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La sal es como el tiempo

Reproducimos el prólogo a ‘La composición de la sal’, el libro con el que Magela Baudoin ganó la semana pasada el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez

/ 7 de diciembre de 2015 / 04:00

Así como la sal es capaz de derretir el hielo y diluirse en los mares sin perder su identidad, así como la sal multiplica el ardor de una herida y, quemándola, la sutura de sí y la sana. Así como, en reposo, se expresa irreprochable en un cristal plateado, la sal, pura y venenosa, así se comporta la bella escritura de Magela Baudoin.

Esta escritora de prosa elegante se ha tomado su tiempo antes de entregarnos este puñado de cristales. Ha valido la pena. Y aunque los amigos la urgíamos a dar este paso, a cumplir con el rito que, de algún modo, completa el anhelo de comunicación de la escritura entregándose a los lectores, es decir, al mundo, Magela decidió esperar, fermentar la letra llevándola a sus confines simbólicos.

Sin embargo, quizás lo mejor o lo más significativo de su trabajo no resida solo en la piel del lenguaje —en las palabras y esas pequeñas ecuaciones que Magela Baudoin sabe armar como llaves de karate—, quizás lo mejor esté cifrado en el otro juego, en la procesión que cada cuento lleva por dentro. De hecho, estoy tentada de decir que estos relatos son “lobos con piel de oveja”, pero esto que quisiera ser un aullido de gozo me ha resultado en una imagen gastada que no consigue expresar la verdadera dinámica de estos textos. Será el lector, en el intercambio de códigos, emociones e inteligencias que es la lectura, quien encuentre el mejor modo de comprender y apoderarse de esta propuesta literaria.

Mientras tanto, eso sí, quiero celebrar tres factores que, no obstante responden caprichosamente a mi modo de leer tanto este volumen de cuentos como la definitiva irrupción de esta escritora en el campo cultural boliviano y latinoamericano, pueden acompañar este recorrido iluminando algunos tramos de la poslectura. (Actividad y momento que me parecen vitales y felices, pues revisitar/entrar a un cuento después de haberlo leído, escudriñarlo con la memoria o cuestionarlo con la imaginación, constituyen un camino de reciprocidad imprescindible para que una literatura palpite y se bifurque en todas sus posibilidades).

Estos son, entonces, los tres factores que he apuntado durante mi poslectura de La composición de la sal:

1. Me gusta el aura de anacronía que nubla y envuelve a cada historia. No importa si se trata de un drama en apariencia inmediato, como en Amor a primera vista o Gourmet, o si el pasado regresa, amoroso, para remontarnos a una infancia de barrio del siglo pasado como en Algo para cenar, o incluso si el relato apuesta a un futuro ya marcado por el enigma como en Dragones dormidos, o si se clausura una promesa terrible de muerte como en Un verdadero milagro; lo cierto es que en estos relatos se produce un desfase de la ley del tiempo, una transgresión que, en realidad, no tiene que ver con la secuencia de los hechos, si no con el modo en el que los personajes encarnan esos acontecimientos, convirtiéndose así en el tiempo mismo.

Estamos, ya se ve, ante una prosa clásica que nos conduce, por la compuertas del lenguaje y del estilo, a una sensibilidad largamente trabajada. Esto concuerda también con el silencio (se agradece) de efectos tecnológicos. En los cuentos de Magela Baudoin la apurada ficción que los subgéneros virtuales han filtrado en la literatura de este siglo —emails, tuits, texting, etc.— si aparece eventualmente en sus relatos, apenas se nota. Y esto, claro, para el lector actual resulta ser una sorpresa fresca, lo invita a realizar un desembrague violento y subversivo en contrarritmo con “lo actual”, a sintonizarse con una veta de imaginación que se nutre de la tensión entre personajes, entre decisiones y vida, entre palabras puras, palabras-mito, todavía intocadas por el formato de la virtualidad técnica, que ya con la virtualidad de la memoria suele ser suficiente.

