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La luz al otro lado del espejo

Luis Zilveti ofrece en su muestra ‘En el territorio de las sombras’, en el Círculo de la Unión, una pintura que va a la esencia y de lo figurativo a lo abstracto.

/ 17 de octubre de 2016 / 22:35

He dudado al escoger el título. Iba a escribir Los demonios de Zilveti pero algo me decía en el fondo de la memoria que ya había escrito alguna vez sobre su pintura y sus demonios. Y efectivamente, revisando recortes amarillentos encontré el comentario Zilveti bebiendo con demonios publicado en dos páginas con seis fotos en el suplemento Semana de Última Hora el 17 de julio de 1977. Han pasado 40 años desde entonces. Lo menos que se puede decir es que ambos éramos jóvenes y lo más que se puede decir es que mantenemos la misma línea de pensamiento en relación con el arte.

Para entonces Zilveti ya era un pintor conocido y premiado. Había realizado exposiciones individuales desde 1960 en Chile, Bolivia, Argentina y Francia, donde fijó su residencia luego de un periodo en Ecuador. Se fue de Bolivia con el Gran Premio Nacional Pedro Domingo Murillo bajo el brazo, que obtuvo en 1969. Y cuando lo volví a ver en París en 1977 acababa de recibir el Premio de Afiche de la Unesco. La crítica francesa ya se interesaba en él, quizás más que la crítica de arte en Bolivia. Pierre Soehlke se refirió en estos términos a su exposición en la Galería Poisson d’Or: “Idénticos, esos colores terrosos, esos marrones, esos ocres, nos devuelven siempre al altiplano con, tal vez, una tendencia muy marcada a la monocromía”. La monocromía dominaba por ejemplo su hermosa serie de los “Siete pecados capitales”. Yo tuve en casa La lujuria, pero se me escapó de las manos en el traslado de un matrimonio a otro. Tuvo tanto éxito esa serie que Lucho hizo dos versiones consecutivas.

En todo ese periodo Bolivia era una referencia recurrente en la pintura de Zilveti, por eso sus “demonios” relacionados con los golpes militares aparecían en sus cuadros y también en el afiche que diseñó para mi largometraje documental Señores Generales, Señores Coroneles (1976). Su obra estaba poblada de gatos, palomas, perros, ranas, monos y hombres pequeños de cuclillas, como resaltó Catherine Humblot en un comentario en Le Monde. Era también una época de muchos autorretratos, como si el artista se mirara en un espejo tratando de descubrirse. Incluso se daba maneras para retratarse cuando pintaba a Velásquez o a Picasso. La boca de su Velásquez era la suya haciendo puchero. Un guiño de humor pero también una manera de transparentar sus afectos.

En 1977 Zilveti me decía lo mucho que le había costado establecerse en Francia luego de su salida de Bolivia en momentos en que la situación política no le dejaba otra opción. Luego de su estadía en Ecuador atravesó el océano y atracó en Anvers, Bélgica, donde sufrió los rigores de los sin papeles: “y antes de que hubiera reaccionado de la sensación que produce el lento descenso del cubo de hielo por la espalda, ya estaba en París invernal…”.

Hoy, cuatro décadas después, hay nuevos demonios. Le pregunto a Zilveti si siente que hay cambios en su pintura, porque noto pinceladas de colores muy vivos: “No hay cambios fundamentales en la gama de colores, pero empleo más colores. Aparecen colores más vivos, es cierto, pero eso responde a necesidades secretas, son cosas que uno no puede determinar, sale de la otra luz, de la luz del otro lado del espejo”.

Hay una evolución permanente en la pintura de Zilveti; lo malo sería que no la hubiera, como sucede con tantos pintores que se estancan en una fórmula que ha tenido éxito. Pero en esa evolución hay coherencia porque paulatinamente el artista se ha despegado de la expresión más figurativa hacia expresiones de abstracción que no abandonan del todo la sugerencia de la figura humana o animal. Por eso “no hay límites entre lo figurativo y lo abstracto”. “Considero que la pintura, cuando es pintura y no decoración o ilustración, es en el fondo abstracta porque es una traducción a un lenguaje pictórico. Toda pintura, así sea la del renacimiento, es abstracta porque no es una copia fiel, siempre es una interpretación. En la pintura contemporánea es incluso más evidente esa traducción al lenguaje propio de cada artista”. Lo provoco un poco más opinando que él nunca ha perdido la referencia figurativa en su obra: “Pero cada vez trato de ir más a la esencia, evitando lo superfluo y anecdótico, y así voy a seguir”.

