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G. Iñárritu: El mexicano que conquista Hollywood en los tiempos de Trump

El creador latinoamericano, obsesionado con el paso del tiempo, se acerca a la leyenda con el segundo Oscar consecutivo

/ 7 de marzo de 2016 / 04:00

Para Alejandro González Inárritu el tiempo corre hacia atrás. Desde que cumplió 50 años vive atrapado en el irremediable reloj de la madurez. La certidumbre de que, haga lo que haga, la arena seguirá cayendo, ha abierto, como él mismo reconoce, una nueva etapa en su obra. La primera entrega de este ciclo vital fue Birdman, y la más reciente, The Revenant. El Oscar al mejor director ganado en ambas películas confirma que G. Iñárritu, en este atardecer, va camino de la leyenda. La de un creador que ha hecho de la fugacidad del tiempo el sustento de su obra. Pero también la de un mexicano que conquista Hollywood en los tiempos (malos) de Donald Trump.

Ya en 2015, al recibir la estatuilla, el cineasta pidió un trato justo y digno para sus compatriotas, mil veces estigmatizados más allá del Río Bravo. Desde entonces, la bestia de la xenofobia no ha dejado de crecer en Estados Unidos. Casi a diario, el candidato presidencial republicano Donald Trump ha pisoteado el orgullo de su vecino del sur y bramado contra esos millones de mexicanos que sin papeles y huyendo del infierno de la pobreza buscan un futuro en el gran norte. G. Iñárritu, profundamente crítico con los desmanes de su tierra pero solidario con sus desgracias, no los olvidó. En el cénit de su gloria, aprovechó los altavoces de la ceremonia más seguida del planeta para recordar que no todos tienen la misma suerte que él y pedir el fin de los “prejuicios raciales” y los “pensamientos primarios”: “Tenemos una oportunidad para quitarnos el prejuicio y que el color de piel sea tan intrascendente como el largo del cabello”. Una declaración que muestra a un cineasta fiel a sus raíces y cuya personalidad se cimenta, mucho más que en el mercado o la conveniencia política, en una profunda capacidad autocrítica.

Poco importa que sus películas gusten o no a la crítica. Tampoco la saña de ciertos seguidores le hacen excesiva mella. En su proceso creativo, lucha a diario con un adversario aún más duro: el juez que habita en su interior. “Es un Torquemada”, explicaba G. Iñárritu a este periódico durante la filmación de The Revenant, “un tipo al que presentas cualquier caso y te mandará al fuego, un terrorista con el que no hay negociación posible; esa voz interna es la que me lleva a encontrar el concepto primordial de las historias”.

Esa tensión se transmite a los rodajes. Verle filmar, medir los ángulos, trazar el vuelo de la cámara junto a su antiguo amigo Emmanuel Luzbeki (tercer Oscar consecutivo a la mejor fotografía) es asistir a un espectáculo torturado. A orillas del río Bow, en la gran planicie de Calgary (Canadá), durante la filmación de The Revenant, ambos formaban una pareja en ebullición. Sin descanso, bajo temperaturas extremas, medían con precisión cada plano, lo discutían, lo reinventaban. Y volvían a empezar. El director, en uno de los descansos, lo explicaba: “Soy muy duro, muy militante, muy exigente. No exijo nada de lo que no doy. Para mí hacer una película es una guerra de tres años y, como un perro, no la suelto. Por eso me da miedo entrar en una película, porque voy a meterme en un proceso en el que me pierdo…”.

El fruto de este constante ir y venir es un cine jalonado de premios. Pero en ningún caso fácil. Su cinematografía avanza haya o no oxígeno. En ocasiones la escalada puede resultar fatigosa, pero nunca deja de advertirse el tic tac de su ambición. “Me gusta invertir emocionalmente en mis películas”, suele decir.
En The Revenant late esa pulsión. Y también la admiración por los grandes clásicos, como Andréi Tarkovsky y Akira Kurosawa. El director mexicano sigue sus huellas. De ahí, por ejemplo, que la odisea del trampero Hugh Glass en 1823 se transmute por momentos en la del explorador ruso Vladímir Arséniev, en Dersú Uzalá, la obra maestra de Kurosawa. Es un ejemplo de los juegos de intertextualidad que tanto gustan a G. Iñárritu. Hay más en la película y habrá quien los juzgue como imitación. Pero en la deconstrucción que practica el mexicano esto carece de importancia. La huella no se oculta. La pisada se presenta tal y como es, sin subterfugios. Esa transparencia se ha vuelto un rasgo distintivo del segundo G. Iñárritu.

Abandonados los abusos de sus primeras gramáticas, de 21 gramos (2003) o Babel (2006), el cineasta nada ahora por aguas diáfanas. En Birdman esa sinceridad se plasmó en largos y arriesgados planos-secuencia; en The Revenant impera una narrativa de cristal. Infinitos paisajes nevados y una historia en línea recta. Con esos elementos, Leonardo DiCaprio, ganador del Oscar a mejor actor, atraviesa, en su lucha por la supervivencia, el corazón de un universo inaugural, de una nación por definir. “Es una historia de crecimiento espiritual a través del dolor físico. Pero también se trata de una película de aventuras, de grandes silencios y espacios. Es una experimentación”, señala G. Iñárritu. Ése es el reto de The Revenant, obra en la que el tiempo adopta la forma de una cuenta atrás. Contra una naturaleza hostil. Y también contra la muerte. Ese reloj que obsesiona a G. Iñárritu.

