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G. Iñárritu: El mexicano que conquista Hollywood en los tiempos de Trump

Para Alejandro González Inárritu el tiempo corre hacia atrás. Desde que cumplió 50 años vive atrapado en el irremediable reloj de la madurez. La certidumbre de que, haga lo que haga, la arena seguirá cayendo, ha abierto, como él mismo reconoce, una nueva etapa en su obra. La primera entrega de este ciclo vital fue Birdman, y la más reciente, The Revenant. El Oscar al mejor director ganado en ambas películas confirma que G. Iñárritu, en este atardecer, va camino de la leyenda. La de un creador que ha hecho de la fugacidad del tiempo el sustento de su obra. Pero también la de un mexicano que conquista Hollywood en los tiempos (malos) de Donald Trump.

Ya en 2015, al recibir la estatuilla, el cineasta pidió un trato justo y digno para sus compatriotas, mil veces estigmatizados más allá del Río Bravo. Desde entonces, la bestia de la xenofobia no ha dejado de crecer en Estados Unidos. Casi a diario, el candidato presidencial republicano Donald Trump ha pisoteado el orgullo de su vecino del sur y bramado contra esos millones de mexicanos que sin papeles y huyendo del infierno de la pobreza buscan un futuro en el gran norte. G. Iñárritu, profundamente crítico con los desmanes de su tierra pero solidario con sus desgracias, no los olvidó. En el cénit de su gloria, aprovechó los altavoces de la ceremonia más seguida del planeta para recordar que no todos tienen la misma suerte que él y pedir el fin de los “prejuicios raciales” y los “pensamientos primarios”: “Tenemos una oportunidad para quitarnos el prejuicio y que el color de piel sea tan intrascendente como el largo del cabello”. Una declaración que muestra a un cineasta fiel a sus raíces y cuya personalidad se cimenta, mucho más que en el mercado o la conveniencia política, en una profunda capacidad autocrítica.

Poco importa que sus películas gusten o no a la crítica. Tampoco la saña de ciertos seguidores le hacen excesiva mella. En su proceso creativo, lucha a diario con un adversario aún más duro: el juez que habita en su interior. “Es un Torquemada”, explicaba G. Iñárritu a este periódico durante la filmación de The Revenant, “un tipo al que presentas cualquier caso y te mandará al fuego, un terrorista con el que no hay negociación posible; esa voz interna es la que me lleva a encontrar el concepto primordial de las historias”.

Esa tensión se transmite a los rodajes. Verle filmar, medir los ángulos, trazar el vuelo de la cámara junto a su antiguo amigo Emmanuel Luzbeki (tercer Oscar consecutivo a la mejor fotografía) es asistir a un espectáculo torturado. A orillas del río Bow, en la gran planicie de Calgary (Canadá), durante la filmación de The Revenant, ambos formaban una pareja en ebullición. Sin descanso, bajo temperaturas extremas, medían con precisión cada plano, lo discutían, lo reinventaban. Y volvían a empezar. El director, en uno de los descansos, lo explicaba: “Soy muy duro, muy militante, muy exigente. No exijo nada de lo que no doy. Para mí hacer una película es una guerra de tres años y, como un perro, no la suelto. Por eso me da miedo entrar en una película, porque voy a meterme en un proceso en el que me pierdo…”.

El fruto de este constante ir y venir es un cine jalonado de premios. Pero en ningún caso fácil. Su cinematografía avanza haya o no oxígeno. En ocasiones la escalada puede resultar fatigosa, pero nunca deja de advertirse el tic tac de su ambición. “Me gusta invertir emocionalmente en mis películas”, suele decir.
En The Revenant late esa pulsión. Y también la admiración por los grandes clásicos, como Andréi Tarkovsky y Akira Kurosawa. El director mexicano sigue sus huellas. De ahí, por ejemplo, que la odisea del trampero Hugh Glass en 1823 se transmute por momentos en la del explorador ruso Vladímir Arséniev, en Dersú Uzalá, la obra maestra de Kurosawa. Es un ejemplo de los juegos de intertextualidad que tanto gustan a G. Iñárritu. Hay más en la película y habrá quien los juzgue como imitación. Pero en la deconstrucción que practica el mexicano esto carece de importancia. La huella no se oculta. La pisada se presenta tal y como es, sin subterfugios. Esa transparencia se ha vuelto un rasgo distintivo del segundo G. Iñárritu.

