Woody Allen la comedia del yo
Con 80 años, el genio contemporáneo ocupa un lugar privilegiado de la historia del cine gracias a sus obsesiones y su ironía
Todo artista verdadero va dejando jirones de personalidad a lo largo de su obra. El componente biográfico abona, por presencia o exclusión, ese acto exhibicionista que en definitiva es toda creación artística. Menos frecuente, en cambio, es el caso de una personalidad sistemáticamente demolida por su propietario, sin convertir eso en un show masoquista sino en fuente de placer y entretenimiento, lo mismo para el autor que para el espectador.
Los calificativos aplicados por la crítica a la personalidad de Woody Allen, con pleno consentimiento del destinatario, bien podrían componer un catálogo de desdichas individuales insufribles incluso para una buena docena de individuos. Tímido, inseguro, neurótico, acomplejado, atemorizado, obsesivo, retraído, apocado, poco sociable, han sido los adjetivos más frecuentados. La paradoja reside en que un ser afectado por semejante carga de presuntos impedimentos psicológicos, sumados a un físico patético, haya podido convertirse en el comediante por excelencia del cine contemporáneo.
El secreto parece consistir, a su vez, en la capacidad de Allen para leer las desdichas de su yo a través de los traumas más o menos compartidos por todos sus coetáneos, y particularmente por sus coterráneos. A lo cual debe añadirse su sagacidad para convertir las dudas centrales del hombre contemporáneo en blanco de una sostenida ironía. De ahí que Allen despliegue un humor serio, o —para decirlo en unos términos empleados con persistencia— quizás lo suyo sea la payasada intelectual, tomando el término payasada en el sentido original desprovisto de cualquier desvalorización axiológica. Tal vez la manera más sintética para definir el contenido de la obra de Allen Stewart Konigsberg —alias Woody Allen— sea una de sus frases, dicha hace ya tiempo: “Me pregunto si es posible ducharse después de haber muerto”.
COMPLEJOS. El primer lugar entre sus temas lo ocupa el sexo, clave esencial del universo temático de Allen. Los tropiezos y desencuentros del realizador, desdoblado en los personajes de sus películas, se fundan en el pánico visceral del americano medio al fracaso sexual. Gran mito de aquella sociedad, el sexo enredado en la espesa trama de los prejuicios heredados acabó convirtiéndose en obsesión colectiva.
Para un intelectual la cosa es doblemente trágica, y para un intelectual consciente de su escaso atractivo, peor aún. Allen, que ya convirtió sus dramas íntimos en tema de comentario general al trasladarlos con un guiño de complicidad a la pantalla, no solo pone en evidencia sus traumas sexuales por vía de esa irrefrenable verborrea desplegada por sus personajes para encubrir la inseguridad que sienten frente al mundo. También lo hace con la elección de las protagonistas femeninas, con las que la confesión psicoanalítica encuentra su vía de escape. Mía Farrow y Diane Keaton, actrices preferidas del ahora octogenario director, fueron a su turno sus compañeras de frustrados romances.
En el listado, después del sexo, llega el cine. En Sueños de un seductor Humphrey Bogart se paseaba por la escena, sublimando los deseos de imitación del personaje trabajado por Allen. El propio Bogart le dejaba un consejo “sé tú mismo, no trates de imitar a nadie”, adoptado años después por el director Allen para sortear una crisis creativa en la cual cayó precisamente por pretender ser otro. Ese trance se expresa en tres obras: Interiores, Recuerdos y Comedia sexual de una noche de verano. La primera y la última, inspiradas en Bergman —realizador idolatrado por Allen—, y la otra, con claras reminiscencias fellinianas. Pese a no ser malas películas, las tres desnudaron vacilaciones que el creador solo pudo superar cuando volvió a ser él mismo. El cine también era tema central de Zelig, historia de un camaleónico personaje capaz de transformarse a voluntad en los individuos imaginados al ver la historia en la pantalla. Y el cine es, por supuesto, materia prima fundamental de La rosa púrpura de El Cairo.
INGENIO. Nueva York, y Manhattan en particular, funciona en la obra de Allen casi como un tema más, porque se encuentra en todos los otros. La ciudad se convierte en el escenario natural y bifronte de las desventuras del abrumado intelectual, solitario en medio de Babel. Y la muerte y la religión las trata como incógnitas racionalizadas en ingeniosas boutades sin respuesta alguna, juegos de palabras destinados a escamotear las incógnitas no resueltas de todo un grupo escindido entre las poses de sabiduría y la inseguridad vital. Allen explotó en su primera época las virtudes del contrasentido, tanto por medio del chiste visual como por esa catarata de disparates verbales. De tal combinación el director extrae un estilo caracterizado por la discontinuidad narrativa y por una forma de organizar sus tramas sin consideración por coherencias temporales y/o ambientales. Aquella etapa, cerrada hacia 1975, era más una herencia de la tradición del exrecitador de monólogos en boliches de ínfima categoría, cuyos colegas fueron homenajeados en Broadway Danny Rose, claro producto de la admiración por Bergman, Chaplin y Eisenstein.
