámbito rural que ya llevaba años trabajando por la educación de su pueblo y que había sufrido persecución por ello. Pérez, un citadino blanco, trabajaba como técnico del Ministerio de Educación asignado a la zona de Warisata que vio muchísimo más allá de lo que sus jefes le pedían.

Además de la comunidad en la que se basaba, a la escuela ayllu le llegaron apoyos de muchos otros lugares, y consiguió que en La Paz un grupo de los más importantes artistas e intelectuales se identificaran y colaboraran con el proyecto. Por eso en las fotos de Salazar se ve a Marina Núñez del Prado y su hermana Nilda y a otros artistas como Manuel Fuentes Lira o Yolanda Bedregal. A todos ellos, igual que al resto de los que vivían, trabajaban y aprendían en Warisata, Salazar les aplicó “una mirada humanística impecable”, en opinión de la curadora del MNA Fátima Olivares. “Reconocemos a foto estudio Gismondi, a Cordero y otros autores de la época… pero jamás hubiésemos pensado en Salazar como parte fundamental de la fotografía en Bolivia, y en esta exposición vemos cómo tiene un ojo reflexivo y preciso que hay que considerar”. Salazar tuvo una importante carrera artística tras la experiencia de Warisata que le llevó, por ejemplo, a dirigir la escuela de bellas artes Hernando Siles y a enseñar en la UMSA.

Inspiración para hoy

Jordi Borlán / Educador

Warisata fue aula, taller, chacra y ulaka”. Así definió acertadamente Carlos Salazar la experiencia educativa de la escuela ayllu: estudio, trabajo y comunidad. No es difícil imaginar el enorme esfuerzo y riesgo que en la Bolivia de 1931 suponía poner en marcha una escuela indígena, productiva, bilingüe, mixta y con amplia participación comunitaria. Una escuela para niños, niñas y jóvenes campesinos donde se contaba con carpintería, telares, herrería y 10 hectáreas de terreno donde se cultivaban todo tipo de productos destinados al autoconsumo y a la comercialización, consiguiendo que un centro con más de 200 internos e internas fuese autosostenible.

La Ley de Educación boliviana (2010) se ha inspirado, entre otras, en la propuesta pedagógica de Warisata, incluso tomando el nombre de los creadores de la experiencia: Ley 070 Avelino Siñani – Elizardo Pérez. Define la educación boliviana como “comunitaria, democrática, participativa, (…) productiva, (…) intercultural y plurilingüe”, recogiendo los ideales pedagógicos y filosóficos de la escuela-ayllu; concentrados en el nuevo modelo educativo sociocomunitario productivo (MESCP).

Como Warisata, el modelo educativo actual introduce la educación productiva o técnica en casi todos los niveles educativos, incluso en sus propias denominaciones: “educación primaria comunitaria vocacional” o “educación secundaria comunitaria productiva”. De esta forma, ha aparecido el Bachillerato Técnico Humanístico (BTH), la profusión de especialidades técnicas en la educación alternativa, el sistema de certificación de competencias o el fortalecimiento de la educación técnica-tecnológica en los institutos de formación profesional.

En Warisata, la formación se realizaba, con toda normalidad, en castellano y aymara. Recogiendo ese testigo, el MESCP propone la promoción de las lenguas originarias en la educación, mediante la inserción de la denominada Lengua 1 y Lengua 2 en los centros educativos y la aprobación de currículos regionalizados, primer paso para la adaptación del diseño curricular con base en la realidad de las 33 culturas/lenguas de Bolivia.

La ley contempla la creación de los consejos educativos sociocomunitarios en cada centro educativo, núcleo, municipio, departamento y Estado Plurinacional, que pretenden sustituir a las antiguas juntas escolares. La participación comunitaria en la gestión educativa es una de las “obsesiones” de la nueva ley, al igual que el “parlamento amauta” o la ulaka de Warisata, integrado por campesinos, maestros y alumnado que gestionaban la administración de la escuela ayllu.

La escuela de Warisata fue destruida en 1940, sus maestros detenidos y sus alumnos y alumnas perseguidos. La clase criolla dominante no podía soportar ver jóvenes indígenas y campesinos formados, cultos y conscientes. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por silenciar Warisata, Avelino Siñani y Elizardo Pérez han pasado indiscutiblemente a la historia como grandes pedagogos, al mismo nivel que Makarenko, Ferrer y Guardia o Paulo Freire.