Abandonados los abusos de sus primeras gramáticas, de 21 gramos (2003) o Babel (2006), el cineasta nada ahora por aguas diáfanas. En Birdman esa sinceridad se plasmó en largos y arriesgados planos-secuencia; en The Revenant impera una narrativa de cristal. Infinitos paisajes nevados y una historia en línea recta. Con esos elementos, Leonardo DiCaprio, ganador del Oscar a mejor actor, atraviesa, en su lucha por la supervivencia, el corazón de un universo inaugural, de una nación por definir. “Es una historia de crecimiento espiritual a través del dolor físico. Pero también se trata de una película de aventuras, de grandes silencios y espacios. Es una experimentación”, señala G. Iñárritu. Ése es el reto de The Revenant, obra en la que el tiempo adopta la forma de una cuenta atrás. Contra una naturaleza hostil. Y también contra la muerte. Ese reloj que obsesiona a G. Iñárritu.

Leonardo DiCaprio, ya tienes el Oscar

El actor gana por fin su ansiado premio tras cuatro nominaciones infructuosas y pone fin a un periodo de mala racha

Gregorio Belinchón – El País

La historia la contó así George Clooney en 2013: pachanga de baloncesto en Cabo San Lucas, la ciudad turística de la California mexicana. A un lado Clooney y sus amigos. Años y años de jugar juntos al baloncesto. No son el actor y otros, sino que George es uno más. Al otro, Leonardo DiCaprio y su corte. Aquí sí hay clases: el séquito se comporta como tal. Leo es el más grande, Leo es el mejor. El partido empieza y la paliza que le mete el equipo de Clooney al de DiCaprio es de órdago. Algo que no se refleja en cómo se comportan los amigos de DiCaprio, que siguen como si ganaran de calle liderados por una estrella rutilante. “La discrepancia entre el partido y cómo hablaban ellos del partido me hizo pensar sobre la importancia de que en tu vida haya alguien que te diga las cosas como son. Y no estoy seguro de que cerca de Leo haya alguien así”.

Hace una semana, Leonardo DiCaprio (Hollywood, 1974) compitió por sexta vez por el Oscar: cinco como actor y otra más como coproductor de El lobo de Wall Street. Y por fin tiene la dorada estatuilla. Se lo mereció en 2005, cuando encarnó con crudeza a Howard Hughes, el multimillonario que terminó encerrado loco en un hotel de Las Vegas en The Aviator. En aquella edición se lo arrebató Jamie Foxx por Ray. Antes había competido por ¿A quién ama Gilbert Grape? (1994) —uno de sus pocos papeles secundarios—, y posteriormente volvió con Diamantes de sangre y El lobo de Wall Street. La Academia ha disfrutado durante décadas haciéndole feos: a lo anterior se suma, por ejemplo, que no lo nominaran con Titanic. En realidad, de DiCaprio solo habla con cariño Kate Winslet, su compañera en la superproducción de James Cameron y en Revolutionary Road, y con respeto sus directores, cineastas de renombre como Martin Scorsese, Clint Eastwood, Christopher Nolan, Baz Luhrmann y ahora Alejandro González Iñárritu, su director en The Revenant. Si hay alguien con quien se puede comparar es con el futbolista Cristiano Ronaldo: el actor es bueno, buenísimo, pero no es muy querido por el gran público y no ayuda a ello algunos de sus gestos, como su mirada de asco y desprecio a Lady Gaga en los últimos Globos de Oro.

En realidad, hubo estrellas que tuvieron que esperar más años para ganar el Oscar (Al Pacino, Paul Newman) y algunas nunca lo obtuvieron: Barbara Stanwick, Greta Garbo, Kirk Douglas —le dieron uno honorífico—, Cary Grant… De los actuales, Tom Cruise, Johnny Depp, Liam Neeson, Gary Oldman, Ian McKellen o Glenn Close o Ralph Fiennes nunca han agradecido la estatuilla de Hollywood.

El estadounidense no ha hecho más de 30 películas; en sus inicios sí trabajó en diversas series de televisión como Rosanne, Los problemas crecen, La nueva Lassie o ¡Dulce hogar… a veces! Hoy ya no tiene ni necesidad ni prisa. Más interesado se muestra por todo lo que concierne al medio ambiente: a través de sus mensajes avisando del cambio climático, y de los documentales producidos por su empresa Appian Way. Él mismo ha hablado ante la ONU o participado en la COP21, la conferencia que en diciembre reunió en París a los gobernantes mundiales para lograr un acuerdo que parara la destrucción de la Tierra. En cualquier entrevista, DiCaprio aprovecha para colar un mensaje ecológico, y suena a auténtico. Tanto como su pasión por las rubias de medidas de pasarela. Eso sí, ya no es el fiestero de finales de los noventa. Y el rodaje de The Revenant fue todo excepto una fiesta, con condiciones infernales de frío y riesgo de hipotermias.

Julianne Moore abrió el sobre y anunció que DiCaprio ganaba el Oscar. Se ha hecho justicia. Y sobre todo, habrá un resoplido de alivio del mismo DiCaprio: adiós a la maldición.