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La jugada maestra

Una película tambaleante, a ratos caricaturesca por su falta de creatividad y que no naufraga por completo gracias a sus protagonistas

/ 2 de mayo de 2016 / 04:00

Por los mismos motivos por los cuales resulta materialmente imposible fotografiar cualquier idea, puestos a buscar un juego “infilmable” difícilmente podría encontrarse mejor ejemplo que el del ajedrez, un ejercicio cerebral en exclusiva, desprovisto de cualquier acción externalizada en condiciones de suministrar esa materia básica de la cual se nutre un medio de expresión como el cine, sobre todo el de factura usual en el grueso de la producción actual, abandonado al facilismo de la sobreabundancia de movimiento para encubrir la insuficiencia de casi todo lo demás.

Adicionalmente hay cuestiones que se prestan mucho mejor para el abordaje documental que para los ensayos de ficción. En el caso específico, cinco años atrás Liz Garbus encaró este mismo drama, en definitiva lo fue, con Bobby Fischer contra el mundo, concitando unánimes encomios por el rigor del tratamiento dispensado a aquel episodio indescifrable, a la distancia temporal anotada, sin un preciso filigranado contextual.

En tal sentido podría uno sentirse tentado a elogiar per se el atrevimiento del director Edward Zwick por aventurarse en un asunto de entrada aparentemente del todo a contraflecha de las fórmulas al uso, máxime si el episodio real en el cual se inspira acaeció 40 años atrás, y sin bien concitó en su momento cierta atención de la prensa, en el fondo para el grueso de la gente, con la excepción de los adeptos al “deporte ciencia”, no dejó de ser una noticia entre otras, olvidada a estas alturas.

No lo era. La serie de partidas celebradas bajo el pomposo marbete de Campeonato Mundial de Ajedrez —entre el 11 de julio y el 31 de agosto en Reikiavik, la capital islandesa, con Bobby Fischer contra Boris Spassky, en el momento más caliente de la Guerra Fría— antes que un duelo entre los considerados mayores grandes maestros de la historia del juego se puso en escena como una simbólica colisión, embebida de connotaciones y sugerencias, entre los polos antagónicos del conflicto planetario y de los dos sistemas de pensamiento en ellos encarnados.

Al final, es sabido, Fischer venció y se consagró como el undécimo campeón mundial de la especialidad, bajando así el telón sobre 24 años ininterrumpidos de hegemonía soviética, triunfo que en consonancia con el manejo propagandístico del evento tal desenlace fue ampulosamente blandido como la señal inequívoca y definitiva de la superioridad global norteamericana sobre la URSS.

Encarados ya a los engorros prácticos del emprendimiento, el director Zwick y el guionista Steven Knight vacilan entre al menos tres líneas dramáticas sin terminar de centrar el desarrollo narrativo en una sola. La hora inicial del relato abre un extenso flashback sobre los antecedentes del héroe de turno, obertura que a su vez fluctúa entre los primeros signos de los trastornos mentales de Fischer y una acumulación de clichés para recrear los años 60, en particular el trillado recurso a los más conocidos hits del rock de la época o —en el colmo de la ausencia de creatividad— a California compendiada en pueriles imágenes de surfistas y chicas en bikini.

La idea era, al parecer, sembrar las pistas del porqué Bobby acabó en candidato de manual para el diván del sicoanalista: madre judía filocomunista algo chiflada, padre desconocido, infancia tortuosa que encontró en el ajedrez una solitaria válvula de escape —fue a los 12 años el campeón más joven de Estados Unidos—, mutada por último en rencorosa ofuscación para atemperar la histeria anticomunista, antisemita, anti todo, de un genio irascible desacomodado en la vida. Pero el modo de traducir en cine tal idea termina siendo una caricaturesca demostración de torpeza.

Después de su errática primera mitad, en gran medida despilfarrada, La jugada maestra levanta en parte la puntería focalizando el relato sobre la partida disputada en Islandia y sus entretelones. Cual si fuese otra película, la segunda hora deja de lado los devaneos biográficos y se concentra en la construcción de la tensa atmósfera de un juego convertido en el escaparate donde dos peones escenifican la pulseta geopolítica y propagandística de las potencias en pelea por la hegemonía mundial.

Los ademanes irritados de los contendientes —sea por un tenue ruidito que altera a Bobby, o por el zumbido casi imperceptible de una cámara que provoca la desconcentración de su antagonista— alternan, sin subrayados prescindibles, con los afanes entre bambalinas de los asesores —en el caso de Fischer puestos por el FBI— que venía siguiendo sus pasos desde años antes, sospechando inclinaciones marxistas.

Si la película en definitiva no naufraga por entero es mérito esencialmente de los protagonistas, sobre todo Maguire, en el papel de Fischer, que se las arregla —no obstante el nulo parecido físico con el original— para lidiar con su complejo personaje evitando las demasías histriónicas a las cuales se prestaban los exabruptos sicóticos de aquél. El contrapunto de Liev Schreiber (Spassky) y la igualmente sólida presencia de Peter Sarsgaard en la piel del Padre Bill Lombardy, uno de los mentores del futuro campeón en sus años de aprendizaje del ajedrez, contribuyen notoriamente a sostener el tambaleante emprendimiento de Zwick.

Ficha técnica

Título original: Pawn Sacrifice.
Dirección: Edward Zwick. Guion: Steven Knight. Historia: Stephen J. Rivele, Christopher Wilkinson. Fotografía: Bradford Young. Montaje: Steven Rosenblum. Diseño: Isabelle Guay. Arte: Jean-Pierre Paquet, Robert Parle. Efectos: Louis Craig, Bernard Guay. Música: James Newton Howard. Producción: Kevin Scott Frakes, Árni Björn Helgason. Intérpretes: Tobey Maguire, Liev Schreiber, Michael Stuhlbarg, Peter Sarsgaard, Edward Zinoviev, Alexandre Gorchkov, Lily Rabe. – USA/2014.