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Utopía real

La exposición ‘Warisata en imágenes’ muestra las fotos con las que Carlos Salazar Mostajo retrató una experiencia pedagógica única y liberadora.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Avelino Siñani y Elizardo Pérez se han convertido con todo derecho en dos figuras icónicas de la educación transformadora en Bolivia y en el mundo. Pero en el éxito de la escuela ayllu que en 1931 fundaron en Warisata —y que funcionó hasta 1940— colaboró mucha más gente. Entre ellos, Carlos Salazar Mostajo, un artista y profesor muy joven que se convirtió en facilitador, ideólogo, propagandista y pieza fundamental de la institución a pesar de que en un principio llegó, directamente de la guerra del Chaco, solo para tomar fotografías. Una parte de ellas se pueden contemplar hasta el 27 de agosto en el Museo Nacional de Arte (MNA), en la exposición Warisata en imágenes, que muestra cómo una utopía puede llegar a convertirse en realidad.

Las paredes del museo se han convertido en el registro de una actividad frenética: se ven niños, adolescentes y adultos trabajando con las máquinas y en el campo, leyendo libros, charlando, construyendo, comiendo, escribiendo en cuadernos, desfilando… La gran mayoría de ellos son indígenas, porque Warisata era su escuela y un instrumento para su liberación. Allí el proyecto pedagógico se adaptaba al participante y no al revés, era una educación desde la vida y para la vida. Y para el mundo real: mientras que el sistema educativo formal ignoraba totalmente la cosmovisión de los pueblos originarios Warisata formaba parte del ayllu, escuchaba a la comunidad para satisfacer sus necesidades y sus anhelos implicando a todos y todas mediante los principios del ayni y del respeto por la Pachamama.

Ese espíritu revolucionario impregna las 57 fotografías de la parte principal de la exposición, provenientes de un álbum con 360 y que es propiedad de Cecilia Salazar, hija de Carlos Salazar. Ella se lo ha cedido a la Campaña Boliviana por el Derecho a la Educación (CBDE), que reúne a 60 instituciones que trabajan para que se cumpla con este derecho fundamental desde los ángulos y los enfoques más diversos. Lo primero que ha hecho la CBDE es preparar las ampliaciones que ahora se exhiben y lograr un acuerdo con la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) para que ésta se haga cargo definitivamente del archivo, la conservación y la gestión de las fotografías. “Más adelante se va a trabajar con el Ministerio de Culturas y otras instancias para conseguir que la Unesco declare este archivo, estas fotos, estos documentos históricos Patrimonio Mundial”, asegura David Aruquipa, director ejecutivo de la CBDE.

La exposición se complementa con un video de cinco minutos y otras 20 fotos exhibidas en la planta superior de la sala. No se sabe quién las tomó —aunque Salazar podría ser el autor de algunas— y son posteriores a 1940, pues describen la construcción de pabellón México del complejo de Warisata, levantado cuando la escuela ayllu ya no funcionaba allí. Ese año marca el final de la experiencia que Siñani y Pérez habían comenzado a idear desde que se conocieron en 1917 y se dieron cuenta de que la pasión por la educación liberadora les unía, a pesar de provenir de dos ambientes casi opuestos. Siñani era un indígena del ámbito rural que ya llevaba años trabajando por la educación de su pueblo y que había sufrido persecución por ello. Pérez, un citadino blanco, trabajaba como técnico del Ministerio de Educación asignado a la zona de Warisata que vio muchísimo más allá de lo que sus jefes le pedían.

Además de la comunidad en la que se basaba, a la escuela ayllu le llegaron apoyos de muchos otros lugares, y consiguió que en La Paz un grupo de los más importantes artistas e intelectuales se identificaran y colaboraran con el proyecto. Por eso en las fotos de Salazar se ve a Marina Núñez del Prado y su hermana Nilda y a otros artistas como Manuel Fuentes Lira o Yolanda Bedregal. A todos ellos, igual que al resto de los que vivían, trabajaban y aprendían en Warisata, Salazar les aplicó “una mirada humanística impecable”, en opinión de la curadora del MNA Fátima Olivares. “Reconocemos a foto estudio Gismondi, a Cordero y otros autores de la época… pero jamás hubiésemos pensado en Salazar como parte fundamental de la fotografía en Bolivia, y en esta exposición vemos cómo tiene un ojo reflexivo y preciso que hay que considerar”. Salazar tuvo una importante carrera artística tras la experiencia de Warisata que le llevó, por ejemplo, a dirigir la escuela de bellas artes Hernando Siles y a enseñar en la UMSA.