Leonardo DiCaprio, ya tienes el Oscar

El actor gana por fin su ansiado premio tras cuatro nominaciones infructuosas y pone fin a un periodo de mala racha

Gregorio Belinchón – El País

La historia la contó así George Clooney en 2013: pachanga de baloncesto en Cabo San Lucas, la ciudad turística de la California mexicana. A un lado Clooney y sus amigos. Años y años de jugar juntos al baloncesto. No son el actor y otros, sino que George es uno más. Al otro, Leonardo DiCaprio y su corte. Aquí sí hay clases: el séquito se comporta como tal. Leo es el más grande, Leo es el mejor. El partido empieza y la paliza que le mete el equipo de Clooney al de DiCaprio es de órdago. Algo que no se refleja en cómo se comportan los amigos de DiCaprio, que siguen como si ganaran de calle liderados por una estrella rutilante. “La discrepancia entre el partido y cómo hablaban ellos del partido me hizo pensar sobre la importancia de que en tu vida haya alguien que te diga las cosas como son. Y no estoy seguro de que cerca de Leo haya alguien así”.

Hace una semana, Leonardo DiCaprio (Hollywood, 1974) compitió por sexta vez por el Oscar: cinco como actor y otra más como coproductor de El lobo de Wall Street. Y por fin tiene la dorada estatuilla. Se lo mereció en 2005, cuando encarnó con crudeza a Howard Hughes, el multimillonario que terminó encerrado loco en un hotel de Las Vegas en The Aviator. En aquella edición se lo arrebató Jamie Foxx por Ray. Antes había competido por ¿A quién ama Gilbert Grape? (1994) —uno de sus pocos papeles secundarios—, y posteriormente volvió con Diamantes de sangre y El lobo de Wall Street. La Academia ha disfrutado durante décadas haciéndole feos: a lo anterior se suma, por ejemplo, que no lo nominaran con Titanic. En realidad, de DiCaprio solo habla con cariño Kate Winslet, su compañera en la superproducción de James Cameron y en Revolutionary Road, y con respeto sus directores, cineastas de renombre como Martin Scorsese, Clint Eastwood, Christopher Nolan, Baz Luhrmann y ahora Alejandro González Iñárritu, su director en The Revenant. Si hay alguien con quien se puede comparar es con el futbolista Cristiano Ronaldo: el actor es bueno, buenísimo, pero no es muy querido por el gran público y no ayuda a ello algunos de sus gestos, como su mirada de asco y desprecio a Lady Gaga en los últimos Globos de Oro.

En realidad, hubo estrellas que tuvieron que esperar más años para ganar el Oscar (Al Pacino, Paul Newman) y algunas nunca lo obtuvieron: Barbara Stanwick, Greta Garbo, Kirk Douglas —le dieron uno honorífico—, Cary Grant… De los actuales, Tom Cruise, Johnny Depp, Liam Neeson, Gary Oldman, Ian McKellen o Glenn Close o Ralph Fiennes nunca han agradecido la estatuilla de Hollywood.

El estadounidense no ha hecho más de 30 películas; en sus inicios sí trabajó en diversas series de televisión como Rosanne, Los problemas crecen, La nueva Lassie o ¡Dulce hogar… a veces! Hoy ya no tiene ni necesidad ni prisa. Más interesado se muestra por todo lo que concierne al medio ambiente: a través de sus mensajes avisando del cambio climático, y de los documentales producidos por su empresa Appian Way. Él mismo ha hablado ante la ONU o participado en la COP21, la conferencia que en diciembre reunió en París a los gobernantes mundiales para lograr un acuerdo que parara la destrucción de la Tierra. En cualquier entrevista, DiCaprio aprovecha para colar un mensaje ecológico, y suena a auténtico. Tanto como su pasión por las rubias de medidas de pasarela. Eso sí, ya no es el fiestero de finales de los noventa. Y el rodaje de The Revenant fue todo excepto una fiesta, con condiciones infernales de frío y riesgo de hipotermias.

Julianne Moore abrió el sobre y anunció que DiCaprio ganaba el Oscar. Se ha hecho justicia. Y sobre todo, habrá un resoplido de alivio del mismo DiCaprio: adiós a la maldición.

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Ingrid Newkirk en defensa de la bestia

Directora de PETA, activista implacable contra el sufrimiento de los animales, su voz ha convencido ya a 6 millones de personas.

/ 14 de marzo de 2018 / 15:42

Dura, resistente y británica, Ingrid Newkirk (Surrey, 1949) está hecha de una aleación única. Igual ha asaltado laboratorios de experimentación animal que paseado en cueros por Times Square o irrumpido en un restaurante para meter un mapache muerto en la sopa de la editora de moda Anna Wintour. La presidenta de la mayor organización mundial de defensa de los derechos animales nunca descansa. Vive para un fin: salvar del tormento a las criaturas que pueblan la Tierra.

Temida y famosa activista en Washington, es experta en el marketing de impacto desde su organización, Personas por el Trato Ético a los Animales (PETA, en sus siglas en inglés), no desdeña oportunidad para hacerse notar. En 1994 fue la primera en convencer a las grandes modelos para que posasen desnudas contra el uso de pieles. Sus campañas son agresivas, inteligentes, siempre provocadoras. “Usamos todo lo que está en nuestras manos. El humor, la seriedad, cosas estúpidas, desagradables, ridículas… También el sexo. ¿Por qué no? Nada vende más. Todo con tal de que la gente reflexione y discuta. Se pueden reír de nosotros, nos pueden criticar y no pasa nada, algo aprenderán. Tenemos la obligación de que nuestras ideas lleguen a la gente”.

Newkirk está sentada en el primer piso de la sede de su organización, una casa de ladrillo cerca del barrio diplomático de Dupont Circle. Esta antigua jefa del departamento de control de enfermedades animales de Columbia es una propagandista feroz. Hierro puro, capaz de enfrentarse a multinacionales y gobiernos. Durante años fue una militante perseguida. La detuvieron innumerables veces y pasó temporadas en la cárcel. En 1980 creó PETA y, dentro de la ley, volcarse en la defensa de sus creencias. La entidad logró sonados éxitos. Frenó experimentos de vivisección y torció el brazo a gigantes como Mobil, Shell o McDonald’s.