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Dumbo

El director Tim Burton llevó la cinta de Disney al ‘live action’

/ 10 de abril de 2019 / 04:00

Que la reincidencia en algún título otrora rendidor en taquilla, amén de bien aposentado en la nostalgia de generaciones pasadas, no semeje un chato remake promovido por la gerencia de marketing de cualquiera de las grandes productoras, resulta ser en definitiva el desafío al cual pone cara Tim Burton en la ocasión. Justo cuando su filmografía daría la impresión de haber extraviado en gran medida la brújula que le permitió, ya buen tiempo atrás, inscribir por mérito propio su nombre en la nómina de realizadores con crédito siempre abierto.

El parecer generalizado coincide en identificar El gran pez (2003) como el título a partir del cual la curva descendente de esa obra agarró impulso. No ha sido una caída libre por cierto, y hasta hay momentos en los cuales asoma una tibia señal de reencauce, Dumbo levanta algo la puntería en comparación con Alicia en el país de las maravillas (2016), pero aun así el potente y revoltoso explorador de miedos, pesadillas, oscuridades que agitó las aguas del fantástico con Beetlejuice (1988); Batman (1989); El joven manos de tijera (1990); Batman regresa (1992); Ed Wood (1994), mencionando algunos de los picos de su etapa más inspirada, daría la impresión de haber quedado definitivamente para el recuerdo.

Sin duda alguna el universo Burton es tributario de la veta abierta por Freaks (1932) de Tod Browning, una película si se quiere marginal a las pautas usuales de la producción cinematográfica respecto a los cánones de “belleza” y “normalidad” a los cuales adhirió, y lo sigue haciendo en la abrumadora mayoría de los títulos puestos en pantalla. Baste recordar la estúpida polémica última a propósito de Yalitza Aparicio, la protagonista de Roma de Alfonso Cuarón.

No deja de ser lógico, en ese orden de cosas, que Burton se sintiera atraído por la fábula de Dumbo, el orejudo elefante despreciado de inicio por su apariencia, que acaba empero volando por encima de los ejemplares estándar de su especie para contento de niños y adultos. Sin dejar de lado tampoco el dato del inminente estreno anunciado por Disney (mega) Corporation de los remakes, con personajes de carne y hueso (live action), más el aporte de la animación digital hiperrealista, de Aladino y El Rey León anteriormente abordados por la animación clásica, género anteriormente distintivo de la productora que acaba de comprar 20th Century Fox por la friolera de 71.300 millones de dólares.

Lo que intento apuntar es que si bien la atracción del realizador por la novela de Helen Aberson y Harold Pearl llevada por primera vez a la pantalla, por Disney justamente, en 1941, encaja a cabalidad en su nutrida galería gótica de seres anómalos, tampoco ésta rehechura se encuentra al margen de la estrategia de mercadeo de la productora en su pulseta por los mercados. Y la tensión entre ambas motivaciones resulta inocultable a lo largo de toda la puesta en imagen del guion de Ehren Kruger, responsable de los opinables libretos de tres de los episodios de Transformers, así como de los de Scream 3 y Doble traición.

Jumbo Jr., rebautizado Dumbo por error de uno de los carteles del circo itinerante que lo cobijará, venía al mundo traído por las cigüeñas en la versión Disney, sintonizando con la siempre asexuada fauna del papá de Donald. En cambio aquí es parido, fuera de cuadro, por su madre, de la cual será pronto apartado. La separación, el sentimiento de orfandad y marginación, consustancial al universo Burton, es uno de los filones emotivos que atraviesa, desdibujado empero, el relato.

Del mismo dolor del abandono son víctimas Joe y Milly. Holt, su padre, marchó al frente de batalla de donde regresa en 1919 con un brazo menos, lo cual le impedirá retomar su trabajo de estrella circense especializado en malabarismos sobre los caballos. Entretanto la madre murió a causa de una epidemia de influenza propia de esos tiempos de ajetreos bélicos. Han quedado pues a cargo del circo regentado por Max Medici (Danny De Vito) y serán de inmediato los amigos íntimos del elefantito marginado y maltratado con especial fruición por un villano pronto sacado de escena para ser reemplazado por V.A. Vandevere (Michael Keaton) el bellaco mayor. Este último ha sido visto como una caricatura maligna de Disney mismo en su obsesión por llevarse a Dumbo, con propósitos estrictamente de explotación comercial como atracción mayor de Dreamland —¿sardónica alusión a Disneyworld?—, el parque de entretenimientos que maneja con insaciable ambición lucrativa, lo cual a su vez se entiende como una alegoría despectiva del capitalismo actual.

En la versión 1941 el compinche de Dumbo era un ratoncito, que en la versión 2019 figura pero sin mayor relevancia puesto que el giro impreso por Burton a la historia se traduce en el desplazamiento del protagonismo desde las criaturas animales hacia los personajes humanos, claramente evidenciable en el tiempo narrativo dedicado a describir los esfuerzos de Holt para restablecer los lazos afectivos con sus hijos, al igual que el metraje insumido en describir las maniobras de Vandervere en su intento de persuadir, por las buenas o las malas, a Max de transferirle el paquidermo volador y otras varias ramificaciones, algunas de ellas inobjetablemente prescindibles, del relato en torno a varios personajes a medio acabar.

Para llevar a término este emprendimiento Burton se rodeó de varios de sus colaboradores usuales, el dúo Keaton/ DeVito que asomó a menudo en su filmografía y aquí vuelve a exhibir su versatilidad interpretativa. Danny Elfman aportó la música a 17 de los largometrajes de la filmografía del director. En la oportunidad el esfuerzo rinde a medias y por momentos no se trata sino de variaciones sobre composiciones ya oídas antes. El siempre acartonado Colin Farrell se mantiene fiel a su estilo excedido de almidón. El resto del elenco hace correctamente lo suyo. El gran aporte, en términos visuales, y si se quiere asimismo en el plano emotivo, es el diseño en CGI, con un realismo sorprendente, de la figura de Dumbo, buscando sacar el mayor partido de sus ojos celestes y tristones, apuntando así a tensar las cuerdas sensibles de la platea.

