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El gran pensador de la música

El director Nikolaus Harnoncourt, recientemente fallecido, deja un inmenso y excepcional legado de ideas e interpretaciones

/ 21 de marzo de 2016 / 04:00

Nikolaus Harnoncourt fue sobre todo un gran pensador de la música. Consagró su vida a la comprensión de este lenguaje y para ello lo reflexionó hondamente desde diversas perspectivas, dejando un legado inmenso de ideas removedoras e interpretaciones excepcionales. Partió de observaciones históricas, la primera de ellas identificando un parteaguas en la cultura occidental donde la función social de la música cambió drásticamente: la Revolución Francesa: “Se tentó, entonces, por primera vez, en un gran Estado, colocar la música al servicio de las ideas políticas: el minucioso programa pedagógico de conservatorio fue el primer ejemplo de uniformización de nuestra historia de la música”, señala Harnoncourt en un lúcido ensayo (La música como discurso sonoro, editorial Acantilado) publicado a inicios de los años ochenta. Y va más al fondo: “El principio teórico era el siguiente: la música debe ser lo suficientemente simple para que pueda ser comprendida por todos; ella deber tocar, excitar, adormecer (…); debe ser una ‘lengua’ que todos entiendan sin necesidad de aprenderla”. La música fue así reducida a categorías de “belleza” y “sentimiento”, vaciándola de simbología y desarraigándola del proceso intelectual creativo/perceptivo. Se inauguraba el siglo del romanticismo.

Según Harnoncourt, este advenimiento tuvo un impacto devastador para la música culta europea, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Hacia el pasado, por la anulación de la gramática sonora como valor cultural; y hacia el futuro, por el empobrecimiento de las audiencias, ya no más preparadas para una escucha activa y alerta. “Hay varios indicios de que estamos caminando hacia un colapso total de la cultura, del cual la música naturalmente no estaría excluida”, sentenció Harnoncourt de manera apocalíptica. Y tomó posición al respecto consagrando su vida a la recuperación del lenguaje musical de su pasado, en particular del barroco y el clasicismo, consciente de que “debido a su distanciamiento del presente y la separación de su época, la música del pasado se convirtió en una lengua extranjera”. ¡Qué desafío!

Ahí es que Harnoncourt optó por remitirse a las fuentes (partituras manuscritas originales, instrumentos de la época, crónicas históricas, etc.) a fin de alcanzar la anhelada comprensión de lenguajes musicales muertos. De ellos, señala, “… su mensaje particular está ligado a la época y no puede ser reencontrado, a no ser que se intente un tipo de traducción para los días actuales”. Y esa premisa lo llevó a sus fascinantes y audaces interpretaciones de Monteverdi, Bach, Haendel, Vivaldi y Mozart; no solo como enmienda al pasado, sino como interpelación a la pérdida de rumbo de las audiencias de la Europa actual, proponiendo una escucha concentrada y fina como único acceso a las lógicas musicales previas a la caída de la Bastilla. Porque “de la Edad Media a la Revolución Francesa, la música fue siempre uno de los pilares de nuestra cultura general. Hoy, sin embargo, se convirtió en un simple ornamento”. Estos hechos explican por qué las complejidades técnicas y conceptuales del emergente siglo XX se vieron desfasadas respecto de su sociedad, produciendo una condición inédita: la separación entre el complejo social y el arte de su tiempo, que todavía nos acosa.

Otro aspecto de la intervención de Harnoncourt en el ámbito de la música culta europea es su aguda crítica a la educación en conservatorios: “Lo que me parece más grotesco es que, aún hoy, tengamos ese sistema como base de nuestra educación musical”. Ante lo cual propuso dos alternativas. La primera: “los músicos necesitan ser formados a través de nuevos métodos que correspondan a aquellos de doscientos años atrás” (nótese la paradoja “nuevos métodos de doscientos años atrás”). Y la segunda: “la formación musical debería ser repensada y recibir el lugar que merece. Así llegaremos a percibir las grandes obras del pasado por un nuevo prisma: aquel de la diversidad que nos moviliza y nos transforma y que también nos prepara para absorber lo nuevo”.

