Antes de emprender viaje a la isla de Saint Barthelemy, más conocida por su hipocorístico de St. Barth, una posesión francesa en las pequeñas Antillas caribeñas, atrapé en el pasaje Núñez del Prado de La Paz dos libros por cortesía pirata: El héroe discreto de Mario Vargas Llosa e Inferno de Dan Brown. Un tercero, lo compré en el aeropuerto de Miami, por la bulla que siguió a su aparición, en versión al inglés. Se trata de Capital, in the Twenty-first Century, del profesor Thomas Piketty. En verdad, el texto original en francés hacía meses que lo había repasado a gran velocidad y solo me concentré en sus seis páginas de conclusiones, pero atraído por la crítica positiva que compara esa tesis como el pensamiento de un moderno Marx, quise adentrarme más en sus premisas. De difícil digestión, relegué la relectura de ese manifiesto para alguna isla menos fértil.
Siguiendo su modalidad de ofrecernos dos historias superpuestas (El paraíso en la otra esquina, El sueño del celta… y otras) esta vez Mario nos regala la dicotomía del provinciano progresista de Piura (Felícito Yanaqué) en paralelo con un acaudalado caballero limeño (Ismael Carrera). Mientras aquel se levantó con el esfuerzo y el tesón de un cholo emprendedor, hasta ser el único propietario de Transportes Narihuelá, éste se hizo rico regentando una compañía de seguros. Ambos cuentan con un itinerario matrimonial estable pero aburrido en el caso del piurano que encuentra sentido a sus esfuerzos refugiándose en los brazos de Mabel, modesta mujercita de cascos ligeros que lo cubre con sus sábanas llamándolo mi “viejito”, goza de la veneración del anciano para quien era un diosa que bien merecía la casita donde creía mantenerla en hibernación hasta que descubre que la pizpireta le ponía cuernos con su propio hijo, con quien trama aquel chantaje gansteril para esquilmarlo. Felicito se convierte para el narrador en el héroe discreto que no cede ante el embate delincuencial, aunque en su lucha se queda con su plata pero pierde a su “hembrita “como la denomina dulcemente Vargas Llosa.
La historia de Ismael Carrera es más dramática, porque sus hijos gemelos, a los que el autor repetidamente los adjetiva como “las hienas”, odian a su progenitor y esperan impacientemente que el veterano fallezca para recibir su fortuna. Percatado del complot, el viejo de Lima, socarronamente contraataca casándose, viudo como era, por civil y por religioso con Armida, su devota joven sirvienta, haciéndola su heredera universal, propinando de un solo golpe un sopapo a la remilgada sociedad limeña y cobrándose la revancha con sus vástagos. Para crear esa situación, pienso que Mario se inspiró en el pleito que realmente enfrentó, hace unos años, a don Felipe Tudela y Barreda con sus hijos Felipe y Francisco (éste último atildado canciller de Fujimori). Ocurre que el patricio a sus 92 años (viudo de la Baronesa Vera van Brugel) contrajo matrimonio con la octogenaria Graciela de Lozada que si bien no oficiaba de doméstica se convirtió en la albacea del vejete. La pareja huyó del asedio familiar (¿las hienas?) a Santa Cruz de la Sierra, donde intentaron pasar una plácida luna de miel, llevándose parte de la fortuna en sus maletas, después de desheredar a los hermanos Tudela que pretendieron anular el enlace aduciendo la demencia senil de su padre.
En el desarrollo de estas tramoyas, Vargas Llosa desempolva a algunos de sus antiguos personajes como el sargento Lituma o don Rigoberto quien junto a su esposa Lucrecia son víctimas de las ficticias alucinaciones de su hijo adolescente, Fonchito, que pretende estar perseguido por Satanás, cuyo nombre y apellido pasará a la posteridad como Edilberto Torres (homónimo de un maestro mexicano).
Finalmente las dos historias paralelas convergen dentro la geometría literaria para entretener al lector con un final feliz, en el cual creemos —como corolario— que la novela acerca del héroe discreto es la obra más discreta del indiscreto Premio Nobel 2012.
Alternar la ficción de la Piura contemporánea con la Florencia del siglo XVI no fue ejercicio fácil, pero entre la playa y el retrete cumplí con la tarea alternada de despachar con idéntico respeto a dos autores de actualidad.