Esto último no alcanza empero a disimular la frialdad, el distanciamiento, del relato. Ocurre que técnicamente el asunto es una suerte de híbrido, en el modo ciborg digamos, y dicha hibridez, eventualmente admisible en materia del cómo, acaba por contaminar la robustez del qué. Tal suerte de anemia dramática deviene entonces de la indecisión de partida, no resuelta hasta la llegada, entre hacer una parodia transgresora e irreverente —como podía haberse esperado en el mejor momento del realizador—, del mundo Disney y la imposibilidad de hacerla con los dólares Disney. Por eso, al atenerse a la corrección instituida Burton se resigna a una plana labor artesanal, ayuna sin embargo de impronta personal, salvo uno que otro chisporroteo pronto sofocado por la adscripción al recetario vigente.

Así, todo lo que se presume irá a ocurrir más adelante en el discurrir de la historia, ocurre enseguida, extremando la previsibilidad del tramado dramático y desvistiéndolo de cualquier enriquecedora salida por la tangente. Por lo demás Dumbo tampoco consigue sustraerse a la fijación actual con las escenas de acción, manía aparejada al apogeo de los asuntos de superhéroes y otros filones temáticos igualmente exprimidos, sea del cómic o de viejos sucesos de la animación, metiendo por igual donde cabe y donde sobra alguna de tales escenas, a menudo en desmedro del volumen de los personajes y de posibilidades dramáticas más jugosas.

De cuan Disney y cuan poco Burton es en buenas cuentas esta titubeante reivindicación de la diferencia queda evidenciado por la estridente ramplonería de muchos diálogos, otro déficit de una hechura que no aburre ni encanta, es a lo sumo un modesto —en su resultado no en la paquidérmica afectación de su empaque tecno/icónico—, producto de encargo.

Ficha técnica

– Título original: Dumbo

– Dirección: Tim Burton

– Guion: Ehren Kruger

– Novela: Helen Aberson, Harold Pearl

– Fotografía: Ben Davis

– Montaje: Chris Lebenzon

– Diseño: Rick Heinrichs

– Arte: Andrew Bennett,  Gregory Fangeaux, Dean Clegg

– Maquillaje: Kat Ali

– Música: Danny Elfman

– Efectos: James Munro Boles, Mark Bullimore, Loren ClarkHao Truong, Erin Anderson

– Producción: Tim Burton, Katterli Frauenfelder, Derek Frey,

Nigel Gostelow, Ehren Kruger, Justin Springer

– Intérpretes: Colin Farrell, Michael Keaton, Danny DeVito,

Eva Green, Alan Arkin, Nico Parker, Finley Hobbins, Roshan Seth, Lars Eidinger – EEUU/2019

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Capitana Marvel

La nueva entrega de Marvel tiene a Brie Larson de protagonista

/ 20 de marzo de 2019 / 04:00

No sé si entre los incontables premios que se entregan anualmente a las producciones cinematográficas de toda índole y adscripción genérica existe alguno destinado a reconocer el oportunismo. Si así fuera, en todo caso, Capitana Marvel sería una candidata cantada a llevarse el galardón.

Con el movimiento feminista en auge en todos los puntos del planeta, la última producción de Marvel finge ponerse al día engrosando su nutrida nómina de superhéroes con la primera superheroína encargada de salvar al universo del asedio de los villanos de turno y sus tretas para hacerse del control absoluto de las cosas. Que su ladero en la ocasión sea Nick Fury (Samuel L. Jackson), un negro, reciclado de la lista de personajes frecuentados en las casi dos decenas de largos cometidos en la última década por la empresa en su batalla particular por las taquillas contra DC Comics, la otra fábrica de nulidades cinematográficas corresponsables de la pandemia que asola las pantallas en esta sucesión sin fin de crowd pleasers, es un dato confirmatorio de la motivación que subyace al lanzamiento al ruedo de la competidora de la Mujer Maravilla, parida por DC dos años atrás.

Sería por cierto un tanto simplista deducir que la masiva acogida de estas hechuras se debe pura y llanamente a la eficacia de las abrumadoras campañas publicitarias desplegadas con tal propósito. Hay sin duda algo más, y ello tiene que ver con la emergencia de un espíritu distópico, sustituyendo a las hoy perimidas utopías que vaticinaban un mundo mejor, más equilibrado y justo. Y no deja tampoco de ser curioso que ese ánimo receptivo a visiones por cierto escalofriantes acerca del porvenir coincida con el auge del fanatismo tecnocientífico y de la extendida adicción a los adminículos digitales, con acentos ya patológicos, en el modo de la profecía autocumplida.

Es como si, de manera paralela a la multitudinaria adhesión al consumismo incentivado por el deslumbramiento con las “novedades” puestas incesantemente en el mercado, prevaleciera en el sentimiento generalizado una agobiante desorientación acerca del mañana, necesitada de una cura que ya que el desmoronamiento axiológico presente no se halla en condiciones de suministrar, cuando menos reciba una suerte de placebo que aligere tal perplejidad frente al mundo circundante.

Adicionalmente las susceptibles presunciones acerca del curso futuro de los acontecimientos, que estos engorros interestelares ilustran con detallada profusión de horrores por venir, a tiempo de saltarse las anomalías sociales evidenciables en la realidad inmediata, dispensan ellos mismos su válvula de escape en la recurrencia a los —ahora también las— titanes dotados(as) de los poderes requeridos para reconducir el curso de los acontecimientos.

