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Los herederos recrean a Kafka

El Cuervo homenajea al autor checo con ‘Kafkaville’, un libro que reúne doce relatos de jóvenes escritores inspirados en su influyente universo

/ 18 de enero de 2016 / 04:00

Publicada por la editorial El Cuervo, estos días acaba de salir a librerías del país una nueva antología curada por el escritor peruano Salvador Luis Raggio y organizada alrededor de un único y rotundo centro: Franz Kafka. Compuesta por cuentos de autores hispanoamericanos escritos en distintos tonos de homenaje y diálogo con la obra del escritor checo, la antología —que, como casi todas las antologías de ficción, propone sus propias fronteras físicas e ideológicas y delimita el territorio que ocupa en el mapa literario— se quiere una ciudad o un pequeño pueblo y lleva por nombre Kafkaville.

Una antología sobre Kafka, una de las tres o cuatro plumas definitivas de la narrativa del siglo pasado, necesariamente será una antología sobre el estilo y la mística, un entramado de historias que atraviesan esa fina línea que pretende dividir, sin dividirlos, los campos del realismo —un modo literario antes que un género— y lo fantástico, ese género que en pluma del checo constituye una categoría literaria y estética en sí misma. Porque Kafka, por motivos autobiográficos y literarios y lejos del cliché, no es solo ese autor que generó una forma específica de pensar lo literario, que en el movimiento de la cultura se ha venido reduciendo a lo kafkiano, sino que también es un centro generador de ideas en el que intervienen muchas variables.

Kafka, se sabe, es mucho más que solo Kafka. Y eso, entre otras cosas, porque mientras vivió nunca fue Kafka. Como indica Manuel Vilas, Kakfa no fue un escritor tal como hoy lo conocemos: no concedía entrevistas ni salía en la prensa, no era asediado por editores ni se desesperaba por conocer agentes, no era jurado de premios literarios ni participaba como autor en ellos, no era una figura pública sino un hombre secreto, secreto o anodino, que se dedicaba día tras día a eso que llamaba su Brotberuf  (su labor de pan o trabajo para ganarse el pan) en una agencia de seguros y que le robaba tiempo al sueño y al ocio dedicándose a escribir como si supiera —aunque no lo sabía— que estaba llamado a hacerlo.

Ese empleado legalista de origen judío, que nació en el seno de una familia alemana en Praga a finales del siglo XIX y murió a los 40 años de una tuberculosis, nunca fue un escritor del siglo XX sino un trabajador del siglo XIX, un obsesionado que escribía muy tarde en las noches o en las madrugadas a la luz incierta de esa relación dramática que tenía con su padre, cargando una tradición religiosa milenaria a cuestas, en los albores del despertar nazi, despreocupado de muchas cosas excepto de ese ejercicio de poner una palabra tras otra para construir tramas absolutamente originales.

Pero también mucho más, también una forma de entender el mundo que no se detiene en la descripción de horror y el humor cotidianos sino que los hace, que no los personifica sino que los crea y los contiene, creando así una obra en su mayor parte secreta y condenada a la desaparición que, sin embargo, hoy se constituye en uno de los mayores legados literarios de la historia. Kafka es una luminosidad gris, un luto sistemático pero no carente de brillantez, la encarnación del pleito milenario, histórico, inacabable, entre los hombres y los dioses, incluidos los dioses terrenos de la explotación, la estupidez y el absurdo. E incluido el diosecillo báquico y tirano del humor salvaje.

Pero Kafka también era un hombre común, un tipo enfermizo y tenso, quizás monótono y rutinario, que atravesaba Praga en su pequeña moto para ir de su casa a la oficina de seguros y quizás también a algún bar y, según cuentan, a varios prostíbulos de los que era cliente asiduo. Kafka, el empleado anodino, Kafka el hijo, Kafka el monstruo, Kafka el cliente y amigo de putas, Kafka el obsesionado. Kafka, uno más de los miles de hombres europeos que se levantaba e iba a trabajar y se enfrascaba en prostíbulos y en su particular tristeza familiar y cultural todos los días en las primeras dos décadas de mil novecientos.

Y Kafka, desde luego, es también Max Brod, el amigo y el enemigo, testaferro y Judas, aquel que, como se sabe, tenía la misión de quemar y entregar al olvido todas las obras de Kafka no publicadas antes de su muerte —que fuera de La metamorfosis y alguna cosilla más eran casi todas sus obras— y que se negó a hacerlo con una sistematicidad y un amor comparable a la obsesión kafkiana por el trabajo. No solo no quemó los originales de obras como El proceso, El castillo y América, sino que los corrigió con paciencia, les cambió la puntuación y arregló el orden caótico en que los había dejado Franz, tuberculoso y entregado a algo que estaba entre la muerte y la escritura.

