Wednesday 8 May 2024 | Actualizado a 03:09 AM

Julia Elena Fortún, una activista de la cultura

Julia Elena Fortún, fallecida esta semana, animó innumerables publicaciones y propuestas para levantar la vida cultural y social de Bolivia

/ 12 de diciembre de 2016 / 17:35

En la segunda mitad del siglo XX tres mujeres se distinguen nítidamente en el campo de la cultura boliviana. Me tocó trabajar con ellas en los tres periodos, bastante breves por cierto, en que ocupé la cartera de Educación. Aunque no siempre de manera directa, seguí de cerca y alenté la variedad de proyectos que plantearon a la comunidad boliviana, varios de los cuales fueron exitosos y otros frustrados por la desidia oficial o la indiferencia pública. Ellas son Teresa Gisbert, Julia Elena Fortún y Yolanda Bedregal, contemporáneas y muy amigas entre ellas.

Me toca escribir estas líneas en recuerdo de Julia Elena y quisiera mencionar algunos de sus aportes al país. En una época en que las clases dominantes menospreciaban o ignoraban a la mayoría indígena, ella se orientó al descubrimiento y valoración del aporte nativo, poniendo en el primer lugar de sus preocupaciones la arqueología, el folklore y las artesanías, además de las fiestas nativas. Fue valiosa la organización de los primeros Cursos de Verano sobre Cultura Boliviana en los que ocupaban un lugar preponderante las temáticas del arte indígena. Estos cursos tuvieron repercusión en el público con la asistencia de diplomáticos, profesionales y público en general que mostraba su interés por el conocimiento del país.

En el campo de la música colonial hizo el fichaje completo de los manuscritos del convento de San Felipe Nery y de la catedral de Sucre y gestionó su compra por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) para la donación al Archivo Nacional de Bolivia, repositorio que hoy cuenta con el mayor número de partituras de esos siglos. Realizó también el fichaje de las coplas de la virgen de Guadalupe.

Fue la animadora de incontables eventos y creadora de instituciones siendo una de las más importantes el Museo Nacional de Arte Popular, actual Museo de Etnografía y Folklore (Musef) y el Instituto Boliviano de Cultura, semilla de lo que es hoy el Ministerio de Culturas y Turismo, así como la Escuela Nacional de Folklore. El mercado artesanal en La Paz fue otra de sus preocupaciones logradas, primer espacio dedicado exclusivamente a la venta de tejidos y todo tipo de artesanías, que ofrecía a los turistas estas muestras de la cultura boliviana. Ahora se ha expandido a varias cuadras a la redonda de la iglesia de San Francisco.

Animadora de los conjuntos folklóricos que iniciaban su vida en esos años, alrededor de los 60, al punto de procurar su asistencia a importantes eventos de música folklórica en el exterior, como el Festival de Cosquín en Argentina, en el que ganaron los primeros premios, lo que proyectó a reconocidos grupos (en su velatorio, el destacado músico Ernesto Cavour la llamó “Maestra” y en lugar de palabras la despidió con la música de su quena).

Se fue muy temprano. Como tituló Medinaceli uno de sus libros: Chaupi punchaipi tutayarka (A mediodía anocheció). Tuve el privilegio de poner en su pecho la medalla de la Gran Orden de la Educación (también recibió el Cóndor de los Andes) cuando un destino adverso truncó su vida en la plenitud de su actividad condenándola a un retiro prematuro, quizá peor al de la muerte, pues Julia Elena pasó varias décadas inmovilizada en lugar de continuar investigando y construyendo según sus últimos proyectos para los que buscaba financiamiento con las dificultades que siempre encuentran los creadores. Su currículum vitae incluye tal cantidad de actividades, publicaciones y propuestas para levantar la vida cultural y social del país que valdría la pena convertirlo en una biografía.