“Durante dos años dirigí un grupo que liberaba pichones destinados a la práctica de tiro en Pensilvania. Era horrible. Los dejaban sin comer y luego los soltaban para ser abatidos. Los tiradores iban borrachos, las aves caían heridas y aún vivas las metían en enormes barriles. Los liberábamos antes para impedir la matanza. Luego nos detenían y nos negábamos a pagar la fianza. Cada vez que lo hacíamos, pasábamos 15 días en prisión. Pero no dimos nuestro brazo a torcer y al final se abandonó la práctica del tiro al pichón”.

Newkirk sonríe recordando la pequeña victoria. Es así. Sabe que aún es minoría y que cada paso adelante, por corto que sea, es terreno conquistado. Por ello, su organización y ella misma se hallan en perpetuo movimiento. La matanza de focas y la de ballenas, la caza, los acuarios, los zoos, los espectáculos con animales y, desde luego, los toros figuran entre sus objetivos. Ante esta determinación, de poco sirven los argumentos económicos y culturales. “La esclavitud también fue parte de nuestra cultura. Hay muchas tradiciones sucias y crueles. Y eso no las justifica. ¿Cómo se puede aceptar dar tormento a un animal? No es civilizado ni defendible. Pero no todo es negro, la sociedad evoluciona y más de 100 ciudades en España han prohibido ya los toros. Todo esto acabará, todo lo que suponga tortura para un animal”.

Dicho lo cual, cambia la sonrisa por un gesto adusto. Sus convicciones son pétreas. Hay quien la ha vinculado incluso al Frente de Liberación Animal, la organización dedicada al asalto, sabotaje y boicoteo de las empresas que usan animales para sus negocios. Un grupo clandestino, formado por células anónimas dispersas en una treintena de países.

“No somos lo mismo. El Frente no tiene sedes ni personal; se trata de un conjunto de personas que nadie sabe quiénes son, dedicadas a liberar animales antes de que los maten. No nos parece mal lo que hace el Frente, pero PETA no quebranta leyes; tenemos otro modo de operar. Hemos decidido que para lograr el cambio tenemos que influir en el consumidor y, por tanto, en los mercados”, explica.

— Entonces, ¿los defiende?

— Por supuesto.

— Pero infringen la ley

— Sí, y también lo hicieron los activistas por los derechos de las mujeres y ahora nos beneficiamos de sus acciones. Hay cosas que se tienen que hacer.

— ¿Apoya los ataques a granjas?

— ¿Ataques?

— Liberar a los animales sin autorización del dueño.

— Si lo condenas, pregúntate qué estás haciendo legalmente para frenar estas atrocidades. Si haces algo, quizá tengas derecho a decir que esa vía no te parece adecuada, pero si no haces nada…

La presidenta de PETA no está dispuesta a callar. En la defensa de sus creencias acepta pocas barreras. La experimentación médica, por ejemplo, no es una de ellas. Para Newkirk es una práctica a la que debe ponerse fin. Sostiene que las encuestas señalan que el 46% de la población es contraria al uso de animales en ensayos médicos y que las pautas están cambiando: las vivisecciones ya están prohibidas en su mayoría y la tecnología ha ayudado con el cultivo de tejidos humanos.

“Por años se han cometido aberraciones. Han sido décadas de crueldades y matanzas de primates. Piénselo un momento: ¿acaso experimentaríamos con huérfanos, pobres o inmigrantes solo porque nos diese beneficios? Sería moralmente equivocado. ¿Dónde está la ética en la ciencia? Si hubiéramos puesto dinero en la tecnología, habríamos evitado muchos males. Pero no, durante años preferimos matar animales, hasta que a alguien se le ocurrió probar alternativas”.

Puro Newkirk. Su visión es básicamente optimista. Para superar el problema solo se requiere voluntad. No se trata solo de denunciar, sino de crear. A lo largo de los años ella ha sabido rodearse de famosos, desplegar campañas virales, expandir su discurso antiespecista por los circuitos comunicativos de Occidente. 6 millones y medio de personas militan o apoyan ahora la entidad. Pero ella está convencida de que son muchos más quienes la siguen. “Ahora mismo estamos registrando un crecimiento exponencial: la gente joven se siente cada vez más atraída por nuestro mensaje. Esto solo puede ir a más. En el futuro, alguien mirará la actualidad, se llevará las manos a la cabeza y dirá: ‘¿Cómo es posible que hicieran lo que hicieron?’. Mi esperanza es que la próxima generación no sea tan ciega como la mía”.

Es indudable que el veganismo, la nueva conciencia ecológica, avanza. Ante la voracidad de un mundo que mata 60.000 millones de animales al año, cada día son más los que prefieren decir no. Los que repudian la carne, el pescado, la leche, los huevos, la miel. No hay una cifra clara, pero una grieta se ha abierto en el antropocentrismo. Nuevos estilos de vida y también éticas distintas están emergiendo. Newkirk las defiende con pasión.

— ¿Cuáles son los principios veganos?

— El veganismo no es solo una cuestión de comida. Es lo que vistes, lo que compras, incluso cómo te diviertes. Rechazamos pagar para que alguien golpee, torture, asalte o mate a un animal.

—¿Y cuándo comió su último filete?

— Cuando tenía 21 años. Y ahora tengo 68. Primero fui vegetariana, pero pasé a ser vegana cuando alguien me hizo notar que si tomaba leche era porque separaban al ternero de la madre, lo metían en una caja y lo servían de alimento.

— En su organización hay quien compara las granjas con campos de concentración. ¿No es exagerado?

— Si piensa en la ganadería intensiva, no hay duda de que se concentra a los animales en prisiones, en sitios donde no están voluntariamente ni pueden abandonar. Allí se les trata mal y se les mata. Las similitudes son insoslayables.

— ¿Es posible criar “con humanidad” a un animal en una granja?