La música es otro tema recurrente en Zilveti: “Quizás porque me gusta la música como expresión quisiera llegar a que mi pintura pueda ser apreciada con la misma emoción con que se percibe la música”. Los sonidos lo custodian mientras pinta: “Siempre estoy acompañado por la música, aunque no pinte. Generalmente escucho música clásica cuando pinto, pero al final de la tarde cuando dejo los pinceles, escucho mucho jazz”. ¿Se puede medir el trabajo de un artista por las horas que le dedica a pintar? “No se trata de añadir pintura con un pincel, porque es un proceso que incluye bocetos, dibujos, ideas, notas, todo eso hace parte de la pintura”.

La pintura de Zilveti siempre destacó por su coherencia, su sentido del color y de la forma, su manera de sugerir a veces con humor y a veces con sensualidad. En la evolución de su obra hacia la frontera de la abstracción hay hermosas representaciones de mujeres de frente, de espaldas, de perfil o al amanecer. Mujeres que despiden luz. La luz baña esas formas sensuales como si el artista las espiara a través de un espejo de doble fondo. La muestra En el territorio de las sombras sirve para poner en valor la luz y los contrastes (Rembrandt nos mira), de manera que las figuras surgen de las sombras por su movimiento (pájaros en vuelo) o por las notas musicales que sugieren (guitarra, bandoneón o violoncello).

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La veta de los sueños

La editorial Mariposa Mundial publica los cuentos de René Bascopé, un poeta clandestino de cuando en Bolivia no había un resquicio para la cultura.

/ 4 de junio de 2017 / 04:00

Cada vez que se hacen homenajes a René Bascopé Aspiazu me pongo a pensar cómo sería René ahora, qué más habría producido en literatura, si se hubiera embarcado en la política, si tendría el cabello blanco como yo, si hubiera persistido en la narrativa, en la poesía o en el ensayo. Son preguntas sin respuesta porque René murió hace más de tres décadas. Lleva muerto tantos años como los que vivió, es un muerto de 32 años con la misma cara jovial, un poco pícara, que tenía cuando una colega periodista le disparó un tiro tan desafortunado que le atravesó el vientre perforando cinco órganos.

Puede parecer una ventaja morir temprano y ser recordado con la lozanía de la juventud, como James Dean o Marilyn Monroe, pero a diferencia de ellos —cuyo físico era el principal atributo— fue lamentable para un escritor como René, que tenía talento para crecer en la vida. Podemos tener certeza de dos cosas: René no hubiera dejado nunca ni la literatura ni Bolivia. Tenía una veta soñadora íntimamente ligada al lugar que él podría ocupar en la literatura de este país “tan solo en su agonía”, al decir de Gonzalo Vásquez Méndez.

No recuerdo cómo lo conocí, pero René no era aún parte del grupo cuando hacia 1969 o 1970 comenzamos a reunirnos los jóvenes escritores que éramos, con Manuel Vargas y Jaime Nisttahuz. René no había concluido sus estudios de ingeniería.

Alrededor del poeta Pedro Shimose y de la editorial Difusión de Jorge Catalano nos reuníamos para tomarnos muy en serio la literatura. En la revista Difusión estrenamos poemas y cuentos, y allí se publicó por primera vez el poema sobre el Che que acababa de escribir directamente en castellano el poeta ruso Evgueni Evtuchenko, luego de su visita a La Higuera. Desde el golpe militar de 1971 no había en Bolivia un resquicio cultural. Las principales revistas —Letras Bolivianas, Cultura Boliviana y Difusión— habían desaparecido “de golpe”.

René se inclinó hacia la narrativa y en 1971 obtuvo el Premio Nacional Franz Tamayo con su libro de relatos Primer fragmento de la noche. Su cuento Ángela desde su propia oscuridad obtuvo en 1977 el Premio Cuadernos de Vientos Nuevos y fue publicado en esa misma colección.

Gracias a Pepe Ballón, que dirigía la imprenta, la Universidad Mayor de San Andrés nos ofreció la posibilidad de publicar en 1979 un libro colectivo y para ello juntamos 30 cuentos. Dimos muchas vueltas en torno al título. Jaime Nisttahuz sugirió Reunión de emergencia pero al final se impuso Seis nuevas narradores bolivianos, para subrayar la intención que nos animaba. René incluyó allí los relatos: Ventana, El portón, La parábola del conjuro, La noche de Cirilo y Ángela desde su propia oscuridad.