El americano Dan Brown ya me había impresionado con su El código Da Vinci por la precisión de los lugares donde sitúa el escenario de su relato. Su texto me obligó a visitar, en París, con mayor detenimiento la soberbia iglesia de San Sulpice y algunas salas del Louvre que de otra manera hubieran pasado desapercibidas. Igualmente su Ángeles y demonios es una ilustrada guía para pasear Roma y el Vaticano, testimoniando los rincones donde ciertos cardenales son asesinados.
Como en muchas novelas negras, los libros de Dan Brown no son excepción para exaltar las virtudes intelectuales que posee su héroe, en este caso el profesor americano Robert Landon quien, además en todas sus aventuras, tiene la dicha de compartir andanzas con jóvenes, siempre bellas y talentosas que subliminalmente caen abrumadas por el poder de seducción del famoso experto en simbología.
Sin embargo, su última obra, Inferno, encontró en mí un lector fastidioso que, por ejemplo, en el mes que pasé en Florencia donde se desarrolla su enredo, recorrí metro a metro su patética fuga cuando desea escapar del Jardino di Boboli hacia el Palacio Vecchio, descubriendo que algunas etapas no concuerdan con los puntos cardinales que manifiesta.
No obstante, el equipo que le asistió en la precisión de los sitios, bajo la indudable erudición que Brown posee del periodo del renacimiento italiano, le aligeró el trabajo que —como él mismo menciona en los reconocimientos— de otra manera le hubiese sido imposible abrumar al lector con sus descripciones meticulosas del Batisterio (donde recupera la máscara mortuoria de Dante Alighieri ) y otras joyas de la arquitectura renacentista.
Harto de Florencia, Brown nos ofrece una visita guiada a Venecia, donde la persecución al laureado Robert Langdon continúa, porque éste ha sido contratado para auxiliar a la directora general de la Organización Mundial de la Salud en su combate para evitar la propagación de un virus cultivado por el malvado de la película, un tal Bertrand Zobrist, talento del mal, que convencido de que la explosión demográfica causará el colapso del planeta decide servirse de un virus de su invención para reducir la población del mundo, provocando la esterilidad colectiva. Los canales de la Serenísima son recorridos por el profesor Langdon en compañía de Siena, una culta agente doble, calva por añadidura, que finge ayudarlo, aunque su legítima intención fuera todo lo contrario.
No sabemos por qué Brown ha escogido a la OMS como el organismo internacional marcado como blanco de los malos, cuando el UNFPA (agencia de Naciones Unidas para apoyo de la Población) hubiese sido más pertinente. En cualquier caso, una tercera ciudad enigmática como Estambul cierra el circuito geográfico de idas y venidas, vueltas y revueltas (quiero Fabio que me digas, ¿son de alguna utilidad ?). Allí precisamente, el diabólico Zobrist había ocultado su emporio del maligno virus en una enorme ampolla de plástico. Ésta flotaba en las aguas subterráneas de las cisternas bizantinas de Yarebatan Sarayi que bien descritas por Brown tuve la ocasión de admirar en la última primavera. En verdad, lo que ahora es una atracción turística fue la fuente de agua potable para Constantinopla. El encanto de Inferno es que abre el apetito para visitar con mayor atención, por ejemplo, el templo de Aya Sofia, que convertido en museo fue sucesivamente una mezquita, luego la catedral, alternando los humores de las victorias militares de unos y otros.
BÓSFORO. El desenlace final tiene lugar en las aguas del Bósforo, donde el héroe y la heroína se despiden con lágrimas y frotes prometedores. Toda la odisea de 600 páginas sucede en un par de días, en los que el autor narra los erráticos vaivenes de sus protagonistas sin darles tiempo para almorzar o defecar, lo que en verdad resta verosimilitud al enredo de los hechos relatados, salvo el despliegue desmesurado de modernas manipulaciones en la ingeniería genética, de donde surge la escuela del transhumanismo que, curiosamente coincide con el culto andino a la Madre Tierra. Una ecología distorsionada en la que la preservación de la Pachamama está por encima de los derechos humanos, con el principio que el hommo sapiens es una especie más del reino animal sin prerrogativa alguna sobre los otros seres orgánicos del planeta. En resumen, la elaboración de bestsellers, como el que comentamos son laboriosas investigaciones de equipos especializados bajo la batuta del autor responsable encargado de hilvanar el acabado final de la obra.
