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Vuelven los fantasmas de Urrelo

La editorial 3600 ha decidido rescatar una de las novelas bolivianas más importantes del siglo XXI, y el martes va a presentar la segunda edición de Fantasmas asesinos, con la que Wilmer Urrelo ganó el Premio Nacional de Novela 2007. La primera, de 3.000 ejemplares, salió con la editorial Alfaguara, pero cuando ésta fue comprada por el grupo Random House los ejemplares que quedaban en stock desaparecieron. Aún hay quien recorre las librerías buscando el libro, y por eso esta reedición cubre una necesidad en el mercado. Urrelo, que antes había publicado Mundo negro (2001) y después Hablar con los perros (2011, Premio de Literatura Anna Seghers) y Todo el mundo cumple sus sueños menos yo (2015), se basó para escribir Fantasmas asesinos en un caso de asesinato y violación que le estremeció a él cuando era niño y que provocó una fuerte polémica en Bolivia. Ahora, años después del caso y de su reflejo en la novela, la primera que Urrelo sitúa en La Paz, el autor ve con otros ojos su entorno y su obra.

— ¿Cómo se relaciona uno con una novela propia tanto tiempo después?

— Es complicado enfrentarse otra vez a la obra de uno tanto tiempo después, imagino que le pasa a todo el mundo con todos sus libros. Pasaría lo mismo si volviera a leer Hablar con los perros, que es cinco años posterior. A Fantasmas asesinos la tenía medio olvidada, no recordaba parte de los personajes y del argumento. Te arrepientes de muchas cosas: al leerla de nuevo pensé que había algunas que hubiera sacado, porque ahora tengo criterios diferentes, pero la dejé como estaba porque corresponde al momento en que fue escrita.

— El crimen en el que se basa la novela tuvo mucha repercusión.

— Entonces yo era un niño y el crimen que se narra fue muy difundido. Se vio en todos los periódicos y se oyó en todas las radios, no había tanta tele. Era un momento crítico por la crisis económica, el narcotráfico, Wálter Mercado… la población estaba inquieta. La gente tenía sensación de seguridad, caminaba con confianza por la calle, y (de repente) se sintió agredida. Lo que pasó no era nuevo, pero sí la primera vez que le pasaba a la clase media alta. Los niños de entonces nos sentimos por primera vez vulnerables, fue un golpe, y a mí me marcó mucho, se convirtió en una especie de obsesión.

— ¿Eran tiempos muy diferentes a los de ahora?

— Había un clima político muy complicado en el país que tuvo mucho que ver con las reacciones que provocó el asesinato. Incluso Víctor Paz, que no era un hombre de discursos, de salir al balcón y dirigirse a la gente, tuvo que hacerlo y prometer la pena de muerte para el tipo porque hubo una marcha que se la pidió. Y recibió a la gente en el despacho, cosa que no hacía nunca. Más tarde se emitió un dictamen que le condenaba a muerte, que luego se rechazó en una apelación en Sucre. La verdad es que el ambiente estaba muy cargado.

— ¿Y cuando publicó la novela aún se sentía ese ambiente?

— Cuando la escribí, años después, pensé que yo era el único que se acordaba del suceso, pero cuando la publiqué vi que había mucha gente de mi edad que se había sentido muy afectada por ese hecho, que aún lo recordaba con dolor. En una de las presentaciones de la novela sufrí una especie de linchamiento, hubo un grupo que se puso muy agresivo, pensaba que era un degenerado o algo así por volver a un tema tan sensible. Cuando investigaba recordaba cosas que creía que habían ocurrido y me di cuenta de que mucho era inventado, por mí o por lo medios, por la gente. La Policía dejó muchas cosas fuera, involucrados a los que no investigó. Incluso hoy sigue siendo una leyenda urbana de la que mucha gente se acuerda.

— Esta novela le dio un Premio Nacional, ¿le guarda cariño?

— Sí, es un libro que quiero mucho, por eso estoy contento con la segunda edición. Porque fue mi segunda novela después de muchos años de no publicar nada y porque fue la novela del arriesgarse. Dejé el trabajo y todo para dedicarme dos años a escribir la versión final del libro. Ahora veo el riesgo que tomé como algo insensato, pero en aquel momento valía la pena. Luego coincidieron las cosas para que ganase el premio y fue bien recibido por los lectores.

