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Los herederos recrean a Kafka

Publicada por la editorial El Cuervo, estos días acaba de salir a librerías del país una nueva antología curada por el escritor peruano Salvador Luis Raggio y organizada alrededor de un único y rotundo centro: Franz Kafka. Compuesta por cuentos de autores hispanoamericanos escritos en distintos tonos de homenaje y diálogo con la obra del escritor checo, la antología —que, como casi todas las antologías de ficción, propone sus propias fronteras físicas e ideológicas y delimita el territorio que ocupa en el mapa literario— se quiere una ciudad o un pequeño pueblo y lleva por nombre Kafkaville.

Una antología sobre Kafka, una de las tres o cuatro plumas definitivas de la narrativa del siglo pasado, necesariamente será una antología sobre el estilo y la mística, un entramado de historias que atraviesan esa fina línea que pretende dividir, sin dividirlos, los campos del realismo —un modo literario antes que un género— y lo fantástico, ese género que en pluma del checo constituye una categoría literaria y estética en sí misma. Porque Kafka, por motivos autobiográficos y literarios y lejos del cliché, no es solo ese autor que generó una forma específica de pensar lo literario, que en el movimiento de la cultura se ha venido reduciendo a lo kafkiano, sino que también es un centro generador de ideas en el que intervienen muchas variables.

Kafka, se sabe, es mucho más que solo Kafka. Y eso, entre otras cosas, porque mientras vivió nunca fue Kafka. Como indica Manuel Vilas, Kakfa no fue un escritor tal como hoy lo conocemos: no concedía entrevistas ni salía en la prensa, no era asediado por editores ni se desesperaba por conocer agentes, no era jurado de premios literarios ni participaba como autor en ellos, no era una figura pública sino un hombre secreto, secreto o anodino, que se dedicaba día tras día a eso que llamaba su Brotberuf  (su labor de pan o trabajo para ganarse el pan) en una agencia de seguros y que le robaba tiempo al sueño y al ocio dedicándose a escribir como si supiera —aunque no lo sabía— que estaba llamado a hacerlo.

Ese empleado legalista de origen judío, que nació en el seno de una familia alemana en Praga a finales del siglo XIX y murió a los 40 años de una tuberculosis, nunca fue un escritor del siglo XX sino un trabajador del siglo XIX, un obsesionado que escribía muy tarde en las noches o en las madrugadas a la luz incierta de esa relación dramática que tenía con su padre, cargando una tradición religiosa milenaria a cuestas, en los albores del despertar nazi, despreocupado de muchas cosas excepto de ese ejercicio de poner una palabra tras otra para construir tramas absolutamente originales.

Pero también mucho más, también una forma de entender el mundo que no se detiene en la descripción de horror y el humor cotidianos sino que los hace, que no los personifica sino que los crea y los contiene, creando así una obra en su mayor parte secreta y condenada a la desaparición que, sin embargo, hoy se constituye en uno de los mayores legados literarios de la historia. Kafka es una luminosidad gris, un luto sistemático pero no carente de brillantez, la encarnación del pleito milenario, histórico, inacabable, entre los hombres y los dioses, incluidos los dioses terrenos de la explotación, la estupidez y el absurdo. E incluido el diosecillo báquico y tirano del humor salvaje.

Pero Kafka también era un hombre común, un tipo enfermizo y tenso, quizás monótono y rutinario, que atravesaba Praga en su pequeña moto para ir de su casa a la oficina de seguros y quizás también a algún bar y, según cuentan, a varios prostíbulos de los que era cliente asiduo. Kafka, el empleado anodino, Kafka el hijo, Kafka el monstruo, Kafka el cliente y amigo de putas, Kafka el obsesionado. Kafka, uno más de los miles de hombres europeos que se levantaba e iba a trabajar y se enfrascaba en prostíbulos y en su particular tristeza familiar y cultural todos los días en las primeras dos décadas de mil novecientos.

Y Kafka, desde luego, es también Max Brod, el amigo y el enemigo, testaferro y Judas, aquel que, como se sabe, tenía la misión de quemar y entregar al olvido todas las obras de Kafka no publicadas antes de su muerte —que fuera de La metamorfosis y alguna cosilla más eran casi todas sus obras— y que se negó a hacerlo con una sistematicidad y un amor comparable a la obsesión kafkiana por el trabajo. No solo no quemó los originales de obras como El proceso, El castillo y América, sino que los corrigió con paciencia, les cambió la puntuación y arregló el orden caótico en que los había dejado Franz, tuberculoso y entregado a algo que estaba entre la muerte y la escritura.

La amistad entre Kafka y Brod fue una amistad metamorfoseada, dos judíos en Praga a principios del siglo XX que se transformaron en un solo hombre, un hombre que fue dos y que tiraba para polos opuestos. Porque mientras Kafka nunca fue Kafka mientras vivió, Max Brod, su amigo y ejecutante literario, ya sabía que Kafka era Kafka. O, mejor aún, imaginó que Kafka era Kafka, lo inventó, supo leer en esas parábolas oscuras y absurdas un espejo de palabras para la época y el género humano, y comprendió que su papel en la gran historia del mundo era el de ser el autor de Kafka. Así, Max Brod inventó al personaje de su amigo y cambió la historia del mundo.

Una antología sobre Kafka, como ésta, entonces, es también, aunque quizás de forma secreta, una antología sobre la amistad, sobre la metamorfosis literaria y sobre Max Brod. Habrá que esperar quizás solo un poco más para que aparezca una nueva antología que se ocupe ya no de Kafka, el empleado anodino, sino de Max Brod, el inventor de Kafka.