—Es mentira. Puede que algunas granjas sean menos crueles, pero no cabe decir que sean humanas. Eso es una fantasía. Se mata, se separan madres de crías… ¿Y para qué? No lo necesitamos. Es pura disciplina. Basta con dejarlo e intentar comer otras cosas. No hace falta una hamburguesa si has comido una ensalada. Con el tiempo, dejas de necesitarlo y se vuelve repugnante. Lo acabas viendo tal y como es.

— Pero en la naturaleza los animales también se matan unos a otros. ¿Por qué no podemos hacerlo?

— Matamos básicamente herbívoros. Animales que no matan a otros. Pero eso da igual. Ellos matan por necesidad. Nosotros hemos industrializado las matanzas. No hay necesidad, ni siquiera somos carnívoros. Es pura codicia. Ni tenemos los dientes ni los intestinos de un carnívoro. Queremos comida procedente de torturas terribles como el paté. Lo que hacemos no es natural, es una perversión.

— ¿Pide que las personas y animales tengan los mismos derechos?

—No. Los derechos que necesitan no son los mismos. No necesitan conducir, ni votar, ni tener un buen trabajo. Necesitan el derecho a ser respetados y protegidos de nosotros. Tener agua y comida, un lugar donde vivir. Lo hemos destruido todo y les hemos arrebatado su espacio, sus árboles, los frutos de la tierra… No tenemos ni siquiera la decencia de devolverles lo que les hemos quitado. No piden autopistas, ni hospitales, ni supermercados.

— ¿Defiende una ley natural?

— Depende de lo que se entienda. Hay una falsa presunción de que estamos por encima. Seguimos pensando de un modo primitivo que la jerarquía existe y que el puesto que nos hemos otorgado es el correcto. Más bien creo en lo que se ha definido como la gran orquesta de la vida. Cada uno toca un instrumento y todos juntos formamos una orquesta. El piano no es superior al violín.

— ¿Cree en Dios?

— No, soy atea. Pienso que la principal religión es la amabilidad.

— ¿Y cuál sería su último deseo?

— PETA debe quedarse con mi cuerpo. Tienen que trocearlo y poner mi carne en una barbacoa con cebollas. Ha de ser en un sitio público, porque quiero que la gente lo huela y coma si quiere. También deseo que mis piernas sirvan, como se hace en India con las patas de elefante, para sostener una sombrilla. Una de mis orejas tiene que ser enviada a Canadá para escuchar a las focas a las que descuartizan, y la otra, que la manden al primer ministro que lo permite. Y mi hígado, que lo lleven a Francia para preparar foie-gras.

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G. Iñárritu: El mexicano que conquista Hollywood en los tiempos de Trump

El creador latinoamericano, obsesionado con el paso del tiempo, se acerca a la leyenda con el segundo Oscar consecutivo

/ 7 de marzo de 2016 / 04:00

Para Alejandro González Inárritu el tiempo corre hacia atrás. Desde que cumplió 50 años vive atrapado en el irremediable reloj de la madurez. La certidumbre de que, haga lo que haga, la arena seguirá cayendo, ha abierto, como él mismo reconoce, una nueva etapa en su obra. La primera entrega de este ciclo vital fue Birdman, y la más reciente, The Revenant. El Oscar al mejor director ganado en ambas películas confirma que G. Iñárritu, en este atardecer, va camino de la leyenda. La de un creador que ha hecho de la fugacidad del tiempo el sustento de su obra. Pero también la de un mexicano que conquista Hollywood en los tiempos (malos) de Donald Trump.

Ya en 2015, al recibir la estatuilla, el cineasta pidió un trato justo y digno para sus compatriotas, mil veces estigmatizados más allá del Río Bravo. Desde entonces, la bestia de la xenofobia no ha dejado de crecer en Estados Unidos. Casi a diario, el candidato presidencial republicano Donald Trump ha pisoteado el orgullo de su vecino del sur y bramado contra esos millones de mexicanos que sin papeles y huyendo del infierno de la pobreza buscan un futuro en el gran norte. G. Iñárritu, profundamente crítico con los desmanes de su tierra pero solidario con sus desgracias, no los olvidó. En el cénit de su gloria, aprovechó los altavoces de la ceremonia más seguida del planeta para recordar que no todos tienen la misma suerte que él y pedir el fin de los “prejuicios raciales” y los “pensamientos primarios”: “Tenemos una oportunidad para quitarnos el prejuicio y que el color de piel sea tan intrascendente como el largo del cabello”. Una declaración que muestra a un cineasta fiel a sus raíces y cuya personalidad se cimenta, mucho más que en el mercado o la conveniencia política, en una profunda capacidad autocrítica.

Poco importa que sus películas gusten o no a la crítica. Tampoco la saña de ciertos seguidores le hacen excesiva mella. En su proceso creativo, lucha a diario con un adversario aún más duro: el juez que habita en su interior. “Es un Torquemada”, explicaba G. Iñárritu a este periódico durante la filmación de The Revenant, “un tipo al que presentas cualquier caso y te mandará al fuego, un terrorista con el que no hay negociación posible; esa voz interna es la que me lleva a encontrar el concepto primordial de las historias”.

Esa tensión se transmite a los rodajes. Verle filmar, medir los ángulos, trazar el vuelo de la cámara junto a su antiguo amigo Emmanuel Luzbeki (tercer Oscar consecutivo a la mejor fotografía) es asistir a un espectáculo torturado. A orillas del río Bow, en la gran planicie de Calgary (Canadá), durante la filmación de The Revenant, ambos formaban una pareja en ebullición. Sin descanso, bajo temperaturas extremas, medían con precisión cada plano, lo discutían, lo reinventaban. Y volvían a empezar. El director, en uno de los descansos, lo explicaba: “Soy muy duro, muy militante, muy exigente. No exijo nada de lo que no doy. Para mí hacer una película es una guerra de tres años y, como un perro, no la suelto. Por eso me da miedo entrar en una película, porque voy a meterme en un proceso en el que me pierdo…”.

