Antonio Muñoz Molina celebra estos días los 30 años de la publicación de Beatus Ille, su primera novela, y los 25 de El jinete polaco, la que le encumbró definitivamente. Pero tanta experiencia no le ha dado seguridad al escritor español. Cada vez que se enfrenta a un nuevo libro siente “la misma incertidumbre, la misma angustia” del principio. “Me parece un milagro que se me ocurra una novela. La experiencia solo me sirve para saber que hay que tener paciencia, que hay que estar abierto a lo inesperado y que uno debe trabajar todos los días”, asegura Muñoz Molina en su casa de Madrid.

La Biblioteca Nacional de España le dedicó al novelista un homenaje el jueves, coincidiendo con las ediciones conmemorativas que Seix Barral publica de Beatus Ille y de El jinete polaco, galardonada con el Premio Planeta en 1991 y con el Nacional de Literatura de España en el 92. “Entre mis ambiciones de cuando empecé nunca estuvo la de dedicarme solo a la literatura. Me parecía irreal”, dijo al recordar sus inicios.

Muñoz Molina, que además ha ganado los premios Príncipe de Asturias de las Letras, Jean Monnet de Literatura Europea y Jerusalén, cumplió 60 años el domingo 10 y asegura que se encuentra “mejor ahora” que cuando tenía “30 o 40”. “Tengo una vida menos agitada y menos angustiada que antes. Claro que me da rabia que el tiempo pase tan rápido, pero también me gusta ver a mis hijos mayores y ver que son personas estupendas, con sus trabajos y que se saben buscar la vida. Eso es una alegría”, señala.

Por eso no teme que le falte tiempo ni oportunidad para desarrollar los proyectos que tiene en la cabeza. “Soy tan consciente de que una novela depende tanto de la casualidad que con que se me ocurra una ya me parece un milagro. Me preocuparía más que no se me ocurrieran ideas”, comenta. “Además, un proyecto, hasta que no te pones a hacerlo no sabes si vale”. Y muchas veces “no salen, fracasan”. “Podría haber una historia fantasma de la literatura, sobre la cantidad de libros que se han empezado y que no han salido”.

Empezó a publicar artículos a los 26 años en el Diario de Granada, su ciudad natal, mientras trabajaba de funcionario en el Ayuntamiento. Ver su nombre en el periódico “fue una bendición, una alegría inmensa”, afirma el autor de Sefarad al evocar aquella columna semanal, El Robinson urbano, que se publicó como libro en 1984. Poco después, durante una visita de Pere Gimferrer —editor de Seix Barral— a Granada, Muñoz Molina se comprometió a mandarle el manuscrito de Beatus Ille, la novela que llevaba años escribiendo. “Cuando me dijeron que me la iban a publicar fue algo tremendo, que no olvidaré nunca: ¡una novela con el título en latín y, además, de un autor desconocido!”, rememora.

Para Muñoz Molina fue “algo especial” encontrar la voz narrativa de Beatus Ille, cuyo contenido procede en gran medida de historias de la Guerra Civil española que le habían contado en la infancia. “Cuando yo nací vivían los protagonistas de la guerra. Mis dos abuelos habían estado en el frente y esas historias eran muy poderosas para un niño. Cuando pasó el tiempo, todo aquello se mezcló con la toma de conciencia política”, dice el escritor, que ha convertido aquella tragedia en una de sus “obsesiones” literarias.

Fue su segunda novela, El invierno en Lisboa (Premio de la Crítica y Nacional de Narrativa) la que lo dio a conocer y la que lo animó a dejar su trabajo de funcionario. Tras publicar Beltenebros, un éxito de crítica que fue llevado al cine por Pilar Miró, ganó el Planeta con El jinete polaco, “una de las grandes novelas de la narrativa hispánica contemporánea”, en opinión de Gimferrer. Muñoz Molina recuerda que algunos amigos se enfadaron con él por haberse presentado al Planeta y les decía que esperaran a leerla antes de opinar. “Si la novela estaba bien, pasará el tiempo y no estará marcada por el hecho de haber ganado ese premio”, pensaba él.

Esta novela, “técnicamente, la más compleja” del escritor, es el resultado de tres proyectos de libro que “surgieron y fracasaron sucesivamente” en su imaginación: una crónica familiar, centrada en gran parte en su abuelo materno y en un bisabuelo; la historia de un militar sin vocación y la impresión que le causó ver en Nueva York el cuadro El jinete polaco, atribuido a Rembrandt. De repente, encontró la conexión entre las tres historias y, para meterse de lleno en ella, tuvo que salvar un último escollo: atribuirle “una profesión conveniente” al protagonista. Un día se encontró con un amigo al que acababan de contratar como traductor simultáneo y el escritor supo al instante que su personaje también lo sería, lo que le iba a permitir viajar y reflexionar sobre realidades muy diferentes a la suya.

Como sucede con el resto de los libros de Muñoz Molina, El jinete polaco sigue teniendo muchos lectores décadas después de ser publicado. “Es una novela como de crecimiento, de rebeldía generacional”, dice. Y, aunque en principio parece circunscribirse a la propia generación del autor, por las referencias musicales y políticas que contiene, “por debajo hay otra cosa: esa especie de ambición juvenil de salir al mundo, que es el tema de la novela. Y esa idea la siente mucha gente ahora, aquí y en otros sitios”.