Viajar 5.000 kilómetros para un concierto parece cosa de locos. Y sí, unos cuantos locos nos apuntamos desde La Paz para ver a Iron Maiden. Es casi imposible que la mítica banda inglesa llegue a Bolivia y si la montaña no viene, pues vamos tras de ella. La cita fue el domingo 13 en el estadio Mario Alberto Kempes, en Córdoba y, un día antes, una noticia conmovió a toda la nación metalera: el Ed Force One, avión que transporta a Iron Maiden en esta gira mundial y que pilota el mismo vocalista Bruce Dickinson, sufrió un accidente en el aeropuerto de Chile. Corrió el rumor de una suspensión de la gira. Pero no fue así, la banda dejó su avión en Chile y se trasladó junto a las 20 toneladas de equipo y personal hasta Córdoba.

Más de 20.000 almas nos dimos cita en ese estadio olímpico, donde ocurre todo lo contrario a los conciertos de rock organizados en Bolivia: campo es el sector más barato (650 pesos argentinos, Bs 300) y las graderías de platea son las más caras (unos Bs 700). Allá se privilegia la comodidad, acá la cercanía. Previo al plato fuerte, desde las 18.00 actuaron los cordobeses de Pésame y The Raven Age, liderada por George Harris (hijo del bajista y fundador de Maiden, Steve Harris) y la leyenda Anthrax: los Big Four que nos regalaron 40 minutos de buen thrash.

Con puntualidad inglesa, la Doncella de Hierro empezó a las 21.00 con una puesta en escena increíble. Cual chamán maya, Bruce apareció al medio y arriba del escenario detrás de un caldero humeante que matizó toda la escenografía de las ruinas aztecas. Y sonó If Eternity Should Fail, del álbum The Book of Souls, su primer disco en cinco años, el decimosexto en su carrera y motivo de esta gira. Le siguieron Speed of Light, Children of the Damned y The Red and the Black, una oda al metal progresivo que puso en trance a todo el estadio durante 15 minutos.

Con 41 años de carrera, Iron Maiden está en su mejor forma y no se le puede exigir más: llamaradas en el escenario, unos seis telones de fondo, animaciones en 3D y el infaltable Eddie, la mascota de Iron Maiden que ahora luce como una momia maya. Llegó el turno de los clásicos y resonó The Trooper, con un Dickinson vestido de soldado británico ondeando su bandera, para luego enfundarse la máscara de Blue Demon en la cabeza y seguir con Powerslave, todo un homenaje a la lucha libre mexicana. Le siguieron Death or Glory, The Book of Souls y Halloweed be the Name. Y entre el público se podían ver desde sesentones hasta pibes de siete años.

PRESENTES. Los primeros arpegios de Fear of the Dark me trasladan al 93, cuando un compañero de curso llegó con la noticia de que su tío tenía el nuevo disco de Maiden. Nos fuimos ocho pelilargos a su casa a escuchar el vinilo. Sí, eran otras épocas, cuando nos comprábamos casetes cromados para copiar nuestras reliquias musicales y atesorarlas en las cajas de zapatos, traducíamos las letras de las canciones con la ayuda del diccionario o el profe de inglés y pintábamos el logo de Maiden en poleras negras y chamarras de jean con Acrilex.

Ahora los teníamos ahí, a pocos metros: Steve Harris, el fundador que logró ese sonido único en el bajo; Bruce Dickinson, el showmen que no ha perdido para nada su dominio teatral y gutural en el escenario; Adrian Smith, Dave Murray y Janick Gers en las violas, que juntos arrasan con todo y son capaces de transportarte a mundos oníricos, y Nico McBrain, el baterista que toca descalzo y hace retumbar el latido de tu corazón. Todos tienen más arrugas, pero ni una rajadura o fisura en su presentación tan perfecta como se ve en los DVD. La explicación es sencilla: tienen el espíritu de metal.

Y entonces suena Iron Maiden, el clímax de la noche. Retumban las primeras notas del himno metalero The Number of the Beast y aparece un gigantesco e imponente Satanás, todo un malvadín inflable. No es un concierto, es una fiesta a la vida, no por nada Bruce celebró el haber vencido al cáncer que le aquejaba en la garganta en 2015 y Steve acaba de cumplir 60 años. “Hay cosas en el mundo, como guerras civiles, peleas, racismo o discriminación, que son pura mierda. Esta noche, todos aquí somos parte de la familia Iron Maiden. No nos matamos, no nos maltratamos, nos tenemos el uno al otro, tenemos y amamos la música. ¡Todos somos amigos porque todos somos hermanos de sangre!”, rugió un emocionado Bruce. La despedida se dio con Blood Brothers y Waster Years. Lo bueno dura poco y las dos horas de concierto fueron como un parpadeo. ¿Valió la pena el transbordo en seis aviones, recorrer 5.000 kilómetros y gastar lo ahorrado para visitar el planeta Maiden? Sí, sin duda.