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La segunda muerte de Marcelo

/ 30 de marzo de 2022 / 01:29

La recaptura del asesino de Marcelo Quiroga Santa Cruz, conocido como el Killer y que pese a haber recibido una sentencia de 30 años de cárcel, gozaba de “arresto domiciliario” gracias a las coimas entregadas a un juez Alcón, (que podría tener la hidalguía de cambiarse el apellido a Buitre), ha puesto de relieve nuevamente la imagen tan querida de los bolivianos del escritor y líder socialista.

En los últimos días, se ha presentado en La Paz la fundación internacional Marcelo Quiroga Santa Cruz, de la que es presidente Hugo Rodas Morales, biógrafo de Marcelo y catedrático de la Universidad Nacional de México; en el acto, Rodas presentó el portal para que la gente acceda a la obra completa escrita y no difundida convenientemente, en La Paz, Santiago, Buenos Aires y México. La fundación sistematizará y difundirá la obra del asesinado dirigente, pero mientras se llega a ediciones impresas, la página de internet permitirá el acceso al público de forma gratuita a todos sus textos.

País de contrastes: Hace un quinquenio aproximadamente, en la Facultad de Humanidades (avenida 6 de Agosto y Aspiazu), en la casa que lleva su nombre y un busto, que se puede ver en el pequeño jardín hacia la calle, se instalaron varias salas con láminas grandes, convenientemente enmarcadas de la vida y la época de Marcelo. La familia contribuyó con varios objetos personales, incluso su máquina de escribir.

Ante el pasmo de estudiantes y visitantes que apreciaban mucho el lugar, pues, se veía reflejada allí, no solo la vida del líder socialista sino la época en que vivió, algún funcionario que debe haber sido muy subalterno, por su ignorancia, decidió con el pretexto del pintado interior del edificio retirar medio centenar de esas láminas, la vitrina en que se encontraban las obras completas y objetos personales y también la máquina de escribir, colocada en un pequeño mueble y protegida por una vitrina.

Todo esto ha desaparecido sin que nadie dé una explicación plausible. Crear un museo representa una obra de investigación más importante que escribir un libro, porque son muchas imágenes y muchos textos los que tienen que reunirse de una manera armónica para entretener y enseñar a la gente que visita esos ambientes. Pero como en Bolivia la tendencia siempre es hacia la destrucción y el odio y no la construcción y la conservación de la memoria, destruir un museo puede tomar 24 horas, y eso ha sucedido en la Facultad de Humanidades.

Lo sucedido con este repositorio trae a la memoria la desaparición del mural de Palacio que pintó Miguel Alandia Pantoja y que el general de aviación René Barrientos Ortuño ordenó destruir. Con esa actitud, mostró cuál sería el respeto a la cultura que tendrían los militares a lo largo de 18 años de dictaduras. El pretexto en este caso fue que en el mural de Alandia Pantoja aparecían retratados algunos generales obesos.

¿Pero cuál pudo ser el pretexto, en el caso del repositorio de Quiroga Santa Cruz? ¿Puede alguien tomarse tan inaudita libertad y dejar que todo siga como si no hubiese pasado nada? ¿Hasta dónde puede llegar la llamada “autonomía” universitaria, como para que un funcionario pueda por sí y ante sí destruir una obra que era de innegable importancia sobre la vida política de Bolivia, a mediados del siglo XX?

¿Nos imaginamos, a dónde pueden haber sido enviados todos esos bienes, en qué depósito se encuentran, acumulando polvo y olvido? Una de las tareas urgentes ante el Bicentenario es, precisamente, la recuperación de la memoria histórica y a eso contribuía el museo que honraba la memoria de Marcelo Quiroga Santa Cruz.

¿Se ha informado de esto al rector Óscar Heredia y al Consejo Universitario? Tanto la primera autoridad, como el Consejo mismo, debían poner las cosas en orden e instruir que se reconstituya a la mayor brevedad este museo de homenaje a una de las figuras políticas más esclarecidas del siglo pasado. En tanto, ante la opinión pública sufren el prestigio y la seriedad de la UMSA con este gratuito gesto de menosprecio y desdén por la historia.