La amistad entre Kafka y Brod fue una amistad metamorfoseada, dos judíos en Praga a principios del siglo XX que se transformaron en un solo hombre, un hombre que fue dos y que tiraba para polos opuestos. Porque mientras Kafka nunca fue Kafka mientras vivió, Max Brod, su amigo y ejecutante literario, ya sabía que Kafka era Kafka. O, mejor aún, imaginó que Kafka era Kafka, lo inventó, supo leer en esas parábolas oscuras y absurdas un espejo de palabras para la época y el género humano, y comprendió que su papel en la gran historia del mundo era el de ser el autor de Kafka. Así, Max Brod inventó al personaje de su amigo y cambió la historia del mundo.

Una antología sobre Kafka, como ésta, entonces, es también, aunque quizás de forma secreta, una antología sobre la amistad, sobre la metamorfosis literaria y sobre Max Brod. Habrá que esperar quizás solo un poco más para que aparezca una nueva antología que se ocupe ya no de Kafka, el empleado anodino, sino de Max Brod, el inventor de Kafka.

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Cinco voces del enigma

El escritor peruano Diego Trelles llegará a La Paz para presentar su novela, editada por Nuevo Milenio, el miércoles 27 a las 20.00 en el auditorio de la Alianza Francesa

/ 24 de febrero de 2013 / 04:00

El círculo de los escritores asesinos es la primera novela de Diego Trelles Paz. Como pasa con algunas primeras novelas, sorprende gratamente por su ímpetu narrativo y su ambición formal. Aunque en este caso, a diferencia de otros primeros libros, ninguna de estas características está peleada con un tratamiento riguroso del lenguaje. Para acercarse a ella quizás serviría valerse de un símil extraído del mundo de la plástica: el collage. El círculo de los escritores asesinos es un relato elaborado mediante un sistemático y complejo ensamblaje: se presenta como un montaje de varios elementos que confluyen en un mismo punto para crear un caos organizado, compuesto de citas literarias, referencias cinematográficas, menciones a pasajes históricos y una serie giratoria de personajes salidos de mundos reales y ficticios que generan una enrarecida atmósfera de alta cultura y cultura pop, un muestrario de las obsesiones y pesadas herencias del siglo XX y, en rigor, de la historia cultural de Occidente.

Formalmente, la novela está diseñada como un libro escrito por varios autores. Son cinco las voces que intervienen en él —cuatro masculinas y una femenina— y van formando un cuerpo que no termina nunca por ser un relato, sino algo más rico y más vasto: las distintas versiones de un relato. A grandes rasgos, lo que se narra aquí son interpretaciones de un suceso específico, un asesinato, y sus antecedentes. En la Lima posterior al restablecimiento de la paz, luego de los años de violencia concentrados en la década de los 80 y principios de los 90, se forma un grupo literario, el Círculo, compuesto por escritores que no escriben —o por lo menos no publican— pero que son poseedores de verdaderas bibliotecas mentales de las que hacen gala en exhibiciones que son grandes espectáculos de fuegos artificiales. Tras algunas noches de bar y constantes menciones a un vasto universo de autores y libros, el Círculo termina su corta trayectoria asesinando a un crítico literario.

La novela, así, es una recopilación de los testimonios de cuatro de los miembros del Círculo, todos presentados con seudónimos literarios. La primera parte, el primer testimonio, está escrito por Ganivet, reo y ex miembro del grupo, quien encuentra en la lectura pública de El Quijote una especie de cura por la palabra, un vehículo de refugio dentro de la prisión. El segundo testimonio pertenece al Chato, segundo miembro del Círculo que, tras el crimen, emigra ilegalmente a Estados Unidos. Allí, en el que es quizás el mejor de los cuatro capítulos de la novela, mantiene una curiosa y fascinante relación con un académico uruguayo con el que tiene charlas estupendamente escritas sobre Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges y lo que pasó en Lima con el crítico asesinado. El tercer testimonio es narrado por Larrita, un letrado despampanante e irredimible, un desenfrenado consumidor de alcohol y cultura española que derrocha en verborrea lo que le falta en transparencia. Finalmente, el cuarto testimonio es el de Casandra, la única mujer del Círculo, la femme fatale de esta historia policial que es tal vez la culpable de la ruina final. Casandra está obsesionada con una particular estética frugal y un juego de espejos que recrea entre los vértices de la vida y el arte, la cotidianidad y la pintura. Finalmente, está Alejandro Saya, el quinto miembro del Círculo, aquel de quien no leemos un testimonio, sino solamente notas a pie de página a lo largo de la novela. El personaje de Saya funciona como eje central de la trama y editor de los testimonios de sus compañeros. Él es quien tiene el control sobre la historia, sus personajes y sus lectores. Incluso, sobre aquellos encargados, quizás sin entender del todo la tarea de hacerlo, de escribir un prólogo.