DOMINIO. Enseguida vino esa especie de interregno de tres películas “serias”: Interiores, Recuerdos y Comedia sexual de una noche de verano —en serio de verdad dos de ellas, y menos solemne la tercera—. El cómico pareció dudar en aquella encrucijada. En cambio, el cineasta adquiere definitivamente el dominio de sus recursos, se libra de los fantasmas de sus ídolos y es cada vez mejor cómico y más cineasta.
La original dispersión estructural de sus relatos pervive igual que el collage cultural que los impregna, en muchos casos convirtiendo los clichés popularizados por los medios en misiles disparados contra esos mismos medios. Pero ahora estos rasgos estilísticos ya no tienen apariencia caótica. Son señales de libertad para manejarse en el medio que hace posible esa mezcla de realidad y ficción: el cine en el cine, tan difícil de utilizar sin que parezca puro ornamento caprichoso.
La influencia de Bergman sigue siendo inocultable. Ha dejado empero de ser un empacho de citas para trasladarse al plano de la puesta en escena que Allen ha aprendido, sin necesidad de seguir copiando, del maestro sueco. También Chaplin es recuperado en la tristeza como clave del humor. Este hombrecillo atormentado de mirada huidiza y figura insignificante, es descendiente directo de Carlitos el vagabundo. Ambos encajan mal en el mundo, son agredidos por los objetos y se pasan la vida corriendo detrás del amor imposible.
Después de tanto tiempo
‘Mi segundo matrimonio estuvo marcado por constantes y violentas peleas; vivíamos encima de una bolera, cuyos jugadores no dejaban de quejarse del ruido que producíamos’ (‘Zelig’, 1983)
Fernando M. Vara de Rey – poeta
Tendría yo unos dieciséis años cuando vi por primera vez Sueños de seductor, tan risueña y tan profética. Allen quería ser Bogart y yo no podía dejar de ser Allen, bregando ambos —sin resultados digamos palpables— en las propiedades seductoras del humor. Aún me manejaba en el umbral de la adolescencia, pero un inminente destino de galán sin oficio y de mitómano sin remedio se incrustaba en el dintel de mi propia historia.
Woody Allen no dirigió Sueños de seductor, pero más allá de su papel protagonista su carisma impregnaba todo el metraje. Fácilmente reconocí después su personalísimo sello en Bananas, en El Dormilón, en Toma el dinero y corre, comedias unánimes en la caricatura y el surrealismo. Y con algunos años de retraso descubrí el cine como ademán de belleza de la mano de las delicadas Annie Hall, Manhattan o Broadway Danny Rose.
Llegaron en los lustros sucesivos piezas más y menos elaboradas, incursiones en el drama, musas de mucha quita y bastante pon, rapsodias en blanco y negro, biografías a pedazos, cantares de Nueva York. Obras diferentes pero únicas en el caudal de ingenio y en el pecado confesable de la cinefilia.
Paralelos su cine y mi vida, de la comedia al melodrama y de la ocurrencia a la reflexión. Seguíamos queriendo ser Bogart, pero Allen también aspiraba a ser Ingmar Bergman y Federico Fellini y Elia Kazan y Alfred Hitchcock. Y llegaba a ser todos ellos, todos en uno enriquecidos por la pericia de un autor de dos siglos. Woody Allen, el retratista del alma femenina, el capataz de otros genios desde Michael Caine hasta Diane Keaton, el psiquiatra con madera de paciente, el altavoz de George Gershwin y Benny Goodman, el Zelig que adopta tu propio rostro cuando le miras.
Fueron llegando Hannah y sus hermanas, Delitos y faltas, Misterioso asesinato en Manhattan, Balas sobre Broadway, una riada de títulos gloriosos. Nos arrimamos una vez cada año al parpadeo de su nueva película como a la mesa de Nochebuena y al rito de soplar velas . Y resulta que un día de estos amanecimos con la noticia de que Woody Allen había cumplido 80 años, como si los señores bajitos y pelirrojos pudieran envejecer.
Y sí, reconocemos que desde la memorable Match Point y salvo algunos destellos de Midnight in Paris y Blue Jasmine la calidad de sus recientes obras es más de casa de comidas que de restaurante de alcurnia. Pero la cocinera nos conoce y vocea amistosamente nuestro nombre y no somos capaces de resistirnos a su receta.
Aunque nos abrume la insistencia en los argumentos sobre magos de pacotilla y criminales de ocasión, aunque añoremos los guiones redondos y sin fisuras de tiempos pretéritos, aunque nos sintamos desterrados en el jeroglífico de Roma y en el serrallo de Barcelona, volveremos a sentirnos felices cuando una melodía y un rótulo definitivamente familiares nos den la bienvenida a una nueva película de Woody Allen. Y desde ahora pensaremos que tal vez un día nos falte, que el estreno se difuminará en la retrospectiva, que nuestra piel de coleccionista se vencerá al desconsuelo, que en una ladera del parnaso habrá una sala en sesión continua reservada a quienes, como Allen, hacen del cine un vendaval de ilusiones.