Vale decir, la magnética atracción del cómic tradicional trasmutado en espectáculo fílmico, tampoco se cifra tan solo en el perfeccionamiento de los efectos visuales, capaces de transportarnos en el tiempo y el espacio con una eficacia alienante impar, tiene en definitiva estrecha relación con el generalizado desasosiego psicológico, constatado por lo demás en el aumento de enfermedades mentales registradas por los organismos especializados, especialmente en el caso de niños y adolescentes, mas no solo en esos segmentos poblacionales.

El matrimonio Boden-Fleck reclutado para guionizar y dirigir Capitana Marvel  venía haciendo una carrera digna en el cine independiente, del cual brincó —posiblemente sin retorno— a la industria más marketinera, pirueta muy similar a un salto al vacío, puesto que su inexperiencia en el género de acción salta a la vista ya que al parecer, según ocurre a menudo con los debutantes, supusieron que el mejor expediente para demostrar que le podían meter nomás consistía en atiborrar el relato de escenas de acción, contribuyeran o no a la contextura narrativa del asunto.

Este último es otro recocido con todos los ingredientes del magro recetario para conseguir el estandarizado sabor de siempre. De un lado está la Fuerza Estelar, un cuerpo de paramilitares de los Kree —los buenos—, a la que se ha incorporado Carol Denvers, bajo el seudónimo de Vers, aquejada de una profunda amnesia luego de sobrevivir a un accidente de aviación. Enfrente los Skrulls, raza de metamorfos de impresentable apariencia. Ambos bandos se disputan un motor superpoderoso con el cual se puede dominar la galaxia. Y no se requiere estar dotado de ningún poder especial de adivinación para intuir que en algún momento la futura Capitana Marvel caerá en cuenta de que se halla en el bando equivocado, aterrizaje paralelo al del propio reencuentro con su verdadera identidad.
Pero el entramado dramático de marras muestra su punto más flaco en el guion: personajes a medio hornear, sobredosis, se dijo ya, de acción de relleno, humor a perdigonadas a ver si alguna da en el blanco —seamos justos, alguna da—. La fragilidad se advierte sin disimulo en la malversación del filón más prometedor del asunto, la crisis de identidad de la protagonista y los recurrentes asaltos a su memoria por el recuerdo de la Dra. Wendy Lawson que acaba contagiando la confusión de Carol/Vers —y de los guionistas— al espectador.

Apenas resultan salvables de este enésimo fallido blockbuster dedicado a los paladines inoxidables de historieta la impecable faena de Brie Larson, perfectamente contrapunteada por Samuel Jackson, luego de haber sido sometido a un tratamiento digital de rejuvenecimiento para que su imagen no desentone mucho con esta inubicable precuela ambientada en los años 90 del siglo periclitado, lo cual abre la compuerta para que en la banda sonora proliferen fragmentos de la música entonces en onda y referencias a la prehistoria de los aparejos digitales.     

El progresismo de pacotilla que subyace a la apariencia no solo queda puesto en ridículo por la falsedad de la supuesta reivindicación femenina que acaba cuajando en un personaje-objeto propio de las más rancias ideas patriarcalistas, también en la final glorificación de las virtudes del estado policiaco made in USA, exaltado con escasa sutileza en las imágenes de la bandera de las barras y las estrellas como fondo decorativo de los momentos narrativos en los cuales la capitana vuelve en sí y resuelve ponerse al frente de las futuras contiendas que, no podía ser de otra manera, una doble secuencia post-créditos incluye anunciando los dos episodios ya en proceso de horneado de Endgame, título-cebo para dejar abierto el apetito de los fans a propósito de los inminentes regresos de los Avengers al mercado.

La dudosa convicción con la cual el asunto simula adherir a las reivindicaciones del #MeToo puede advertirse sin ir más lejos en las escenas iniciales que muestran a la protagonista durante su entrenamiento como guerrera en Hala, el planeta de los Kree. Allí su mentor Yon-Rogg no deja de recomendarle una y otra vez que evite dejarse llevar por sus emociones, adscribiéndose al estereotipo sexista de que las mujeres son en exceso emotivas —o sea insuficientemente racionales— como para hacerse cargo de tareas demasiado delicadas.

Ficha técnica

– Título original: Captain Marvel

– Dirección: Anna Boden, Ryan Fleck

– Guion: Anna Boden, Ryan Fleck,

Geneva Robertson-Dworet

– Fotografía:  Ben Davis

– Montaje: Debbie Berman, Elliot Graham

–  Diseño: Andy Nicholson

– Arte: Elena Albanese, Andrew Max Cahn,

Jason T. Clark, Kasra Farahani, Lauren E. Polizzi

– Música: Pinar Toprak

– Producción:  Victoria Alonso, Louis D’Esposito,

Kevin Feige, Stan Lee, Mary Livanos

– Intérpretes:  Brie Larson, Samuel L. Jackson,

Ben Mendelsohn, Jude Law, Annette Bening,

Lashana Lynch

– EEUU/2019

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La Esposa

El sueco Björn Runge dirigió para la pantalla grande la novela de Meg Wolitzer. La brillante actuación de Glen Close destaca en el filme.

/ 12 de septiembre de 2018 / 04:00

No deja de ser grata noticia el arribo, cada vez menos frecuente, de una película europea a la cartelera local. Máxime si se trata de una producción sueca dado que el cine nórdico, al igual que muchos otros, desapareció hace buen rato del circuito merced a la casi extinción de las distribuidoras independientes, responsables en su tiempo de mantener abiertos algunos resquicios en una programación entregada de lleno a la oferta comercial de las filiales de las distribuidoras norteamericanas. Claro está, la buena nueva se explica por la participación de algunos capitales de dicho origen en el financiamiento del vigésimo primer largo de Björn Runge (Lysekil/ 1961).

Sin embargo, la alegría de poder apreciar algo distinto a las reiterativas versiones de las andanzas de los superhéroes y otras no menos machaconas variantes de géneros que nutren el grueso de la exhibición puesta aquí en pantalla se va disipando muy pronto en La esposa, un emprendimiento plagado de buenas ideas trituradas por el modo elegido para abordarlas en el relato construido sobre libreto de Jane Anderson, adaptando la novela del mismo título de Meg Wolitzer.  