El desafío que Nikolaus Harnoncourt nos deja es ese: seguir despertando fuentes para “una nueva comprensión musical”; en todo tiempo y lugar. Porque “la situación es grave, y si no logramos crear una unidad entre (…) nuestra necesidad de escuchar música y nuestra vida musical —sea a través del equilibrio entre la oferta y la búsqueda de la música contemporánea, sea a través de una nueva comprensión de la música clásica, antigua— veo el fin próximo”. ¿Tenemos algo que decir?

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Interpretaciones a contramano

Algunas de las infinitas miradas que se le pueden dar, o que se le dan, a ‘Viejo calavera’

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El sociólogo: “Hablan de la mina sin entenderla. Su aproximación a esta temática es superficial; no la reivindica ni la honra, ni siquiera la representa. La utilizan como escudo para sus digresiones generacionales. Pudo haber sido la mina y los mineros como las magníficas y la dueña de ese circo, la película hubiera contado lo mismo”. La changa veinteañera: “No entendí nada. La historia no se completa. ¿De qué se trata?”. El crítico de cine: “Es una película cuya historia está contada en los primeros 15 minutos. Lo demás es preciosismo fotográfico que raya en el exhibicionismo. El director de fotografía jamás debe inmiscuirse en la edición porque la narrativa está en juego. Y este es el caso: planos que parecieran extenderse solo por la estética visual en sí misma sin considerar que su permanencia dilata y hasta extravía la historia”.

La señora: “Esta película no debería llamarse Viejo calavera sino más bien La farra”. El psicoanalista: Viejo calavera es una proyección subconsciente de los realizadores en sus personajes. Todos ellos son el personaje central, Elder; jóvenes que rebaten el mundo pero son incapaces de construir otro en sustitución, y entonces optan por mearse (literalmente) en él, blasfemando en su contra, degradándose en venganza, pero —a la larga— reproduciéndolo. Si Elder son ellos mismos, los mineros simbolizarían al padre freudiano (¿los maestros del cine nacional?); y la mina, vendría a ser la metáfora de una praxis (cinematográfica) en cuyas profundidades los Elder apenas si vislumbran claroscuros de donde no pueden zafar; están atrapados. Cine autobiográfico”. El marxista-leninista: “¿Qué hace el Sindicato de Trabajadores Mineros de Huanuni apoyando este proyecto?”.

El crítico de cine: “Ninguno de los protagonistas evoluciona. Todos son lo que son de principio a fin. Que se sepa, desde Grecia hasta Brecht o Benedetti, no hay drama sin mutaciones psicológicas en los personajes. ‘Todos tenemos que cambiar’, dice el Padrino en ironía”. El veinteañero: “Re-buena la fotografía. Y ‘ta, qué bien actúa ese chango… Reventado siempre debe ser, ¿no ve? Pero qué pasa con su viejo, ¿lo mataron?”. El crítico de cine: “El Adagio barroco en la escena final es una salida musical sensiblera que traiciona la apuesta sonora conceptual de toda la película; por cierto, riquísima en su formulación diégesis/no-diégesis”.

El psicoanalista: “El Adagio al cierre es un llanto autocompasivo de los realizadores en sus códigos culturales. Música de catarsis para ellos; la del diván, no la del guion”. La marxista-leninista: “¿Mineros de vacaciones en Coroico; unos panzones tirados en un sauna, dizque proletarios, chupando como locos…? ¡Por favor!”.

El crítico de cine: “No obstante, es un cine de alta factura, que se toma en serio el lenguaje audiovisual y produce un resultado de excelencia que admite lecturas en distintos estratos; todas válidas”.

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