Me echaba en el pasto, para leer a Proust, y acomodaba delante mío la gorda, gruesa y vieja edición de Rueda, de la que el primer tercio había sido traducido por el gran poeta español Pedro Salinas. En esta edición, de 1947, habían comprimido todos los volúmenes en un solo tomo. Era un libro azul, usado, y que desplegaba frente a mí, por la tarde, en el jardín inmenso. Al lado tenía el ejemplar de Gallimard que concordara con lo que yo iba leyendo en la versión española. Los ocho tomos de la edición de bolsillo de Gallimard que tenía se habían editado en 1953, y sus tapas serían para mí preciosas para siempre: muestran cuadernos, caligrafías, tachaduras, fotos, postales. Esos libros me los había dejado un tío chileno, que venía a pasar los inviernos en Cochabamba. Tío raro: se encerraba todo el día, en la casa que había comprado cerca de la nuestra, y se dedicaba el tiempo entero a tocar el piano, o el violín. Había tenido que abandonar, en su juventud, su sitio de primer violín en la Sinfónica de Chile por culpa del asma. Tenía unos grandes ojos azules que de tan azules enmudecían a cualquiera y era calvo, discreto, lejano. Era un hermano de mi abuela, a quien nunca conocí. ¿Por qué este mi tío, que murió un día sobre el teclado, en alguna casa lejana de todo y frente al mar, por qué me dejó tantos libros en francés? No lo recuerdo, no lo sé.
En todo caso, creo que es así como comenzó verdaderamente mi amor por el idioma francés, mis reyertas con el idioma francés, mi aprendizaje del idioma francés. Yo tendría unos 18, 19 años. Había estudiado francés, simplemente, en la Alianza Francesa de Cochabamba —Junín y Santiváñez. Un día me había dado cuenta, de chico, que gran parte de los autores que leía y admiraba eran franceses. Le pedí a mi madre que me costeara los cursos de la Alianza, que en ese entonces no eran caros.
Por todas esas cosas, algo misteriosas, algún momento estaba, pues, tirado yo en el jardín inmenso, por las tardes, leyendo La Recherche, teniendo juntas, alternando, el original y la traducción. ¿Pero y el original, esa vieja edición, de Rueda, por qué lucía tan usada, tan gastada? Un día, mucho después de todo, se me ocurrió preguntárselo a mi padre, ya que era de entre sus libros de donde venía ese ejemplar. Y mi padre me contó, entonces, que ese ejemplar de Rueda había sido uno de los libros más amados por su madre, mi abuela Maruja, mi abuela orureña. Y, cuando mi padre me lo dijo, recordé entonces que sí, que ese mismo tomo, muy visible por lo gordo, estuvo siempre en el velador de mi abuela, en el velador de mi abuela orureña, que moría interminablemente.
¿Qué leían, qué encontraban en Proust mi asmático, pianista o violinista tío chileno, o mi abuela retratada en alguna página del grueso libro Centenario de Bolivia, de 1925, y donde ella aparece fotografiada, con sus hermanas, en alguna página y bajo el acápite de “Señoritas de Oruro”? ¿Qué era Proust para ellos, qué fue para mí cuando lo leía, tirado en el pasto, de muy joven, o qué es Proust hoy para mí? Responderlo excedería demasiado este espacio, así como hay lecturas que desbordan la propia vida. El caso es, y para lo que nos conviene ahora, que con los años seguí aprendiendo mucho más francés y seguí leyendo y releyendo uno u otro tomo de los que me legó, misteriosamente, ese mi tío chileno que murió tocando el piano frente al mar Pacífico.
A veces me pasaba disgustarme con la traducción y entonces me ponía a tratar de traducir algunos párrafos. Así pasó con la página ofrecida aquí y que pertenece al tomo La prisionera.
No es necesario mayor contexto para leerla. Todo lo que necesitamos saber es que el narrador ha llevado a Albertine a vivir a su casa y ahí la tiene, sometida a su vigilancia, a sus conjeturas, a sus celos, elucubraciones o arrebatos.