2. Me gusta el cuento invisible que levita sobre cada cuento “fáctico”. Bebiendo de las tradiciones anglosajona y rusa de cuento, Magela Baudoin sabe cómo desarrollar un relato doble, e incluso triple. Pensemos en esas imágenes “volcadas” o “en negativo” o derramadas en puntos infinitos, que, al cabo de contemplarlas por largos segundos, recomponen en el interior del cerebro el aspecto luminoso o diurno y, sin embargo, latente y escondido de la figura. Creo que así funciona la narrativa de esta escritora. Entregándonos los negativos, las sombras evidentes de algo que ocurre o ha ocurrido más allá de las circunstancias detalladas en el cuento. Como lectora, valoro enormemente este voto de confianza que el texto me otorga, pues no solo me invita a completar la trama bajo las líneas de su argumento, sino que apela a mi propio pasado. Eso, también, es lo maravilloso de estos relatos que se desovillan en una hebra enraizada en un tiempo fantasma, que uno no puede caminar sobre esa hebra y participar en la reconfiguración holística de sus razones existenciales. ¿Quién no ha sentido que los relámpagos que anuncian el advenimiento de una tormenta brutal no son, acaso, el augurio de un matrimonio o de una amistad que se despeña irrevocablemente por causa de un error enquistado mucho antes, en un ayer ya desdibujado? Lean el cuento Gourmet y verán cuán naturales no resultan las batallas sordas de esa pareja.

3. Me gusta que Magela Baudoin sea una escritora de mi generación. Ya sé que esto resulta políticamente incorrecto (y acaso incorrectamente político) y tal vez no venga a cuento; sin embargo, cuando aplaudo con alegría su participación literaria no lo hago porque Baudoin haya venido a llenar ningún vacío. No hay lugares vacíos, no hay agujeros en las banderas generacionales, no se trata de eso. Me refiero a que para todos, lectores, lectoras, escritores, sujetos deseantes, la irrupción de una voz con la cual dialogar sobre aquello que, por ejemplo, hizo de fines del siglo XX el siglo intenso, maravilloso, salvaje y contradictorio que fue, enriquece la agenda de nuestra imaginación pública. No es la acumulación de gente de la misma edad escribiendo al mismo tiempo sobre más o menos las mismas cosas lo que, al fin y al cabo, da cuerpo a una camada, sino el diálogo —a nivel estético e ideológico— que esas hermandades establecen con el tiempo que precisamente los hermana. Eso es la contemporaneidad, esa trinidad espiritual. Creo, en efecto, que en este volumen de cuentos es posible reconocer ese diálogo con el tiempo de la modernidad, cuando las generaciones se entremezclan, desordenadas, contaminadas del deseo ajeno, impropio por joven u obsceno por decadente. Así sucede en el cuento Borrascas, en que tres épocas se conectan por esa magnífica máquina del tiempo que es la buena literatura: una abuela y una nieta admiten que, más allá de las modas, está la pasión artística, quizás la más humana y animal de las pasiones. Y así, por la mediumnidad de la conversación, traen a ese plano a Emily Brönte.

Por último, podría decir que los cuentos de Magela Baudoin beben ávidamente de la vida —casi en el modus narrandi de Alice Munro—, pero prefiero subrayar justamente lo contrario: estos relatos, como la sal en los mares, le devuelven a la vida algo que la realidad tiene la manía de restarle. Enhorabuena.

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Descorriendo el tupido velo de la mediterraneidad

Fragmento del libro ‘Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana 1957-2017’  de Asoban.

/ 25 de octubre de 2017 / 04:00

Hay, sin duda, muchos ángulos y enfoques desde los cuales recortar el paisaje literario de la década 2007-2017. Podría priorizar una comparación entre los modos en que los escritores inmediatamente contemporáneos y los escritores que levantaron su obra en el siglo XX decidieron representar la relación sujeto-política; o podría poner el énfasis en las estrategias simbólicas a las que recurren los escritores de este siglo para dibujar los espacios bolivianos y nutrirlos de una batería afectiva que haga las veces de identidad.