El sesgo crítico feminista de la narración, las alusiones al sexismo como obstáculo casi infranqueable para las mujeres en el ámbito de la industria literaria, la, en apariencia, inexplicable sumisión consentida de la protagonista a los devaneos de celebridad y narcisismo desbocado de su esposo probablemente se deban en buena medida al hecho de esa doble intervención femenina en la factura de la materia prima del asunto. Aun cuando este no deje de exhalar un cierto tufillo oportunista en la manera, poco incisiva, de acomodarse a la corrección política acorde a la consigna en boga del “#MeToo”.    

1992, Connecticut, Joe Castleman el escritor estadounidense de mayor suceso de su generación acaba de recibir por teléfono la novedad que anhela desde siempre: ha sido distinguido por la Real Academia Sueca para recibir el Premio Nobel de Literatura. Durante la fiesta organizada en celebración de la noticia comienzan a aflorar algunos entretelones propios de la intimidad de la familia Castleman. La trabada relación con David, el hijo afanado en convencer a papá de echarle una mirada a su último escrito, con el cual espera equiparar pronto la celebridad de aquel, pretensión que no cuenta por cierto con el agrado del flamante galardonado. Pero se insinúan sobre todo las entreveradas circunstancias de un vínculo conyugal detrás de cuya fachada macera un estallido en germen.

Durante el ágape, y después, Joan, la devota esposa cuida todos los detalles ¿dónde se encuentran los anteojos de Joe?, que este cumpla con el horario establecido para tomar las pastillas recetadas, cuál es el alimento adecuado para su merienda. Todo normal.

La situación comienza a enrarecerse no obstante apenas la pareja aterriza en Estocolmo con el propósito de acudir al acto de entrega del premio. “No me interesa ser mencionada, ni reconocida, como la sacrificada compañera de siempre”, le advierte Joan al marido mientras éste bosqueja su discurso de agradecimiento. Poco antes rechazó acompañar a las esposas de los otros galardonados a una excursión por las tiendas de moda y salones de belleza que los organizadores del evento financian, cuidando la debida sofisticación que, entienden, debe rodear su puesta en escena. Es un malestar latente que comienza a salir a la superficie trizando poco a poco las apariencias de esa relación atenida en principio a los modos socialmente reglados.

De las causas de aquella soterrada indisposición van dando cuenta los flashbacks que alternan con los preparativos para la ceremonia. Así nos enteramos que treinta y pico años atrás Joan, entonces estudiante de literatura en el Smith College, conoció a Joe, carismático preceptor casado y con una hija en camino. Poco demora la alumna en caer rendida a los encantos, y a los indisimulados avances, del maestro. Sin más, éste resuelve dejar a su mujer y embarcarse en un segundo matrimonio. Mujeriego irrefrenable, no pararán empero allí sus galanteos con admiradoras y discípulas.

Pero el fondo último de la cortocircuitada armonía conyugal despunta, como al pasar, durante una secuencia en la habitación del hotel cuando Joe demuestra serias dificultades para recordar el nombre del protagonista de una de sus más aclamadas novelas. ¿Es el síntoma de un principio de demencia senil? Otro flashback desmentirá enseguida tal presunción: al parecer ninguna de las obras del inminente galardonado fue de su autoría, las escribió en realidad ella en el contexto del bizarro contrato de convivencia fácticamente consentido por la pareja.  

Lo dicho, la narración bascula entre los prolegómenos del acto protocolar y las pistas acerca del pasado. Pero es un ida y vuelta rutinario, desnatado, como si el director confundiera la moderación emocional, tan nórdica, con el vacío de todo rastro de vida en la manera de acercarse a un drama, el de la sublevación de Joan contra sus propias vacilaciones y, al mismo tiempo, contra las afrentas de una misoginia convenientemente maquillada más no por ello menos despreciable. Tal debilidad malogra varias vetas que daban para una mayor enjundia narrativa. Entre otras, la mirada detrás de bambalinas sobre las manías e imposturas corporativas en la ya dudosamente prestigiosa Real Academia; o a propósito de la obsesiva búsqueda por muchos intelectuales de fama, éxito y halagos, en reemplazo de la genuina pasión creadora por expresarse e interpelar de alguna manera a su entorno.

Coqueteando a momentos con las claves del género de la comedia negra, sobre todo en las escenas en las cuales Joan confronta a las esposas de las otras celebridades a punto de recibir sus propias distinciones, La esposa no alcanza a levantar vuelo por la ya señalada adhesión de Runge a las formas discursivas más ramplonas y desprovistas de cualquier toque personal.

Esto último lo lleva a malversar incluso las factibilidades implícitas en la inclusión del personaje de Nathaniel Bone, un aparente vivillo ávido de beneficiarse escribiendo la biografía de Castleman, para en realidad sacarle el jugo a las aristas más sensacionalistas de la, sospecha él, tormentosa relación marital. Dramáticamente su presencia podía haber servido para entrarle a la médula del conflicto íntimo de Joan encarada a sus vacilaciones respecto a los motivos por los cuales se resignó a vivir a la sombra de su veleidoso marido, y porque aun en el instante crucial en el cual se halla a punto de salirse del molde finalmente decide dejar las cosas como están. Sin embargo, el director incurre en la misma indefinición, negándose él también a ir un paso más allá de la insinuación de las causas que pesan sobre la subordinación condescendiente de la protagonista a las reglas del juego socialmente estatuidas.          

Si la película no sucumbe en la nada absoluta se debe sobre todo a la poderosa interpretación, llena de matices, de Glenn Close entregando una de las mejores composiciones de su sólida carrera, en la oportunidad afirmada en un solvente contrapunto con el galés Jonathan Pryce. Es, de hecho, al profesionalismo del dúo protagónico al que apostó Runge casi todas las fichas de su chata puesta en imagen. A Close no le hacen falta grandes momentos dramáticos ni explosiones descontroladas de ira. Le alcanza con un contenido registro gestual concentrado sobre su mirada, suficiente para exteriorizar la angustia del tiempo desperdiciado y las dudas que afloran a propósito de ese largo y pasivo acomodo en la inercia de un pasar sin sobresaltos, pero asimismo desvestido de cualquier gratificación existencial.

