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Jesús Urzagasti – Entre el reino y el exilio

La Mariposa Mundial publica ‘Senderos’, un poemario póstumo, a veces desgarrado y a veces calmo, del autor chaqueño.

/ 1 de febrero de 2016 / 17:04

Una palabra que se repite con frecuencia en los libros de Urzagasti es la de “secreto”. Entre las dimensiones que ella abarca, y no de menor importancia, está la “provincia”. Se trata eventualmente de una provincia geográfica, pero ella es sobre todo interna, secreta justamente, aunque se deja vislumbrar en cualquier parte, en cualquier voz. Pues las provincias están pobladas de muchas voces y vientos, de voces de muertos, de árboles, de animales.

De cosas así también da cuenta el reciente y póstumo libro de poemas, acogido bajo el nombre (¿puesto por los amigos?) de Senderos, y que aparece ahora en otra bienvenida iniciativa editorial de La Mariposa Mundial y Plural Editores. La elegante edición, prologada o prolongada por Rodolfo Ortiz, es ya de hecho un pequeño lujo, gracias entre otras cosas a unas pequeñas, pocas fotografías debidamente en blanco y negro y que, puestas en su lugar debido, rescatan un temple esencial del autor  de los poemas ofrecidos.

Dejan, en efecto, sentir el aroma de provincias idas y el rumor de una carpintería justa que equilibra las amistades de otro mundo con las enemistades de este mismo, mientras se escucha el viento en el “tupido follaje de la vida”. Y a la indecisa sombra de tal follaje se reúnen y dispersan pactos y secretos, vidas ya no encontrables nunca más (o al contrario, tirando para largo en esas páginas) mientras se escucha, en un intersticio de llanura, de existencias y fronteras, el canto de parajes y su alma de justicia balbuceante, que crea una memoria incesante, sorprendida y que no desconoce las raras leyes del agradecimiento, finalmente pronunciadas en el abecedario de la gracia.

Escuché una vez, hace muchos años, en un tiempo a su vez desaparecido, la entrevista que le hacía Urzagasti a un viejo matrero del Chaco. Su primera pregunta era: ¿Ha visto alguna vez usted al diablo, don Mateo? Y don Mateo (digamos que se llamaba así) se lanzaba inmediatamente, en un lenguaje o idioma recóndito, en un castellano desplazado, a contar las veces que se había topado con el Maligno. Por el Chaco, por el Monte.

Es a la luz de voces semejantes y en contacto con tan evanescentes personajes, de ensueño y de carne y hueso, a la luz de realidades de tal naturaleza, que se adivina el temple de quien hacía una entrevista así. De “la cercanía de un mundo inasible” habla en uno de los poemas, algunos muy bellos, del libro del que hablamos, y pareciera precisamente que fuera ahí donde vivía o por donde pasaba con frecuencia, quien los escribió. La fatalidad de lo inasible se ofrece entonces en la irradiación de la cercanía.

Entre el exilio y el reino transcurre o discurre una fisura de la que también puede hacerse una casa.

Se cuenta en la nota liminar —así puesta la palabra— que estos poemas se escribieron seguidos, en dos tandas y en una inmersión que en cada caso duró tantos días como poemas hay. La lectura también puede ser una inmersión y se viaja entonces por lugares lejanos y al alcance de la mano, se respira un aire, a veces desgarrado, a veces calmo, de montes y de ausencias —y la palabra ausencia también vuelve constantemente—.

Los poemas están escritos en un lenguaje relativamente simple, sin engolosinarse con el mismo hecho de la poesía. Son una memoria y un diario, lo que una vez se decía “ejercicio espiritual” y también una meditación al filo de una existencia que acepta lo precario y que se asombra ante el entramado de destinos, cosas y lugares. Quisiera acercarse a “la ribera del silencio primordial” y entonces tocarla con palabras, de las que “guardan la llave / de inefables reinos clausurados.”

Pero también ocurre que el mundo pierde su aura; la lejanía, el tiempo y la ausencia cobran su precio: “ya nadie ve caballos galopando / ni se siente la lluvia hablar con los árboles” y a los personajes que habitan en esas provincias recónditas e íntimas “se los llevó el viento / donde solo habitan los muertos”. Pero igual se traza el mapa del “país apenas entrevisto”, igual se escucha el rumor de una reconciliación en cuyo umbral Urzagasti se detiene, a la par que nos hace esta seña y sigue transitando por los senderos de su gran parque.