Inspiración para hoy

Jordi Borlán / Educador

Warisata fue aula, taller, chacra y ulaka”. Así definió acertadamente Carlos Salazar la experiencia educativa de la escuela ayllu: estudio, trabajo y comunidad. No es difícil imaginar el enorme esfuerzo y riesgo que en la Bolivia de 1931 suponía poner en marcha una escuela indígena, productiva, bilingüe, mixta y con amplia participación comunitaria. Una escuela para niños, niñas y jóvenes campesinos donde se contaba con carpintería, telares, herrería y 10 hectáreas de terreno donde se cultivaban todo tipo de productos destinados al autoconsumo y a la comercialización, consiguiendo que un centro con más de 200 internos e internas fuese autosostenible.

La Ley de Educación boliviana (2010) se ha inspirado, entre otras, en la propuesta pedagógica de Warisata, incluso tomando el nombre de los creadores de la experiencia: Ley 070 Avelino Siñani – Elizardo Pérez. Define la educación boliviana como “comunitaria, democrática, participativa, (…) productiva, (…) intercultural y plurilingüe”, recogiendo los ideales pedagógicos y filosóficos de la escuela-ayllu; concentrados en el nuevo modelo educativo sociocomunitario productivo (MESCP).

Como Warisata, el modelo educativo actual introduce la educación productiva o técnica en casi todos los niveles educativos, incluso en sus propias denominaciones: “educación primaria comunitaria vocacional” o “educación secundaria comunitaria productiva”. De esta forma, ha aparecido el Bachillerato Técnico Humanístico (BTH), la profusión de especialidades técnicas en la educación alternativa, el sistema de certificación de competencias o el fortalecimiento de la educación técnica-tecnológica en los institutos de formación profesional.

En Warisata, la formación se realizaba, con toda normalidad, en castellano y aymara. Recogiendo ese testigo, el MESCP propone la promoción de las lenguas originarias en la educación, mediante la inserción de la denominada Lengua 1 y Lengua 2 en los centros educativos y la aprobación de currículos regionalizados, primer paso para la adaptación del diseño curricular con base en la realidad de las 33 culturas/lenguas de Bolivia.

La ley contempla la creación de los consejos educativos sociocomunitarios en cada centro educativo, núcleo, municipio, departamento y Estado Plurinacional, que pretenden sustituir a las antiguas juntas escolares. La participación comunitaria en la gestión educativa es una de las “obsesiones” de la nueva ley, al igual que el “parlamento amauta” o la ulaka de Warisata, integrado por campesinos, maestros y alumnado que gestionaban la administración de la escuela ayllu.

La escuela de Warisata fue destruida en 1940, sus maestros detenidos y sus alumnos y alumnas perseguidos. La clase criolla dominante no podía soportar ver jóvenes indígenas y campesinos formados, cultos y conscientes. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por silenciar Warisata, Avelino Siñani y Elizardo Pérez han pasado indiscutiblemente a la historia como grandes pedagogos, al mismo nivel que Makarenko, Ferrer y Guardia o Paulo Freire.

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Vuelven los fantasmas de Urrelo

La obra ganadora del Premio Nacional de Novela 2007 llega otra vez a las librerías gracias a una nueva edición

/ 14 de marzo de 2016 / 04:00

La editorial 3600 ha decidido rescatar una de las novelas bolivianas más importantes del siglo XXI, y el martes va a presentar la segunda edición de Fantasmas asesinos, con la que Wilmer Urrelo ganó el Premio Nacional de Novela 2007. La primera, de 3.000 ejemplares, salió con la editorial Alfaguara, pero cuando ésta fue comprada por el grupo Random House los ejemplares que quedaban en stock desaparecieron. Aún hay quien recorre las librerías buscando el libro, y por eso esta reedición cubre una necesidad en el mercado. Urrelo, que antes había publicado Mundo negro (2001) y después Hablar con los perros (2011, Premio de Literatura Anna Seghers) y Todo el mundo cumple sus sueños menos yo (2015), se basó para escribir Fantasmas asesinos en un caso de asesinato y violación que le estremeció a él cuando era niño y que provocó una fuerte polémica en Bolivia. Ahora, años después del caso y de su reflejo en la novela, la primera que Urrelo sitúa en La Paz, el autor ve con otros ojos su entorno y su obra.

