La jugada maestra
Una película tambaleante, a ratos caricaturesca por su falta de creatividad y que no naufraga por completo gracias a sus protagonistas
Por los mismos motivos por los cuales resulta materialmente imposible fotografiar cualquier idea, puestos a buscar un juego “infilmable” difícilmente podría encontrarse mejor ejemplo que el del ajedrez, un ejercicio cerebral en exclusiva, desprovisto de cualquier acción externalizada en condiciones de suministrar esa materia básica de la cual se nutre un medio de expresión como el cine, sobre todo el de factura usual en el grueso de la producción actual, abandonado al facilismo de la sobreabundancia de movimiento para encubrir la insuficiencia de casi todo lo demás.
Adicionalmente hay cuestiones que se prestan mucho mejor para el abordaje documental que para los ensayos de ficción. En el caso específico, cinco años atrás Liz Garbus encaró este mismo drama, en definitiva lo fue, con Bobby Fischer contra el mundo, concitando unánimes encomios por el rigor del tratamiento dispensado a aquel episodio indescifrable, a la distancia temporal anotada, sin un preciso filigranado contextual.
En tal sentido podría uno sentirse tentado a elogiar per se el atrevimiento del director Edward Zwick por aventurarse en un asunto de entrada aparentemente del todo a contraflecha de las fórmulas al uso, máxime si el episodio real en el cual se inspira acaeció 40 años atrás, y sin bien concitó en su momento cierta atención de la prensa, en el fondo para el grueso de la gente, con la excepción de los adeptos al “deporte ciencia”, no dejó de ser una noticia entre otras, olvidada a estas alturas.
No lo era. La serie de partidas celebradas bajo el pomposo marbete de Campeonato Mundial de Ajedrez —entre el 11 de julio y el 31 de agosto en Reikiavik, la capital islandesa, con Bobby Fischer contra Boris Spassky, en el momento más caliente de la Guerra Fría— antes que un duelo entre los considerados mayores grandes maestros de la historia del juego se puso en escena como una simbólica colisión, embebida de connotaciones y sugerencias, entre los polos antagónicos del conflicto planetario y de los dos sistemas de pensamiento en ellos encarnados.
Al final, es sabido, Fischer venció y se consagró como el undécimo campeón mundial de la especialidad, bajando así el telón sobre 24 años ininterrumpidos de hegemonía soviética, triunfo que en consonancia con el manejo propagandístico del evento tal desenlace fue ampulosamente blandido como la señal inequívoca y definitiva de la superioridad global norteamericana sobre la URSS.
Encarados ya a los engorros prácticos del emprendimiento, el director Zwick y el guionista Steven Knight vacilan entre al menos tres líneas dramáticas sin terminar de centrar el desarrollo narrativo en una sola. La hora inicial del relato abre un extenso flashback sobre los antecedentes del héroe de turno, obertura que a su vez fluctúa entre los primeros signos de los trastornos mentales de Fischer y una acumulación de clichés para recrear los años 60, en particular el trillado recurso a los más conocidos hits del rock de la época o —en el colmo de la ausencia de creatividad— a California compendiada en pueriles imágenes de surfistas y chicas en bikini.
La idea era, al parecer, sembrar las pistas del porqué Bobby acabó en candidato de manual para el diván del sicoanalista: madre judía filocomunista algo chiflada, padre desconocido, infancia tortuosa que encontró en el ajedrez una solitaria válvula de escape —fue a los 12 años el campeón más joven de Estados Unidos—, mutada por último en rencorosa ofuscación para atemperar la histeria anticomunista, antisemita, anti todo, de un genio irascible desacomodado en la vida. Pero el modo de traducir en cine tal idea termina siendo una caricaturesca demostración de torpeza.
Después de su errática primera mitad, en gran medida despilfarrada, La jugada maestra levanta en parte la puntería focalizando el relato sobre la partida disputada en Islandia y sus entretelones. Cual si fuese otra película, la segunda hora deja de lado los devaneos biográficos y se concentra en la construcción de la tensa atmósfera de un juego convertido en el escaparate donde dos peones escenifican la pulseta geopolítica y propagandística de las potencias en pelea por la hegemonía mundial.
Los ademanes irritados de los contendientes —sea por un tenue ruidito que altera a Bobby, o por el zumbido casi imperceptible de una cámara que provoca la desconcentración de su antagonista— alternan, sin subrayados prescindibles, con los afanes entre bambalinas de los asesores —en el caso de Fischer puestos por el FBI— que venía siguiendo sus pasos desde años antes, sospechando inclinaciones marxistas.
Si la película en definitiva no naufraga por entero es mérito esencialmente de los protagonistas, sobre todo Maguire, en el papel de Fischer, que se las arregla —no obstante el nulo parecido físico con el original— para lidiar con su complejo personaje evitando las demasías histriónicas a las cuales se prestaban los exabruptos sicóticos de aquél. El contrapunto de Liev Schreiber (Spassky) y la igualmente sólida presencia de Peter Sarsgaard en la piel del Padre Bill Lombardy, uno de los mentores del futuro campeón en sus años de aprendizaje del ajedrez, contribuyen notoriamente a sostener el tambaleante emprendimiento de Zwick.
Ficha técnica
Título original: Pawn Sacrifice.
Dirección: Edward Zwick. Guion: Steven Knight. Historia: Stephen J. Rivele, Christopher Wilkinson. Fotografía: Bradford Young. Montaje: Steven Rosenblum. Diseño: Isabelle Guay. Arte: Jean-Pierre Paquet, Robert Parle. Efectos: Louis Craig, Bernard Guay. Música: James Newton Howard. Producción: Kevin Scott Frakes, Árni Björn Helgason. Intérpretes: Tobey Maguire, Liev Schreiber, Michael Stuhlbarg, Peter Sarsgaard, Edward Zinoviev, Alexandre Gorchkov, Lily Rabe. – USA/2014.