Mirándola dormir
Fragmento de ‘La prisionera’, quinto tomo de la novela de Proust
Marcel Proust – (París, 1871 – 1922)
Por lo demás, no era solamente el mar al cabo del día lo que para mí vivía en Albertina, sino que a veces también el apaciguarse de las olas sobre las arenas, en las noches de claro de luna. En ocasiones, en efecto, cuando me levantaba para ir a buscar un libro en el escritorio de mi padre, mi amiga, que me había pedido le permitiera recostarse mientras tanto, se hallaba tan fatigada por la larga errancia al aire libre de la mañana y la tarde que, incluso si no me había demorado más que un instante fuera del dormitorio, al volver encontraba a Albertina dormida y ya no la despertaba. Extendida de pies a cabeza sobre mi lecho, en una actitud tan natural que no se la podría inventar, encontraba en ella el aspecto de un largo tallo en flor que se habría dispuesto allá; y ciertamente, el poder de ensoñación que yo no tenía sino en su ausencia, volvía a hallarlo en esos instantes, a su lado, como si ella al dormir se hubiera convertido en una planta. Por ello su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: al estar solo, podía pensar en ella, que empero me faltaba, no la poseía; presente, le hablaba, aunque demasiado ausente de mí mismo como para poder pensar. Cuando ella dormía, ya nada tenía que hablar, sabía que ella no me miraba ya más, que no tenía ya la necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.
Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina había dejado caer, uno tras otro, los diferentes caracteres de humanidad que me habían defraudado desde el día en que la conocí. Ahora no estaba animada sino por la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles; vida tanto más diferente, tanto más extraña a la mía y que sin embargo cuánto más me pertenecía. Su yo no escapaba a cada momento, como cuando hablábamos, por los desvíos del pensamiento no declarado o las miradas. Había recogido en sí todo cuanto de ella estaba afuera; se había refugiado, cercado, sumido en su cuerpo. Teniéndolo bajo mi mirada, en mis manos, tenía la impresión, que no tenía al estar ella despierta, de poseerla por entero.
Escuchaba esa murmurante emanación misteriosa, dulce como un brisa marina, feérica como un claro de luna, y que era su sueño. Mientras durase, podía soñar en ella, y sin embargo mirarla y, cuando ese sueño se hacía más profundo, tocarla, besarla. Lo que sentía entonces, era un amor tan puro, tan inmaterial, tan misterioso como si hubiera estado delante de esas criaturas inanimadas que son las bellezas de la naturaleza. Y en efecto, desde que dormía más profundamente, dejaba de ser solo la planta que había sido; su sueño, a bordo del cual yo mismo soñaba con una fresca voluptuosidad de la que no me hubiera cansado nunca y que habría podido gustar indefinidamente, era para mí todo un paisaje. Al estar dormida ponía al lado mío algo tan calmo, tan sensualmente delicioso como esas noches de luna llena en la bahía de Balbec ahora dulce como un lago, cuando las ramas se mueven apenas, donde echado en la arena, uno escucharía sin cesar el romperse de las olas.
(…)
Medía con los ojos a Albertina echada a mis pies. Por instantes, era recorrida por una agitación ligera e inexplicable, como el follaje de una brisa convulsa por unos instantes. Se tocaba la cabellera y luego, no habiéndolo hecho como quería todavía llevaba la mano a ella, con movimientos tan seguidos, tan voluntarios que yo me convencía de que habría de despertar. De ninguna manera; volvía a la calma en el sueño, que no la había dejado. Ahora se quedaba inmóvil. Había dejado su mano en su pecho en un abandono del brazo tan ingenuamente pueril que estaba obligado, al mirarla, a ahogar la sonrisa con que la seriedad de su inocencia y su gracia nos provocan los niños.
A mí que conocía varias Albertinas en una sola, me parecía ver aún muchas otras reposar al lado mío. Sus cejas arqueadas como nunca las había visto rodeaban los globos de sus pupilas como un dulce nido de alción. Razas, atavismos, vicios, reposaban en su rostro. Cada vez que desplaza la cabeza, creaba una mujer nueva, a menudo insospechada para mí. Me parecía poseer no una, sino innumerables muchachas. Su respiración poco a poco menos profunda, elevaba regularmente su pecho y, encima suyo, sus manos cruzadas, sus perlas desplazadas de forma diferente y por el mismo movimiento, como esas barcas, esas cadenas de amarre y a las que hace oscilar el movimiento del oleaje. Entonces, sintiendo que su sueño era completo, que no tropezaría con escollos de conciencia, recubiertos ahora por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente saltaba a la cama sin hacer ruido, me estiraba a lo largo de ella, y tomaba su talle con uno de mis brazos, ponía mis labios en su mejilla o en su corazón, luego por todas las partes de su cuerpo; la mano que me había quedado libre también era levantada, como las perlas, por la respiración de la dormida; yo mismo estaba ligeramente desplazado por su movimiento regular: me había embarcado en el sueño de Albertina.
(Traducción de
Juan Cristóbal Mac Lean.)