René era un poeta clandestino que no quería aparecer como tal. Ahora que los secretos no tienen mayor sentido es justo mencionar ese aspecto de su trayectoria y rescatar aquello que le corresponde como creador. René escribía mucha poesía, pero publicaba muy poca. Cuando lo hizo se escudó detrás del seudónimo Ernesto Javier. Una parte de su caudal poético fue dado a conocer a través de una amiga suya, Martha Gantier, que firmó dos poemarios obteniendo con ellos dos años consecutivos el Premio de Poesía del Concurso Nacional Franz Tamayo.

Represión. Hasta 1980 René alternaba su oficio literario con trabajos esporádicos en el campo de la ingeniería civil y en la docencia. En 1978 una novela suya obtuvo un segundo premio nacional, pero Bascopé detuvo su publicación y la destruyó. “Consideré que era una obra escrita irresponsablemente, prohibí su publicación y la deseché para siempre”, escribió.

Con los cuentos de Niebla y retorno obtuvo en 1979 otra vez el Premio Nacional Franz Tamayo, mientras que La parábola del conjuro obtuvo en Cochabamba otro premio en la colección Cuadernos de Vientos Nuevos que dirigía Roberto Laserna. En 1978 y 1980 Bolivia vivió tres años de intensa actividad sindical y política, no era posible ser indiferente.

Estuvimos junto a Luis Espinal en el semanario Aquí desde principios de 1979. No éramos aún parte del consejo de redacción, pero publicábamos cada semana una o dos notas firmadas. De esa época data el impulso que acompañó a René hasta su muerte: quería participar en la política sin abandonar la literatura.

En enero de 1980 una bomba estalló en la puerta del semanario y hubo que buscar un lugar más seguro. En marzo fue secuestrado Luis Espinal, torturado a lo largo de la noche y asesinado al amanecer. La guerra contra el semanario había empezado antes con anónimos y amenazas telefónicas, pero esta vez los hechos definieron con horror los alcances de esa adversidad.

Mantuvimos nuestra actividad como grupo a pesar de todo. Creamos una colección de libros: Palabra Encendida, que vendíamos en ferias de autores y que nos permitían un contacto directo con los lectores. A principios de 1980 inauguramos lugar de encuentro —Puerta Abierta, en la calle Bueno— con el concurso de artistas plásticos como Édgar Arandia. Allí se exponía pintura y se presentaban nuestros libros. Puerta Abierta tuvo, como muchas iniciativas, corta vida.

  • Amistad. Desde la izquierda, Matilde Casazola, Alfonso Gumucio, René Bascopé y Jaime Nisttahuz en El Prado de La Paz, en julio de 1980. Foto: Alfonso Gumucio

El golpe militar del 17 de julio de 1980 silenció al semanario Aquí. Sobraban razones para perseguirnos a todos y así sucedió. Al cabo de unas semanas René y yo encontramos asilo en la Embajada de México. Jaime Nisttahuz y Manuel Vargas lograron evitar el cerco, aunque Manuel salió del país un año más tarde por causa de un relato que publicó en el diario Presencia.

En el asilo de la embajada mexicana decidimos escribir un libro a cuatro manos, turnándonos frente a mi máquina de escribir portátil. Así nació La máscara del gorila, con un análisis histórico de René sobre el ejército boliviano y mi testimonio sobre el golpe. Pero después René decidió retirar su parte del libro al darse cuenta de que no había contado con la documentación necesaria para hacerlo bien.

En México se inició una nueva etapa: la sobrevivencia. El periodismo era nuestra única opción. Gato Salazar y Coco Manto nos ayudaron a conseguir trabajo, yo en la sección internacional de Excélsior y René en la de El Día. Retomó el oficio literario escribiendo uno de sus mejores cuentos: La noche de los turcos, que obtuvo una mención en el concurso de la revista Plural en 1982.

Bascopé fue de los primeros en regresar. México había sido su primera salida de Bolivia —y desde México un viaje relámpago a Holanda— y sería su última. Al poco tiempo de volver a La Paz retomó el semanario Aquí. Luis Espinal había sido asesinado cuando el semanario cumplía un año de vida; René fue director durante cuatro meses en 1980 y 17 meses entre 1983 y 1984.