— ¿Cómo se relaciona uno con una novela propia tanto tiempo después?

— Es complicado enfrentarse otra vez a la obra de uno tanto tiempo después, imagino que le pasa a todo el mundo con todos sus libros. Pasaría lo mismo si volviera a leer Hablar con los perros, que es cinco años posterior. A Fantasmas asesinos la tenía medio olvidada, no recordaba parte de los personajes y del argumento. Te arrepientes de muchas cosas: al leerla de nuevo pensé que había algunas que hubiera sacado, porque ahora tengo criterios diferentes, pero la dejé como estaba porque corresponde al momento en que fue escrita.

— El crimen en el que se basa la novela tuvo mucha repercusión.

— Entonces yo era un niño y el crimen que se narra fue muy difundido. Se vio en todos los periódicos y se oyó en todas las radios, no había tanta tele. Era un momento crítico por la crisis económica, el narcotráfico, Wálter Mercado… la población estaba inquieta. La gente tenía sensación de seguridad, caminaba con confianza por la calle, y (de repente) se sintió agredida. Lo que pasó no era nuevo, pero sí la primera vez que le pasaba a la clase media alta. Los niños de entonces nos sentimos por primera vez vulnerables, fue un golpe, y a mí me marcó mucho, se convirtió en una especie de obsesión.

— ¿Eran tiempos muy diferentes a los de ahora?

— Había un clima político muy complicado en el país que tuvo mucho que ver con las reacciones que provocó el asesinato. Incluso Víctor Paz, que no era un hombre de discursos, de salir al balcón y dirigirse a la gente, tuvo que hacerlo y prometer la pena de muerte para el tipo porque hubo una marcha que se la pidió. Y recibió a la gente en el despacho, cosa que no hacía nunca. Más tarde se emitió un dictamen que le condenaba a muerte, que luego se rechazó en una apelación en Sucre. La verdad es que el ambiente estaba muy cargado.

— ¿Y cuando publicó la novela aún se sentía ese ambiente?

— Cuando la escribí, años después, pensé que yo era el único que se acordaba del suceso, pero cuando la publiqué vi que había mucha gente de mi edad que se había sentido muy afectada por ese hecho, que aún lo recordaba con dolor. En una de las presentaciones de la novela sufrí una especie de linchamiento, hubo un grupo que se puso muy agresivo, pensaba que era un degenerado o algo así por volver a un tema tan sensible. Cuando investigaba recordaba cosas que creía que habían ocurrido y me di cuenta de que mucho era inventado, por mí o por lo medios, por la gente. La Policía dejó muchas cosas fuera, involucrados a los que no investigó. Incluso hoy sigue siendo una leyenda urbana de la que mucha gente se acuerda.

— Esta novela le dio un Premio Nacional, ¿le guarda cariño?

— Sí, es un libro que quiero mucho, por eso estoy contento con la segunda edición. Porque fue mi segunda novela después de muchos años de no publicar nada y porque fue la novela del arriesgarse. Dejé el trabajo y todo para dedicarme dos años a escribir la versión final del libro. Ahora veo el riesgo que tomé como algo insensato, pero en aquel momento valía la pena. Luego coincidieron las cosas para que ganase el premio y fue bien recibido por los lectores.

— Es un libro con una estructura un tanto peculiar, ¿no cree?

— Tenía una necesidad de escribir una novela extensa, con muchas voces y muchos puntos de vista. La dividí en tres partes. La primera es como un monólogo, el diario mental de uno de los protagonistas, que es quien investiga el hecho y necesita escribir la historia. La segunda ya es la historia en sí, contada desde el punto de vista de varios personajes. La tercera es un intercambio de correos electrónicos y una especie de crónica de lo que había pasado. Quizá por eso alguna gente la leyó como si fuera una crónica, lo que me sorprendió, porque no lo es, muchas cosas las inventé. Imagino que la escribí de esta manera porque era el momento de hacerlo: había mucha gente que experimentaba con cosas como ésta, con intentos de escribir algo parecido a A sangre fría.

