Mentiras mortales
Un producto comercial con un casting impecable, concentrado en el desarrollo de la historia y que no recurre a sobadas moralinas
En los 56 largometrajes que lleva, Richard Gere mostró un invariable perfil histriónico adecuado a personajes que circulan por la estrecha línea fronteriza entre el figurín y el sujeto de carne y hueso. Basta recordar Un gigoló americano (American Gigolo-Paul Schrader/1980) o Mujer bonita (Pretty Woman-Garry Marshall/1990). En Mentiras mortales, metido en la piel de Robert Miller, millonario de flacos escrúpulos que ve derrumbarse su poder e imagen, vuelve a ser adecuadamente aprovechado por el director Nicholas Jarecki, en su ópera prima sobre guion propio. Miller es la representación de esa camada de sujetos —de bastardos los tilda una cronista—, cuyas maniobras financieras empujaron al sistema capitalista al borde del colapso en el crash de 2008, cuyas ondas expansivas se prolongan hasta nuestros días.
Miller finge, pues la suya es una existencia apuntalada por las poses, de marido y padre de familia intachable; de empresario desvelado por las carencias de otros a los cuales ayuda en parte a sobrellevar sus penurias con donaciones repartidas por la fundación a la cual destina algo de sus ingresos; de paradigma social admirado, aplaudido y premiado. Un tótem de esos a los cuales la revista Fortune privilegia con su foto en portada para nutrir de arquetipos el imaginario social ávido de triunfadores que mantengan viva la ilusión de estar habitando la tierra de promisión.
Al principio del relato el festejo del sexagésimo cumpleaños de Miller pretexta una idílica reunión familiar coronada con la típica foto de grupo toda felicidad y sonrisas. 120 minutos más tarde, en otro sofisticado evento henchido de glamour sanforizado, Miller recibe el galardón al empresario modelo. Para entonces su esposa ya está al corriente de los entretelones, pero se resigna a la cómoda complicidad del fingimiento, que la hija tampoco rehúye si bien su desagrado resulta patente. En el ínterin la trama va entregando las piezas del rompecabezas, con una agradecible economía de lugares comunes, para permitirnos constatar cómo todo es una suntuosa fachada sobre cimientos de barro.
Apenas destella el último flash de la sesión fotográfica del onomástico, Miller pretexta impostergables obligaciones para salir disparado al encuentro de una pintora francesa con la cual mantiene una relación no precisamente estética y que acaba poco después en tragedia cuando el auto conducido por un somnoliento y algo alcoholizado amante vuelca y se incendia. Escapando del lío, Miller se escabulle, indiferente a la suerte de la aspirante a celebridad y dejándola en medio de las llamas.
Es la oportunidad para Jarecki de abrir el argumento hacia una segunda de las varias líneas de incisión en la sociedad retratada, sorteando el riesgo de la dispersión tanto como el del puro amontonamiento de situaciones. Michael Bryer, un desencantado investigador policial en ajustada personificación de Tim Roth, descree de las explicaciones de Miller y del hijo de su otrora chofer negro, cuyo cometido en el asunto está pensado para poner de manifiesto el reparto de roles detrás de las bambalinas. Expuesto ello con el contenido manejo de datos que el director va entregando para que el espectador saque conclusiones.
Bryer cree llegada la ocasión de superar su hartazgo echándole por fin el guante a uno de esos tipos que lo arreglan todo a billetazos. No le irá bien puesto que entre otros de los tópicos usuales de Hollywood gambeteados por Jarecki está aquel según el cual “el delito no paga”, usualmente traído a colación para certificar el otro: “la justicia tarda pero llega”.
En la oportunidad no llega, puesto que la podredumbre del contexto opera a favor de aquellos cuya posición les franquea cualquier licencia, incluyendo el repertorio de tretas desplegado para esconder un agujero de 412 millones de dólares “borrado” de la contabilidad de la empresa gracias a un préstamo no menos torcido. Al final, cuando las papas queman, ahí están, para sacarlas del fuego, los abogados especialistas en desfigurar los hechos con argucias legales de variopinta calaña.
El desmantelamiento terminal de la figura protagónica viene de la impertérrita falta de escrúpulos puesta en evidencia en la colisión de Miller con su hija, utilizada con la misma desaprensión con la cual maneja todo su entorno, reduciéndolo a una colección de fichas movibles en función de salvar las apariencias. “Soy el patriarca, ese es mi rol, y debo desempeñarlo”, le espeta cuando la supuesta heredera se atreve a reclamar por no haber sido adecuadamente informada acerca de las apreturas contables maquilladas para evadir al fisco y timar a un interesado en adquirir la empresa.
El encuentro final de Miller con este último —así como el diálogo entre ambos para acordar el precio— es otro momento revelador del modus operandi en los altos negocios. Los dos están conscientes de que la cifra, pedida u ofertada, dista mucho de ajustarse a la realidad de lo que ambos se encuentran en disposición de concertar, pero el trapicheo es costumbre admitida, y hasta se diría les resulta tan imprescindible para mantener activa su adrenalina como el “toque” de cocaína para sentirse en pleno uso de sus reflejos.
Pudiera dar la impresión de que hablamos de una obra maestra, una realización sin altibajos. Ni una cosa ni la otra. Todo lo expuesto en la película ya fue visto muchas veces en el cine. No obstante, encontrarse frente a un producto comercial exento de golpes bajos, concentrado en el desarrollo de su historia evitando apostrofar al espectador recurriendo a sobadas moralinas, con un casting impecable para cada personaje, es casi una rareza, un oxímoron se diría, en tiempos de vaciamiento de ideas, mal disimulado apelando a los artificios visuales de la tecnología, un pálido sucedáneo del esfuerzo narrativo para despertar el interés y mantenerlo abierto aun después del fin. A Jarecki no le importa “salvar” a su criatura, prefiere dejarla en la cornisa a donde lo llevó su compulsiva inclinación al embuste y la adulteración.
Hijo de un connotado filántropo neoyorquino, hermano de Andrew —realizador del revulsivo documental titulado Capturing the Friedmans/2003— a propósito del, en su momento, sonado caso de una familia de apariencia común y silvestre cuyos miembros resultaron ser distribuidores de horrenda pornografía infantil protagonizada por el padre y el hermano mayor con el consentimiento del resto del grupo, Nicholas Jarecki traslada al parecer a la pantalla sus propias experiencias traumáticas ocasionadas por la desestructuración del núcleo familiar, uno de los íconos intocables del american way of life, que es en definitiva el blanco sobre el cual apunta con apreciable puntería Mentiras mortales.
Ficha técnica
Título original: Arbitrage. Dirección: Nicholas Jarecki. Guion: Nicholas Jarecki. Fotografía: Yorick Le Saux. Montaje: Douglas Crise. Diseño: Beth Mickle. Arte: Michael Ahern. Efectos: Wilfred Caban, Steven Kirshoff. Música: Cliff Martinez. Producción: Mohammed Al Turki, Maria Teresa Arida. Intérpretes: Richard Gere, Susan Sarandon, Tim Roth, Brit Marling, Laetitia Casta. USA/2012.