En esa nueva etapa publicó dos ediciones seguidas de un ensayo que había escrito en México: La veta blanca, donde aborda las conexiones del poder militar con el narcotráfico. El título hace alusión a la cocaína que ha transformado la economía del país y dividido transversalmente a la sociedad boliviana.

A fines de 1984 filmé a René para mi película semidocumental sobre Luis Espinal. Durante dos días, un jueves y un viernes en que se producía el semanario, René actuaba explicando a otro personaje —interpretado por Pachi Ascarrunz— las circunstancias del asesinato de Espinal. La última escena en la imprenta nos dejó a todos sin aliento: al terminar René la cámara descubría en un rincón oscuro mediante un juego de luces la silueta de Espinal, otra evocación premonitoria.

René había retomado la costumbre de llevar un revólver en la cintura. Volví a hacerle la broma acostumbrada — “te vas a volar los huevos”— sin suponer lo que iba a suceder.

Esa misma noche, después de la filmación, apenas cuatro horas más tarde, René Bascopé estuvo a punto de morir. El proyectil penetró su vientre en diagonal, con tan mala fortuna que tocó el hígado, los intestinos, un pulmón, un riñón, atravesó longitudinalmente el bazo y se detuvo centímetros antes de salir. La intervención quirúrgica duró más de siete horas. René recibió seis litros de sangre, algo de la mía. Los donadores voluntarios hacían fila en la clínica. Mucha gente lo respetaba y lo quería.

Eso fue el 16 de junio. Cuando recuperó conciencia pude verlo y darle la noticia de que el jurado del Premio de Novela Erich Guttentag le había otorgado en forma compartida el segundo premio a su novela La tumba infecunda y a Ramón Rocha Monroy por El run run de la calavera.

René le ganó espacio de duda a la muerte. Tres semanas después fue dado de alta y parecía fuera de peligro. Y no. Fue arrebatado por una septicemia y dos paros cardiacos consecutivos que cerraron ese espacio de duda que temporalmente le había arrancado a la muerte.

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Orden en la memoria

El archivo de la Comibol realiza una importante tarea que sirve para mucho más que estudiar el pasado de Bolivia.

/ 16 de abril de 2017 / 04:00

No se sabe qué impresiona más, si la magnitud de la documentación del archivo o la dedicación de quienes allí trabajan. El Sistema de Archivo de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol) es uno de los más importantes de Bolivia en cuanto a su riqueza documental, pero sobre todo al servicio integral que presta. No existiría, o acaso de manera precaria, sin el ejercicio cotidiano de un celoso guardián: Édgar Huracán Ramírez, exdirigente minero que encontró la vocación de su vida y la dedica a este proyecto que abarca varias generaciones. Édgar es como esos dragones que guardan la entrada de una cueva mítica. Cuida el archivo con un celo equiparable al de Gunnar Mendoza en el Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia y al de Luis Oporto en la Biblioteca del Congreso.

Las instalaciones del Archivo de la Comibol en El Alto distan de ser una cueva iluminada. Dos modernos edificios de dos pisos cada uno, con amplios pasillos interiores, albergan las colecciones de documentos que incluyen los de las empresas de Patiño, Hochschild, Aramayo y otros que hicieron de la minería una fuente de riqueza y opulencia. Patiño llegó a ser el hombre más rico del mundo. En el exterior del archivo se guardan viejos vehículos blindados de lujo que pertenecieron a los gerentes de la Patiño Mines y que se van a restaurar para un museo en ciernes, al igual que la rotativa del diario La Razón, el periódico de la oligarquía minera en el siglo pasado.

Son tantos los archivos que se conservan que solo es posible cuantificarlos por metros lineales: 40 kilómetros en total, de ellos 18 en el archivo en El Alto. Los expedientes de miles de trabajadores mineros están perfectamente organizados en el archivo. El día de mi visita Édgar Ramírez tenía a mano el fólder completo de Óscar Salas, fallecido unos días antes. También el de Juan Lechín, el de Simón Reyes o el de Víctor Paz Estenssoro, quien trabajó como abogado en la Patiño Mines antes de lanzarse a la política.

Ramírez cuenta que en 1990 algunos dirigentes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) se enteraron a través de Hans Möller de que los documentos de la Comibol iban a ser destruidos, pero no pudieron hacer nada en ese momento porque “se vino la debacle” de la minería boliviana y fueron retirados de sus trabajos o enviados a otras minas.