— La Paz tiene un papel importante en la trama.

— Fue la primera novela que me atreví a situar en esta ciudad porque mi generación tenía una especie de rechazo a escribir sobre La Paz. Mundo negro es una novela que puede transcurrir en cualquier parte. Desde entonces he escrito mucho sobre ella y nuestra relación ha evolucionado en estos años. Ahora es una relación muy crispada, más de odio que de amor aunque hay las dos cosas. Me parece una ciudad dura, en la que se puede vivir pero que muchas veces resulta imposible de entender. En Hablar con los perros sí hay una necesidad de cuestionar a La Paz que no es tan perceptible en Fantasmas asesinos.

— Parece que existen en Bolivia muchos escritores aficionados a la novela negra.

— Alrededor del 2000 sí había mucha gente que escribía policial, muchos no publicaban pero sí había ese intento. Desde entonces entre los jóvenes escritores bolivianos queda como una inclinación por la novela negra, muchos eligen narrar asesinatos y cosas parecidas. Pero creo que también es una cuestión cíclica. Por ejemplo, entre 2005 y 2007 apareció el terror con la historias esas de los zombis que se hicieron tan populares en algunos círculos. Son como modas que van pasando, pero que tienen el peligro de que pueden matar a toda una generación. Ahora hay gente que se centra solo en la ciencia ficción, como si la estuviesen descubriendo cuando ya se ha hecho mucho, desde hace cien años. No está mal prestarle alguna atención a ese género, pero quemar todas tus naves en eso puede ser muy malo.

— ¿Y usted ha pasado por todas esas modas?

— He mantenido las distancias. Pero por supuesto que he evolucionado mucho desde Fantasmas asesinos. Entonces estaba como desesperado por leer todo lo contemporáneo. Ahora soy de los que recurren a los clásicos, de los que van a rebuscar entre libros viejos hasta encontrar cosas interesantes. Estoy descubriendo cosas de los años 20 aquí en Bolivia que están muy bien. Me gusta mucho Adolfo Otero, que es un escritor fabuloso en todos los sentidos: muy bueno en la ficción y un excelente periodista, un tipo que se la jugaba en serio. Hay muchas publicaciones interesantes de los años 20, 30 y 40 e incluso 50, que lamentablemente han pasado al olvido. Aunque algunos han sido redescubiertos, como Hilda Mundy, que escribió poco, pero era muy buena en poesía y en crónicas, y ahora está en un momento álgido.

— ¿En esa evolución se ha perdido su admiración por Vargas Llosa? Cuando apareció Fantasmas asesinos usted se declaraba muy influido por él.

— Los vargallosianos tenemos una relación difícil con su obra. Por ejemplo, el Vargas Llosa literario, y no la figura pública, sigue muy presente en mi escritura y mis lecturas aunque en los últimos años haya escrito una serie de novelas pésimas. Lo último bueno de verdad debe ser Historia de Mayta, en los 80. La casa verde es enorme, como Conversación en la catedral; La ciudad y los perros es inteligente y maravillosa. Después ha sufrido una decadencia muy dura, me gustó La fiesta del chivo pero antes escribió cosas mucho mejores. Aun así su aporte a la literatura latinoamericana es capital. Y eso es lo rescatable de Vargas Llosa, a pesar de sus muchos errores.

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La obra musical de Modesta Sanjinés

Un libro recoge todas las partituras conocidas de una mujer de carácter que se dedicó a la música, además de la poesía, el periodismo y la filantropía

/ 25 de enero de 2016 / 14:11

En una época en la que en Bolivia y en el mundo se relegaba a las mujeres aún más que hoy, Modesta Sanjinés (1832-1887) utilizó su fuerte carácter para llevar una vida muy productiva más allá del ámbito doméstico al que se suponía que debía limitarse. Administró un importante patrimonio, hizo filantropía, ejerció el periodismo, escribió poesía y, antes de todo eso, compuso música y la interpretó al piano. Nadie sabe exactamente cuántas obras dejó escritas. Por el momento solo se conocen las 34 partituras completas y dos inacabadas que la pianista Mariana Alandia y el compositor Javier Parrado reunieron y publicaron por primera vez en un libro que edita el Espacio Simón I. Patiño.