Salvo esporádicas incursiones a cines y salas universitarias, el escenario donde se desarrolla gran parte de la novela está compuesto por bares, restaurantes, lecturas de poesía, tugurios varios y expendios de droga, escenarios frecuentados por cierta fauna particular de la Lima posfujimorista: jóvenes escritores sin publicaciones, cineastas sin películas y pintores sin exposiciones que se mezclan en una bruma de delirios poéticos, peleas a puño limpio, botellazos y escapadas nocturnas. Se trata de un cuadro decadente, en el que, sin embargo, como la luz de una vela en medio de la tormenta, sobrevive una innegable vocación artística que impide que la novela caiga en el retrato sociológico o en el pretexto político. Éste es, así, un libro de claroscuros, un relato de cómo incluso la sordidez representada por la mediocridad y el asesinato puede ser semilla de una historia luminosa, de un relato alumbrado por la chispa de la ilustración.   

Los personajes de Trelles Paz son personajes hasta el paroxismo. Parecen estar conscientes de su rol ficcional, de su papel en la novela, pues se mueven siguiendo leyes que parecen propias de mundos atravesados por los rayos x de la práctica y el consumo cultural. Todos viven, comen, respiran y sueñan literatura, cine, música y otras artes —la pintura tiene también un papel importante en la novela. Todos viven como si no existiera absolutamente nada más allá de la esfera impermeable que han creado en el Centro de Lima, esa burbuja compuesta exclusivamente por referencias a dimensiones lejanas y siempre acariciadas, por constantes menciones a un universo regido por el poderío del arte. Los cinco miembros del club, los presuntos asesinos y detectives que esconden bajo máscaras —literarias, desde luego— personalidades obsesas, están ya no enfermos de literatura —siguiendo ese clásico símil que vincula la obsesión lectora con la enfermedad— sino de estética, de belleza.

Oscilando grácilmente entre dos polos, la novela combina elementos cómicos y trágicos y tiene un ritmo a ratos endiablado al estar impulsada por una fiebre que sube y baja súbitamente. El círculo de los escritores asesinos es tanto un retrato psicológico y un tratado sobre las diferentes patologías existentes en el mundo de la escritura, como una semblanza irónica e incluso burlona de la vida literaria limeña, que bien podría ser la vida literaria hispanoamericana y, en rigor, la vida literaria entera. Y, algo más allá, la novela también puede verse como una directa descendiente de esa literatura que salió a la luz con fuerza luego de la publicación de Los detectives salvajes. Así, entre otras cosas, es la confirmación de que Roberto Bolaño cambió definitivamente la literatura (nuestras formas de imaginación, de conocimiento y de intuición) y de que ese cambio, que a finales de los años 90 era ya necesario, se concretó en la llegada de varias obras que lo reafirmaron de forma fundamental, mediante la elaboración de estructuras narrativas ambiciosas y desafiantes.

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/ 24 de febrero de 2013 / 04:00

El círculo de los escritores asesinos es la primera novela de Diego Trelles Paz. Como pasa con algunas primeras novelas, sorprende gratamente por su ímpetu narrativo y su ambición formal. Aunque en este caso, a diferencia de otros primeros libros, ninguna de estas características está peleada con un tratamiento riguroso del lenguaje. Para acercarse a ella quizás serviría valerse de un símil extraído del mundo de la plástica: el collage. El círculo de los escritores asesinos es un relato elaborado mediante un sistemático y complejo ensamblaje: se presenta como un montaje de varios elementos que confluyen en un mismo punto para crear un caos organizado, compuesto de citas literarias, referencias cinematográficas, menciones a pasajes históricos y una serie giratoria de personajes salidos de mundos reales y ficticios que generan una enrarecida atmósfera de alta cultura y cultura pop, un muestrario de las obsesiones y pesadas herencias del siglo XX y, en rigor, de la historia cultural de Occidente.

Formalmente, la novela está diseñada como un libro escrito por varios autores. Son cinco las voces que intervienen en él —cuatro masculinas y una femenina— y van formando un cuerpo que no termina nunca por ser un relato, sino algo más rico y más vasto: las distintas versiones de un relato. A grandes rasgos, lo que se narra aquí son interpretaciones de un suceso específico, un asesinato, y sus antecedentes. En la Lima posterior al restablecimiento de la paz, luego de los años de violencia concentrados en la década de los 80 y principios de los 90, se forma un grupo literario, el Círculo, compuesto por escritores que no escriben —o por lo menos no publican— pero que son poseedores de verdaderas bibliotecas mentales de las que hacen gala en exhibiciones que son grandes espectáculos de fuegos artificiales. Tras algunas noches de bar y constantes menciones a un vasto universo de autores y libros, el Círculo termina su corta trayectoria asesinando a un crítico literario.

