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Más humor sutil e inteligente

Qué se puede decir del célebre y famoso compositor Lajos Himrenhazy que no se haya dicho antes?.. ¿O qué, sí se haya dicho?”. Así comienza Marcos Mundstock, uno de los hilarantes gags de Les Luthiers, el ahora sexteto argentino del que también es difícil decir algo nuevo a pesar de que a ellos pertenece el monopolio de la novedad, la sorpresa rimada, el resorte del último hallazgo. Incluso cuando como en su actual espectáculo, Chist, que han presentado en Madrid durante el mes de marzo, el repertorio mira hacia atrás en forma de antología.

Cuando se reúnen varios fervientes —esta parroquia no admite tibios ni simpatizantes— de Les Luthiers, la risa se afila y la memoria se dilata. La conversación se inflama de retruécanos, de calambures, de estrofas maliciosas, de un acento impostado que espantaría al propio Martín Fierro. Cuántas veces hemos imitado la voz de trueno de Marcos Mundstock, invocando las tropelías musicales de Johan Sebastian Mastropiero. Cómo gozamos cuando nos llega la noticia de una próxima gira y sin dudarlo reservamos tiempo y dinero con meses de antelación. Con qué desahogo nos vengamos de quienes nos relatan los pormenores de su servicio militar (“y el sargento, cuando estaba de guardia…”) y les recordamos las menudencias del día feliz, remoto y casi histórico en que algún sabio nos llevó a conocer el sarcasmo musical o la música sarcástica o el humor elegante o la burla exquisita de Les Luthiers.

SOBRIEDAD. Al principio les conocimos a través de los LP, los surcos más trillados en Cartas de color (“Mi nombre es Oblongo, que en dialecto Swahili quiere decir más largo que ancho”) o en la Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras (“Mastropiero era un apasionado de la investigación histórica; se pasaba largas horas en la biblioteca de la opulenta marquesa de Quintanilla, cuyos volúmenes le apasionaban”).

Entonces nos los imaginábamos entre disfraces y decorados exóticos, pero la llegada del aparato de video nos lo mostró en su sobriedad blanquinegra: traje oscuro, pajarita, y un fondo teatral neutro iluminado por el envés y el revés de la palabra. Bueno, y por los instrumentos musicales —que ellos mismos diseñan, fabrican, tocan— como la mandocleta, la desafinaducha o el tamburete. Y comprendimos que la sobriedad escénica forma parte de su identidad artística, de su maestría para revolver sin desordenar. Nunca hieren, nunca ofenden, aun cuando caminan por los alambres espinados de la política, del sexo, de la religión. La elegancia es en ellos, más que un atributo estético, una declaración de intenciones inmaculada pese a 49 años, 34 espectáculos, 173 piezas, y unos 700 personajes.

Chist, siempre el sentido doble en las expresiones, es el título de la antología que hemos podido disfrutar en Madrid. Diez piezas más una adicional —ésta a los sones del bolarmonio, artefacto musical de viento construido con 18 balones de vóley— suponen un recorrido por las edades de Les Luthiers; pero no por sus estilos, múltiples y heterodoxos desde su fundación. Bromato de Armonio, Muchas gracias de nada, Viejésimo aniversario, Unen canto con humor, son algunos de los espectáculos de los que se extraen los sketch que componen el programa. Y qué delicia volver a escuchar Manuel Darío, Canciones descartables, La bella y graciosa mozamarchose a lavar la ropa, Educación sexual moderna. Un aluvión de ingenio con los soportes musicales más variados: desde el madrigal y el gregoriano hasta el bolero y el rap. Y como novedad, la voz de barítono de Martin O’Connor, cuyo registro operístico enriquece la aplaudida La hija de Escipión (“Juana, ya sé que es tarde…”).

PRESENCIA. En verdad, la incorporación de O’Connor y de Horacio Tato tiene el arduo propósito de sustituir a Daniel Rabinovich, fallecido meses atrás. Aunque pidió expresamente que no se le brindara homenaje alguno, el recuerdo de su fibra cómica y su presencia afable planea durante toda la velada. Se apagó Daniel —y antes Gerardo Massana— pero su humor se diluye y late en el humor inmaculado del grupo.

Como hilo de su antología Les Luthiers recurren, en La comisión, a la denuncia del totalitarismo a través de la arbitraria modificación del himno patrio de una república tropical. En la conducta de dos políticos deshonestos y un compositor sin musa se destripan las prácticas de tan grotescos regímenes: la manipulación de la historia, el enriquecimiento injusto, la perpetuación en el poder. “He aquí el futuro que negamos a nuestros hijos. Perdón, que legamos a nuestros hijos”. Así de sutil puede llegar a ser la inteligencia.