El violinista francés Denis Clavier fue profesor visitante del Conservatorio Plurinacional de Música durante varios años, a principios de esta década. Enamorado de Bolivia y su música, buscó en los archivos y bibliotecas de París hasta que encontró las partituras que Sanjinés había publicado en aquella ciudad; las primeras, en 1858 y las demás, en una fecha indeterminada después de 1881. En uno de sus últimos viajes a La Paz, en 2003, Clavier tuvo el detalle de traer una copia como regalo para el conservatorio y sus compañeros músicos. Luego pasaron años sin más novedad hasta que el año pasado la historiadora Patricia Montaño, biógrafa de Sanjinés, donó al Espacio Patiño un cuaderno de manuscritos en el que había varias partituras más.

“Fue como descubrir un tesoro”, afirma Parrado, ya que muchas de las obras que estaban en el cuaderno nunca se habían escuchado, solo se suponía que existían porque se mencionaban en periódicos de la época. “Cuando empezamos a tocar las que estaban en el conservatorio nos dimos cuenta de que habían sido transcritas por editores contratados y tenían muchos errores”, recuerda Alandia, mientras que las manuscritas mostraban borrones y manchas, e incluían anotaciones poco claras, porque Sanjinés las había escrito para ella misma.

Alandia, pianista, y Parrado, compositor y profesor de historia de la música, se pusieron a editar las 36 partituras hasta conseguir que “la obra de Sanjinés sea comprensible y cómoda para un músico actual y, por lo tanto, pueda ser tocada y difundida”. La edición ha cubierto varias etapas. Primero, tuvieron que estudiar la grafía de la autora pues, igual que las letras, los signos musicales tienen mucho de la personalidad de quien los escribe y, además, han evolucionado desde el siglo XIX de forma que ahora algunos signos han desaparecido y otros se usan de manera diferente. Luego se centraron en lo que realmente quería decir la compositora, que dejó silencios y acordes sobreentendidos porque no pensaba que nadie trabajaría con aquellas páginas escritas a mano. Finalmente, corrigieron los errores que cometieron los editores franceses.

Toda su labor ha estado presidida por el principio de “respetar la idea musical de la composición original”, dice Parrado, y no hacer más modificaciones que las absolutamente necesarias. “Hay otros editores que intentan mejorar lo que está escrito y lo cambian, pero no es ésa nuestra visión. En varios casos, cuando la duda era muy grave, hemos preferido poner las dos cosas: lo que Sanjinés dejó escrito y lo que nosotros hemos reconstruido”. Porque el libro es lo que en el mundo editorial se conoce como una edición crítica, aquella en la que quedan claramente señaladas las interpretaciones y se sugieren otras posibles. Además, ofrece un texto biográfico sobre la compositora, una reflexión sobre el mundo musical de aquel tiempo, una bibliografía y un catálogo de todos los documentos de los que se habla en el libro.

Los autores han dividido la publicación según su propia clasificación de las obras, que no coincide con la que la propia Sanjinés estableció. Por un lado han agrupado las piezas de carácter, por otro describen las religiosas, y han dedicado un capítulo a las más numerosas: las de música de salón. Estas piezas son todas para piano y se compusieron para animar las reuniones que la alta sociedad celebraba en el salón, un lugar de gran importancia pues en él la gente no solo se divertía, también enamoraba, cerraba negocios y establecía pactos y traiciones políticas. Principalmente sonaban melodías para bailar, como las polcas y los valses. “Que sea música de baile no quiere decir que fuese frívola o de poca calidad; hay algunos valses que no tienen nada que envidiar, por ejemplo, a los que los Strauss escribieron en Europa por aquellos tiempos”, dice Parrado.

En el salón también había momentos para sentarse y disfrutar de piezas más íntimas y reflexivas, compuestas solo para ser escuchadas, como las mazurcas Alto de la Alianza y La brisa del Uchumachi. “Estas obras son mucho más recogidas, de más calado, en ellas la compositora usa un lenguaje más expresivo, dice cosas más interesantes”. Sanjinés compuso otra música, no ya para las ocasiones sociales sino para celebraciones religiosas familiares —tiene varios villancicos, para piano y voz, y adoraciones al Niño Jesús— o para disfrutar ella misma de las melodías. Son las que se llaman piezas de carácter, entre las que destacan unas Variaciones sobre la Canción Nacional (que más tarde sería el Himno) y un tema titulado Zapateo Indio. Baile de los indígenas de los Alrededores de la ciudad de La Paz.

