Una jaula salió en busca de un pájaro”, escribió Kafka en un microcuento lleno de brevedad y desasosiego y botón de muestra de la literatura del turbador autor que tal vez sea el más influyente del siglo XX. Franz Kafka —(1883-1924) praguense, del reino de Bohemia, germanófono, solitario, judío, soltero, enamoradizo, hipocondriaco y reprimido— podría ser un personaje de Woody Allen. Hoy su perfil comparte inopinadamente con el Che Guevara el póster pop del siglo XX, al menos en el imaginario de los muchos que han buscado reflejarse en su desazón urbana y moderna, y en otros que lo han utilizado en su beneficio.

Kafka se ha convertido en un gran espejo en el que mirarse. Sartre y Camus lo hicieron existencialista, Gustav Janouch o Michal Mareš lo hicieron socialista, otros anarquista, rebelde, antisistema. Autores que usan de él lo que les conviene y el resto lo ignoran. “Hay tantos Kafka como Dios en la Biblia, uno para cada cual”, apunta el especialista Josef Cermák, que lleva toda una vida desmitificando y persiguiendo falsarios del autor de La metamorfosis, El proceso, El castillo y La condena. La explicación sería que casi todos los textos de Kafka dan pie a ello porque están inacabados.

Lo significativo del checo es cómo exige al lector pasar su propia experiencia por el tamiz que le propone, en una experiencia estresante y transcultural que explicaría su sintonía global. En La metamorfosis se despierta insecto; en Informe a la academia es un mono que explica su transformación en humano, y en Investigaciones de un perro el can busca la verdad y siente el rechazo de los otros perros.

En la obra de Kafka el hombre relee su existencia, se ve representado en unos textos capaces de mostrar el miedo total y, a la vez, todos los resquicios irónicos que nos ofrece el mundo. Pero más allá de la angustia adjudicada, el autor es un tipo tragicómico como salido de un teatro judío centroeuropeo.

LENGUA. En sus diarios dice vivir en la escritura, agarrado con dientes al escritorio, pero en realidad cada mañana ficha en una oficina de seguros de accidente. Quiere estudiar alemán y hace derecho, piensa ir a Múnich y se queda en Praga, quiere moverse pero no se mueve. Planea casarse pero sigue soltero, según dice Reiner Stach en una elogiada biografía.

En realidad, Kafka, que falleció antes de los cuarenta y desconocido, no vive en su escritorio ni en su oficina sino en ese “no lugar” que es la lengua, en la que se relame colocando palabras, como le confiesa a su prometida Felice Bauer. Pero los expertos señalan que Kafka no fue un cautivo sino un gran virtuoso de la lengua, a la que otorga una gran sonoridad: la primera frase de La metamorfosis, con el despertar de Gregor Samsa como insecto, constituye un ejemplo de construcción en alemán. También es un autor que utiliza recursos de suspenso que luego emplearía Alfred Hitchcock. “Era un asiduo al cine”, dice el editor Hans Gerd Koch. La fría evidencia que introduce la primera frase de El proceso podría ser la primera secuencia de un thriller o bien una frase de un niño de colegio: una duplicidad propia de un genio.

Un libro debe despertarnos como “un puñetazo en el rostro”, tiene que ser “el hacha para abrir el mar helado en torno a nosotros”, dice Kafka, que se desespera por la falta de lectores. En tal sentido es un autor político, pero con un sentido muy judío de encarar la vida: los asistentes de El castillo son típicos del teatro grotesco yiddisch —de las comunidades judías asquenazíes, del centro y el este de Europa—, como también lo es el intento del bicho de La metamorfosis por preparar su maleta. La ironía y el sentido cómico se encuentran incluso en la correspondencia oficial de Kafka como agente de seguros.

FASCISMO. Se cumplen cien años de la aparición de La metamorfosis. Los grandes popes del momento lo ignoraron y algunos solo lo descubrieron cuando por el auge del nazismo —que enviará a toda su familia a Auschwitz— lo traducen del alemán al checo. Así, el fascismo lo lanza. Su editor en Berlín, Schocken, lo da a conocer en Viena y en Tel Aviv porque huye de su ciudad. Después lo harán los supervivientes judíos al llegar a Estados Unidos. Y con ellos aparece la primera pseudo-interpretación: Kafka habría previsto el holocausto europeo.

Le siguieron otras interpretaciones libres: Sartre hace con él lo que quiere para demostrar sus tesis y Camus lo convierte en genio del absurdo. Con los marxistas nace “el camarada K” que heredan los anarquistas, y los rebeldes urbanos de los 60 y 70. Y también lo deforma el propio Max Brod —que fue “ventana al mundo” de Kafka y sus pesadillas— con su devoción santificadora.

Cermák ha desmontado esas interpretaciones y se indigna con los “nuevos amigos” de Kafka, brotados con el repentino éxito en los años 50 y que se apresuran a “cubrir” las lagunas, reales o no, de su obra, azuzando leyendas y forzando nuevas lecturas: “Mareš es un sinvergüenza, lo hace para pagarse las cervezas” a costa de periodistas y editores que empiezan a peregrinar a Praga: le coloca a cada cual una nueva anécdota y se queda tan ancho”. Peor sería lo de Janouch, “pues él sí sabía escribir”, quien 25 años después empieza a “inventarse” sus celebérrimas Conversaciones con Kafka. Con él nació el Kafka anarquista.

La Sociedad Franz Kafka recuperó al escritor a la caída del comunismo. Entonces apenas había en Praga traza de él, que no yace en el cementerio de los grandes de la patria. Sin embargo hoy miles peregrinan a “la ciudad de Kafka”, lo que hace sonreír a Cermák pues el autor no nombra nunca su ciudad. “¿Pero quién ha leído a Kafka?”, dice en referencia al escritor que ha sido llamado el más influyente del siglo XX: “De Kafka se habla mucho, incluso demasiado, pero nadie lo lee”.