Pérfil:

– Título original: The Wife

Dirección: Björn Runge

– Guion: Jane Anderson

– Novela: Meg Wolitzer

– Fotografía: Ulf Brantås

– Montaje: Lena Runge

– Diseño: Mark Leese

Arte: Caroline Grebbell, Paul Gustavsson, Martin McNee –  Maquillaje: Sophia Criscuolo

– Música: Jocelyn Pook

– Producción: Christine Linnea Andersen, Gero Bauknecht, Georgia Bayliff, Nina Bisgaard, Claudia Bluemhuber, Mark Cooper

– Intérpretes: Christian Slater, Max Irons, Glenn Close, Elizabeth McGovern, Jonathan Pryce, Harry Lloyd, Annie Starke, Alix Wilton Regan, 

– INGLATERRA, SUECIA, DINAMARCA, SUIZA, EEUU/2017

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Ready Player One

La más reciente película de  Steven Spielberg rinde homenaje a la cultura pop de los 80 y 90.

/ 18 de abril de 2018 / 04:06

Es probable que la coincidencia entre el estreno del último emprendimiento de Spielberg y el zafarrancho desencadenado por la revelación de los millones de datos de otros tantos usuarios traficados, sin consentimiento de estos últimos, desde Facebook, vía Cambridge Analytica, hacia empresas y centrales de inteligencia, escándalo cuyas dimensiones los vaporosos balbuceos de Zuckerberg en vena de explicación/excusa, no consiguieron morigerar un ápice, recomiende ensayar una lectura bastante menos ingenua, desde luego distanciada del acento apoteósico impreso al espectáculo en gran medida auto-laudatorio dedicado por el director a la cultura pop de los años 80 y 90 del siglo pasado, muchos de cuyos acentos Spielberg justamente contribuyó a perfilar con varios de los títulos iniciales de su filmografía en tiempos cuando la existencia apenas comenzaba a semejar un gran videojuego.

El objetivo al cual apunta previsiblemente esta, a primera vista, profecía distópica pero…, a tiempo de enfrascarse en la recuperación aluvional de las figuras icónicas, así como de las fantasías colectivas cebadas por el entonces aún incipiente universo virtual instalado en el imaginario masivo por los dispositivos digitales a modo de realidad paralela, o directamente sustituta de la facticidad cotidiana era el de la nostalgia galopante. De hecho serán quienes experimentaron en directo aquel momento fundacional del giro copernicano experimentado en el rol de los medios quienes resultarán interpelados o fascinados por este revival, que en cambio podrá antojárseles menos apetitoso a aquellos que abordaron el tren de la duplicación de lo real algunas estaciones más adelante.

Basada en la novela homónima de Ernest Cline —asimismo coguionista de la adaptación—, la trama de Ready Player One ambientada en el 2045, cuando la tierra ha sido devastada por una hecatombe ecológica, reina la miseria generalizada, la sociedad se halla al borde del colapso y el poder es detentado en exclusiva por unas pocas megacorporaciones cuya influencia se funda en el suministro alucinógeno de múltiples ofertas de escape hacia la “otra” realidad donde es dable ilusionarse con el acceso a prodigios inalcanzables en el cotidiano. No era empero necesario remontarse al futuro, —así éste sea más o menos próximo considerando la vertiginosa velocidad con la cual nos precipitamos ofuscados hacia la catástrofe—, para imaginar semejante estado de cosas. Alcanzaba con describir las circunstancias presentes, que albergan, con matices es cierto, tal distopía, alimentando fundados temores de que dentro de 27 años las cosas sean aún más lóbregas, si bien previsiblemente todos habitaremos embelesados en los panópticos consentidos que seguirán abasteciendo el pan y circo digital.

En fin. 2045 entonces. Wade Owen Watts es un joven, huérfano al parecer, quien mora junto a una tía en alguna especie de miserable favela construida apilando contenedores desechados, neumáticos fuera de uso, pedazos de automóviles y otras chatarras tecnológicas, un mundo invivible en suma. No obstante ciertos lentes especiales le facultan a trasladarse a Oasis, la realidad paralela donde cualquier feliz poseedor de alguno de tales adminículos, una vez investido de su avatar, puede mutar en superhéroe, zafando de los sinsabores de la realidad-real. No voy a cometer la ligereza de atribuirle al director un consentimiento acrítico a la deificación tecnológica en boga, cual si se tratase de la flamante profecía autocumplida, sustituta a su vez de otras ahora en desuso, pero tampoco dejo de reconocer que su posicionamiento es a momentos lo suficientemente ambiguo como para dar pábulo a semejante inferencia.

Trama. El hecho es que James Halliday, el creador de Oasis, recreación de Adventure, el juego de Atari más popular en su tiempo, pasa a mejor vida a los 67 años, sin dejar herederos de su imperio tecnológico. Se marcha por el contrario legando a los seguidores un desafío: quien encuentre el secreto oculto en un huevo de pascua en algún sitio de Oasis se quedará con el negocio entero. De tal suerte Wade alias —o avatar para hacer uso de un lenguaje más “cool”—  Parzival, emprende la búsqueda, pronto transformada en guerra virtual, paralela a la conflagración real que, en ambos universos, desata Nolan Sorrento, un CEO a la cabeza de la megaempresa que ansía apropiarse de todo valiéndose del trabajo esclavo de sus dependientes. Es otra guerra corporativa similar a la encarnizada, si bien incruenta aún, pelea entre Marvel y DC Comics que hoy alinea sus respectivas hinchadas en una absurda contienda que al final de cuentas solo engorda el haber en los balances de ambas, sin mayor enriquecimiento de la expresión cinematográfica en sí.

