El tránsito de un coloso
El recientemente fallecido Enrique Arnal fue un buscador constante, un artista fresco, versátil, fuerte y concreto
Enrique Arnal Velasco falleció hace una semana, en Washington. Cuando sucede un hecho como éste uno quisiera que los grandes artistas permanecieran siempre con nosotros. Se hacen comentarios y valoramos la figura del desaparecido, aunque es difícil y también inadecuado definir cuán importante fue un artista, porque cada uno vale por sí mismo y es irreemplazable, y entre todos forman una constelación que ilumina los imaginarios sociales del país. Pero de Arnal se puede decir que ha sido uno de los más grandes e importantes artistas contemporáneos del país.
Nació en Catavi, Potosí, en 1932, a causa del trabajo de su padre, relacionado con la actividad minera. Tras finalizar su educación secundaria decidió ser artista plástico y escogió la pintura como medio de expresión. Fue autodidacta como muchos de los notables artistas de este país. Lo hizo tan bien que pese a su juventud, y dada la calidad de sus propuestas tanto plásticas como temáticas, fue el tercer artista en ser galardonado con el Gran Premio Pedro Domingo Murillo en 1955. María Luisa Pacheco había ganado la primera versión en 1953, y Marina Núñez del Prado la segunda en 1954.
Le fue otorgada la beca de la Fundación Simón I. Patiño para realizar estudios en la Ciudad Internacional de las Artes de París en 1966 y 1967. Tiempo después ganó otra, de la Fundación Fulbright en Virginia, Estados Unidos.
Arnal inició su actividad artística profesional con una exposición individual en Cusco en 1954. Para 1980 había realizado ya 17 exposiciones individuales y la secuencia continuó hasta hace pocos meses, presentando su obra en las capitales sudamericanas, México, Nueva York, París, y otros lugares. Participó también en numerosas exposiciones colectivas y concursos y eventos nacionales e internacionales.
El arte de Arnal evolucionó dentro de un lenguaje figurativo muy claro y definido, un “estilo” propio, siempre austero, incluyendo las síntesis y estilizaciones formales de los temas, con gran fuerza dramática. Fue un buscador constante, lo que se hace evidente a lo largo de los años en sus propuestas temáticas. Su arte es fresco y versátil tanto como fuerte y concreto. Sensible al medio, recibió y siguió diferentes influencias estéticas que asimiló de manera muy personal y tradujo en obras bien elaboradas y de gran calidad. Desarrolló sus pinturas en series temáticas, investigando, explotando y redondeando el asunto hasta que a su juicio había quedado agotado; entonces evolucionaba a diversas variantes o cambia bruscamente a otro tema en una aparente ruptura, aunque en general de una serie surgía la nueva.
La producción más temprana, de la década de 1950, oscila entre la abstracción con base onírica y una figuración concreta de corte cubista. Son en general seres humanos gruesos, toscos, duros, en ambientes austeros; un ejemplo es Zampoñas y charangos, de 1955. Al finalizar esa década abrió la serie temática de los paisajes sintéticos y los pueblos pétreos, como Paisaje con luna, de 1957. Tiempo después inició la serie de naturalezas muertas con elementos aislados, como zapallos, o conjuntos como Tambo, 1960, del Museo Nacional de Arte (MNA). Paralelamente desarrolló las series menores de los gallos de pelea y los toros.
En la segunda mitad de los 60 retomó el tema de la figura humana, aislada y solitaria, conocida como “la de los aparapitas”, que prologó hasta la mitad de la década siguiente, dentro de la cual desarrolló una muy breve serie testimonial del momento en que en 1970 fue preso político, que refiere los infinitos interrogatorios, el aislamiento, la soledad, el temor, la rabia por la injusticia y las subsecuentes interrogantes interiores. A mediados de los 70 abrió la serie de los Cóndores, mostrados en reposo majestuoso, nunca en vuelo.
Alrededor de 1981 realizó tanto dibujos como pinturas de mujeres desnudas, reclinadas entre paños blancos y ante un espejo, variaciones temáticas de la Venus del espejo de Diego Velázquez, obras que no se expusieron en Bolivia. Esas mujeres fueron adquiriendo la apariencia de montañas, en una ambivalencia de mujer-montaña, de mujer y Pachamama. Montañas colosales, poderosa y concretas, sin ser retratos o paisajes de ningún lugar, más bien simbólicos y conceptuales: la Montaña universal. Parecía que Arnal hubiera sido embrujado por la montaña, igual que en su momento lo fueron Núñez del Prado o Pacheco, quien pintaba la luz hecha montaña, la luz petrificada. Arnal mostraba la montaña sintética, congelada y solitaria, con esa soledad inquietante que está siempre presente en su obra. Los colores en esa serie son reducidos: blanco, azul, negro, algo de ocres y pardos y algún rojo, con lo que logró en estupendas combinaciones.
Tras una larga ausencia del país, a finales de los 80 produjo una serie de obras casi totalmente abstractas agrupadas con el nombre de Mitología Minera, pues cada obra llevaba el nombre de una de las muchas minas que han sido parte de la historia en nuestro país. Fueron obras alusivas a los socavones y a los interiores de la tierra, que de por sí constituyen universos distintos a los visibles, como metáfora de las introspecciones profundas dentro del alma humana.
En 1988 y 1989 Arnal trabajó, además de la serie de la mitología minera, en el gran lienzo-mural en conmemoración del centenario del Banco Hipotecario Nacional, titulado El mundo de mi memoria, que está en el MNA. Esta obra fue cabeza de dos series de pinturas: Naturalezas muertas y Mundo de la memoria, manifestaciones del mundo de los recuerdos y vivencias humanas y plásticas. En los últimos años trabajó de manera constante e indistinta prolongaciones de las series de la mitología minera, los bodegones, los toros, algunas totalmente abstractas.
Dada la calidad de su arte, Arnal fue galardonado con numerosos premios a lo largo de su trayectoria: el Salón Municipal de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo de dio el gran premio en pintura en 1955 con la obra Zampoñas y charangos, y en 1958 con la obra Mujer; el segundo en pintura en 1957 con Paisaje con luna; el primero en dibujo en 1961 con Gallo, y el Premio a la obra de vida en 2007. También levantó el primer premio de la UTO (Oruro, 1965) y el de la I Bienal INBO, en 1975.
Su obra ha sido recogida y se exhibe en importantes repositorios artísticos como el MNA y el Museo Tambo Quirquincho de La Paz, la Casa de la Cultura de la UTO en Oruro, el Museo de Arte Contemporáneo de la OEA y la Phillips Collection en Washington, y el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber en Caracas, entre otros, además de en numerosas colecciones privadas en Bolivia, el resto de América y Europa.
Arnal tuvo la virtud de encontrar temas para su arte en la cotidianidad popular tanto rural como urbana. Supo reelaborar los temas constantes y siempre tratados por los pintores bolivianos y presentarlos de manera original, sintetizada, con fuerte contenido expresivo y simbólico, dejando de lado lo accesorio y anecdótico. Trabajó constantemente sobre el hombre andino, el paisaje de montaña o de los poblados rurales, los “bodegones” naturales que encontraba en su constante trajinar por los mercados de abasto. Fue un artista solitario que no quiso vincularse con ninguna corriente política o ideológica y creyó firmemente en la necesaria independencia y libertad del creador, lo que resulta evidente en toda su obra.