A su regreso Ramírez encontró todos los documentos a la intemperie, en el patio. Los metieron en cuatro galpones y trataron de organizar de manera artesanal lo que había. En esa primera etapa el concurso de Oporto fue fundamental, ya que ayudó a redactar el texto de un decreto presidencial que firmó Carlos D. Mesa y que estableció la responsabilidad que tenía el Estado de salvaguardar esos documentos.

A partir de ese decreto el apoyo del Estado ha sido consistente y ha permitido dotar al archivo minero de todo lo necesario para preservar, restaurar, clasificar, digitalizar los documentos y ponerlos al servicio de los investigadores. Actualmente se cuenta, además de los documentos, con una biblioteca, una hemeroteca, una mapoteca, una colección de fotografías, documentación cartográfica, mapas, 47.000 planos de prospección y de explotación minera, pero también planos detallados de las herramientas que la propia Comibol fabricaba, adaptadas a las necesidades de nuestra minería. “Es un archivo políglota”, dice Ramírez, “porque tenemos documentación en inglés, español, francés, italiano, alemán, documentación en japonés, incluso en hebreo en el fondo de Hochschild”.

No es este el primer archivo en el que Ramírez se involucra con la misma pasión. Antes fue el archivo de la FSTMB, parcialmente destruido durante el golpe militar de García Meza. A partir de 1985 Ramírez pudo rescatar de los sindicatos una buena parte de la documentación. El segundo archivo que salvó fue el de la empresa Aramayo Francke en Tupiza, y logró que la alcaldía se hiciera cargo de protegerlos y custodiarlos.

El archivo de Comibol, con sus más de 15 años de existencia, concentra la mayor cantidad de documentos. Además de la sede en El Alto, forman parte de él los de Oruro y Potosí, con los que se mantiene permanente contacto mediante videoconferencias. La Unesco declaró a una parte del archivo como Memoria del Mundo en 2016. “De la basura estos documentos se están convirtiendo en patrimonio de la humanidad”, dice Ramírez citando a un periodista que formuló esa frase.

“Decidimos que esto se convirtiera en un archivo que trate de romper los esquemas convencionales. Normalmente los archivos sirven para que los investigadores estudien el pasado, pero para nosotros éste permitiría encontrar la información para reconstruir la minería boliviana”.

El archivo tiene cuatro secciones en cada uno de los cuatro fondos (Patiño, Hochschild, Aramayo y Comibol), que a su vez tienen subfondos de otras empresas.

Una sección es la financiera, otra de recursos humanos, otra de documentación técnica y finalmente la alta dirección de Comibol. Los primeros documentos sobre la existencia de Comibol, que datan de 1952 —incluso de unos días antes de la nacionalización de la minería— están allí, curiosamente en archivadores de la Patiño Mines.

Una sección técnica del archivo tiene tanta importancia estratégica que funciona como la bóveda de un banco, a la que nadie tiene acceso fácil, ni siquiera el director de la institución. Las puertas y las mesas de trabajo están vigiladas permanentemente por cámaras y ni siquiera los investigadores externos tienen acceso a este repositorio que conserva todos los estudios de minería realizados con apoyo de la cooperación internacional y con un detalle que sorprende: cada mina, cada socavón, cada veta de mineral estudiada a fondo, con la composición del mineral, la extensión de la veta, su potencial de explotación. Para Ramírez no es necesario seguir gastando en millonarias prospecciones, pues toda la información está allí para que el Estado la utilice en beneficio de la población.

Si esta sección es un tesoro potencial de riquezas minerales, el archivo cuenta con muchas otras joyas que sí pueden mostrarse y que son un festín para los investigadores. Por ejemplo, una copia original de la Tesis de Pulacayo, paradójicamente mecanografiada en papel membretado de la empresa minera de Patiño, el rey del estaño. También está la “antítesis” de Pulacayo, un folleto firmado por Juan Íñiguez y Antonio Llosa. Otro archivo curioso es el de los informes de los delatores que pasaban información detallada a la Policía o a la gerencia de la empresa sobre los movimientos subversivos de los trabajadores.

Gigantescas fotos de Jean-Claude Wicky, un gran mural en la escalera de entrada, varias esculturas relacionadas con el tema minero hacen del ambiente de trabajo del archivo un espacio de convivencia y complicidad entre los 32 trabajadores de El Alto (48 en todo el país). Motivados, todos participan en las decisiones y en la administración. Nadie es menos. Muchos han descubierto una vocación que no sospechaban que tenían. Y el visitante se siente en casa por la cordialidad y el compromiso de todos.

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