El fruto de este constante ir y venir es un cine jalonado de premios. Pero en ningún caso fácil. Su cinematografía avanza haya o no oxígeno. En ocasiones la escalada puede resultar fatigosa, pero nunca deja de advertirse el tic tac de su ambición. “Me gusta invertir emocionalmente en mis películas”, suele decir.
En The Revenant late esa pulsión. Y también la admiración por los grandes clásicos, como Andréi Tarkovsky y Akira Kurosawa. El director mexicano sigue sus huellas. De ahí, por ejemplo, que la odisea del trampero Hugh Glass en 1823 se transmute por momentos en la del explorador ruso Vladímir Arséniev, en Dersú Uzalá, la obra maestra de Kurosawa. Es un ejemplo de los juegos de intertextualidad que tanto gustan a G. Iñárritu. Hay más en la película y habrá quien los juzgue como imitación. Pero en la deconstrucción que practica el mexicano esto carece de importancia. La huella no se oculta. La pisada se presenta tal y como es, sin subterfugios. Esa transparencia se ha vuelto un rasgo distintivo del segundo G. Iñárritu.

Abandonados los abusos de sus primeras gramáticas, de 21 gramos (2003) o Babel (2006), el cineasta nada ahora por aguas diáfanas. En Birdman esa sinceridad se plasmó en largos y arriesgados planos-secuencia; en The Revenant impera una narrativa de cristal. Infinitos paisajes nevados y una historia en línea recta. Con esos elementos, Leonardo DiCaprio, ganador del Oscar a mejor actor, atraviesa, en su lucha por la supervivencia, el corazón de un universo inaugural, de una nación por definir. “Es una historia de crecimiento espiritual a través del dolor físico. Pero también se trata de una película de aventuras, de grandes silencios y espacios. Es una experimentación”, señala G. Iñárritu. Ése es el reto de The Revenant, obra en la que el tiempo adopta la forma de una cuenta atrás. Contra una naturaleza hostil. Y también contra la muerte. Ese reloj que obsesiona a G. Iñárritu.

Leonardo DiCaprio, ya tienes el Oscar

El actor gana por fin su ansiado premio tras cuatro nominaciones infructuosas y pone fin a un periodo de mala racha

Gregorio Belinchón – El País

La historia la contó así George Clooney en 2013: pachanga de baloncesto en Cabo San Lucas, la ciudad turística de la California mexicana. A un lado Clooney y sus amigos. Años y años de jugar juntos al baloncesto. No son el actor y otros, sino que George es uno más. Al otro, Leonardo DiCaprio y su corte. Aquí sí hay clases: el séquito se comporta como tal. Leo es el más grande, Leo es el mejor. El partido empieza y la paliza que le mete el equipo de Clooney al de DiCaprio es de órdago. Algo que no se refleja en cómo se comportan los amigos de DiCaprio, que siguen como si ganaran de calle liderados por una estrella rutilante. “La discrepancia entre el partido y cómo hablaban ellos del partido me hizo pensar sobre la importancia de que en tu vida haya alguien que te diga las cosas como son. Y no estoy seguro de que cerca de Leo haya alguien así”.

Hace una semana, Leonardo DiCaprio (Hollywood, 1974) compitió por sexta vez por el Oscar: cinco como actor y otra más como coproductor de El lobo de Wall Street. Y por fin tiene la dorada estatuilla. Se lo mereció en 2005, cuando encarnó con crudeza a Howard Hughes, el multimillonario que terminó encerrado loco en un hotel de Las Vegas en The Aviator. En aquella edición se lo arrebató Jamie Foxx por Ray. Antes había competido por ¿A quién ama Gilbert Grape? (1994) —uno de sus pocos papeles secundarios—, y posteriormente volvió con Diamantes de sangre y El lobo de Wall Street. La Academia ha disfrutado durante décadas haciéndole feos: a lo anterior se suma, por ejemplo, que no lo nominaran con Titanic. En realidad, de DiCaprio solo habla con cariño Kate Winslet, su compañera en la superproducción de James Cameron y en Revolutionary Road, y con respeto sus directores, cineastas de renombre como Martin Scorsese, Clint Eastwood, Christopher Nolan, Baz Luhrmann y ahora Alejandro González Iñárritu, su director en The Revenant. Si hay alguien con quien se puede comparar es con el futbolista Cristiano Ronaldo: el actor es bueno, buenísimo, pero no es muy querido por el gran público y no ayuda a ello algunos de sus gestos, como su mirada de asco y desprecio a Lady Gaga en los últimos Globos de Oro.

En realidad, hubo estrellas que tuvieron que esperar más años para ganar el Oscar (Al Pacino, Paul Newman) y algunas nunca lo obtuvieron: Barbara Stanwick, Greta Garbo, Kirk Douglas —le dieron uno honorífico—, Cary Grant… De los actuales, Tom Cruise, Johnny Depp, Liam Neeson, Gary Oldman, Ian McKellen o Glenn Close o Ralph Fiennes nunca han agradecido la estatuilla de Hollywood.

El estadounidense no ha hecho más de 30 películas; en sus inicios sí trabajó en diversas series de televisión como Rosanne, Los problemas crecen, La nueva Lassie o ¡Dulce hogar… a veces! Hoy ya no tiene ni necesidad ni prisa. Más interesado se muestra por todo lo que concierne al medio ambiente: a través de sus mensajes avisando del cambio climático, y de los documentales producidos por su empresa Appian Way. Él mismo ha hablado ante la ONU o participado en la COP21, la conferencia que en diciembre reunió en París a los gobernantes mundiales para lograr un acuerdo que parara la destrucción de la Tierra. En cualquier entrevista, DiCaprio aprovecha para colar un mensaje ecológico, y suena a auténtico. Tanto como su pasión por las rubias de medidas de pasarela. Eso sí, ya no es el fiestero de finales de los noventa. Y el rodaje de The Revenant fue todo excepto una fiesta, con condiciones infernales de frío y riesgo de hipotermias.