Todas las composiciones de Sanjinés tienen formas europeas, y solo en los temas hacen referencia a la cultura de los pueblos originarios. Entonces aquello se consideraba un avance que adelantaba el periodo nacionalista que marcó la música latinoamericana del siglo XX. El nacionalismo y la música barroca colonial han centrado el interés de los historiadores y los musicólogos, y están muy bien descritos y popularizados en Bolivia y en todo el continente, lo que no ocurre con la música del siglo XIX, que ha quedado medio olvidada.

Sí se sabe que Sanjinés se relacionó intensamente con otros músicos como Manuel Norberto Luna, Mariano y Pablo Rosquellas, César y Luis Núñez del Prado, y Juan José Arana. Todos ellos compusieron obras para la alta sociedad de La Paz, con un tinte claramente europeo y vanguardista —o, al menos, a la moda— pues tenían acceso a las más novedosas partituras e instrumentos gracias a algunas casas comerciales que los importaban de Europa, rompiendo así con el aislamiento geográfico de la ciudad.

Estos músicos se preocuparon no solo por tocar sino también por difundir y educar, y fundaron la sociedad Haydn, un lugar para organizar conciertos, en 1863, y la Sociedad Filarmónica, predecesoras de las orquestas sinfónicas y de los conservatorios. Hasta entonces solo se podía estudiar música en la esfera religiosa, que admitía únicamente a hombres. Además se comprometieron con los problemas que enfrentaba la sociedad boliviana y aportaron su música al esfuerzo de la Guerra del Pacífico, organizando conciertos en los que se escucharon las obras de Sanjinés interpretadas por ella misma y que recaudaron fondos para, por ejemplo, atender a los heridos que volvían del frente o para comprar ambulancias.

En todo este movimiento americano y boliviano las mujeres jugaron su papel y empezaron a destacar. Aquí Sanjinés y —en el continente y en el mundo— la venezolana Teresa Carreño, quien comenzó a darle un toque criollo a la música gracias a variaciones rítmicas y temáticas sacadas de la cultura popular, y que vivió en Europa colaborando con Franz Listz y otros grandes. Un pasado que Parrado se esfuerza por recuperar en sus clases del Conservatorio Plurinacional, en el que no se cuenta con una materia específica de historia de la música boliviana: “Cuando hablo por ejemplo de Brahms, aprovecho para contar algo de sus contemporáneas Modesta y Carreño (…), intento que los músicos bolivianos jóvenes tengan una mejor idea de dónde venimos todos”.

El libro con las partituras de Sanjinés juega un papel muy importante en el rescate de la música boliviana del siglo XIX, un esfuerzo que va más allá. Alandia ya las ha interpretado varias veces en público y se compromete a enseñarla más a sus alumnos: “Difundir las partituras está muy bien, pero no se tiene que perder la tradición oral de transmitir cómo se toca esta música (…), lo que un profesor enseña al alumno no está en un libro y para tocar bien estas obras no basta con leerlas, hay que entenderlas e interiorizarlas”. Parrado y Alandia trabajan ahora para grabar los temas de Sanjinés y publicarlos en un disco, como ya hicieron el año pasado con parte de la obra de Eduardo Caba. Recuperar y socializar la faceta de compositora y pianista de Modesta Sanjinés dará un buen empuje a la música boliviana y, además, seguramente tenga repercusión en más campos pues ayudará a poner otra vez en primera línea a una precursora de la emancipación y de otra forma más justa de ver el mundo, una mujer que se convirtió en modelo de superación para muchas que vinieron después de ella.

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Maestro del misterio y el color imposible

El Museo Nacional de Arte y la editorial Nuevo Milenio homenajean con un libro al pintor, escultor y arquitecto cochabambino Ricardo Pérez Alcalá

/ 18 de enero de 2016 / 04:00

Los aficionados y los profesionales del arte no acaban de acostumbrarse a que Ricardo Pérez Alcalá ya no esté entre nosotros, dos años y medio después de su muerte. Por eso el Museo Nacional de Arte (MNA) y la editorial Nuevo Milenio han querido aportar a que su arte siga presente con un libro que trata de resumir en un solo volumen el legado del cochabambino, lo que resulta una tarea complicada porque fue un pintor, escultor y arquitecto tan productivo que se le atribuyen no menos de 7.000 obras. Finalmente se han seleccionado 46 pinturas, 8 caricaturas y 16 obras arquitectónicas que marcan los hitos más importantes de su carrera, y con ellas y varios textos se ha editado un libro planteado como una biografía y un homenaje, que se titula Ricardo Pérez Alcalá, el gran ausente, y que se publicará a finales de febrero.