— Es un libro con una estructura un tanto peculiar, ¿no cree?

— Tenía una necesidad de escribir una novela extensa, con muchas voces y muchos puntos de vista. La dividí en tres partes. La primera es como un monólogo, el diario mental de uno de los protagonistas, que es quien investiga el hecho y necesita escribir la historia. La segunda ya es la historia en sí, contada desde el punto de vista de varios personajes. La tercera es un intercambio de correos electrónicos y una especie de crónica de lo que había pasado. Quizá por eso alguna gente la leyó como si fuera una crónica, lo que me sorprendió, porque no lo es, muchas cosas las inventé. Imagino que la escribí de esta manera porque era el momento de hacerlo: había mucha gente que experimentaba con cosas como ésta, con intentos de escribir algo parecido a A sangre fría.

— La Paz tiene un papel importante en la trama.

— Fue la primera novela que me atreví a situar en esta ciudad porque mi generación tenía una especie de rechazo a escribir sobre La Paz. Mundo negro es una novela que puede transcurrir en cualquier parte. Desde entonces he escrito mucho sobre ella y nuestra relación ha evolucionado en estos años. Ahora es una relación muy crispada, más de odio que de amor aunque hay las dos cosas. Me parece una ciudad dura, en la que se puede vivir pero que muchas veces resulta imposible de entender. En Hablar con los perros sí hay una necesidad de cuestionar a La Paz que no es tan perceptible en Fantasmas asesinos.

— Parece que existen en Bolivia muchos escritores aficionados a la novela negra.

— Alrededor del 2000 sí había mucha gente que escribía policial, muchos no publicaban pero sí había ese intento. Desde entonces entre los jóvenes escritores bolivianos queda como una inclinación por la novela negra, muchos eligen narrar asesinatos y cosas parecidas. Pero creo que también es una cuestión cíclica. Por ejemplo, entre 2005 y 2007 apareció el terror con la historias esas de los zombis que se hicieron tan populares en algunos círculos. Son como modas que van pasando, pero que tienen el peligro de que pueden matar a toda una generación. Ahora hay gente que se centra solo en la ciencia ficción, como si la estuviesen descubriendo cuando ya se ha hecho mucho, desde hace cien años. No está mal prestarle alguna atención a ese género, pero quemar todas tus naves en eso puede ser muy malo.

— ¿Y usted ha pasado por todas esas modas?

— He mantenido las distancias. Pero por supuesto que he evolucionado mucho desde Fantasmas asesinos. Entonces estaba como desesperado por leer todo lo contemporáneo. Ahora soy de los que recurren a los clásicos, de los que van a rebuscar entre libros viejos hasta encontrar cosas interesantes. Estoy descubriendo cosas de los años 20 aquí en Bolivia que están muy bien. Me gusta mucho Adolfo Otero, que es un escritor fabuloso en todos los sentidos: muy bueno en la ficción y un excelente periodista, un tipo que se la jugaba en serio. Hay muchas publicaciones interesantes de los años 20, 30 y 40 e incluso 50, que lamentablemente han pasado al olvido. Aunque algunos han sido redescubiertos, como Hilda Mundy, que escribió poco, pero era muy buena en poesía y en crónicas, y ahora está en un momento álgido.

— ¿En esa evolución se ha perdido su admiración por Vargas Llosa? Cuando apareció Fantasmas asesinos usted se declaraba muy influido por él.

— Los vargallosianos tenemos una relación difícil con su obra. Por ejemplo, el Vargas Llosa literario, y no la figura pública, sigue muy presente en mi escritura y mis lecturas aunque en los últimos años haya escrito una serie de novelas pésimas. Lo último bueno de verdad debe ser Historia de Mayta, en los 80. La casa verde es enorme, como Conversación en la catedral; La ciudad y los perros es inteligente y maravillosa. Después ha sufrido una decadencia muy dura, me gustó La fiesta del chivo pero antes escribió cosas mucho mejores. Aun así su aporte a la literatura latinoamericana es capital. Y eso es lo rescatable de Vargas Llosa, a pesar de sus muchos errores.