El producto de su imaginación
Bob Dylan se ha reinventado constantemente con atormentados y contundentes versos que le han valido el Nobel de Literatura.
Dylan se imaginó a sí mismo como Woody Guthrie recorriendo los polvorientos caminos de Norteamérica. Luego supo ser un cantautor andrógino y flacucho que se conectaba con el mundo únicamente a través de un pucho eternamente encendido. Después, Dylan imaginó que era un obrero asalariado, un negro en el apartheid, un luchador social armado con una máquina de escribir, un pianista con seis dedos, un boxeador furioso. Más tarde fue un temerario motoquero, se mató en un accidente y volvió a nacer, esta vez en la forma de un poeta eléctrico, quizás llamado Judas. Luego fue predicador, rockstar platudo y excéntrico, y también fue un poco Rimbaud, un cínico, un singer-songwriter mordaz con los nuevos tiempos (que cada vez le gustaban menos), un profeta del apocalipsis y, últimamente, un abuelo parco de bigote fino. Es posible que el propio Bob Dylan sea un producto de la imaginación de Bob Dylan.
Palabras e imaginación. Una bomba en las manos de este hombre que le cambió la cara a la música popular a partir de su unidad básica: la canción. Desde entonces no hay que avergonzarse por encastar léxico culto con frases de la actualidad política, ni el empleo de metáforas bíblicas es ya de atribución exclusiva de los psicóticos. Todo ese imaginario contradictorio, perverso y disparatado que atraviesa la historia del siglo XX, de los Estados Unidos, de un mundo en violenta transformación se condensa en piezas musicales a veces mínimas y sentidas, a veces en atormentadas y atronadoras plegarias de siete minutos de versos desbocados y contundentes.
Dylan, siguiendo la tradición trovadoresca, desarrolla en sus canciones la narrativa en tercera persona, pero también ejerce la contemplación poética, o simplemente te dice “I Want you”. Dylan es también un poeta de grandes y profundos tópicos: la injusticia social, la marginación, los héroes anónimos, la relación conflictiva con la divinidad, el apocalipsis y la capacidad destructiva del hombre, las derrotas, los perdedores, el amor como redentor y como motor de la melancolía, el amor como un frágil paraíso perdido y como arma de guerra.
El poeta Julio Barriga acierta cuando acusa —siempre en tono de mofa— a Dylan de no saber cuándo acabar una canción. Pero al mismo tiempo ese “defecto” lo redime para siempre, lo desmarca de la premeditación mainstream del hit, de la fórmula manipuladora del arte, de la reducción del continuum música-letra a las recetas de marketing, haciendo de sus canciones obras de arte y no meros productos industriales. Si alguien no descansa en sus laureles es Dylan, que sigue dando conciertos de pie por más de dos horas, con un sonido impecable a sus setenta y tantos, en vez de dormir la siesta de la fama y fortuna como muchos de sus colegas entrados en años.
Sigo disfrutando más el sonido e intensidad de los años sesenta, aunque el hombre no paró de lanzar discos con memorables canciones: A Hard Rain is Gonna Fall es una profecía líquida con background político; Lady lay lay es romántica y triste, una postal de la ternura en intimidad; la perenne metáfora de la carretera como el escenario de la vida está en Like a Rolling Stone; All Along the Watchtower es una estampida de broncos apocalípticos pasándote por encima, (ni qué decir que en las manos de Hendrix aquello fue flama incendiaria); Subterranean Homesick Blues podría fácilmente pasar a la historia como un rap primitivo. Dylan ha bebido de todas las músicas y poesías, tiene la calidad intacta, no necesita probarle nada a nadie, construyó una obra que se defiende por sí sola y sobre todo contribuyó grandemente a que la canción sea considerada como un género literario, un territorio desde donde construir estética y discurso: un arte, con letras grandes y, en su caso, letras irredentas, pensantes, humanas, eternas.
Por cierto, me tiene sin cuidado la polémica artificial desatada por la concesión del Nobel de Literatura a Dylan. Después de todo, estamos hablando de una institución de juicio tan arbitrario que le negó el mismo premio a Jorge Luis Borges y le otorgó el Nobel de La Paz a Barack Obama, para que siga bombardeando el mundo a su antojo.