El nombre de Federico García Lorca ha quedado fijado en la imaginación popular de España con ribetes heroicos. Las dramáticas circunstancias de su fusilamiento, hace ahora 80 años, su trayectoria personal como intelectual y su deslumbrante genio literario han convertido su figura en un icono de la literatura y de la historia españolas. Lorca fue un genio, en efecto. Y como tal vivió con intensidad una época de España caracterizada por una formidable eclosión cultural, la llamada Edad de Plata de la Cultura española. Al tiempo —¡cruel paradoja!— Lorca padeció y sufrió hasta el último aliento de su vida la sinrazón de la Guerra Civil y las divisiones que martirizaron la España y la Europa de su tiempo.

Pero, ¿qué pensaría Lorca hoy, en 2016, de todo aquello, de aquel lejano pasado al que nadie quisiera retornar? ¿Qué le parecería el haberse convertido en un icono, cuando en su tiempo no existía aún esa mitología que ahora todo lo impregna? Hombre sensible e inteligente, tal vez el fulgor de la fama que hoy envuelve su figura le resultase ajeno. Tal vez, 80 años después de su muerte, haya llegado el momento de rescatar a Lorca del mito en el que la historia le encerró como mártir de su época. Al lector contemporáneo es preciso presentarle a Lorca como el artista que fue: puro, absoluto, expresión máxima del compromiso con el arte, entendido como vehículo para saciar el ansia de elevación y de espíritu.

A Lorca hay que leerlo. El amor, el desamor, la crueldad, la ignorancia, la compasión, el despotismo. Éstos son los temas de su obra, cuya vigencia no ha decaído para los lectores de hoy. ¿Quién no ha percibido alguna vez la deshumanización que exhalan los versos de Poeta en Nueva York? ¿Quién no ha sufrido en un momento de su vida la sequedad de corazón de la protagonista de La casa de Bernarda Alba? ¿Quién no se ha estremecido a la luz de la luna que ilumina el amor de los amantes como en los Sonetos del amor oscuro? La potencia de Lorca es absoluta, y la ola expansiva de su genio nos envuelve, nos embriaga, nos abraza gracias a ese mundo lorquiano de imágenes insuperables.

Lorca amaba la vida que tan fugazmente vivió. Como otros antes que él, como Horacio, como Tolstoy, como Machado, gustaba del campo como manantial de serenidad, de inspiración y de recuerdos. Su casa familiar en la llamada Huerta de San Miguel, en la afueras de Granada, fue un refugio lleno de fuerza para Federico. Aquel remanso de paz, del que cruelmente fue arrancado un día infausto, en el verano de 1936, era pura conexión con la alegría de vivir: “Yo, en aquella terraza y en la ventana, me pasaba grandes ratos oyendo el ruido de la acequia que pasaba junto a mi ventana, al olor de la gran higuera. Los pasos lentos de algún huertano que decía siempre: “Buenos días nos dé Dios”.

Lorca también sufrió los sinsabores que son comunes a la existencia. Como Cernuda, como Aleixandre y tantos otros, padeció las contradicciones de la ocultación del amor que, en aquella época, no podía decir su nombre. También eso le mató, como le mató su ideario liberal en una coyuntura en la que el blanco y el negro impedían vivir a plena luz a quienes no se sometieron a la tiranía de los bandos y sus banderías.

Federico, tan refinado, tan sensible, tan inteligente, fue, como tantos literatos españoles, un hombre apegado y enamorado de las tradiciones populares. Al frente del teatro universitario de La Barraca recorrió tierras y pueblos de España. Adalid de la política cultural de la joven República española, Lorca entendió siempre que lo popular era materia prima absoluta para la creación literaria. El flamenco, los cantares populares, las tradiciones rurales, todo ello contribuyó a enriquecer el repertorio lorquiano y dejó en su obra ese aroma de verdad tan difícil de enmascarar.

Lorca es Granada, es Andalucía, es España, pero también es América. Joven, descubrió Nueva York. Aquel hormiguero humano, aquella babel deslumbrante, impactó en el poeta acostumbrado a la belleza antigua de la Alhambra. La Gran Manzana, tan distinta de la bella pero provinciana Granada, alimentó su universo vital e hizo germinar en su mente páginas dolientes sobre el destino del hombre atrapado en una sociedad deshumanizada. Y luego siguieron otros destinos, Cuba, Argentina, Uruguay, lugares en los que Lorca, el poeta, el dramaturgo, el conferenciante, encontró nuevos públicos, nuevas fronteras para ensanchar su libertad personal y su genio creativo. Sí, América y España, también, fue un amor lorquiano.

Han transcurrido 80 años desde la muerte luctuosa de Lorca, abatido por el fanatismo. Su figura ha sido ya consagrada en el altar de la literatura universal y de la historia de España por biógrafos, académicos y políticos. Pero, tanto tiempo después, más allá del mártir, ¿no deberíamos recuperar a Federico, al hombre, al poeta, al dramaturgo, y rescatarlo del frío panteón de su fama para devolverlo a la vida inmortal?.