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Página de Proust

Un texto memorioso y una traducción en el centenario de ‘En busca del tiempo perdido’

/ 15 de diciembre de 2013 / 04:00

Me echaba en el pasto, para leer a Proust, y acomodaba delante mío la gorda, gruesa y vieja edición de Rueda, de la que el primer tercio había sido traducido por el gran poeta español Pedro Salinas. En esta edición, de 1947, habían comprimido todos los volúmenes en un solo tomo. Era un libro azul, usado, y que desplegaba frente a mí, por la tarde, en el jardín inmenso. Al lado tenía el ejemplar de Gallimard que concordara con lo que yo iba leyendo en la versión española. Los ocho tomos de la edición de bolsillo de Gallimard que tenía se habían editado en 1953, y sus tapas serían para mí preciosas para siempre: muestran cuadernos, caligrafías, tachaduras, fotos, postales. Esos libros me los había dejado un tío chileno, que venía a pasar los inviernos en Cochabamba. Tío raro: se encerraba todo el día, en la casa que había comprado cerca de la nuestra, y se dedicaba el tiempo entero a tocar el piano, o el violín. Había tenido que abandonar, en su juventud, su sitio de primer violín en la Sinfónica de Chile por culpa del asma. Tenía unos grandes ojos azules que de tan azules enmudecían a cualquiera y era calvo, discreto, lejano. Era un hermano de mi abuela, a quien nunca conocí. ¿Por qué este mi tío, que murió un día sobre el teclado, en alguna casa lejana de todo y frente al mar, por qué me dejó tantos libros en francés? No lo recuerdo, no lo sé.

En todo caso, creo que es así como comenzó verdaderamente mi amor por el idioma francés, mis reyertas con el idioma francés, mi aprendizaje del idioma francés. Yo tendría unos 18, 19 años. Había estudiado francés, simplemente, en la Alianza Francesa de Cochabamba —Junín y Santiváñez. Un día me había dado cuenta, de chico, que gran parte de los autores que leía y admiraba eran franceses. Le pedí a mi madre que me costeara los cursos de la Alianza, que en ese entonces no eran caros.

Por todas esas cosas, algo misteriosas, algún momento estaba, pues, tirado yo en el jardín inmenso, por las tardes, leyendo La Recherche, teniendo juntas, alternando, el original y la traducción. ¿Pero y el original, esa vieja edición, de Rueda, por qué lucía tan usada, tan gastada? Un día, mucho después de todo, se me ocurrió preguntárselo a mi padre, ya que era de entre sus libros de donde venía ese ejemplar. Y mi padre me contó, entonces, que ese ejemplar de Rueda había sido uno de los libros más amados por su madre, mi abuela Maruja, mi abuela orureña. Y, cuando mi padre me lo dijo, recordé entonces que sí, que ese mismo tomo, muy visible por lo gordo, estuvo siempre en el velador de mi abuela, en el velador de mi abuela orureña, que moría interminablemente.

¿Qué leían, qué encontraban en Proust mi asmático, pianista o violinista tío chileno, o mi abuela retratada en alguna página del grueso libro Centenario de Bolivia, de 1925, y donde ella aparece fotografiada, con sus hermanas, en alguna página y bajo el acápite de “Señoritas de Oruro”? ¿Qué era Proust para ellos, qué fue para mí cuando lo leía, tirado en el pasto, de muy joven, o qué es Proust hoy para mí? Responderlo excedería demasiado este espacio, así como hay lecturas que desbordan la propia vida. El caso es, y para lo que nos conviene ahora, que con los años seguí aprendiendo mucho más francés y seguí leyendo y releyendo uno u otro tomo de los que me legó, misteriosamente, ese mi tío chileno que murió tocando el piano frente al mar Pacífico.

A veces me pasaba disgustarme con la traducción y entonces me ponía a tratar de traducir algunos párrafos. Así pasó con la página ofrecida aquí y que pertenece al tomo La prisionera.

No es necesario mayor contexto para leerla. Todo lo que necesitamos saber es que el narrador ha llevado a Albertine a vivir a su casa y ahí la tiene, sometida a su vigilancia, a sus conjeturas, a sus celos, elucubraciones o arrebatos.

