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Édgar Alandia, un largo viaje por el sonido

El compositor, pianista y director de orquesta Édgar Alandia dejó su Oruro natal en 1969 para iniciar una vida y una carrera en Europa que le han llevado a componer más de 70 obras de música contemporánea, entre instrumentales, vocales, para orquesta y para teatro. Actualmente enseña composición en el conservatorio de Perugia (Italia), trabajó en los de Roma y Pesaro, y ha impartido talleres en toda Europa y buena parte de América, donde también ha dirigido innumerables veces. La semana pasada estuvo en La Paz para participar en el jurado del Premio Nacional de Composición Orlando Alandia Pantoja (concedido a Gastón Arce por Un día en la ciudad sagrada) y para dirigir un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional.

— ¿La composición y la dirección de orquesta se complementan?

— Desde jovencito quise ser compositor. Para eso había que estudiar en Europa y me fui a Italia. Allí saqué los títulos de composición y dirección de orquesta. La composición siempre fue mi interés principal y la dirección fue como un soporte, porque ayuda a componer y porque cuando eres compositor de música experimental a menudo te masacran, te tocan muy mal, porque dirigir algo sobre lo que no tienes ninguna referencia, que va a sonar por primera vez, es una responsabilidad. Así que si yo dirigía tendría cierta garantía. Aunque en principio la música es un juego. Si eres piloto de avión y te equivocas estás fregado, si te equivocas en una sala de conciertos o cuando compones tampoco pasa nada grave. Pero eso no quiere decir que no haya que tomárselo muy en serio, es una cuestión ética.

— Usted, además, ejerce de pianista y profesor

— Cuando era estudiante tocaba piano para las escuelas de ballet. Por flojera no tocaba lo que estaba escrito, que me lo tenía que estudiar, y me hice el campeón mundial de la improvisación. Por eso me contrató la Ópera de Bruselas para tocar con Maurice Béjart. Ganaba mucho, trabajaba una hora al día y viajaba por todo el mundo en primera clase y hoteles de cinco estrellas. Pero me di cuenta de que no era tan interesante. Volví a Italia y me dediqué a la composición, que era lo que me gustaba. Luego empecé a enseñar en el conservatorio y a dar talleres porque la experiencia en docencia también ayuda.

— No es fácil vivir de la música, ¿cómo lo logró?

— En eso y otras cosas siempre he tenido mucha suerte. Participé en un concurso de composición y gané, se estableció una relación con la editorial Ricordi y así tuve muchos encargos y requerimientos y escribí harto. Ahora tengo unas 70 obras entre instrumentales, vocales, para orquesta y para teatro. Además encabecé 20 años la Nueve forme sonore, un grupo grande y especializado de Roma con el que estrenamos centenares de obras nuevas y tocamos en toda Europa. Dirigir música tradicional siempre fue por encargo y me lo tomo como un recreo.

— ¿Cómo definiría la música que compone?

— Es muy difícil clasificarse a uno mismo y, en todo caso, te vas dando cuenta de estas cosas cuando las piensas o cuando te las dicen, no cuando las haces. Aunque lo mío, desde luego, es música contemporánea: en España, en una serie de discos, me han metido entre los vanguardistas experimentales. Soy un compositor europeo pero con una característica muy evidente, que vengo de Oruro. Viajaba mucho al campo con mi padre y los campesinos llegaban a casa. Al escribir me di cuenta de que mi forma de pensar tenía que ver con esa cultura. Estudié los materiales de la música andina y los trabajo, los incluyo en mis composiciones sin pretender que eso suene a algo determinado, a El cóndor pasa, a Los Kjarkas o a la música del campo, pero sí sale algo que en Europa perciben como un tanto diferente, sin que sea una postal.

— ¿Qué pretende transmitir en sus partituras?

— Creo que la música y el arte en general es la cristalización de un pensamiento. Por eso no me interesa el objeto, no me interesa una obra bonita porque las hay a miles. Sí me interesa un pensamiento bonito, interesante, porque el pensamiento te permite interpretar por ti mismo y darle al oyente unos estímulos para que él los maneje. No creo que mi música sea significativa, no hay mensaje, yo no tengo cosas que decir. Otros quizás sí, pero yo no. Lo que intento conseguir es un desorden que fluye. El ritmo, por ejemplo, es un parámetro que no me interesa como tal porque te liga, te atrapa y te puede distraer.

— ¿Existe interés aquí y en Europa por la música contemporánea?

— Yo diferencio entre público y oyente. Lo que yo hago es para oyentes, para gente que quiera participar en una experiencia. Mi música es como hacer un viaje dentro del sonido, e intento ordenar ese viaje de forma que sea perceptible al oyente y me gane así alguien que me acompañe. Ése es el objetivo: compartir ese laberinto de sonidos con los oyentes que pueden captarlo, hacerme la ilusión de que, aunque no sean muchos, van a sacar algo. En el Este de Europa tiene un interés más auténtico por la música, en Europa occidental tiene un componente más social, vas a un concierto para dejarte ver. Aquí no sé muy bien cómo funciona el público ni los oyentes, pero sí que hay una generación de compositores jóvenes que está destacando y que va abriendo puertas. Así que en Bolivia hay más y mejor música contemporánea de la que uno esperaría.