Con los tres libros en mi mochila, me encaminé al bote que me llevaría de St. Barth a Saint Martin, la isla más grande, mitad holandesa y mitad francesa, desde donde despegan los vuelos internacionales. Hippies en alpargatas, aventureras de curvas convincentes, domésticas dominicanas y estibadores caribeños llenaban la embarcación. Por última vez vi perderse las costas de la pequeña Gustavia, capital de la isla de ensueño, cómplice de la riqueza oculta de magnates rusos, políticos franceses y banqueros americanos. St. Barth, la isla sin impuestos con lujosos hoteles, boutiques de marcas de moda, villas floreadas de buganvillas, playas de arena blanca con sirvientes negros, millonarios blancos con conciencia negra, bañistas de piel dorada, yates de todo tamaño, celebridades escondidas en anteojos oscuros, discotecas eructando salsa estridente y aroma de marihuana y olas de espuma blanca, todo aquello iba quedando atrás conforme mi barquichuelo se alejaba.
El legado de Szymborska
Acaba de publicarse en España un libro con 13 poemas de la autora polaca
Winston Manrique Sebogal – Periodista
Alma era su palabra-acertijo. Soy, su mayor problema. Mientras, los mapas le gustaban por su don de mentir al desplegar “un mundo no de este mundo”. Así lo dejó escrito Wislawa Szymborska (Polonia, 1923-2012) con su puño y letra en las que serían parte de sus últimas revelaciones, plasmadas en 13 poemas póstumos. Confesiones, ideas y emociones convertidas en versos de los que habló con un grupo de amigos meses antes de morir, el 1 de febrero de 2012. Entre ellos está el poema titulado Alguien a quien observo desde hace un tiempo, cuyo final es ella misma: “Una vez encontró en los arbustos una jaula de palomas. / Se la llevó / y para eso la tiene, / para que siga vacía”. Revolotea el último verso del primero de los 13 poemas reunidos bajo el título de Hasta aquí. Ellos se enfrentaron a esa mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1996 “para la poesía que con precisión irónica permite que el contexto histórico y biológico salga a la luz en los pasajes de la realidad humana”. Lo hizo con obras como Por eso vivimos, Llamando al Yeti, Si acaso, El gran número y Gente en el puente.
Trece años después del Nobel, publicó su último libro: Aquí (2009). Y dos años después de su muerte en 2012, su voz retorna para continuar el diálogo sobre los temas que a ella le interesaban: el tiempo, la niñez, la memoria, la época que le tocó vivir… En el poema Confesiones de una máquina lectora, hay profundas ráfagas autobiográficas: “Lo reconozco, ciertas palabras / me crean problemas. / Por ejemplo los estados llamados ‘sentimientos’ / no consigo hasta ahora explicarlos de forma exacta. / Lo mismo con ‘el alma’, palabra-acertijo. / De momento concluyo que es un tipo de niebla, / en teoría más duradera que los organismos mortales. / Sin embargo, mi mayor problema es la palabra ‘soy’. / Tiene la apariencia de una acción común, / realizada de forma general, pero no colectiva, / en un antetiempo presente, / de aspecto imperfectivo, / si bien, como se sabe, ya hace mucho perfectivo”.
“Soy”, “antetiempo”, “perfectivo”, es Szymborska dueña de una curiosidad sin límite como saben los polacos porque escribió varias décadas en los periódicos. Una prosa recogida en tres libros desde 2008 con Lecturas no obligatorias; luego, en 2012, Más lecturas no obligatorias y hace poco Siempre lecturas no obligatorias. Piezas breves llenas de sabiduría y humor. Allí comentó a Jüng y a Montaigne; pero también libros de jardinería o pájaros. Habló de su querida Ella Fitzgerald o de que “a los niños les encanta asustarse con los cuentos”. O del amor inexplicable: “Al igual que un arbolillo en una ladera rocosa, uno nunca sabe cómo crecerá, qué es lo que lo sostiene, de dónde saca su sustento o qué milagro es el que hace que broten esas verdes hojas”. Y así hasta casi 300 postales de literatura-vida, puro talento. Y desparpajo. Como el que se encargó de mostrar aquel diciembre de 1996 cuando casi nadie sabía quién era esa escritora llamada Wislawa Szymborska y al recibir el Nobel empezó diciendo: “Parece ser que en un discurso lo más difícil es la primera frase. Así que ya la he dejado atrás… Pero presiento que también las que siguen serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la última…”. Y las últimas suyas fueron estos versos del poema Mapa: “Me gustan los mapas porque mienten. / Porque no dejan paso a la cruda verdad. / Porque magnánimos y con humor bonachón / me despliegan en la mesa un mundo / no de este mundo”.