Julianne Moore abrió el sobre y anunció que DiCaprio ganaba el Oscar. Se ha hecho justicia. Y sobre todo, habrá un resoplido de alivio del mismo DiCaprio: adiós a la maldición.

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Todos tenemos algo de Birdman

González Iñárritu levantó la estatuilla del Oscar  por ‘Birdman’ , una película sobre el reconocimiento, la admiración y el amor. ‘Los seres humanos somos criaturas patéticas y adorables —dice— todos tenemos algo de ‘Birdman’

/ 1 de marzo de 2015 / 04:00

Los barcos, a veces, albergan historias secretas. El Toluca, un carguero de la compañía Transportación Marítima Mexicana, fue uno de ellos. Anclado en el puerto de Veracruz, enroló en 1980 a un muchacho de 17 años y pelo negrísimo que buscaba poner un océano entre su pasado y su presente. Pocos meses antes se había escapado de casa con una mujer mayor que él. La fuga terminó en desastre: el padre de la dama amenazó al padre del soñador; ella se sumió en una crisis profunda, y él perdió el hilo, fue expulsado del colegio y, bajo el sol del trópico, acabó embarcado en el Toluca, donde daban comida y transporte a cambio de fregar el suelo y engrasar las máquinas. A bordo del buque, recorrió el curso del Misisipi, descubrió Barcelona y alcanzó la Toscana y Sicilia. Corría 1980 y en Alejandro González Iñárritu se había abierto el hambre de mundo. Dos años después volvería a embarcarse. Esta vez, arribó a Bilbao, y desde allí, con 1.000 dólares que le había dado su padre, vivió un año a la deriva. Vendimió en La Torre de Esteban Hambrán (Toledo), durante semanas durmió al raso en el parque madrileño del Retiro y, al final, saltó a Marruecos. Sin saberlo, en su interior se había dibujado la geografía de su obra. La huella sobre la que andaría a lo largo de los años, la semilla de su cine. A la mujer, nunca la volvió a ver.

Han pasado casi 35 años, el Toluca hace ya mucho que fue desguazado y, a orillas del río Bow, en la gran planicie de la canadiense Calgary el sol parece recién salido del congelador. No es un lugar fácil para un rodaje. Ahí está filmando The Revenant, su próxima película. Un prewestern de espacios abiertos y tensos silencios. Su primera obra histórica y rodada en condiciones extremas.

A su lado, siempre cerca, camina el director de fotografía, su compatriota Emmanuel Lubezki (Ciudad de México, 1964), ganador de un Oscar por Gravity. Entre sí se llaman por sus apodos. Negro (Iñárritu) y Chivo (Lubezki). Dos viejos amigos del DF. Al equipo se dirigen en perfecto inglés. Pero cuando tienen que decidir sobre aspectos fundamentales, ambos se apartan y, de pie en la nieve, deliberan en español, mientras los demás integrantes del rodaje, estáticos, esperan la decisión que luego ejecutarán bajo el mando único de Iñárritu.

“Soy muy duro, muy militante, muy exigente; se me teme más que se me quiere. La gente sabe que no va a haber tregua, pero logro conectar con ellos, porque no exijo nada de lo que no doy y porque la experiencia crea una catarsis, lleva a un conocimiento profundo de las capacidades de todos nosotros. Cualquiera puede hacer una película, pero lograr una buena es abrir una guerra a muerte, principalmente contigo mismo. Por eso me da miedo cada vez que voy a empezar una, porque no la suelto”.

—¿Cómo vive la expectativa de los premios?

—Lo vivo con distancia, porque, si no, te vuelves loco. En mi carrera me he vuelto un experto en pasar, en un segundo y sin haber hecho nada, de ser un exitoso nominado a un perdedor. No quiero decir que no tenga ninguna importancia, puedo sentir cierta excitación, no nerviosismo; hay encanto, pero no es Santa Claus. A fin de cuentas, la competición en el arte es absurda. No quiero darle lógica y decir: “Es que soy el mejor y voy a ganar porque tengo estos méritos”. Si piensas así, acabas perdiendo la cabeza.

La noche es clara en Calgary. En el centro de la ciudad, a la altura del piso 25 de un cortante edificio de cristal y acero, Iñárritu, harto de hoteles, ha instalado su vivienda. Se ha servido un campari con mucho hielo, ha sacado un cigarrillo electrónico que ha conectado al Mac y se ha reclinado en un alero del sofá para responder a las preguntas del periodista. Sus frases son articuladas; la voz, grave y fuerte, arrastra una modulación radiofónica, pero suena sincera. A veces, antes de hablar, medita. Largos segundos hasta que cincela la idea. Y entonces la desgrana con seguridad.

—¿Cómo explica su éxito?

—Es difícil de explicarlo, yo no puedo ser objetivo. En un mundo donde la ironía reina, donde hay que separarse, protegerse y reírse de cualquier cosa que sea honesta o tenga una carga emocional, yo apuesto por la catarsis. Me gusta invertir emocionalmente en las cosas. Y la catarsis, cuando toca la vena emocional, tiene la posibilidad de abrir las puertas incluso de quienes se protegen.

—Aunque Birdman desborda humor, sus personajes se mueven en la amargura. ¿Es usted pesimista, está desencantado?

—La inteligencia puede definirse como la posibilidad de poseer dos ideas opuestas simultáneamente y tener la capacidad de operar. Yo soy dos piernas con una contradicción constante cuyo resultado es mi obra. Me puedo drenar rápidamente y llenar de un vacío existencial. En ese sentido, soy un hombre que observa más las pérdidas que las ganancias, estoy obsesionado con la pérdida, porque me duele perder lo que he tenido.

Tras sus aventuras por Europa y el norte de África, regresó a la Ciudad de México para ensayar la carrera de Comunicación, aunque muy pronto eligió otros derroteros. Fue locutor de radio, dirigió la estación musical número uno en el DF, y se volcó en la música (“soy más musicólogo que cinéfilo”, dice).