Sin embargo, considero que, en este tramo del siglo XXI, el quehacer literario en el territorio boliviano experimenta un fenómeno en el que vale la pena detenerse por su potencia transformadora. Se trata del imparable proceso de internacionalización, en apariencia sostenido principalmente por la voluntad de crear redes, tejidos y diálogos con campos culturales de otros países, pero en su dimensión más profunda gatillado por una conciencia distinta de la literatura, es decir, por un cambio de paradigma. (…)

Un nuevo espejo

Hacía apenas un par de años que Evo Morales había asumido la presidencia y las aguas de las distintas regiones de Bolivia se habían agitado, no solo ante la nueva configuración del paisaje social, sino porque aleteaba en el aire un inevitable déjà vu. Igual que en la década de 1930, con la crisis existencial que significó la Guerra del Chaco, en el segundo quinquenio del siglo XXI Bolivia volvía a mirarse en el espejo para descubrir que no existía un único nacionalismo, sino muchos, y que esos muchos nacionalismos se encontraban también en franco desplazamiento, en imparable flujo. Si la Guerra del Chaco puso a todos los gentilicios nacionales bajo la misma sed y el mismo sol en esa suerte de palimpsesto histórico que fue el Gran Chaco y su porción boreal, la descarga simbólica que significó la llegada a la silla presidencial de Evo Morales, puso en el escenario imaginarios que los centros hegemónicos habían mantenido en la galería de los exotismos.

La globalización que, en términos prácticos se habilitó a nivel de nuevo ethos social con las tecnologías virtuales, también había instalado ya su impronta definitiva. Los escritores que comenzaban a escribir, publicar o construir esa suerte de imaginación compartida que genera la circulación de la ficción y los relatos de la consensuada “realidad” se nutrían de un nuevo oxígeno, lo cual marcaba un horizonte de expectativas radicalmente distinto al que habían dibujado las generaciones anteriores. La idea de que la deseada internacionalización era posible se instauró irrevocablemente en las nuevas camadas, que no dudaron en acometer un camino de doble carril: el éxodo físico y el éxodo conceptual. Es preciso señalar que, ya en los 90, el escritor cochabambino Edmundo Paz Soldán había establecido los contornos de ese nuevo modelo de escritor: un escritor globalizado.

En esta rápida comparación, consensuemos en que el aura de la mediterraneidad había permeado la psicología y la personalidad del artista boliviano del siglo XX, imbuyéndolo de un estoicismo muy parecido a la resignación y por el cual el arte y, en concreto, la literatura eran asumidos como caminos sin retorno, en el sentido existencial y material de la expresión. El escritor del siglo XX parecía profesar una suerte de ontología que, lejos de conectar al hacedor de arte con una comunidad creadora, lo conducía a una búsqueda existencial que lo desgarraba del mundo.

Los dos éxodos

(…) Ambos éxodos, el físico y el conceptual, se dieron de forma simultánea. Es probable que (…) inicialmente solo surgiera la intuición de que era preciso un desplazamiento más arriesgado hacia otros espacios, no solo para vivir la experiencia de la extranjería —tan útil y enriquecedora para un escritor—, sino para precisamente diversificar los espacios de enunciación de Bolivia. Es decir, para multiplicar Bolivia, poniendo en funcionamiento esa operación creativa que es tan común en otras tradiciones latinoamericanas y que consiste justamente en contar el país desde un lugar que no es el país, o aprovechar esa distancia para articular un silencio patrio a modo de otro palimpsesto.

Si hasta casi fines del siglo XX los puntos de inflexión que dinamizaron los tópicos narrativos del indigenismo, el costumbrismo y el realismo se originaban en los sucesos políticos y socioeconómicos que decantaron en los correspondientes traumas nacionales (…), el siglo XXI boliviano se gesta en la misma placenta que otras sociedades latinoamericanas por virtud de la globalización y su implacable avatar, la virtualidad.

Una panorámica comentada

Gabriel Chávez Casazola / Poeta y editor

Para que el aislamiento de la literatura boliviana se hubiera producido (y todavía exista) conspiraron varios factores: un pequeño mercado editorial; ausencia de publicaciones (libros, revistas, portales) con alcance internacional; escasos canales, flujos y contactos con autores, críticos, editores, traductores y divulgadores de otras naciones; falta de apoyo estatal. Pero, sobre todo, en el trasfondo, planea una suerte de enfermedad nacional que aqueja también a muchos de nuestros escritores: la mediterraneidad espiritual; condición que por fin ha comenzado a romperse de manera decisiva en la última década, como lo refiere la narradora Giovanna Rivero en el capítulo que cierra Un río que crece (editado por Asoban).

Junto a ella, reconocidos autores de distintas generaciones y regiones del país, que cultivan diversos géneros literarios y/o el periodismo, se vuelcan aquí a la tarea de presentar un panorama valorado de la literatura boliviana de las últimas seis décadas, de la que ellos mismos —y quien esto escribe— somos coprotagonistas.