La novela, así, es una recopilación de los testimonios de cuatro de los miembros del Círculo, todos presentados con seudónimos literarios. La primera parte, el primer testimonio, está escrito por Ganivet, reo y ex miembro del grupo, quien encuentra en la lectura pública de El Quijote una especie de cura por la palabra, un vehículo de refugio dentro de la prisión. El segundo testimonio pertenece al Chato, segundo miembro del Círculo que, tras el crimen, emigra ilegalmente a Estados Unidos. Allí, en el que es quizás el mejor de los cuatro capítulos de la novela, mantiene una curiosa y fascinante relación con un académico uruguayo con el que tiene charlas estupendamente escritas sobre Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges y lo que pasó en Lima con el crítico asesinado. El tercer testimonio es narrado por Larrita, un letrado despampanante e irredimible, un desenfrenado consumidor de alcohol y cultura española que derrocha en verborrea lo que le falta en transparencia. Finalmente, el cuarto testimonio es el de Casandra, la única mujer del Círculo, la femme fatale de esta historia policial que es tal vez la culpable de la ruina final. Casandra está obsesionada con una particular estética frugal y un juego de espejos que recrea entre los vértices de la vida y el arte, la cotidianidad y la pintura. Finalmente, está Alejandro Saya, el quinto miembro del Círculo, aquel de quien no leemos un testimonio, sino solamente notas a pie de página a lo largo de la novela. El personaje de Saya funciona como eje central de la trama y editor de los testimonios de sus compañeros. Él es quien tiene el control sobre la historia, sus personajes y sus lectores. Incluso, sobre aquellos encargados, quizás sin entender del todo la tarea de hacerlo, de escribir un prólogo.

Salvo esporádicas incursiones a cines y salas universitarias, el escenario donde se desarrolla gran parte de la novela está compuesto por bares, restaurantes, lecturas de poesía, tugurios varios y expendios de droga, escenarios frecuentados por cierta fauna particular de la Lima posfujimorista: jóvenes escritores sin publicaciones, cineastas sin películas y pintores sin exposiciones que se mezclan en una bruma de delirios poéticos, peleas a puño limpio, botellazos y escapadas nocturnas. Se trata de un cuadro decadente, en el que, sin embargo, como la luz de una vela en medio de la tormenta, sobrevive una innegable vocación artística que impide que la novela caiga en el retrato sociológico o en el pretexto político. Éste es, así, un libro de claroscuros, un relato de cómo incluso la sordidez representada por la mediocridad y el asesinato puede ser semilla de una historia luminosa, de un relato alumbrado por la chispa de la ilustración.   

Los personajes de Trelles Paz son personajes hasta el paroxismo. Parecen estar conscientes de su rol ficcional, de su papel en la novela, pues se mueven siguiendo leyes que parecen propias de mundos atravesados por los rayos x de la práctica y el consumo cultural. Todos viven, comen, respiran y sueñan literatura, cine, música y otras artes —la pintura tiene también un papel importante en la novela. Todos viven como si no existiera absolutamente nada más allá de la esfera impermeable que han creado en el Centro de Lima, esa burbuja compuesta exclusivamente por referencias a dimensiones lejanas y siempre acariciadas, por constantes menciones a un universo regido por el poderío del arte. Los cinco miembros del club, los presuntos asesinos y detectives que esconden bajo máscaras —literarias, desde luego— personalidades obsesas, están ya no enfermos de literatura —siguiendo ese clásico símil que vincula la obsesión lectora con la enfermedad— sino de estética, de belleza.

Oscilando grácilmente entre dos polos, la novela combina elementos cómicos y trágicos y tiene un ritmo a ratos endiablado al estar impulsada por una fiebre que sube y baja súbitamente. El círculo de los escritores asesinos es tanto un retrato psicológico y un tratado sobre las diferentes patologías existentes en el mundo de la escritura, como una semblanza irónica e incluso burlona de la vida literaria limeña, que bien podría ser la vida literaria hispanoamericana y, en rigor, la vida literaria entera. Y, algo más allá, la novela también puede verse como una directa descendiente de esa literatura que salió a la luz con fuerza luego de la publicación de Los detectives salvajes. Así, entre otras cosas, es la confirmación de que Roberto Bolaño cambió definitivamente la literatura (nuestras formas de imaginación, de conocimiento y de intuición) y de que ese cambio, que a finales de los años 90 era ya necesario, se concretó en la llegada de varias obras que lo reafirmaron de forma fundamental, mediante la elaboración de estructuras narrativas ambiciosas y desafiantes.

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