Pero ni tener banda propia ni componer para seis películas le dio paz. No era un virtuoso. El perfeccionismo, esa pulsión que le permite rodar a 30 grados bajo cero, chocó contra él mismo. “Tengo los dedos torpes”, confiesa.

El cine se le apareció como única salida. Anuncios, cortometrajes, televisión. Poco a poco descubrió que tenía un talento natural para un mundo en el que no existían antecedentes familiares (“salgo de mí mismo, soy una flor extraña”). Las horas pasadas en la Cineteca Nacional empapándose de neorrealismo italiano, el ADN de su cine, hicieron el resto. Estudió dirección teatral con el legendario Ludwik Margules, un tiránico maestro que le inculcó la necesidad de tener bajo su bota cada milímetro de la escena y de hacerlo con un espíritu renacentista. “Nada puede escapar, todo es responsabilidad mía, de todo he de saber”. El demiurgo empezaba a despuntar. La alianza con el guionista Guillermo Arriaga culminó este proceso. En 2000 se estrenó la desgarradora Amores perros, luego vinieron 21 gramos (2003), Babel (2006), Biutiful (2010) y ahora Birdman. La escalera le llevó cada vez más arriba. La huella del carguero Toluca iba por delante. Memphis, a orillas del Misisipi, Barcelona o Marruecos fueron el escenario de sus películas. “Aquel viaje me marcó para siempre”.

Aupado por los premios, el mexicano se volvió un artista codiciado por los gigantes de la pantalla, se erigió en la cabeza visible de una camada que, junto con sus amigos Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, ha pulverizado todos los techos para los creadores hispanos. “Pero no es un boom, hay una sincronía, una generación que comparte un espacio de la cinematografía y que además es amiga. Lo del boom está tan desgastado, el boom siempre trae un tum-tum-tum, como el final de una canción…”. En este camino ascendente se fue a vivir a Los Ángeles, rompió sonoramente con Arriaga y avanzó en la madurez. En el camino también cruzó la barrera de los 50 años. El tiempo empezó a agostarse. Su mirada volcánica se serenó. Pudo sentarse, como él mismo explica, “a la orilla del río a ver el flujo desbordante de los pensamientos y sentimientos”.

—¿Le influyó mucho cumplir 50 años?

—Decían que los 40 eran duros, aunque yo ni me di cuenta cuando los pasé. Pero con los 50 entré en una melancolía profunda. Aún sigo navegando en esa nube en donde se empiezan a apagar las luces de la fiesta.

—Todo se vuelve pasado.

—La fiesta se va a acabar. Pero no me preocupa el pasado, sino lo que voy a perder, nuevamente.

Birdman es hijo de ese crepúsculo. A medida que se acercaba al medio siglo de vida, Iñárritu buscó puerto en la meditación zen. Hizo un retiro. Observó sus voces internas, sobre todo, ésa que le convierte en el centro del universo en los rodajes, desde la que irradia el magnetismo que le reconocen sus amigos. “Esa voz inquisidora”, explica el director, “a la que llamo el Torquemada interno, un tipo al que le presentas cualquier caso y te mandará al fuego, un terrorista con el que no hay negociación posible”. Fue esa voz la que dio la clave de Birdman.

Sobre su huella construyó una película casi experimental, asentada sobre gigantescos planos-secuencia, que se mueven continuamente al borde del precipicio. Una comedia agridulce (“a non funny comedy”, bromea el director) que tiene mucho de repaso vital: un actor que años atrás alcanzó el estrellato por interpretar a un superhombre lo apuesta todo con una obra de teatro en Broadway, pero a medida que se acerca la hora del estreno, ese hombre, de más de 50 años, atormentado por su voz interior, se enfrenta a su pasado, a su familia, a sí mismo. A la perplejidad del arte.

“Birdman es una película que tiene alas que me han liberado. He cambiado la forma de abordar los temas, pero éstos siguen siendo los mismos: quién coño somos, qué significado tiene y de qué trata esta vida. Es una película para todos los que sentimos eso. Habla de la necesidad de reconocimiento, de confundir la admiración con el amor; de entender ya demasiado tarde que era amor lo que tuvimos y que no lo supimos, y que eso era lo único que necesitábamos tener. Los seres humanos somos criaturas patéticas y adorables. Todos tenemos algo de Birdman”.

El director se ha puesto un segundo campari. Dice que le abre el apetito. Durante la conversación han traído la cena. Solomillo con espinacas. Los platos aguardan a ser recalentados en el horno. A lo largo de la entrevista, Iñárritu habla con convicción. No gesticula demasiado. Solo en ciertos momentos, enfatiza sus palabras con un golpe de manos. Ocurre al tratar la crisis de los 50 años, los amores perdidos, al analizar los problemas de México y el cinismo de Estados Unidos, que vende las armas y compra las drogas a su vecino del sur. Pero también sazona sus contestaciones de humor. Entonces sonríe abiertamente, busca la complicidad con la mirada. En ningún momento parece cansado. Su voltaje es constante. No hay bajones. Ni siquiera cuando entra en los meandros de Birdman. En la obra no solamente se representa otra obra (De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver), sino que, en un juego de espejos, el actor principal, Michael Keaton, que se hizo famoso por haber interpretado Batman, en la película representa a Riggan Thompson, conocido por haber encarnado a Birdman. La ficción, la realidad y la metarrealidad se superponen, como muñecas rusas, en la cinta.

—¿Qué buscaba al escoger a Keaton/Batman para interpretar a Riggan Thompson/Birdman?

—La metarrealidad que Michael Keaton agregó a la película era muy importante, pero también un factor de alto riesgo. Y no fue el único, Edward Norton tiene la misma reputación que el personaje que interpreta, el actor de Nueva York que ha estado en la escena del teatro, pesado, dominante y sobreintelectualizado. En el plató reinó eso: el gozo de poder representarse a uno mismo desnudo y sin vergüenza. Se abordó de una forma honesta, no intelectual, no irónica. Esta película es sincera. Yo estoy ahí dentro y ésas son mis miserias, mis realidades. Yo he sido todos esos personajes. O he sido yo o he trabajado con ellos o he sido víctima suya. Ése ha sido mi mundo. Ésa fue la apuesta. Y son elecciones reales, no es el actor interpretando a los actores fallidos; no, es el actor que ha pasado por eso.