Este libro no pretende ser una historiación exhaustiva sino una panorámica comentada de la literatura boliviana de los últimos 60 años, que no tiene (ni quiere tener) un abordaje académico. Es más, se pidió expresamente a los autores que sus textos mantuvieran un tono coloquial y de crónica —sin por ello renunciar al rigor y a la valoración crítica imprescindibles—, ya que esta obra tiene fines de divulgación e información para el lector no especializado; pero a la vez, ciertamente, busca despertar interés para que se realicen futuros estudios en profundidad con nuevas visiones, más amplias y menos enfocadas en lo que es supuestamente boliviano o solo en una parte del país, como ocurría hasta hace poco.  

Un reduccionismo que los coautores de este libro —con los textos aquí recogidos, pero sobre todo, varios de ellos, con su propia obra— han demostrado que puede y debe terminar, ahora que nuestra literatura se torna multipolar y se expande geográfica y temáticamente como un río que crece y llega al mar, ya no imposible, de los lectores de otras regiones del mundo y alcanza a nuevos y más lectores bolivianos.

 

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La sal es como el tiempo

Reproducimos el prólogo a ‘La composición de la sal’, el libro con el que Magela Baudoin ganó la semana pasada el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez

/ 7 de diciembre de 2015 / 04:00

Así como la sal es capaz de derretir el hielo y diluirse en los mares sin perder su identidad, así como la sal multiplica el ardor de una herida y, quemándola, la sutura de sí y la sana. Así como, en reposo, se expresa irreprochable en un cristal plateado, la sal, pura y venenosa, así se comporta la bella escritura de Magela Baudoin.

Esta escritora de prosa elegante se ha tomado su tiempo antes de entregarnos este puñado de cristales. Ha valido la pena. Y aunque los amigos la urgíamos a dar este paso, a cumplir con el rito que, de algún modo, completa el anhelo de comunicación de la escritura entregándose a los lectores, es decir, al mundo, Magela decidió esperar, fermentar la letra llevándola a sus confines simbólicos.

Sin embargo, quizás lo mejor o lo más significativo de su trabajo no resida solo en la piel del lenguaje —en las palabras y esas pequeñas ecuaciones que Magela Baudoin sabe armar como llaves de karate—, quizás lo mejor esté cifrado en el otro juego, en la procesión que cada cuento lleva por dentro. De hecho, estoy tentada de decir que estos relatos son “lobos con piel de oveja”, pero esto que quisiera ser un aullido de gozo me ha resultado en una imagen gastada que no consigue expresar la verdadera dinámica de estos textos. Será el lector, en el intercambio de códigos, emociones e inteligencias que es la lectura, quien encuentre el mejor modo de comprender y apoderarse de esta propuesta literaria.

Mientras tanto, eso sí, quiero celebrar tres factores que, no obstante responden caprichosamente a mi modo de leer tanto este volumen de cuentos como la definitiva irrupción de esta escritora en el campo cultural boliviano y latinoamericano, pueden acompañar este recorrido iluminando algunos tramos de la poslectura. (Actividad y momento que me parecen vitales y felices, pues revisitar/entrar a un cuento después de haberlo leído, escudriñarlo con la memoria o cuestionarlo con la imaginación, constituyen un camino de reciprocidad imprescindible para que una literatura palpite y se bifurque en todas sus posibilidades).

Estos son, entonces, los tres factores que he apuntado durante mi poslectura de La composición de la sal:

1. Me gusta el aura de anacronía que nubla y envuelve a cada historia. No importa si se trata de un drama en apariencia inmediato, como en Amor a primera vista o Gourmet, o si el pasado regresa, amoroso, para remontarnos a una infancia de barrio del siglo pasado como en Algo para cenar, o incluso si el relato apuesta a un futuro ya marcado por el enigma como en Dragones dormidos, o si se clausura una promesa terrible de muerte como en Un verdadero milagro; lo cierto es que en estos relatos se produce un desfase de la ley del tiempo, una transgresión que, en realidad, no tiene que ver con la secuencia de los hechos, si no con el modo en el que los personajes encarnan esos acontecimientos, convirtiéndose así en el tiempo mismo.