Mirándola dormir

Fragmento de ‘La prisionera’, quinto tomo de la novela de Proust

Marcel Proust – (París, 1871 – 1922)

Por lo demás, no era solamente el mar al cabo del día lo que para mí vivía en Albertina, sino que a veces también el apaciguarse de las olas sobre las arenas, en las noches de claro de luna. En ocasiones, en efecto, cuando me levantaba para ir a buscar un libro en el escritorio de mi padre, mi amiga, que me había pedido le permitiera recostarse mientras tanto, se hallaba tan fatigada por la larga errancia al aire libre de la mañana y la tarde que, incluso si no me había demorado más que un instante fuera del dormitorio, al volver encontraba a Albertina dormida y ya no la despertaba. Extendida de pies a cabeza sobre mi lecho, en una actitud tan natural que no se la podría inventar, encontraba en ella el aspecto de un largo tallo en flor que se habría dispuesto allá; y ciertamente, el poder de ensoñación que yo no tenía sino en su ausencia, volvía a hallarlo en esos instantes, a su lado, como si ella al dormir se hubiera convertido en una planta. Por ello su sueño realizaba, en cierta medida, la posibilidad del amor: al estar solo, podía pensar en ella, que empero me faltaba, no la poseía; presente, le hablaba, aunque demasiado ausente de mí mismo como para poder pensar. Cuando ella dormía, ya nada tenía que hablar, sabía que ella no me miraba ya más, que no tenía ya la necesidad de vivir en la superficie de mí mismo.

Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina había dejado caer, uno tras otro, los diferentes caracteres de humanidad que me habían defraudado desde el día en que la conocí. Ahora no estaba animada sino por la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles; vida tanto más diferente, tanto más extraña a la mía y que sin embargo cuánto más me pertenecía. Su yo no escapaba a cada momento, como cuando hablábamos, por los desvíos del pensamiento no declarado o las miradas. Había recogido en sí todo cuanto de ella estaba afuera; se había refugiado, cercado, sumido en su cuerpo. Teniéndolo bajo mi mirada, en mis manos, tenía la impresión, que no tenía al estar ella despierta, de poseerla por entero.

Escuchaba esa murmurante emanación misteriosa, dulce como un brisa marina, feérica como un claro de luna, y que era su sueño. Mientras durase, podía soñar en ella, y sin embargo mirarla y, cuando ese sueño se hacía más profundo, tocarla, besarla. Lo que sentía entonces, era un amor tan puro, tan inmaterial, tan misterioso como si hubiera estado delante de esas criaturas inanimadas que son las bellezas de la naturaleza. Y en efecto, desde que dormía más profundamente, dejaba de ser solo la planta que había sido; su sueño, a bordo del cual yo mismo soñaba con una fresca voluptuosidad de la que no me hubiera cansado nunca y que habría podido gustar  indefinidamente, era para mí todo un paisaje. Al estar dormida ponía al lado mío algo tan calmo, tan sensualmente delicioso como esas noches de luna llena en la bahía de Balbec ahora dulce como un lago, cuando las ramas se mueven apenas, donde echado en la arena, uno escucharía sin cesar el romperse de las olas.
(…)

Medía con los ojos a Albertina echada a mis pies. Por instantes, era recorrida por una agitación ligera e inexplicable, como el follaje de una brisa convulsa por unos instantes. Se tocaba la cabellera y luego, no habiéndolo hecho como quería todavía llevaba la mano a ella, con movimientos tan seguidos, tan voluntarios que yo me convencía de que habría de despertar. De ninguna manera; volvía a la calma en el sueño, que no la había dejado. Ahora se quedaba inmóvil. Había dejado su mano en su pecho en un abandono del brazo tan ingenuamente pueril que estaba obligado, al mirarla, a ahogar la sonrisa con que la seriedad de su inocencia y su gracia nos provocan los niños.

A mí que conocía varias Albertinas en una sola, me parecía ver aún muchas otras reposar al lado mío. Sus cejas arqueadas como nunca las había visto rodeaban los globos de sus pupilas como un dulce nido de alción. Razas, atavismos, vicios, reposaban en su rostro. Cada vez que desplaza la cabeza, creaba una mujer nueva, a menudo insospechada para mí. Me parecía poseer no una, sino innumerables muchachas. Su respiración poco a poco menos profunda, elevaba regularmente su pecho y, encima suyo, sus manos cruzadas, sus perlas desplazadas de forma diferente y por el mismo movimiento, como esas barcas, esas cadenas de amarre y a las que hace oscilar el movimiento del oleaje. Entonces, sintiendo que su sueño era completo, que no tropezaría con escollos de conciencia, recubiertos ahora por la pleamar del sueño profundo, deliberadamente saltaba a la cama sin hacer ruido, me estiraba a lo largo de ella, y tomaba su talle con uno de mis brazos, ponía mis labios en su mejilla o en su corazón, luego por todas las partes de su cuerpo; la mano que me había quedado libre también era levantada, como las perlas, por la respiración de la dormida; yo mismo estaba ligeramente desplazado por su movimiento regular: me había embarcado en el sueño de Albertina.

(Traducción de
Juan Cristóbal Mac Lean.)

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