En Oasis Wade, y el espectador, reencuentran una galería inacabable de viejos conocidos: Batman, Goro, el Gigante de Hierro, King Kong, Freddy Kruger, varios personajes de la saga de Star Wars, de Los cazafantasmas etc. Y el catálogo incluso propicia el regreso por un momento al hotel donde Kubrick ambientó el miedo de El resplandor. ¿Tributo?, ¿apropiación indebida?, en este terreno de la referencialidad nunca puede uno estar del todo seguro.

La narración arranca con brío y no resigna en ningún momento el ritmo gracias al oficio del director, que le permite ir y venir sin tropiezos entre ambos universos paralelos, si bien los personajes, salvo en parte Wade, resultan ayunos de espesor propio y no pasan de ser bocetos inacabados, lo cual afecta asimismo la consistencia de las relaciones entre ellos y deja como a medio hacer algunas subtramas. Tal el caso del inevitable romance entre los personajes de carne y hueso —Wade (a) Parzival y Samantha (a) Art3mis—, despachado a la rápida, lo mismo que los acicates de los otros compañeros del protagonista, saldados de modo bidimensional. Incluso el villano de turno termina preso del tópico y, se sabe, en asuntos de esta índole del tamaño de aquel depende en gran medida la envergadura dramática. La propia aparente dificultad del director para encontrar el desenlace, postergado por varios falsos finales, pudiera deberse al inacabamiento de personajes y sus conflictos.

Visualmente Spielberg prodiga su exuberancia habitual, pericia de larga data que le franqueó justamente un lugar privilegiado entre los progenitores de la aquí homenajeada cultura pop. No obstante, así parezca paradójico, tal prodigalidad icónica acaba transparentando las limitaciones de su mirada, que no reniega de un sistema, aun cuando dispare contra sus desvíos extremos, sin renunciar empero a mantener enhiesta su confianza en la posibilidad de enderezarlos echando mano de las reservas éticas e institucionales, que aun en medio de los estragos en apariencia irreparables del entorno prosaico de Wade, dejan abierta la factibilidad de la reconducción de las cosas mediante el reemplazo de los líderes torvos como Sorrento por ejecutivos racionales al modo de Halliday.

Relato. Eventualidad, esta última, puesta fácticamente en entredicho por las filtraciones tocantes a los “errores” o “excesos” de Facebook y Cambridge Analytica, demasías respecto a las cuales cabe preguntarse si no se trata del develamiento de algo que ya se sospechaba hace buen rato y que constituye la razón de ser del modelo que encarna.

Es cierto, cabe reconocerle a Spielberg la renuencia a incurrir en esa suerte de cinismo que impregna otras aparentes impugnaciones a la invasión por la realidad “aumentada”, recortada en verdad, a todos los resquicios del relacionamiento social, al igual que su habilidad casi impar para construir relatos atrapantes, sin que tales valoraciones supongan la extensión a priori de una carta de crédito incondicional a todos sus trabajos, algunos de ellos desbalanceados entre la opulencia formal y la exigüidad conceptual y/o dramática, como ocurre con Ready Player One cuyo subtítulo: “el juego comienza” denuncia, involuntariamente, el sesgo autoapologético de una realización falta del siempre recomendable distanciamiento autocrítico.

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Lady Bird

El crítico desmenuza la ópera prima escrita y dirigida por Greta Gerwig, producción que considera sobrevalorada.

/ 26 de marzo de 2018 / 17:15

Tan solo, o sobre todo, el hastío generalizado de cara a una producción cada vez en mayor medida apoltronada en estereotipos y fórmulas huecas de cualquier atisbo de osadía para aventurarse por caminos no trillados hasta la extenuación permite explicar, se me antoja, los ditirambos que saludaron a Lady Bird, esta correcta, pero poco más que eso, ópera prima en solitario escrita y dirigida por Greta Gerwig, joven (tiene 34 años) y prestigiosa figura del movimiento del cine independiente de su país, al cual aportó en consuno con otros colegas de tendencia, varias piezas en las cuales le cupo asumir sobre todo faenas delante de la cámara.

Dentro del cine independiente —o indie— Gerwig ha jugado, junto a Joe Swanberg y otros, un rol preponderante en la subtendencia denominada “mumblecore”. Tal apelativo fue  acuñado por un técnico de sonido al evidenciar como los personajes de la misma, antes que decir sus diálogos suelen murmurarlos, al parecer en un esfuerzo por desenfatizar todos los ingredientes narrativos de un modo de hacer igualmente denominado “neorrealismo digital” en alusión al extremado naturalismo de sus argumentos y de las formas socorridas para ponerlos en imagen mediante producciones de modesto presupuesto, sin figuras reclutadas del sistema de las estrellas y valiéndose de la tecnología digital de registro a fin de abaratar aún más los costos.

Christine, la protagonista, cursa el último año del secundario. Insatisfecha con cuanto la rodea, incluyendo su propio nombre, al cual prefiere reemplazar por el seudónimo de Lady Bird, se encuentra en ese punto crucial de la adolescencia cuando las tensiones de cara a un futuro incierto, que obliga a tomar decisiones por lo general determinantes para el futuro, implican la necesidad de comenzar a madurar lo antes posible. Nada nuevo en semejante punto de partida: son incontables las películas ocupadas con un trance parecido.

Tampoco es novedosa la descripción del entorno, impregnada de múltiples referencias autobiográficas de la directora. Como Christine, Gerwig nació y discurrió su infancia y buena parte de la juventud en Sacramento, ciudad geográficamente próxima a San Francisco pero distante de las características de gran ciudad de esta última, para no mencionar los casos de Nueva York y las otras urbes de la costa este, a la que la inminente bachiller ansía mudarse.