El coordinador de la publicación, el editor e investigador Marcelo Paz Soldán, en un principio pensó en que “el título debía incluir la palabra misterio”, un concepto fundamental en la pintura de Pérez Alcalá, quien consideraba que una obra de arte tiene que contener siempre algo inescrutable, que sea muy difícil de comprender tanto para el creador como para el espectador. Se trata de un elemento indefinido y que se encuentra más allá de la razón, que invita a interpretar y esforzarse en descifrar lo que queda oculto tras la escena representada en la obra, y que tiene muchos elementos en común con la poesía.

Pérez Alcalá construye este misterio utilizando otro concepto también de su invención: el de los colores imposibles, aquellos que son muy difíciles de imaginar y reproducir porque no se encuentran en la realidad ni en la paleta del pintor, pero que “surgen al plasmar la pintura en el papel o lienzo”. “Emanan de los contornos de las figuras, ya que son la relación con otros colores, por lo cual los colores imposibles no son premeditados por el artista y no se pueden repetir fácilmente, surgen de una especie de azar pictórico semicontrolado”, según escribió él mismo.

Con estos elementos, Pérez Alcalá construyó una obra única de pintura en acuarela, “tan irrepetible como inclasificable”, añade Paz Soldán. Sobre ella se ha dicho que es surrealista, que es hiperrealista… pero la única etiqueta que el mismo artista se aplicó fue la del realismo mágico, un estilo que nació en la literatura y que Pérez Alcalá veía extensible a todas las artes, con un potencial artístico casi inabarcable. Una forma de crear que hizo famosa Gabriel García Márquez y que consiste en utilizar elementos fantásticos que dentro de la obra       —la novela o el cuadro, en este caso— se hacen creíbles para el espectador o el lector, aunque éste sepa a ciencia cierta que fuera de ella no existen porque son absolutamente imposibles. Las composiciones, en especial los paisajes, de Pérez Alcalá tienen mucho de este realismo mágico.

El misterio y el color fueron las herramientas principales que hicieron de Pérez Alcalá el artista boliviano más conocido fuera de nuestras fronteras. Vivió y expuso en Perú, Ecuador y Venezuela antes de radicar en México, donde pasó 12 años que le llevaron a lo más alto del arte de aquel país, hasta el punto que uno de sus colegas de allá dijo: “…y pensar que el mejor acuarelista de México es un boliviano…”. Quizás la cumbre de su carrera internacional llegó en 2012, cuando expuso seis cuadros en el Salón de Oro del Museo del Louvre, en París: “¡Imagínate! ¡En el Louvre! Esto muestra de quién estamos hablando, este hombre era un monstruo”, dice, entusiasmado, Paz Soldán.

Pérez Alcalá creó escuela porque, a pesar de sus muchísimos premios y en contra de la costumbre de otros artistas, él estaba constantemente abierto a enseñar sus técnicas y sus misterios. Poseía una facilidad para comunicar de la que se beneficiaron sus alumnos de la Escuela de Arte de El Alto, en la que enseñó cuando volvió a Bolivia. También La Paz sacó provecho de su genio creativo pues, como arquitecto, es responsable de varios de los hitos de la ciudad, como la iglesia Corazón de María, en Miraflores, la Piscina Olímpica y la Normal Simón Bolívar, ambas en Obrajes, y la iglesia de San Miguel, en Calacoto.

Una obra inmensa e innovadora que resulta casi imposible de resumir en un solo tomo, pero que Ricardo Pérez Alcalá, el gran ausente, retrata con precisión, describiendo sus hitos más importantes con unos textos y, sobre todo, unas reproducciones de mucha calidad. Todo seleccionado, según Paz Soldán, con el criterio absoluto de que “el libro quede subordinado a la grandeza de ese importantísimo artista que fue Ricardo Pérez Alcalá”.

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