Mariano Baptista Gumucio es exministro de Educación y Cultura, y gestor cultural.

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Julia Elena Fortún, una activista de la cultura

Julia Elena Fortún, fallecida esta semana, animó innumerables publicaciones y propuestas para levantar la vida cultural y social de Bolivia

/ 12 de diciembre de 2016 / 17:35

En la segunda mitad del siglo XX tres mujeres se distinguen nítidamente en el campo de la cultura boliviana. Me tocó trabajar con ellas en los tres periodos, bastante breves por cierto, en que ocupé la cartera de Educación. Aunque no siempre de manera directa, seguí de cerca y alenté la variedad de proyectos que plantearon a la comunidad boliviana, varios de los cuales fueron exitosos y otros frustrados por la desidia oficial o la indiferencia pública. Ellas son Teresa Gisbert, Julia Elena Fortún y Yolanda Bedregal, contemporáneas y muy amigas entre ellas.

Me toca escribir estas líneas en recuerdo de Julia Elena y quisiera mencionar algunos de sus aportes al país. En una época en que las clases dominantes menospreciaban o ignoraban a la mayoría indígena, ella se orientó al descubrimiento y valoración del aporte nativo, poniendo en el primer lugar de sus preocupaciones la arqueología, el folklore y las artesanías, además de las fiestas nativas. Fue valiosa la organización de los primeros Cursos de Verano sobre Cultura Boliviana en los que ocupaban un lugar preponderante las temáticas del arte indígena. Estos cursos tuvieron repercusión en el público con la asistencia de diplomáticos, profesionales y público en general que mostraba su interés por el conocimiento del país.

En el campo de la música colonial hizo el fichaje completo de los manuscritos del convento de San Felipe Nery y de la catedral de Sucre y gestionó su compra por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) para la donación al Archivo Nacional de Bolivia, repositorio que hoy cuenta con el mayor número de partituras de esos siglos. Realizó también el fichaje de las coplas de la virgen de Guadalupe.

Fue la animadora de incontables eventos y creadora de instituciones siendo una de las más importantes el Museo Nacional de Arte Popular, actual Museo de Etnografía y Folklore (Musef) y el Instituto Boliviano de Cultura, semilla de lo que es hoy el Ministerio de Culturas y Turismo, así como la Escuela Nacional de Folklore. El mercado artesanal en La Paz fue otra de sus preocupaciones logradas, primer espacio dedicado exclusivamente a la venta de tejidos y todo tipo de artesanías, que ofrecía a los turistas estas muestras de la cultura boliviana. Ahora se ha expandido a varias cuadras a la redonda de la iglesia de San Francisco.

Animadora de los conjuntos folklóricos que iniciaban su vida en esos años, alrededor de los 60, al punto de procurar su asistencia a importantes eventos de música folklórica en el exterior, como el Festival de Cosquín en Argentina, en el que ganaron los primeros premios, lo que proyectó a reconocidos grupos (en su velatorio, el destacado músico Ernesto Cavour la llamó “Maestra” y en lugar de palabras la despidió con la música de su quena).

Se fue muy temprano. Como tituló Medinaceli uno de sus libros: Chaupi punchaipi tutayarka (A mediodía anocheció). Tuve el privilegio de poner en su pecho la medalla de la Gran Orden de la Educación (también recibió el Cóndor de los Andes) cuando un destino adverso truncó su vida en la plenitud de su actividad condenándola a un retiro prematuro, quizá peor al de la muerte, pues Julia Elena pasó varias décadas inmovilizada en lugar de continuar investigando y construyendo según sus últimos proyectos para los que buscaba financiamiento con las dificultades que siempre encuentran los creadores. Su currículum vitae incluye tal cantidad de actividades, publicaciones y propuestas para levantar la vida cultural y social del país que valdría la pena convertirlo en una biografía.

