Con el noble y místico guitarrista Piraí Vaca comparto el escenario desde hace más de un año en nuestro espectáculo El duende andaluz, y me siento unido con este extraordinario artista por el arte y una entrañable amistad. Cuando hablo de arte me refiero a esta capacidad formidable de Piraí de hacer existir las notas, de darle una resonancia física, corporal, viva. Piraí no toca las cuerdas: las llena de vida pura, de sangre, de cuerpo. Raramente tuve una emoción intensa como cuando por primera vez lo vi tocar en la Casa de Cultura de Santa Cruz. Apenas había comenzado el concierto me di cuenta de que estaba frente a un músico que unía la resonancia de la música y de las emociones que le atravesaban.

Entre sus brazos y sus manos desaparecía la guitarra y verlo tocar me parecía un acto absolutamente humano, simple como un suspiro. Él era su guitarra, que había dejado de ser un instrumento inanimado para convertirse en una parte más de él, una prolongación de su propio cuerpo. Pensé que ese era el verdadero misterio que nos une a los intérpretes, y que nosotros los actores teníamos mucho que aprender de músicos como él. Entonces brotó en mí una sincera admiración por este artista, que había conseguido hacerme olvidar su instrumento y que lo único que me quedaba eran las notas suspendidas en un canto que se desgranaba como perlas en mí y más allá de mí mismo.

Era una experiencia formidable sentir formar parte de su música y entrar con él en una verdadera comunión. Sus dedos recorrían el mástil de la guitarra, guiados por una magia formidable que trazaba senderos luminosos en el espacio, caminos nuevos intransitables y que me permitían percibir delicadamente ese misterio que hace que estemos de pie con nuestras penas —pues todos llevamos dentro esas heridas que no tendrán y no tienen consuelo— pero con nuestra humanidad sensible, que nos permite ver el mundo y saber que es posible tener la esperanza por el hombre.

En cada gesto que se desprendía de Piraí estaban resumidas largas horas de labor intensa e ingrata que hacen que uno se convierta en un “artista”. Horas conquistadas en la duda y en una lucha constante por ir más allá, labor fértil de todo aquel que pretende ser artista. Allí estaban resumidos todos los años que había pasado encerrado en su cuarto peleando con su guitarra, para llegar a domarla como se adiestra un caballo. Secretamente agradecí a Piraí la posibilidad que me había dado de poder comprender tantas cosas sobre mi propio oficio que había percibido, pero no comprendido.

Pasaron cerca de tres años antes de tener la chance de compartir el escenario con él. Cuando surgió la idea de trabajar juntos sentí la terrible responsabilidad de no defraudarlo, de existir lo mejor que podía al lado de él, de su música, de su guitarra, de su generosidad. Ahora que llevamos más de un año y medio representando la obra en Bolivia y fuera del país, me doy cuenta de que el misterio que nos vino a unir tenía su destino: encontrar, como pocas veces sucede, un verdadero compañero de escena. Vivir juntos los momentos de miedo e inseguridad, pero también esos instantes fugaces de equilibrio y armonía, momentos efímeros que se deslizan delante de nosotros como los pasos del equilibrista sobre la cuerda floja.

Ahora que ya la noche ha caído, que a lo lejos escucho el sonar de una sirena que acompaña el ronronear de la calle, tengo la sensación de que lo vivido es difícil de traducir en palabras, que nuestro lenguaje siempre se queda pequeño cuando trata de explicar algo que nos ha hecho comprender un poco más el mundo. Entonces me vienen al recuerdo los versos de Lorca que, como huellas frescas, susurran y perciben también esta magia que es propia de los grandes artistas, de aquellos que son empujados por un duende que se apodera de uno y que hace que las notas se suspendan en el aire, lleguen hasta el alma y que la guitarra deje el corazón herido por cinco espadas.