Estamos, ya se ve, ante una prosa clásica que nos conduce, por la compuertas del lenguaje y del estilo, a una sensibilidad largamente trabajada. Esto concuerda también con el silencio (se agradece) de efectos tecnológicos. En los cuentos de Magela Baudoin la apurada ficción que los subgéneros virtuales han filtrado en la literatura de este siglo —emails, tuits, texting, etc.— si aparece eventualmente en sus relatos, apenas se nota. Y esto, claro, para el lector actual resulta ser una sorpresa fresca, lo invita a realizar un desembrague violento y subversivo en contrarritmo con “lo actual”, a sintonizarse con una veta de imaginación que se nutre de la tensión entre personajes, entre decisiones y vida, entre palabras puras, palabras-mito, todavía intocadas por el formato de la virtualidad técnica, que ya con la virtualidad de la memoria suele ser suficiente.

2. Me gusta el cuento invisible que levita sobre cada cuento “fáctico”. Bebiendo de las tradiciones anglosajona y rusa de cuento, Magela Baudoin sabe cómo desarrollar un relato doble, e incluso triple. Pensemos en esas imágenes “volcadas” o “en negativo” o derramadas en puntos infinitos, que, al cabo de contemplarlas por largos segundos, recomponen en el interior del cerebro el aspecto luminoso o diurno y, sin embargo, latente y escondido de la figura. Creo que así funciona la narrativa de esta escritora. Entregándonos los negativos, las sombras evidentes de algo que ocurre o ha ocurrido más allá de las circunstancias detalladas en el cuento. Como lectora, valoro enormemente este voto de confianza que el texto me otorga, pues no solo me invita a completar la trama bajo las líneas de su argumento, sino que apela a mi propio pasado. Eso, también, es lo maravilloso de estos relatos que se desovillan en una hebra enraizada en un tiempo fantasma, que uno no puede caminar sobre esa hebra y participar en la reconfiguración holística de sus razones existenciales. ¿Quién no ha sentido que los relámpagos que anuncian el advenimiento de una tormenta brutal no son, acaso, el augurio de un matrimonio o de una amistad que se despeña irrevocablemente por causa de un error enquistado mucho antes, en un ayer ya desdibujado? Lean el cuento Gourmet y verán cuán naturales no resultan las batallas sordas de esa pareja.

3. Me gusta que Magela Baudoin sea una escritora de mi generación. Ya sé que esto resulta políticamente incorrecto (y acaso incorrectamente político) y tal vez no venga a cuento; sin embargo, cuando aplaudo con alegría su participación literaria no lo hago porque Baudoin haya venido a llenar ningún vacío. No hay lugares vacíos, no hay agujeros en las banderas generacionales, no se trata de eso. Me refiero a que para todos, lectores, lectoras, escritores, sujetos deseantes, la irrupción de una voz con la cual dialogar sobre aquello que, por ejemplo, hizo de fines del siglo XX el siglo intenso, maravilloso, salvaje y contradictorio que fue, enriquece la agenda de nuestra imaginación pública. No es la acumulación de gente de la misma edad escribiendo al mismo tiempo sobre más o menos las mismas cosas lo que, al fin y al cabo, da cuerpo a una camada, sino el diálogo —a nivel estético e ideológico— que esas hermandades establecen con el tiempo que precisamente los hermana. Eso es la contemporaneidad, esa trinidad espiritual. Creo, en efecto, que en este volumen de cuentos es posible reconocer ese diálogo con el tiempo de la modernidad, cuando las generaciones se entremezclan, desordenadas, contaminadas del deseo ajeno, impropio por joven u obsceno por decadente. Así sucede en el cuento Borrascas, en que tres épocas se conectan por esa magnífica máquina del tiempo que es la buena literatura: una abuela y una nieta admiten que, más allá de las modas, está la pasión artística, quizás la más humana y animal de las pasiones. Y así, por la mediumnidad de la conversación, traen a ese plano a Emily Brönte.

Por último, podría decir que los cuentos de Magela Baudoin beben ávidamente de la vida —casi en el modus narrandi de Alice Munro—, pero prefiero subrayar justamente lo contrario: estos relatos, como la sal en los mares, le devuelven a la vida algo que la realidad tiene la manía de restarle. Enhorabuena.

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