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Monumento chiquitano en Achocalla

En pleno centro de la explanada se levanta esta construcción que corresponde al siglo XVIII pero en estado de perfecta conservación.

/ 15 de marzo de 2015 / 04:00

Hacía tiempo que había oído hablar de un centro cultural en Achocalla que no pude visitar sino en las últimas semanas, por una invitación de su animadora, la artista María Teresa Camacho Hull. Tomamos el camino pavimentado del sur, partiendo de la plaza Humboldt y en 20 minutos desviamos a una ruta de tierra hacia la izquierda, subiendo la colina por unos 200 metros. Al fondo y en pleno centro de la explanada nos encontramos con la visión mágica de una bella construcción cuya arquitectura correspondía al siglo XVIII, pero en perfecto estado de conservación, cual si hubiera sido transportada por los aires desde la región de Chiquitos de Santa Cruz. Al lado, una soberbia torre de madera coronada por tres campanas grandes de bronce, eso sí originales, y a la entrada del predio una escultura de una llama sentada de tres metros de altura con un entorno de bellas raíces de árboles trabajadas por la artista, cuyas ramas parecen manos que se alzan en oración al cielo, felices de no haber sido convertidas en brasas para alimento de hornos, nos esperan.

Cuando se abre la puerta principal de madera, de tres por tres metros, tallada a mano y sostenida por pivotes del mismo material, es decir, sin bisagras, la sorpresa es aún mayor, pues la construcción de dos pisos corresponde a un amplio hogar con varias salas y un comedor unido a la cocina. Todo ello con puertas y ventanas hacia un patio interior cuyas paredes están decoradas con pinturas de María Teresa hechas con planchas de metal, que industrialmente tuvieron otros usos y que ahora son bellas obras de arte. Mientras recorríamos los diferentes ambientes y subíamos a la torre para disfrutar de un soberbio paisaje natural, en el que todavía se ven pocas viviendas y la cordillera de fondo, nos enteramos de la historia de este sitio, lleno de circunstancias casuales o inducidas, como son todas las vidas humanas.

El germen

Todo empezó cuando María Teresa visitó Estados Unidos con una beca de intercambio en Pittsburgh y resolvió, en 1965, volver a ese país para estudiar artes y trabajar. Mientras hacía sus trámites de visa conoció a un joven marine llamado Charles Jesse Hull quien, según le contaría después, se había alistado para ir a pelear a Vietnam. Pero intempestivamente el joven soldado tuvo un cambio de destino y lo enviaron a resguardar la embajada estadounidense en La Paz. Entonces el romance fue instantáneo y Charles convenció a Teresa de que se quedara en Bolivia, mientras él concluía su servicio militar. Finalmente se casaron en 1966, retornaron a Estados Unidos donde Charles culminó sus estudios de administración de empresas y finanzas en la universidad de Meryland, y a la par ella estudiaba bellas artes y literatura en el mismo centro universitario. Concluidos sus estudios, Chuck, como lo llamaban sus amigos, hizo una exitosa carrera jugando en la bolsa de valores de Nueva York. Posteriormente el hogar fue alegrado con la llegada de un hijo varón, Marcos, y cuatro niñas: Daniela, Andrea, Lucinda y Claudina. Sus cercanos afirmaban que Chuck tenía una mente abierta, corazón generoso y una voluntad de hierro. Todos los días corría al amanecer cerca al histórico canal de Meryland e intervino en más de 20 maratones, a ello se suma su participación por muchos años en el equipo de buceo de investigación marina de esa Universidad, lo que le permitió recorrer las islas del Caribe, las Antillas, el Mar Rojo, Tailandia, Tahití y Australia, solo por mencionar algunos de los mares que conoció. Y en los intervalos realizó  periódicas visitas a Bolivia, país del que había quedado enamorado desde su época de servicio militar.

