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El último tango del gato

El saxofonista argentino Gato Barbieri, que compuso un disco dedicado a Bolivia, tuvo el mundo del jazz a sus pies, pero murió recientemente en el anonimato

/ 11 de abril de 2016 / 04:00

Si hay un animal vinculado al jazz, éste es el gato. Porque es nocturno, por su caminar sincopado, por el misterio en su mirada y por la viveza con la que se agazapa para conseguir su objetivo. La gran mecenas del jazz, la baronesa Pannonica de Koenigswarter, compró una casa en Nueva Jersey, que fue bautizada por Thelonious Monk como Catsville por un doble juego de palabras: Cat por los 120 gatos que Pannonica cuidaba ahí y porque Cat, en el lunfardo de los músicos negros, quiere decir “tipo”, “músico”. Si hubo un gato en la historia del jazz fue Leandro Barbieri, que el sábado 2 de abril falleció en Nueva York por una neumonía.

Leandro Gato Barbieri nació en 1934 y se enamoró del saxo por un tío saxofonista, y del jazz por la radio de su Rosario natal. Comenzó jugando con un requinto, una especie de clarinete pequeño que dominó rápidamente, para luego tomar clases particulares de clarinete durante cinco años. Recién llegado a Buenos Aires y todavía adolescente, comenzó su carrera profesional tocando con la orquesta de Lalo Schifrin, quien después se iría con el grupo de Dizzy Gillespie y, más tarde aún, se haría millonario con su composición para la serie televisiva Misión imposible.

El Gato se aburrió del clarinete y se pasó al saxo alto cuando en 1946 escuchó tocar a Charlie Parker el tema Now’s The Time, una melodía fresca, nocturna y mágica, en la que Bird mostraba que en un simple blues podía construir más melodías que ningún otro músico. El oído agudo del Gato no podía quedar indiferente a esa pequeña joya, en la que tres minutos parecen durar mucho más, ya que está perfectamente equilibrada, es totalmente lógica y por eso se convirtió en el mayor éxito de los bopers hasta ese momento.

Unos años más tarde, el embrujo, la sensación de libertad y la concepción del sonido universal del saxo de John Coltrane impregnarían el alma del Gato, que finalmente encontró su asidero en el saxo tenor, instrumento que colgaba de su hombro y con el que se movía sigilosamente acechando las oscuras calles porteñas de finales de los años cincuenta. Caminaba de noche deambulando y construyendo el sonido de una ciudad cosmopolita y moderna, en la que el asfalto se mezclaba con el humo y en la que los aromas tangueros que desprendían los locales poco a poco se iban tiñendo del octeto que Astor Piazzolla había formado en 1955 y que 10 años después se convertiría en un quinteto que despertaría el interés de los músicos de jazz. En ese ambiente, el sonido aún no rasgado del saxo del Gato sería parte de la banda sonora de la película que Osías Wilenski dedicó al Perseguidor de Julio Cortázar.

El Gato estaba a punto de iniciar una extensa e imprevisible carrera que lo llevaría a los parajes menos esperados. Ningún gato tendría, como él, tantas vidas y tan distintas. En 1962 se fue a Europa junto a su esposa italiana Michelle para establecerse por un tiempo en Roma, donde comenzaría otra vida. Siempre al acecho, conoció en París al trompetista Don Cherry, con quien grabó dos discos alineados a la vanguardia del freejazz de esos años, en los que también formó parte de la Liberation Music Orchestra del contrabajista Charlie Haden, de la Jazz Composer Orchestra de Michael Mantler y de duetos con el pianista sudafricano Dollar Brand. No satisfecho del todo con el Avant-Garde del jazz, emprendería un giro para iniciar otra de sus vidas, que tendría las raíces latinoamericanas de un tercer mundo tan rico e imaginario que se plasmaría en un disco bautizado como The Third World, decantador de una serie de álbumes impregnados de la música popular y el folklore de sus pagos, entre los que están célebres obras como Pampero, Fénix, Under Fire y la serie de capítulos de sus vivencias como Chapter One: Latin America, Chapter Two: Hasta Siempre, Chapter Three: Viva Emiliano Zapata, Chapter Four: Alive in New York y Bolivia.

Sí. El Gato le dedicó un tema y un disco íntegro a nuestro país. Una composición del año 1973 en la que el gatuno saxofonista se inspiró en la travesía del Che Guevara por estos lados. Este tema contiene aires y sonido de los Andes, y se presta para que Barbieri nos empuje a paisajes imaginarios de ríos y montañas y a la espesura de la selva boliviana, adornada con sonidos que imitan a los animales de la región. La melodía principal es presentada por la flauta traversa que busca acercarse al sonido de la quena. En una parte del tema, el saxo del Gato es desgarrado y dramático, y expresa el momento en que capturan al Che. Entonces, en el momento del ocaso, entona un canto luctuoso.

El Gato siguió viviendo otras vidas, muchas de ellas simultáneas. Una de éstas, por la que muchos lo recuerdan, es la composición e interpretación de la banda sonora de la famosa película El último tango en París, de Bernardo Bertolucci, protagonizado por Maria Schneider y Marlon Brando. Y luego, una vida más, la que comenzó en 1976 con Caliente, disco producido por Herb Albert donde su sonido tomaba un enfoque que más tarde se conocería como smooth jazz. “Creo que Caliente es mi disco preferido, es un disco muy bello, también Tercer Mundo y Fénix. Pero mi memoria ya no es buena, tuve problemas con la droga y el alcohol, estuve mucho tiempo sin tocar. Después Michelle estuvo muy enferma”.