—¿Y cómo fue el rodaje con esos planos-secuencia tan largos?

—Fue extremadamente meticuloso y arriesgado, porque si fallaba no había forma de esconder mi mierda. Iba a quedar expuesta. Pero curiosamente por la misma efervescencia e inseguridad del proceso, hubo un gozo que yo no había conocido. Por primera vez me reía a carcajadas en el plató. E incluso sentía culpa. Me decía: “¿Cómo puedo disfrutar en un set si esto es trabajo?”. Yo tengo un concepto protestante, en el trabajo no se ríe uno. Pero en esta ocasión, fue una liberación.

—¿Improvisa o va con la idea ya totalmente fija?

—Tengo dos virtudes. Una es el concepto. Veo con precisión todo lo que no debe ser y lo que debe ser. La segunda es el ritmo. Para mí, el ritmo es Dios. Sin ritmo no hay danza, ni arquitectura ni música… Las estrellas tienen un ritmo, el universo está rítmicamente ordenado, el arte es la palpitación de ese ritmo y, si no lo tienes, es imposible crear algo. Ese ritmo lo poseo. Suena abstracto e idiota, pero cuando pongo una escena sé naturalmente cuándo debe haber un espacio entre una palabra y la otra; sé cuánto tiene que estar separado un actor del otro y de la cámara, sé qué lentes debe usar, sé si debe estar más arriba o más abajo, sé la velocidad…

Iñárritu habla, a veces, como filma. Se distancia, se eleva, vuelve en picado al punto original. Mira hacia delante. Al igual que otros autores, no es propenso a revisar su obra pasada. La primera vez que lo hizo fue en Los Ángeles, en 2010. Alquiló un cine y preparó tres días de sesión para sus hijos, que acababan de cumplir 15 y 17 años y que nunca antes habían visto sus películas. Proyector, sala oscura, negativos. “Mis hijos han sufrido mis ausencias y me dije, por lo menos que vean que lo que hice merecía la pena”.

Iñárritu se enfrentó entonces a su propio cine. Digirió su “perturbadora vitalidad”, se dejó arrastrar por su “flujo sanguíneo emocional”, pero también advirtió que algo se había quebrado. “Hay abuso en la construcción, en la fragmentación, me avergüenzo de ciertas cosas, me incomodan, pero tras Birdman soy un nuevo cineasta, cambió mi perspectiva formal”.

—¿Y sus hijos, qué dijeron?

—Amores perros les encantó. Se sorprendieron muchísimo de que fuera una película tan moderna. Les pareció un poco hip, les asombró que su papá, ese viejo, de pronto tuviese un aspecto medio moderno. 21 gramos les impresionó, no la articularon, pero les impactó. Y Babel les emocionó. Biutiful les dio un bajón tremendo…

Lo dice riendo, con un dejo de orgullo por sus hijos. Cuando habla de la familia, se le nota próximo, emerge una calidez profunda. Lo mismo ocurre al analizar su país. Ha filmado en todos los rincones del planeta; su obra, como él mismo recuerda, busca una universalidad sin pasaporte, pero su punto de vista está arraigado, embebido en México. De algún modo, sigue anclado en aquel puerto lejano de Veracruz: “Puedo volar donde me dé la gana sin cortar esas raíces”.

Pero México, esa tierra negra y solar, le duele. La tragedia de Iguala, el bárbaro terremoto que ha sacudido al país, le recuerda a otros “hartazgos” sufridos a lo largo de su existencia; como cuando vivió de niño, junto a su padre, la salvaje devaluación del peso con López Portillo; o la abismal crisis de confianza de Salinas de Gortari…

“Estoy acostumbrado a estos grandes derrumbamientos. Ahora, la diferencia radica en que la corrupción es tal que ha llegado a los niveles más básicos de la vida. Antes se secuestraba a los ricos, ahora el tipo que vende vegetales o refrescos en la calle, el que arregla llantas, la gente más humilde, es extorsionada por bandas de narcos que han tomado los ayuntamientos y que se reparten el dinero con el alcalde. Ya no es que los gobiernos sean una parte de la corrupción, sino que el Estado es la corrupción. Esa impunidad no puede sostenerse; no sé en qué forma va a cambiar, pero tiene que cambiar”, comenta Iñárritu para, acto seguido, como en su propio cine, someter la cuestión al movimiento pendular de su cámara mental: “¿Quién es el culpable de la corrupción? ¿Somos nosotros, son ellos, o ellos somos nosotros? Eso me provoca mucho conflicto”.

—¿Y siente miedo en México?

—Es un miedo como el que nos causa el lobo, le tememos porque no lo vemos. Sabemos de él porque vivimos en el mismo espacio, por sus huellas, por sus rastros de sangre. Pero no tenemos ni idea de cuándo va a aparecer. Ése es el miedo que se siente en México. La invisibilidad. Puedes llegar a una oficina a denunciar, y el lobo puede estar ahí, pero no lo ves. El narco se permeó. Ésa es la parte del vértigo. Estamos en una estepa.
Iñárritu ha terminado su segundo campari y parece dar por olvidado el cigarrillo electrónico. La entrevista, después de más de dos horas, ha llegado a su fin. El director se ha alejado un momento a su habitación para atender una llamada. Luego, obsequioso, calienta la cena en el horno y abre una botella de vino tinto de Oregón para compartirla. A la mañana siguiente, volverá a la orilla del río Bow. Enfundado en su ropa polar negra, buscará la complicidad del Chivo mientras afinan nuevos simulacros. Ambos, bajo los álamos deshojados, dejarán sus huellas en la nieve.

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