En uno de sus viajes, la familia recorrió los templos de la provincia Chiquitos ya restaurados, y Chuck le dijo a su esposa que no era justo que tanta belleza solo fuera conocida por quienes podían visitar el Oriente boliviano. Fue así que le propuso que el centro cultural que ella planeaba construir en la remota Achocalla, a una hora del centro de La Paz, tuviera las características de uno de esos templos. Y como es una regla en su vida, se puso de inmediato manos a la obra. La construcción fue confiada al arquitecto Juan Carlos Vega, sobrino de María Teresa, quien tuvo que hacer varios viajes a Chiquitos para ver qué iglesia se acomodaba mejor al terreno de Achocalla y quiénes le ayudarían en la elaboración de columnas, puertas y ventanas talladas, tomando en cuenta además que, como en la época colonial, la construcción se haría sin clavos, es decir en base a ensamble de maderas. Varias de las columnas tenían 15 metros de altura, de manera que la familia García, especializada en madera tallada, debía enviar los enormes puntales mediante grúas y el resto de la madera en camiones. La primera previsión que tomó Chuck fue que su familia y él se integraran totalmente a la comunidad de Achocalla y que todas las familias contratadas fueran del lugar, incluidas las mujeres y los niños que hicieron los 50.000 adobes para los muros de 50 cm que tiene la casa. Las 50.000 tejas de los dos cuerpos del edificio fueron pedidas en La Paz. En tanto se procedía a la obra gruesa, Vega supervisaba el trabajo de carpintería en San Ignacio de Velasco y una vez concluido, se invitó por tres meses a 20 chiquitanos a Achocalla para poner en su sitio cada una de las piezas.

Como actividades alternas y como una forma de socialización, se organizaron dos equipos de fútbol para jugar los fines de semana y los chiquitanos participaron con entusiasmo en las fiestas religiosas y civiles de las familias aymaras. Entonces el monumento “chiquitano” de 36×36 metros con 17 m de altura empezó a tomar forma; su construcción demoró casi cuatro años. Imposible calcular su costo económico a los precios de hoy.

En uno de sus viajes a Chiquitos, Chuck, quien era muy aficionado a las artesanías, compró un recipiente de madera para decorar algún sitio de su residencia en Achocalla. Habían pasado 41 años de una vida de pareja con cinco retoños vivida intensamente, pero en 2007, a Chuck le diagnosticaron un cáncer que no se podía operar, entonces optó serenamente por seguir el tratamiento de quimioterapia y radiación para prolongar un poco su vida y concluir la construcción de la que llamaba la “Casa Grande” de Achocalla. Y en efecto, desde una silla de ruedas, daba instrucciones sobre la disposición del jardín de esculturas en el entorno y la ubicación de la torre campanario. Pero a los nueve meses de su diagnóstico presintió que su fin estaba próximo. Siete generaciones de su familia descansan en el cementerio de Manchester en Meryland, pero Chuck decidió tomar otra opción: le recordó a María Teresa ese recipiente de madera que años atrás había comprado en San Javier y le pidió que sus restos fueran colocados ahí y guardados en algún sitio de su hogar perpetuo. Su esposa y sus hijos estuvieron de acuerdo.

Ahora, en la pared del que debía ser su escritorio, el visitante puede ver una pequeña hornacina en la que se encuentra la urna de madera con los restos de este ser excepcional que le quiso ganar a la muerte durante los días en que esperaba concluir su obra. Andrea, una de sus hijas, ha retornado a Bolivia y construye junto a su esposo una pequeña casa en Achocalla. Hoy el sueño de Chuck es un taller de arte y centro de cultura que anima María Teresa en recuerdo de su esposo, escapando de los compromisos de exposiciones que ella tiene en el Norte. Pero es también la historia de amor de un hombre de empresa que quedó cautivado por un país y por una muchacha del lugar, medio siglo atrás.

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