En 1994, a Michelle, de 35 años, le fue diagnosticada una enfermedad degenerativa. Por primera vez el Gato dejó su saxo y se alejó del mundo. “No quería saber nada de la música”, decía con profunda tristeza. Trasladó a su casa todo el fuego y la ternura de su música para convertirse en el enfermero de su esposa. Y así sus últimas vidas pasaron desapercibidas. Alguien que tuvo el mundo a sus pies terminó sumido en el más impenetrable de los olvidos: “Será porque he hecho todo lo posible por complicarme la vida y lo he conseguido”, decía el Gato.

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El gran improvisador consolidó con el ‘Bebop’ las bases del jazz actual

/ 23 de agosto de 2015 / 04:00

El jazz es la música que logró que Europa y África se diesen la mano en América. Su personalidad nace de la perfecta mezcla de ritmos africanos y armonías europeas. Pero su sello de identidad es la improvisación. La creación espontánea en tiempo real estuvo presente desde los inicios del jazz, pero se consolidó como su esencia y su base en el periodo del Bebop.

El jazz experimentó en la segunda mitad de los 40 su revolución más importante. Los músicos ya no aspiraban a dirigir orquestas, sino a formar reducidos grupos que tocaban en clubs tan pequeños que era imposible bailar.  El swing había muerto. El interés por una música solo para bailar decayó, y la libertad reinó en el jazz. En los clubs se reunían músicos muy distintos a los de las grandes orquestas: no eran estrictamente profesionales y habían perdido el miedo a equivocarse, corrían cualquier riesgo y rompían las reglas. Ahí nacieron los conciertos improvisados, las jam sessions.

Asumir riesgos era algo nuevo y fue posible gracias a una competitividad en la que los intérpretes se sentían protagonistas: eran all stars, todos estrellas. Alteraban melodías con notas disonantes y acordes inesperados en medio de alguna frase, tocando a velocidades de vértigo y, sobre todo, creando melodías nunca antes escuchadas. Y todo ello, en tiempo real.

El músico se puso por encima del compositor. Las secciones de ritmo fueron las responsables de esta revolución, con bateristas frenéticos (Kenny Clarke), contrabajistas deseosos de liberarse de los esquemas armónicos tradicionales (Charles Mingus), guitarristas capaces de establecer conexiones inesperadas con la melodía y la armonía (Charlie Christian), pianistas dispuestos a romper con todo (Thelonious Monk) y, sobre todo, saxofonistas y trompetistas con la libertad absoluta de dejar volar su imaginación (Charlie Parker y Dizzy Gillespie).

Esa libertad llevó la improvisación a niveles aún hoy difíciles de alcanzar. El Bebop se llena de frases frenéticas y nerviosas y elimina toda nota innecesaria. Las improvisaciones se enmarcan en el tema presentado al unísono al comienzo y al final de cada pieza. La técnica para tocar Bebop requiere años de práctica y una profunda sensibilidad musical. El auténtico improvisador es un compositor que construye su arquitectura musical espontáneamente, sobre la marcha, sin detenerse a pensar en cada nota que ejecuta: su virtud es la velocidad creativa.

Bebop es la onomatopeya que describe el intervalo o distancia entre dos notas —conocido en teoría musical como una quinta disminuida— que estos músicos utilizaron como arma contundente. Cuando se le preguntó a Charlie Parker por el significado de la palabra Bebop, con el humor y la irreverencia que lo caracterizaban contestó que sonaba igual que el golpe del bastón de un policía en el cráneo de un negro. El Bebop es un grito de hartazgo existencial en lo musical, y un grito en medio de un racionalismo occidental que se desangraba.

El jazz evolucionó en décadas lo que le llevó siglos a la música “clásica” europea, en un proceso que se aceleró con el Bebop, que empezó a exigir talento al oyente, pues dejaba de ser una música concebida solo para la diversión. Ésta es la característica distintiva de un arte que ya no es popular.

En la historia del jazz existen y existieron excelentes improvisadores, pero el más grande fue Charlie Parker, alias Bird. Dicen los libros de historia que murió el 12 de marzo de 1955 a causa de un colapso producido por un ataque de risa frente al televisor. Félix Amador-Gálvez, un excelente pintor, narrador y apasionado por el jazz, está convencido de que ese sería el del carnet de identidad —Charles Christopher Parker Jr, nacido en Kansas City un 29 de agosto de 1920— porque el Bird que nosotros conocemos murió de exceso de ansia creativa. Con 34 años lo había hecho todo. Había aprendido de la nada y había revolucionado la música con el Bebop. Había tocado con los mejores y se había relacionado con lo peor. Se había elevado a lo más alto y descendido a las profundidades más de una vez. Dormía en apartamentos de amigos, viajaba en metro sin destino fijo, se había drogado, había mendigado y había visto morir a su hija por no tener dinero para que los médicos curasen su neumonía.

Intentó suicidarse en dos ocasiones porque sabía que con él moría una época. Buscó nuevas metas que se le hicieron pequeñas, rondó los estilos “populares” en el final de su carrera y ahondó en su propia música hasta encontrarse, por fin, a sí mismo. La causa real de su muerte no pudo ser otra: exceso de ansia creativa. Este año se cumplen 60 años de la muerte de Bird y 95 del nacimiento del mejor improvisador de la historia del jazz.

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