Actrices. Adicionalmente, la madre de la directora trabajaba como enfermera y el padre aportaba a las finanzas familiares como consultor financiero y programador de computación, oficios similares a los de los progenitores de Christine. No se sabe en cambio si el tipo de relación que ambos mantenían con Greta era de igual manera tan disímil como el que la protagonista vive con los suyos: tormentosa al borde de la ebullición siempre inminente con una madre por demás belicosa, de complicidad con un padre comprensivo e invariablemente presto a implicarse en los planes, a menudo descabellados, de la muchacha.

De lo primero se ocupa el relato ya en los minutos iniciales cuando luego de sentirse por igual conmovidas escuchando un audiolibro de Las Viñas de la Ira, de John Steinbeck, la conversación materno filial a bordo del automóvil conducido por Marion, la mamá que las lleva de regreso a casa, escora pronto hacia un rotundo choque de pareceres, el cual concluye con el brinco de Christine desde el vehículo en movimiento. Queda así marcada la permanente oscilación de ese vínculo entre el afecto y el desencuentro, tal cual retomarán múltiples secuencias a lo largo de la trama.

El hilo argumental anudado en torno a la crisis característica del tránsito a ser adultos y los desequilibrios igualmente usuales en quienes ansían independizarse zafando de los protocolos del entorno, sin tener empero certeza de cómo y hacia dónde agarrar vuelo, no ofrece mayores aristas de interés, ni se diferencia gran cosa de otras tantas aproximaciones a parecido registro dramático. Sí resulta inobjetable el carisma impreso a su personaje por Saoirse Ronan, la ductilidad para trasladarse súbitamente, sin exabruptos gestuales, de un estado de ánimo al opuesto. Es igual de convincente la faena de Laurie Metcalf en la piel de Marion (con una madre semejante está planteada la invitación a concluir “menos mal que hay una sola”). No obstante, el esfuerzo de ambas acaba siendo por demás exiguo para compensar el tratamiento excesivamente plano, y las varias lagunas, del conflictivo trato mutuo, en todo momento al borde de la evaporación en lo ya demasiado visto.

Directora. Es en la contextualización de esa antesala al adiós de los tiempos en definitiva livianos del high school cuando la película levanta su nivel. Está ambientada entre el otoño 2002 y la primavera 2003, cuando Gerwig —otra pincelada autobiográfica— cursaba, como Christine, su último año escolar, momento por lo demás conflictivo en una Norteamérica sumida en otra de las crisis económicas cíclicas del capitalismo, con graves consecuencias para la clase media, que el gobierno de Bush intentaba distraer montando una contienda bélica, mientras se desencadenaban en varios puntos de ese país las protestas de los “indignados”.

Todo ello se refleja de manera sutil en la tirantez in crescendo dentro de la familia de la protagonista; en sus apreturas financieras; en la irritación desbordada de Marion sintiendo agraviadas sus ínfulas de gran señora; en las propias viñetas que dan cuenta del fin de la inocencia y el trabajoso descubrimiento del sexo. El mayor acierto de la directora es impregnar de humor negro tal descripción de las tensiones de un entorno sobre el cual se dispensa con buen criterio de emitir discursos aleccionadores, dejando respirar a sus criaturas con aliento propio.

La inclusión de secundarios que no restringen su función a solo acompañar al dúo central, enriqueciendo por el contrario los apuntes acerca de la cotidianidad de aquel entorno entre pueblerino y metropolitano, es otro acierto. Ocurre con el personaje de Julie, la amiga, quien acepta su obesidad con genuino espíritu deportivo; con el del bonachón padre dispuesto a la travesura cómplice; con la monja a cargo del colegio que maneja haciendo gala de generosa comprensión y llano sentido común. Son aquellos agregados los que permiten mantener a flote la narración, bajo asedio de una patente previsibilidad lanzada de lleno en los tramos finales a los convencionalismos emocionales para zanjar un drama plagado de arquetipos, algunos de ellos directamente sobrantes o desperdiciados —las figuras del hermano adoptivo y su novia no alcanzan a cobrar ningún relieve, quedando en condición de relleno—. En buenas cuentas solo la levedad del tratamiento, el minimalismo elegido a manera de modulación prevaleciente, y la ya mentada robustez del trabajo interpretativo de las figuras protagónicas, impiden que los clichés acaben fondeando el debut de la directora en la insignificancia absoluta.

No parece impertinente recordar que tan solo cuatro realizadoras, antes de Gerwig, fueron nominadas en los 90 años del tío Oscar: Lina Wertmuller (Siete Bellezas/1976); Jane Campion (El piano/1993); Sofía Coppola (Lost in Translation/2004), Kathryn Bigelow (En tierra hostil/2009), y solo la última de las nombradas accedió al podio. Tampoco cabe olvidar el jaleo montado en oportunidad de la ceremonia de los Globos de Oro 2018, desviada en parte —denuncias sobre acoso de por medio— del soporífero menú al cual suelen atenerse sus eventos, muy similar al de la propia aparatosa inercia de la ceremonia anual montada por la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood. Esto, puesto que se me antoja bien pueden haber sido ingredientes que aparejados al fastidio mentado al comenzar habrán sumado lo suyo a la, a mi parecer, sobrevalorada ponderación de Lady Bird.

Ficha técnica

– Titulo Original: Lady Bird

– Dirección: Greta Gerwig

– Guion: Greta Gerwig

– Fotografía: Sam Levy

– Montaje:  Nick Houy

– Diseño: Chris Jones

– Arte: Traci Spadorcia

– Música: Jon Brion

– Efectos: Andrew Lim

–  Producción: Eli Bush, Evelyn O’Neill, Scott Rudin,

Jason Sack, Alex G. Scott, Lila Yacoub

– Intérpretes: Saoirse Ronan,  Laurie Metcalf,

Tracy Letts, Lucas Hedges, Timothée Chalamet,

Beanie Feldstein, Lois Smith, Stephen Henderson, 

Odeya Rush,  Jordan Rodrigues  – EEUU/2017

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